Su situación era absurda. En un bolsillo tenía el hermoso documento que le ordenaba presentarse a bordo de la corbeta de Su Majestad
Polychrest,
y en el otro una bolsa fláccida que sólo contenía una moneda de cuatro peniques con el borde gastado, pues el resto lo había empleado en los regalos de costumbre. El
Polychrest
significaba seguridad, o al menos eso creía él. La silla de posta partía a las once de la noche, pero tenía que conseguir llegar desde Whitehall a la calle Lombard sin ser apresado, tenía que atravesar Londres, y su figura uniformada llamaría la atención. Por otro lado, tenía que comunicarse con Stephen, que le esperaba en la casa, pero no se atrevía a salir del Almirantazgo. Si le apresaban justo ahora, de pura rabia se ahorcaría. Al atravesar el vestíbulo, dejando atrás la oficina del secretario, pasó un horrible susto, pues un conserje le dijo que un tipo bajito vestido de negro y con una vieja peluca había preguntado por él.
—Mándele a paseo, ¿quiere? ¿Está Tom?
—No, señor. Tom está de permiso hasta el domingo por la noche. Ese tipo bajito vestido de negro era sospechoso, señor.
Durante los últimos cuarenta minutos había visto a aquella figura vestida de negro, aparentemente un representante de la ley, cruzar una y otra vez la calle de la entrada a Whitehall, mirar dentro de los coches que se detenían allí e incluso subir a los estribos. Una vez le había visto hablar con dos tipos fornidos que parecían portadores irlandeses
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o alguaciles con disfraz de portadores irlandeses, un disfraz habitual de los policías.
Ese día los conserjes no miraban con buenos ojos a Jack, pues éste no les había dado oro a chorros, lo que se dice a chorros, pero se olían la verdad y, naturalmente, estaban de su parte y en contra del poder civil. Cuando uno de ellos entró con carbón le dijo en voz baja:
—Ese tipo bajito con la oreja como una coliflor todavía está dando vueltas por ahí abajo, frente al patio, señor.
«La oreja como una coliflor»… ¡Si lo hubiera oído antes qué feliz se habría sentido! Corrió a la ventana, y después de mirar a través de ella unos minutos dijo:
—Haga el favor de decirle que entre al vestíbulo. Hablaré con él enseguida.
El señor Scriven, el literato, atravesó el patio. Parecía viejo y cansado y tenía la oreja terriblemente hinchada.
—Señor —dijo con voz temblorosa por la ansiedad—. El doctor Maturin me ha encargado que le diga que todo fue bien en Seething Lane y espera que usted se reúna con él en Grapes, en el distrito de Savoy si no está comprometido. Haré entrar un coche al patio. He estado tratando de darle mi recado, señor… Espero que…
—Excelente. Estupendo. Traiga el coche, señor… Hágalo entrar al patio y yo me reuniré con usted enseguida.
Cuando el conserje oyó mencionar Savoy, aquel refugio bendito, sus sospechas se confirmaron y una amplia y benevolente sonrisa se dibujó en su cara. Entonces salió junto con el señor Scriven a buscar un coche y lo hizo entrar al patio (un procedimiento irregular), de modo que el coche pudo maniobrar muy cerca de la escalera y Jack subió a él sin ser visto.
—Tal vez sería prudente sentarse en el suelo, señor, encima de esta capa —dijo el señor Scriven, intuyendo cierto reparo—. Ha pasado por el horno. Y el doctor Maturin tuvo la amabilidad de afeitarme, de sancocharme en la olla y de vestirme de pies a cabeza con ropa nueva.
—Siento haberle dado ese golpe tan fuerte en la oreja —dijo Jack desde el fondo del coche—. ¿Le duele mucho?
—Es usted muy amable, señor. Ahora no siento nada. El doctor Maturin tuvo la bondad de curármela con un ungüento oriental que compró en la botica de la esquina de la calle Bruton y la tengo casi insensible. Ahora puede sentarse si quiere, señor; estamos en el ducado.
—¿Qué ducado?
—El ducado de Lancaster, señor. A partir de la calle Cecil hasta el otro extremo de Exeter Change estamos en el ducado, ni en Westminster ni en Londres, y las leyes son diferentes. Los mandatos judiciales no son iguales que en Londres; incluso la capilla es sumamente peculiar.
—¿Es peculiar? —dijo Jack con auténtica satisfacción—. Una peculiaridad condenadamente buena, sin duda. Quisiera que hubiera más peculiaridades de este tipo. ¿Cómo se llama usted, señor?
—Scriven, señor, servidor de usted. Adam Scriven.
—Es usted una persona honesta, señor Scriven. Ya hemos llegado a Grapes. ¿Puede pagarle al cochero? Estupendo.
—¡Stephen! —exclamó—. ¡Qué contento estoy de verte! ¡Por fin tenemos una oportunidad, un respiro, esperanza! He conseguido un barco, y si puedo llegar a Portsmouth y éste flota, haremos fortuna. Éstas son mis órdenes y éstas las tuyas. ¡Ja, ja, ja! ¿Has tenido suerte? Espero que no hayas recibido malas noticias. Pareces muy desanimado.
—No, no —dijo Stephen, sonriendo a su pesar—. He negociado la letra de Mendoza y sólo con un descuento del doce y medio por ciento, lo cual me sorprendió; pero después la letra fue avalada. Aquí tienes —Stephen deslizaba la bolsa sobre la mesa— ochenta y cinco guineas.
—Gracias, gracias, Stephen —dijo Jack, estrechándole la mano—. ¡Qué encantador sonido! ¡Suenan a libertad! ¡Ja, ja! Tengo un hambre canina, no he tomado nada desde el desayuno.
Llamó a la tabernera y ésta le dijo que podía darle un par de estupendos patos o un buen trozo de esturión frío con pepinos frescos, comprados esa mañana en Billingsgate.
—Empezaremos con el esturión, y si usted pone los patos al fuego ahora mismo, estarán listos cuando hayamos terminado. ¿Qué quieres beber, Stephen?
—Ginebra y agua fría.
—¡Qué forma más deprimente y melancólica de beber! Pidamos champán; no todos los días se consigue un barco, sobre todo un barco como ese. Te contaré lo que ha pasado.
Le hizo a Stephen un detallado recuento de la entrevista, dibujando la curiosa forma del
Polychrest
con ginebra aguada. Luego añadió:
—El barco ha sido un mal proyecto, desde luego, y no puedo entender cómo ha sobrevivido a las reformas del viejo Jarvie. Cuando vi los planos y recordé la fragata de Canning, que se está construyendo bajo su supervisión según el modelo del
Bellone,
por un momento me sentí muy desconcertado. Pero apenas he tenido tiempo de hablarte de la generosa oferta que él me hizo. Perdóname un momento, voy a escribirle una nota diciéndole que lamento mucho que asuntos oficiales me impidan… y esas cosas; quiero expresarle mi gratitud de la forma más amable y cortés que pueda y enviarle la nota esta noche por el sistema de correo en que se paga un penique por carta, pues en verdad su oferta fue muy generosa, muy halagadora. Enseguida simpaticé con Canning; espero verle otra vez. Te hubiera caído bien, Stephen. Es una persona llena de vida, inteligente, comprende las cosas enseguida, se interesa por todo y, además, es educado, delicado y discreto, un perfecto caballero. Uno juraría que es inglés. Tienes que conocerle.
—Esa es una buena recomendación, sin duda, pero ya conozco al señor Canning.
—¿Le conoces?
—Nos conocimos en la calle Bruton hoy —dijo, y de repente, en ese momento, Jack comprendió por qué le desagradaba tanto el nombre de Bruton—. Fui a visitar a Diana después de pasear con Sophia por el parque.
En el rostro de Jack se reflejó una profunda pena.
—¿Cómo está Sophia? —preguntó, bajando los ojos.
—No tenía buen aspecto. La encontré más delgada, triste. Pero ha madurado; ahora me parece más hermosa que cuando la conocimos en Sussex.
Jack se reclinó contra el respaldo de la silla sin decir nada. Un ruido de platos y cuencos, el ondear del mantel y las servilletas precedieron al esturión y el champán. Mientras ellos comían, hacían comentarios generales sobre el esturión: era un pez muy apreciado… era la primera vez que Jack lo comía… era más bien insípido, defraudaba un poco… Y de repente Jack dijo:
—¿Cómo está Diana?
—Su ánimo es cambiante, a veces se muestra alegre y otras abatida, pero tiene un aspecto espléndido. También ella está llena de vida.
Stephen podía haber añadido: «y de una gran crueldad».
—No sabía que ibas a ir a la calle Bruton —dijo Jack, y Stephen asintió con la cabeza—. ¿Había mucha gente?
—Tres soldados, un juez de la India y el señor Canning.
—Sí, ella me dijo que le conocía. Aquí llegan los patos. Tienen una pinta excelente, ¿no crees? —dijo en tono animado—. Por favor, córtalos tú, Stephen. Lo haces muy bien. ¿Le damos un trozo a Scriven? A propósito, ¿qué piensas de él?
—Es un hombre como cualquier otro. Me inspira compasión.
—¿Tienes intención de quedarte con él?
—Quizás. ¿Te sirvo un poco más de relleno?
—Todo el que quieras. ¿Cuándo comeremos otra vez salvia y cebollas? ¿Crees que Scriven, cuando termine de comerse el pato, podría ir deprisa a cogernos sitio en el coche correo mientras nosotros preparamos las maletas en Hampstead? Todavía podría conseguir asientos en el interior.
—Es más seguro para ti ir en una silla de posta, Jack. Los periódicos hablan de la recepción de lady Keith; tu nombre aparece en la
Crónica
y probablemente esté también en los demás. No hay duda de que tus acreedores lo han visto, y sus agentes en Portsmouth pueden interceptar el coche. El señor Scriven está muy familiarizado con su malvado ingenio; me ha contado que están siempre al acecho, como los buscadores de ladrones. Debes ir directamente al astillero en una silla de posta y subir a bordo. Yo me ocuparé de tu equipaje y te lo mandaré en un coche.
—¿Tú no vienes, Stephen? —dijo Jack, dejando a un lado el plato y mirándolo por encima de la mesa, totalmente sorprendido.
—No pensaba hacerme a la mar ahora —dijo Stephen—. Lord Keith me ofreció el empleo de médico del buque insignia, pero no lo quise y le rogué que me disculpara. Hay muchas cosas que llaman mi atención aquí y además, ha pasado mucho tiempo desde que estuve en Irlanda…
—Pero yo daba por sentado que íbamos a embarcarnos juntos, Stephen —dijo Jack—. ¡Y estaba tan contento de traerte estas órdenes! ¿Qué voy a…?
Reflexionó un momento, y luego, en un tono mucho más bajo, dijo:
—Pero, por supuesto, no tenía ni el más mínimo derecho a hacer esa suposición. Perdóname, te lo ruego. Le explicaré todo al Almirantazgo, diré que ha sido culpa mía. ¡Dios mío! ¡Un buque insignia ni más ni menos! Es justamente lo que te mereces. Me temo que he sido muy presuntuoso.
—No, no, no, querido amigo —dijo Stephen—. Esto no tiene nada que ver con el buque insignia. Me importa un bledo el buque insignia. Quítate eso de la cabeza. Preferiría una corbeta o una fragata. Lo que ocurre es que no tenía pensado irme de crucero justo ahora. Pero por el momento dejemos las cosas como están. No me gustaría que en la Junta Naval —sonreía—dijeran que soy un culo de mal asiento, un indeciso, un remilgado hijo de perra. No te preocupes tanto; anímate. Lo que me ha desconcertado es que ha sido una cosa repentina, pues soy más reflexivo que vosotros los animosos hombres de mar. Tengo compromisos hasta el final de la semana, pero después, a menos que te avise por escrito, iré con mi baúl a reunirme contigo el lunes. Vamos, bébete ese vino —es admirable para una pequeña taberna como ésta— y pediremos otra botella. Y antes de que te dejemos a bordo de la silla de posta, te contaré lo que sé sobre la ley que se aplica en Inglaterra a los deudores.
Estimado señor,
Por la presente le comunico que he llegado a Portsmouth un día antes de lo previsto. Solicito me conceda el favor de no tener que presentarme a bordo hasta esta noche y le ruego me permita disfrutar de su compañía en la comida.
Se despide de usted, estimado señor, su más afectuoso y humilde servidor,
Stephen Maturin
Stephen dobló el papel, escribió «Capitán Aubrey, de la Armada real. Corbeta de S. M.
Polychrest»,
lo selló y tocó la campanilla.
—¿Sabe usted dónde está el
Polychrest
?
—¡Oh, sí, señor! —replicó el hombre con una expresiva sonrisa—. Están subiendo a bordo sus cañones en el Servicio de material de guerra; por cierto que lo pasó muy mal durante la última marea.
—Entonces, tenga la amabilidad de llevar allí esta nota enseguida. Y estas otras cartas son para echarlas al correo.
Volvió a la mesa, abrió su diario y escribió: «He firmado como "su más afectuoso y humilde servidor"; y es el afecto lo que me trae aquí, sin duda. Incluso un hombre frío y autosuficiente necesita este tipo de intercambio para conservar la parte no maquinal de su persona; la historia natural, la filosofía, la música y la conversación con los muertos no bastan.
Me gusta pensar, de hecho pienso que J. A. siente por mí un afecto tan profundo como le permite su carácter jovial e irreflexivo, y sé cómo es el que siento yo por él, sé cómo me dolía verle afligido; pero, ¿cuánto tiempo este afecto resistirá el desgaste del silencioso enfrentamiento diario? Nuestra amistad no le impedirá perseguir a Diana, y lo que no quiere ver no lo verá; no creo que lo haga conscientemente, que sea hipócrita, pero la frase
quod volunt credere
le viene muy bien. En cuanto a ella, me encuentro perdido; primero amabilidad y luego un rechazo como el de un enemigo. Parece que al jugar con J. A. también ha quedado atrapada. (Pero, ¿dejaría de lado su ambición alguna vez? Seguro que no. Y él es incluso un peor partido que yo, una presa menos lícita. ¿Será la suya una perversa inclinación? Pero J. A., aunque no me parece un Adonis, es guapo, y yo no. Parece que la ridícula historia que él cuenta sobre mi riqueza, retocada por la señora Williams, ha cobrado fuerza por la convicción de esa cabeza hueca y me ha hecho pasar de aliado, amigo e incluso cómplice a oponente. Parece que… ¡oh, hay mil absurdas posibilidades! Estoy desolado, y también desconcertado. Pero creo que podré curarme; mi sangre tiene el ardor de la fiebre, pero el láudano lo apagará, la distancia lo apagará, y el trabajo y la acción harán lo mismo. Lo que temo es el efecto contrario, el aumento del ardor por los celos; nunca antes había sentido celos, y aunque por el conocimiento del mundo, la experiencia, la literatura, la historia y la observación común conocía su fuerza, ignoraba por completo su verdadera naturaleza.
Gnosce teipsum…
mis sueños me aterran. Esta mañana caminaba junto al coche, mientras éste subía penosamente la pendiente de Ports Down, y al llegar a la cima, con el puerto de Portsmouth extendiéndose justo debajo de mí, y Gosport, Spithead y posiblemente la mitad de la flota del Canal resplandeciendo allí —una potente escuadra había sobrepasado Haslar y salía en fila, con todas las alas desplegadas— sentí nostalgia de la mar. ¡Es tan pura! En cambio, en tierra, hay momentos en que todo me parece tortuoso, oscuro y sórdido; aunque, sin duda, no falta la sordidez en un navío de guerra».