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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (13 page)

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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Los dedos de Anelin buscaron la letra theta en la cresta del casco. ¡Llevaba un símbolo de los Maestros Cambiadores, no había duda! Pero…, pero ¿por qué el casco estaba en un grouno?

Consideró la cuestión un instante y después decidió que no tenía importancia. Lo único importante era el casco. Tomó de nuevo la vara metálica, una estaca fría y grisácea en la cámara de humeante color rojizo. El cristal del extremo estaba roto, convertido en melladas astillas tras los esfuerzos de Anelin para destrozar la ventana. Un buen detalle. Sería una excelente arma. Con bastante desenvoltura, Anelin se volvió hacia la puerta más alejada.

Detrás de ella la madriguera estaba a oscuras, pero se trataba de una oscuridad soportable, una oscuridad que Anelin había soportado todos los días de su vida en los túneles débilmente iluminados de los
yaga-la-hai
. Estaba formada por sombras, vagas formas y tierra, no era la negrura total por la que había estado errando desde que huyó del Carnicero. Naturalmente, en realidad no era igual (en un momento dado, no sin vacilación, Anelin alzó el casco y al instante quedó ciego otra vez), pero poca importancia tenía eso, con tal que él pudiera ver… Y podía ver. Las frías paredes de roca tenían un apagado color rojo, el ambiente era ligeramente húmedo y luminoso, y los conductos de aire que Anelin cruzó eran fauces de anaranjados bordes que vomitaban chorros de humo rojizo en las madrigueras, un humo que remolineaba, ascendía y se disipaba.

Anelin recorrió el vacío túnel, por primera vez sin imaginar visiones y sin oír ruidos. Llegó a ramificaciones varias veces y eligió su camino siempre de un modo arbitrario. Encontró sombrías escaleras y las subió ansiosamente, tan arriba como le condujeran. En dos ocasiones evitó muy nervioso los hoyos de suave brillo, grandes como una persona, que reconoció como madrigueras de gusano. Otra vez atisbó un devorador vivo (un río de sosegado movimiento formado por hielo oscuro como el humo) al atravesar una encrucijada. El cuerpo de Anelin, visto a través del casco, despedía un alegre brillo anaranjado. Los fragmentos de hongo que seguían aferrados a su andrajosa vestimenta eran igual que manchas de fuego amarillo.

Llevaba una hora caminando cuando encontró un grouno vivo. Era menos brillante que Anelin, un espectro de seis patas de intenso color rojo, un radiante fantasma que vio por el rabillo del ojo en una madriguera lateral. Pero Anelin no tardó en observar que el animal le seguía. Continuó su marcha más cerca de la pared, palpándola como si no viera, y el grouno que flotaba tras él como un fantasma se volvió más atrevido. Era de buen tamaño, observó Anelin, y la ropa colgaba de su cuerpo como una aleteante segunda piel. Agitaba una red en una mano, un cuchillo en la otra. Anelin pensó un momento si sería el mismo grouno que había encontrado antes.

Al llegar a una escalera, una estrecha espiral entre dos corredores que se ramificaban, Anelin se detuvo, tentó torpemente y se volvió. El grouno avanzó en línea recta hacia él, con el cuchillo en alto, moviendo en total silencio sus almohadillados pies. Curiosamente, Anelin descubrió que no tenía miedo. Aplastaría la cabeza del grouno en cuanto estuviera lo bastante cerca.

Alzó la porra con bordes de vidrio. El grouno siguió acercándose. Anelin
podía
matarlo ya. Pero…, pero…, sin saber porqué, no deseaba hacerlo.

—Detente, grouno —dijo.

No estaba muy seguro de por qué lo había dicho.

El grouno se detuvo, retrocedió un poco. Dijo algo con un suave gemido gutural. Anelin no comprendió nada.

—Te oigo —dijo—, y te veo, grouno. Llevo un símbolo de los Maestros Cambiadores.

Señaló la theta bordada en oro en su pechera.

El grouno parloteó aterrorizado, soltó la red y echó a correr. Anelin decidió con pesar que no debía haber hecho notar su theta. Movido por un impulso, resolvió seguir al grouno. Quizá éste, atemorizado, le condujera a una salida. En caso contrario, siempre podía regresar a la escalera.

Anelin lo persiguió por tres corredores y dos recodos antes de perderlo de vista por completo. El grouno corría con gran rapidez, mientras que Anelin sufría aún ocasionales retorcijones en el tobillo, con lo que era difícil ir al mismo paso. Pero siguió caminando después de la desaparición del grouno, con la esperanza de encontrar otra vez el rastro.

Más tarde, reapareció la criatura, corriendo hacia él. Vio a Anelin, se detuvo, miró hacia atrás por encima del hombro. Luego, con aire resuelto, reanudó su galope a cuatro patas, precipitadamente, mientras una de sus restantes extremidades blandía el cuchillo.

Anelin esgrimió su porra, pero el grouno no aflojó el paso. En ese momento Anelin tuvo una inspiración. Metió la mano en el bolsillo y sacó la última cerilla.

El grouno chilló, y cuatro largas patas arañaron alocadamente el suelo de la madriguera, resbalando hasta detenerse. Pero el grouno no fue el único sorprendido. El mismo Anelin, deslumbrado por el fulgurante brillo que parecía taladrar su cerebro, tosió, se tambaleó y soltó el fósforo. Ambos parpadearon sin cesar.

Pero algo más se movía. Una fría sombra gris se deslizaba hacia el grouno, llenando el túnel como un muro de niebla. Su parte delantera se contraía y avanzaba, se contraía y avanzaba…

Anelin sacudió su cabeza, y el gusano devorador apareció con claridad.

Sin pensarlo, Anelin avanzó de un salto y blandió la porra por encima de la cabeza del grouno. El golpe rebotó sin causar daño en la correosa piel del gusano. Anelin retrocedió, dio una patada al grouno para que se apartara y lanzó la maza con bordes de vidrio a la boca contráctil del atacante.

Luego echó a correr, con el grouno muy cerca, y ambos doblaron como una flecha estrechos recodos hasta asegurarse de haber dejado atrás al devorador. Los dos desandaron el anterior camino, y la estrecha escalera apareció ante ellos.

El grouno se detuvo, y se volvió para mirar a Anelin. Éste se encontraba con las manos vacías.

El grouno alzó el cuchillo, ladeó después la cabeza. Anelin imitó el gesto. Eso pareció satisfacer a la criatura, que envainó el arma, se acuclilló en la gruesa capa de tierra del suelo de la madriguera y empezó a dibujar un mapa.

El dedo del grouno dejaba relucientes rastros que duraban algunos momentos y después desaparecían con rapidez. Pero los símbolos que empleaba no significaban nada para Anelin.

—No —dijo el gusahijo, meneando la cabeza—. No lo entiendo.

El grouno alzó la cabeza. Luego se levantó, hizo un ademán y empezó a subir la escalera. Miró hacia atrás para comprobar si Anelin estaba allí. Estaba.

Subieron aquella escalera y otra más, recorrieron una serie de amplias madrigueras, ascendieron oxidadas escalerillas en estrechos pozos. Después hubo más túneles. El grouno volvía la cabeza de vez en cuando y Anelin lo seguía dócilmente. Anelin estaba nervioso, pero se repetía sin cesar que el grouno podía haberle matado antes; si tales hubieran sido sus intenciones, ya lo habría hecho.

Otros grounos se movían en las madrigueras. Anelin vio uno, una esquelética forma roja con una larga espada y una pierna de menos, y luego otros dos armados con cuchillos y agazapados cerca de una encrucijada. Los tres le dedicaron espantosas miradas con sus cabezas sin ojos. Más tarde, pasaron entre verdaderas multitudes de grounos, algunos con largos atuendos que rozaban el suelo y despedían un tenue brillo multicolor. Todos se mantuvieron apartados de Anelin. También había madrigueras de gusano, casi todas oscuras y frías, algunas bordeadas por suaves halos que causaron escalofríos en Anelin.

Después de más ascensos y vueltas, tantas vueltas que Anelin no se atrevía a recordarlas, llegaron a una espaciosa cámara. Diez grounos estaban sentados ante humeantes platos en largas mesas metálicas, y metían comida en sus bocas. Miraron al intruso sin inmutarse.

Anelin percibió el aroma de la comida (pasta de setas, el alimento de los guardantorchas) y de pronto se sintió vorazmente hambriento. Pero nadie le ofreció un plato. Su guía habló con otro grouno sentado cerca del centro de la mesa, un ejemplar muy grueso con una cabeza enorme y deforme. Finalmente, el corpulento grouno (debía pesar más que Groff, pensó Anelin) dio un empujón a su plato de humeante comida, se levantó y se acercó al intruso. Su cabeza se movió de arriba abajo, de arriba abajo, mientras examinaba a Anelin. Cuatro blandas manos lo tocaron por todas partes, y Anelin apretó los dientes y se esforzó en no asustarse. No era tan malo como suponía. Notó que estaba contemplando al nuevo grouno casi como si fuera una persona, y no un animal.

El grueso grouno ladeó la cabeza. Anelin recordó e hizo lo mismo. El grouno unió cuatro manos, formó un inmenso puño y lo alzó y lo bajó. Anelin, con sólo dos manos, hizo un esfuerzo para imitar el gesto.

Después el grouno alzó un dedo, y se golpeó el pecho con otra mano. Anelin hizo ademán de imitarlo, pero el grouno se lo impidió. Era algo más que una prueba de vista. Anelin permaneció inmóvil.

El grouno levantó dos dedos de una mano de una extremidad delantera, las dos patas centrales se abrieron a ambos lados y el enorme cuerpo se estremeció. El otro brazo delantero se alzó, y con esa mano mostró fugazmente tres dedos. El grouno giró la primera mano, luego la otra, y repitió el gesto. Contempló a Anelin, y se quedó inmóvil.

Anelin miró la mano superior derecha del grouno (dos dedos) y después la superior izquierda (tres dedos). Las palabras del Carnicero volvieron a su mente. Levantó una mano, y extendió tres dedos.

El grouno bajó todas sus manos, y el inmenso cuerpo se estremeció de nuevo. Se volvió hacia otro de su raza, y ambos hablaron en la forma suave y plañidera que los caracterizaba. Anelin no pudo seguir la conversación, pero confiaba en que se hubiera hecho entender.

Por fin el jefe dio media vuelta, regresó a la mesa, tomó asiento y continuó con su plato de setas. El anterior guía de Anelin tomó a éste por el codo y le indicó que lo siguiera. Salieron de la cámara. El grouno lo condujo de nuevo hacia arriba.

Mientras seguían caminando, subiendo escalerilla tras escalerilla y ascendiendo escaleras antes de bajar por otras, errando por largas madrigueras repletas de grounos que se arrastraban y murmuraban, Anelin notó cada vez más su agotamiento. La rara magia que le había mantenido en pie hasta entonces estaba disipándose: le dolía el tobillo, le dolía el muslo, le dolían las manos, estaba muerto de hambre, reseco y sucio, y necesitaba con urgencia reposar y dormir. Pero el grouno no mostró compasión, y Anelin tuvo que esforzarse mucho para seguir su rápido paso.

Más tarde, pese a todas las madrigueras que cruzaron, sólo algunas imágenes perduraron en el recuerdo de Anelin.

Una vez, los dos recorrieron un estrecho pasadizo donde hacía un frío espantoso, fantasmagórico. La tenebrosidad era tan densa que se podía cortar, y Anelin vio tuberías, negrísimas y vibrantes, a lo largo del bajo techo. Jirones de negra niebla remolineaban alrededor del metal antes de caer al suelo en forma de lentas fajas de luz. Anelin y el grouno caminaron entre una neblina negra y fría que les tapaba los pies. Por debajo de las tuberías, perversos ganchos metálicos se curvaban hacia afuera. Casi todos estaban vacíos, pero dos contenían los restos de unos gusanos finos como una cuerda que Anelin no había visto nunca. Un tercer gancho apresaba al obeso Riess, el pobre Riess desnudo y muerto, una obscena talla de obsidiana, con la punta hundida en la nuca de tal modo que el cadáver colgaba grotescamente. Anelin se dispuso a hacer la señal del gusano, pero se detuvo, y siguió arrastrando los pies. Si levantaba dos dedos en vez de tres, sospechó él, podía ocupar el gancho contiguo al del hombre que otrora fue su amigo.

Otras dos cámaras le sorprendieron mucho, ya que eran dos de los espacios abiertos más grandes que él había visto. En la primera hacía tanto calor que el sudor corrió por los brazos de Anelin, mientras que el resplandor anaranjado del ambiente le causó picazón en los ojos. Era una habitación tan enorme que apenas se veía el extremo opuesto. Había tuberías por todas partes, gruesas y delgadas, algunas extrañamente oscuras y otras brillantes, como gusanos metálicos que corrían por suelo, paredes y techo. Los vastos espacios superiores estaban ocupados por una telaraña de puentecillos y cuerdas. Allí arriba, Anelin divisó mil grounos, ágiles con sus seis patas y acostumbrados a la altura, que correteaban por todas partes de la telaraña para girar ruedas y mover barras, para atender cinco inmensas formas de metal a varios niveles de altura que ardían con hiriente luz blanca. El guía condujo a Anelin por el nivel más bajo de la cámara, desviándose entre el laberinto de tuberías mientras los otros grounos pasaban junto a ellos sin prestarles excesiva atención.

La segunda cámara, tres niveles más alta y muchos minutos después, era igualmente inmensa, pero estaba desolada. No había luz alguna allí, ni formas metálicas, ni cuerdas, ni puentes. Y el único grouno que Anelin vio allí era un solitario cazador que permanecía como una minúscula sabandija roja en la lejanía, al otro lado de la cámara, y que los observó mientras pasaban. El suelo y las paredes eran de piedra, polvorienta, seca y melancólica, aunque en algunos lugares los muros estaban forrados por paneles metálicos que despedían tenues luces de numerosas tonalidades. Cuando Anelin y su guía se acercaron a uno de estos paneles, el primero vio una imagen que brillaba allí. Era una compleja y trabajada descripción de unos grounos que blandían espadas y peleaban con un gigante cuyos ojos eran letras theta y cuyos dedos eran gusanos. Pero Anelin tuvo que observar larga y atentamente para entender la escena. Igual que ocurría con las cortinas de los
yaga-la-hai
, los colores eran apagados y poco visibles, y el orín había abierto agujeros negros y escamosos en algunos paneles. Otro detalle observó Anelin en la gran cámara abandonada: madrigueras de gusano. El suelo estaba lleno.

Más tarde, prosiguieron en línea recta durante algún tiempo. Anelin reparó entonces en los rotos puños de bronce de las paredes, y parte de su fatiga desapareció. Estaba cerca del hogar. Los
yaga-la-hai
habían vivido aquí en otra época.

De pronto, el grouno se detuvo. Anelin hizo lo propio.

Se hallaban junto a un conducto de aire. No había rejilla. Anelin sonrió lánguidamente, se inclinó y metió el brazo. Su mano rozó una cuerda.

El grouno hizo un amplio gesto, muy raro, dio media vuelta y se fue por donde había venido, avanzando rápidamente a cuatro patas. Anelin no tardó en hallarse solo. Metió la mano en el cálido pozo, asió la cuerda y se dispuso a trepar. En esta ocasión veía a donde iba. Los lados metálicos alrededor de él eran de un amigable color rojizo, y el aire tenía cierta humedad y ascendía sin cesar junto a él. Al llegar a la separación de dos niveles, pudo mirar hacia arriba y hacia abajo, y en ambas direcciones vio los sombríos cuadrados que eran las salidas.

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