Es raro llegar la primera a clase. Paula no está acostumbrada. Normalmente, es la última cuando suena el timbre, y eso con un poco de suerte. Otras veces aparece cuando el profesor de turno ya ha cerrado la puerta.
Desde su asiento en una de las esquinas del aula observa cómo van llegando sus compañeros, uno a uno. La saludan sorprendidos al verla allí tan temprano. Algunos se acercan y le preguntan: hay sonrisas pícaras e incluso un par de atrevidos le dan dos besos de buenos días. Buen trofeo matinal para esos chichos que se mueren por salir con ella. Nuevo intento. No hay nada que hacer: Paula se niega, siempre con buenos modos, cariñosa. Pero con el "no" por delante y una excusa convincente.
Cris y Diana llegan juntas. Se han encontrado en la entrada del instituto y conversan animadamente. También se sorprenden muchísimo cuando ven a su amiga, que les grita desde el fondo de la clase.
—¡Qué sorpresa! ¿Y tú qué haces aquí tan temprano? —pregunta extrañada Diana.
Besos y miradas. Siempre se examinan, todas a todas. Sigilosas, pero cómplices; exigentes. Es importante fijarse en cómo van vestidas las otras, si se repite alguna prenda usada hace poco, cómo les queda la ropa, si han engordado o si les han crecido las tetas… Todas tienen en mente lo que se han puesto las demás a lo largo de la semana, y todas tienen una opinión al respecto. Unas veces se comenta, otras no.
Paula tiene buen gusto. Viste muy bien, a la última o casi. Combina los colores perfectamente, Incluso confeccionó una tabla de colores para saber qué pega con qué. Hoy lleva una camiseta amarilla con estrellitas negras bastante escotada que ha sido el centro de atención de los chicos de antes, una chaqueta oscura ajustada que ya no está abrochada y unos vaqueros exactamente el mismo color.
—Pues porque no podía dormir. Hasta he desayunado en condiciones. Y nada, he salido a la calle y, justo en ese momento, pasaba el bus. ¡He llegado la primera!
—Apúntalo en tu agenda porque debe ser la única vez que ha pasado en cinco años.
—Que yo recuerde…, sí. Y vosotras, ¿de qué habláis, que venís tan animadas?
Cris y Diana se miran. Cuéntaselo tú. No, díselo tú. Va, tú. Que no, mejor tú.
—Pues hablábamos de ti —dice por fin Cristina.
—¿Ah, sí…? ¿Y eso?
—Te vi ayer en la tele. En las noticias.
—¡Anda! ¿Tú también?
—Pues sí. Estabas con Ángel, ¿no?
—Sí. Cuando vino al instituto ayer a recogerme era para llevarme a un torneo benéfico de golf. Él tenía que cubrirlo para la revista.
—¡Joder, tía! ¡Estás en todas!
—¿Y viste a muchos famosos?
En ese instante entra Miriam. Arquea las cejas cuando ve a Paula por el asombro de que su amiga ya esté en clase. Detrás camina lentamente su hermano con las manos metidas en los bolsillos. Mario también la ve. Está con las otras Sugus. Saluda con la mano hacia la esquina, serio, sin decir nada, y se marcha a su asiento en el otro lado del aula. Las chicas le corresponden, especialmente Diana, que lo sigue con la mirada hasta que llega a su mesa. Lo nota raro. Seguro que algo le pasa. Siente la tentación de acudir a su lado a preguntárselo, pero se resiste. Quizá son imaginaciones suyas.
—¿Pero tú qué haces aquí tan pronto? La fama te hace madrugar.
Más besos. Más miradas.
—No me digas que tú también me viste.
—No, yo no. Me lo dijo Cris.
—Yo fui la única que te vio. Te llamé, pero no tenías el teléfono conectado.
—Ya. He visto vuestras llamadas perdidas esta mañana. Lo siento. Tuve que apagarlo porque mis padres también me vieron en la tele y me dieron una charla. No era plan tenerlo encendido y que sonara. Luego subí a mi cuarto y se me pasó conectarlo.
—¿Qué dices? ¿Te pillaron tus padres? —pregunta Miriam. Paula asiente con la cabeza y resopla.
—¡Qué fuerte! —exclama la mayor de las Sugus.
—¿Y qué les dijiste?
—Pues que tenía novio.
—¿¿¿Qué???
—¡Yo qué sé! Me hice un lío. Me abordaron después de cenar y, mientras me interrogaban sobre si estaba saliendo con alguien, va y dan las imágenes del torneo de golf en las noticias. Fue una coincidencia. Así que al final le conté todo.
—¡Todo?
—Casi todo. La edad de Ángel, que es periodista, que lo conocí por Internet…
—¡Qué fuerte!
—¡Qué fuerte!
—¿Y cómo se lo han tomado? —pregunta preocupada Miriam.
—Mi madre bien. Bueno, más o menos bien. No le hace mucha gracia que Ángel tenga veintidós años, pero bueno, lo acepta. Pero mi padre… ¡uff! Ha vuelto a fumar y todo, Después de dos años sin hacerlo.
—¡Joder! Pero sí que se lo ha tomado mal… —interviene Diana.
—Ya ves. No entiende que yo pueda tener novio. Me ve como a una niña pequeña aún. Parece mentira que el sábado vaya a cumplir diecisiete años.
Cris y Diana se vuelven a mirar. En esta ocasión, también es partícipe Miriam. Anoche hablaron de algo respecto a lo del sábado en una conversación múltiple por MSN. Paula no se tiene que enterar.
—Ya se le pasará —intenta tranquilizarla Cristina.
—Eso espero. No me gusta estar así con él.
El timbre suena en esos momentos.
—Vaya. Al final no nos has contado a qué famosos viste.
—Es verdad. Luego, en el recreo, os lo cuento. Es muy fuerte.
Las cuatro Sugus ocupan sus respectivos asientos. Siguen cuchicheando en voz baja hasta que alguien les llama la atención para que paren de hablar.
El profesor de Matemáticas deja pasar a los alumnos que están en el pasillo y cierra la puerta tras de sí.
Coge una tiza y escribe en la pizarra: "El viernes, examen final. Estudiad o rezad lo que sepáis".
¡Uff, el examen del viernes! Paula se lamenta de no haber estudiado hasta ahora. Se juega el trimestre y no quiere imaginarse qué pasaría si suspendiera. Si ya están mal las cosas en casa, un insuficiente en Mates podría ser el Apocalipsis. De esta tarde no pasa. Mira hacia Mario. Quizá ayer debería haber ido a su casa y no estar toda la
tarde con Andrea Alfaro, su novio y Ángel. Además, le mintió a su amigo. ¡Ups…! Si Miriam sabe lo del torneo de golf, ¿Mario también? ¿Y que le mintió? ¡Mierda!
La chica traga saliva. Empieza a sentirse realmente mal. No oye las explicaciones del profesor de Matemáticas, que está entusiasmado con la idea de que más de la mitad de la clase seguro que suspenderá el examen del viernes.
Debe hablar con él en cuanto termine la hora de Matemáticas. Recuerda que también tiene que mandarle un SMS a Álex, que le pidió que se vieran por la tarde. ¿Qué hace? ¿Queda con él?
Y llamar a Ángel. Se lo escribió en el mensaje de esta mañana. Estará ocupado.
Paula se agobia. ¿No dicen que "a quien madruga, Dios le ayuda"? Sí, pero también hay un refrán que afirma que "no por mucho madrugar amanece más temprano".
Esa misma mañana de marzo, en otro lugar de la ciudad.
El coche se detiene. Hay un hueco libre. Irene mira hacia atrás para ver si viene alguien. Nadie. Gira el volante suavemente y da marcha atrás. Álex observa la maniobra. Ha accedido a que lo lleve una mañana más pues, aunque no le satisface excesivamente la idea, le ahorra tiempo, dinero y aglomeraciones.
Juntos van a recoger cuarenta cuadernillos fotocopiados de
Tras la pared
en la reprografía del señor Mendizábal.
—No hacía falta que aparcaras. Si luego ya me voy yo solo en el metro…
—Venga hombre, te espero. De todas formas no llego a la primera clase —dice la chica mientras logra estacionar perfectamente su Ford en el espacio que ha encontrado libre—. Listo. Perfecto, ¿no te parece?
—Bueno, si tú lo dices… Pero no quiero que me esperes.
—Está perfecto. Y sí, te espero.
—De verdad que no hace falta.
—No seas tonto. Corre, date prisa, que te invito luego a desayunar.
—En serio que no…
—No me vas a convencer esta vez. Soy más cabezota que tú y el coche está aparcado. Estoy muerta de hambre, así que apresúrate.
—Irene, no voy a desayunar contigo.
—Pues te seguiré hasta que quieras hacerlo.
—¿Qué vas a qué?
—Eso, te perseguiré por toda la ciudad hasta que desayunemos: por la calle, por el metro… Vayas donde vayas, estaré yo.
—No te creo.
—Prueba y verás.
—Te comportas siempre como una cría.
—Es que soy una cría: solo tengo veintidós años. Estoy empezando a vivir. Corre. Tengo hambre.
Álex suspira y se da por vencido. Se baja del vehículo y entra en el establecimiento.
Si no fuera porque es a Agustín Mendizábal a quien va a ver, lo acompañaría, pero Irene no soporta a ese viejo con el que comieron ayer. ¡Qué desagradable! Un hombre de sesenta años tirándole los tejos… Aunque la verdad es que ya está acostumbrada a cosas así. ¡Qué desesperados están los hombres y más estos ancianos que ya viene de regreso de todo…! ¡Viejo verde…!
Hace calor dentro del coche. La chica baja la ventanilla y saca un brazo desnudo por ella. Sopla una brisa fría que le resulta agradable. Un grupito de estudiantes universitarios pasa en esos momentos por su lado y se la quedan mirando. Buscan y quieren ver más. Y es que, a pesar de que el tiempo ha cambiado, Irene ha decidido ponerse un vestido morado escotado que le llega encima de las rodillas, medias negras y zapatos de tacón no demasiado altos. Oye un silbido y un piropo descarado. "No solo los viejos están salidos…", piensa ella. Les sonríe, lanza un beso al aire y vuelve a subir la ventanilla mientras agita la mano despidiéndose. "Capullos…". Los chicos se alejan riendo a carcajadas con risas falsas, exageradas, estúpidas.
Irene tamborilea con los dedos en el volante. Álex tarda un poco más de lo que esperaba. Quizá no legue ni a la segunda clase. Su profesor se estará preguntando dónde se ha metido. Seguro que la está echando de menos. Y más hoy con ese vestido. Se le quedará la boca abierta cuando la vea. Ni tendrá que justificar su ausencia.
Su móvil suena. Es un SMS. Quizá sea…
Se inclina hacia atrás y alcanza el bolso, que está en el asiento trasero del coche. Lo abre y saca el teléfono.
No, no es ella. El mensaje es del chico de su clase con quien fue a cenar, preguntándole por qué no ha ido a clase. Otro para la lista de los que se pillan, y eso que solo han cenado. Está bueno, pero no le interesa. Puede que algún día le invite a algo más si las ganas le desbordan. No se negaría: nadie se negaría a pasar una noche con ella de sexo puro y duro.
¿Nadie? Sabe la respuesta. Álex aparece por fin. "¡Mierda, no viene solo!": El señor Mendizábal le acompaña. Ambos van cargados con dos pesadas mochilas llenas de cuadernillos de
Tras la pared
. Irene se lamenta y suelta un par de improperios en voz baja.
El anciano sonríe de oreja a oreja cuando la ve, dejando al descubierto su mal cuidada y escasa dentadura.
—Irene, ¡qué alegría volver a verte!
El hombre deja la mochila en el suelo y se coloca frente a la ventanilla en la que la chica sonríe forzada. Obligada por las circunstancias, se baja del coche.
Dos besos.
—Hola, Agustín, ¿cómo está?
—Pues muy bien. —El señor Mendizábal la repasa de arriba abajo sin disimular—. Aunque tú estás mucho mejor, por lo que veo.
—Qué simpático eres… —comenta entre dientes, intentando ocultar su incomodidad.
Álex mete dentro del Ford la mochila que lleva colgada. A continuación hace lo mismo con la que Agustín Mendizábal ha dejado en el suelo.
—Bueno, esto ya está. Gracias por regalarme veinte cuadernillos más de los que le pedí. Le debo otra comida.
—No, la próxima vez pagaré yo. Espero que tú nos acompañes, preciosa —indica el anciano besando la mano de Irene—. ¿Te viene bien el lunes?
—Huy, no sé si podré… Estoy liadísima con el curso. Pero si tengo un rato libre, cuente conmigo.
La chica retira rápidamente la mano de los labios de Agustín y abre la puerta del coche. Mira a Álex y le hace un gesto con la mano para que entre. Este no entiende, pero obedece.
—Bueno, Agustín, nos vamos. Un placer volver a verle.
—Adiós, cariño. Espero verte pronto.
Irene cierra de un portazo y enseguida comienza a maniobrar. Álex, mientras, se despide del hombre desde el asiento de copiloto.
El Ford sale del aparcamiento y se adentra en la circulación. Hay bastante tráfico.
—Pero, ¿no íbamos a desayunar? —pregunta el chico desconcertado cuando ya no alcanza a ver al señor Mendizábal, que aún continuaba despidiéndose con la mano.
—Sí, pero me he acordado de un sitio mucho mejor, cerca de aquí.
—¡Ah!
Irene sonríe. No hubiera soportado que aquel viejo se apuntara con ellos a desayunar. Está dispuesta a todo por conquistar a su hermanastro, pero ese todo también tiene un límite.
Esa misma mañana de marzo, en otro lugar de la ciudad.
Suena el timbre: fin de la clase de Matemáticas. Tres o cuatro estudiantes se acercan al profesor, que está recogiendo sus cosas. Le preguntan si el examen del viernes será muy difícil.
—Por supuesto, el más difícil de sus cortas y apasionantes vida.
Y no miente. Actúa sin piedad, como en el primer trimestre, cuando más del sesenta por ciento de sus alumnos suspendieron. Dos chicas lo persiguen hasta el pasillo rogándole que cambie la prueba de día, que no sea muy duro, que es la única asignatura que les quedó en la primera evaluación.
El profesor de Matemáticas sonríe. Posee el control: él domina la situación y disfruta haciéndolo; es su momento, la venganza a tanto pasotismo, tantas desconsideraciones, tantas y tantas faltas de interés. ¿Lo desafiaban? Pues ahora es su turno. No habrá prórrogas, ni caridad, ni miramientos. Solo un examen complicado, muy complicado, con el que se divertirá preparándolo, poniéndolo y corrigiéndolo, bolígrafo rojo en mano, ese que utiliza solo para las ocasiones especiales. Aprobarán los que lleguen al cinco: nada de cuatros con nueve, solo vale el cinco.
Mario observa desde lejos, sin levantarse de su asiento. Contempla con displicencia la escena. Él fue quien sacó la nota más alta de todo el curso en el trimestre pasado: un ocho y medio. Ahora, sin embargo, tiene otras cosas en la cabeza. El examen del viernes empieza a darle lo mismo. Todo es secundario. Indiferente. Sólo piensa en Paula. ¿Cómo y cuándo decirle todo lo que siente? Se acabó. Basta ya de que juegue con él, con sus sentimientos. Debe poner fin a esa esclavitud. Ella era todo: despierto, en sueños, en clase, en la música, mientras estudiaba comía… ¡Basta!