Se frota los ojos con las manos. Le escuecen.
Suspira. Sin querer se ve en el espejo. Tiene el pelo fatal. Los ojos irritados, los párpados un poco hinchados. En su rostro contempla los dos días sin dormir. ¡Todo está mal! Y faltan treinta y cinco minutos para que llegue Paula.
Tiene que serenarse. Seguro que es cosa de su imaginación, de los nervios. Es natural sentirse inquieto cuando estás a punto de quedarte a solas con la chica a la que amas, a la que quieres desde siempre. Porque él está enamorado de Paula desde hace mucho tiempo. ¡Ha sufrido tanto en silencio…!
Es hora de calmarse.
Enciende su ordenador portátil y elige una canción. No hay nadie como tú. Se tumba en su cama, le vendrá bien un reposo. Se está tomando todo esto como un examen a vida o muerte. Y tal vez lo sea, porque en su vida recuerda pocos momentos tan importantes como ese. Algunos tienen la suerte de disfrutar cada día de la chica de sus sueños; a él, ese privilegio no le ha sido otorgado.
Mira hacia arriba, sin prestar atención al techo blanquísimo de su habitación, con las manos detrás de la nuca. Piensa en Paula. Es como si la estuviera viendo, como si estuviera delante. Dentro de poco sucederá de verdad. No será un sueño: compartirán la realidad.
Escucha la canción que ha dejado en replay. Tatarea el estribillo, una y otra vez, sin saber que a pocos kilómetros la chica que quiere está escuchando exactamente el mismo tema en esos momentos.
Esa misma tarde de marzo, en otro lugar de la ciudad.
Paula está a punto de salir de casa. Se ha pintado un poco y se ha cambiado de ropa. Va solamente a estudiar, pero nunca está de más sentirse bien con una misma. Lleva su mochila de las Supernenas colgada en la espalda con todo lo necesario: cuadernos, libro de Matemáticas, calculadora, lápices y bolígrafos… Aunque su única misión no es aprender a resolver derivadas.
Abre la puerta y en ese instante suena el móvil. Es Diana.
―Dime Diana.
―¿Estás ya en casa?
―¿Cómo?
―Que si estás en casa de Mario…
Paula mira sorprendida el reloj. Por un momento piensa que llega tarde, pero rápidamente comprueba que aún quedan veinticinco minutos para las cinco.
―No. Estoy yendo para allá ahora mismo. Me pillas justo saliendo de casa.
―Vale.
―¡Cuánto interés!
―¿Sabes que me ha acompañado a casa después del instituto? ―exagera.
―¿Quién? ¿Mario?
―Claro, quién va a ser.
―¿Ves? Si ya te decíamos nosotras… Está coladito por ti.
La chica suelta una carcajada mientras camina para recoger el metro.
―Eso dicen estas también, pero no sé…
Las voces de Miriam y Cris se oyen de fondo cantando alegremente una cancioncilla infantil en la que dicen que Diana y Mario se quieren y son novios.
―Investigaré. No te preocupes.
―Bueno, a mí tampoco es que me guste. Lo que pasa es que si alguien está interesado por mí, querría saberlo.
Un "¡que no le gusta, dice…!" suena de fondo, acompañado de unas risas exageradas. Diana se aparte el teléfono de la boca y manda callar a sus dos amigas, a la que también insulta.
―Las chicas no te creen demasiado, ¿eh? ―dice Paula riendo.
―¡Bah! ¿Tú también? Sois las tres iguales.
―Que te conocemos, Diana.
―No tenéis ni idea.
Paula llega a la boca del metro.
―Diana, tengo que colgar, que estoy en la parada. Esta noche te llamo con lo que haya descubierto.
―Bueno. Tú investiga bien, aunque no es tan importante. ―La chica vuelve a sonreír y, tras mandarle un beso, se despiden. Sin saber lo que le deparará esa tarde, entra tranquilamente en la estación.
Esa misma tarde de marzo en otro lugar de la ciudad.
Mario corre y descorre, cada veinte segundos, la cortina de la ventana de su habitación. Desde ahí es donde mejor se ve la puerta de la casa. Tiene que estar al llegar.
Le sudan las manos. Tiene seca la garganta y los labios un poco agrietados. Precipitadamente y a trompicones se dirige al cuarto de baño y busca a toda prisa una barra de cacao. Tras remover varios cajones, por fin da con ella. Torpemente se pasa la barrita y se moja con saliva. Listo.
¿No son ya las cinco? Las campanas de una iglesia cercana así lo certifican. ¿Y por qué no está ahí ya?
No va a venir. Seguro que no viene. Claro. ¿Qué pinta una chica como Paula allí, con él? Estará con su novio, aquel tipo guapo de las flores, el de los besos. Hasta se acostarán juntos…
Mario mira su reloj constantemente. Cinco y un minuto. Cinco y dos. Cinco y tres… ¡Qué tonto ha sido creyendo que tendría su oportunidad!
Y entonces el timbre de la casa suena. Melodía celestial. Nunca jamás se alegró tanto de oír ese estúpido sonido metálico. El chico se asoma por la ventana. Es ella. ¡Qué guapa está! Lleva un suéter gris y un pantalón vaquero azul. El pelo suelto. Está preciosa.
Baja, intentando serenarse en cada escalón. Un hormigueo muy intenso le invade por dentro. ¡Qué nervios! No se puede creer que Paula esté ahí.
Final de la escalera. Cruza el pequeño pasillo. Temblando, llega a la puerta. Se santigua y abre.
Se quiere morir. No, no es el momento de morirse. Está en el cielo. Ella enfrente de él, con una gran sonrisa, con los ojos iluminados. No oye lo que le dice. ¡Qué más da lo que hablen! Ahora es incapaz de pensar en nada. Está ahí: Paula, el amor de su vida, en su casa, entrando por la puerta. Le da dos besos. Él coloca la mejilla, no se atreve a poner sus labios en su cara. "No hay nadie como tú, mi amor" suena con fuerza. No, no hay nadie como ella. Como Paula, su Paula. Querida Paula. La ama y está ahí, subiendo a su habitación. Gasta alguna que otra broma. Un comentario, ¿qué ha dicho? Da lo mismo, se ríe. Ella también se ríe. Qué bien. Comparten risas. Está feliz. Muy feliz. La vida por fin le regala un momento especial. Su sueño.
¡Dios, está preciosa! La ama.
Le dice que se siente donde ella quiera. Paula mira a un lado y a otro, y le pregunta que si puede ser en la cama. Mario traga saliva. Claro, por qué no.
Estira un poco las mantas para que estén completamente lisas y ella, sonriendo, se sienta.
Él aparta un poco la silla del escritorio y ocupa su lugar. Empieza la clase de Mates.
No sabe si podrá concentrarse en números y letras que bailan sin ton ni son en sus cuadernos. ¿A quién le importa el examen del viernes? Quizá a ella, para eso ha venido. Tiene que contenerse y concentrarse. ¿Por qué sus ojos solo buscan sus labios? ¿Por qué no puede dejar de mirar su boca?
Lo sabe. Sabe que lo que más desea en el mundo es besarla, un beso que le transportaría a la felicidad plena, Pero eso es imposible. ¿O no?
Ahora Mario se levanta de su silla. Ella le pide que se acerque para explicarle por qué aquel número va allí y por qué aquella línea termina en aquel punto. Él intenta explicarlo, pero no es demasiado convincente. En realidad, no sabe lo que está diciendo. Sin querer, se ha sentado también en la cama, junto a ella, muy juntos, pegados.
"No hay nadie como tú. No hay nadie como tú mi amor".
Paula lo mira. No comprende nada de lo que está contestando, tal vez porque lo que Mario le está explicando no tiene sentido.
Sus cuerpos se rozan. Sus caras están cada vez más cerca. La música más alta.
Quiere besarla. Tiene que saber muy bien. Una chica como aquella, como su Paula, debe ser como el fruto que uno pueda degustar. No cree que exista nada más dulce. ¿Qué hace? Su corazón le pide que la bese: "Bésala, Mario. Bésala".
Ella no habla. Ahora solo lo observa, y sus ojos se encuentran. Por fin: las miradas, el juego de miradas del que tanto hablan. Es una señal.
Sonríe. ¿Es otra señal?
Sí, a lo mejor es la señal que buscaba. La definitiva. ¿Cómo puede saberlo si nunca antes ha besado a nadie? Es el momento, la ocasión. El cielo le espera.
Ve cómo ella cierra los ojos. Ahora.
Mario cierra los ojos. Inclina su cuello hacia la derecha. Espera el contacto de sus labios. Oye su nombre. ¿Por qué lo llama? Sacude su hombro. ¿Es esto un beso?
No, no siente la humedad de su boca. Vuelve a oír que lo llaman. Ahora el zarandeo es mucho mayor. "¿Qué pasa?", piensa Mario. Abre los ojos. Es Miriam.
―¿Pero tú sabes la hora que es?
"Joder, las siete". Se ha quedado dormido. De un salto se incorpora de la cama maldiciéndolo todo.
―Mierda.
―Paula te ha estado llamando al móvil no sé cuántas veces y no le has cogido.
Mario coge su móvil. Diez llamadas pérdidas. Hundido, sale de la habitación, entra en el cuarto de baño, con los ojos hinchados, llora amargamente delante del espejo.
Esa tarde de marzo, en algún lugar de la ciudad.
Cuelga. Acaba de hablar con Miriam. Mario está bien, solo se ha quedado dormido. Paula suelta una carcajada en la soledad de su habitación. Menudo susto se ha llevado… ¡Ya le vale a su amigo!
Menos mal que todo está bien.
Tiene que estudiar, pero no le apetece absolutamente nada. Además del examen de Matemáticas, tiene otros siete entre esa semana y la siguiente, justo antes de las vacaciones de Semana Santa. El final del segundo trimestre siempre es muy problemático.
Con desgana abre el libro de Filosofía y se tumba en la cama boca abajo. Lee una página y subraya lo más importante con un fluorescente amarillo chillón. ¡Uff! La pesada tarea le lleva más de un cuarto de hora. No está concentrada.
Lo intenta de nuevo con una segunda página. Aún es peor. En veinte minutos la ha releído unas ocho veces y no se ha enterado de nada.
Desesperada, arroja el libro al suelo.
Se gira y alcanza el móvil. Tiene la esperanza de que haya algún mensaje o llamada perdida que no haya oído, de Ángel o incluso de Álex. Pero no es así. Decepcionada, mete la cara contra la almohada unos segundos. Cuando nota que le falta el aire la saca y respira quejosa. Qué tonta está.
No sabe qué hacer. En todas las posturas está incómoda. Se levanta. Se acuesta. Se tumba. Se sienta. Media hora de aquí para allá, recorriendo todos los recovecos de su dormitorio.
Entonces ve la mochila de las Supernenas y recuerda el día que conoció en persona a Ángel. Pero esa tarde también apareció Álex, en el Starbucks, con aquella sonrisa tan… Tan… perfecto. Su mirada perdida tropieza casualmente con
Perdona si te llamo amor
, que descansa encima de su escritorio. Aún no lo ha terminado.
No va a estudiar más por hoy así que sopesa la posibilidad de ponerse a leer. Sí, es una buena idea. Coge el libro y, antes de lanzarse al colchón, se acerca al ordenador para poner música. Busca el vídeo que le pasó Álex. ¿Dónde está? Lo encuentra por
fin en su carpeta de archivos recibidos. Pulsa play del reproductor y comienza a sonar Scusa ma ti chiamo amore, de Massimo Di Cataldo. El estribillo le apasiona:
Scusa se tu chiamo amore
Sei la sola parte di me che non so dimenticare
Susami se ho commesso oi l´errore
Di amare te molto piú di me.
Paula se acuesta en su cama. Se sumerge entre sábanas y mantas y, apoyada sobre el codo del brazo derecho, empieza a leer la novela de Moccia. Enseguida se transporta al mundo de Niki y Alessandro.
Cuando más metida está en la historia, el teléfono suena. No puede evitar un gesto de fastidio, pero se levanta y lo coge.
―¿Sí…? ―dice, con la voz un poco apagada.
―Hola, Paula ―el tono del chico al otro lado de la línea es aún más serio. Podría deducir que incluso triste.
―Hola, Mario.
―Lo siente de veras, No sé qué me ha pasado.
Paula sonríe. Le da pena, pero intenta mostrarse tranquila.
―No te preocupes, hombre. No pasa nada.
―Sí pasa. Me he quedado dormido y te he plantado. Es imperdonable.
―Vamos, no exageres… Tampoco es para tanto.
―No exagero. Soy lo peor.
―Venga, Mario, no seas tan duro contigo mismo. Nos quedan además tres días por delante. Mañana volvemos a quedar y ya está. Hasta el viernes nos da tiempo de todo.
El chico no dice nada en ese instante. Paula hasta duda de si se ha cortado la comunicación.
―¿De verdad quieres seguir quedando conmigo para estudiar después del plantón de esta tarde? ―pregunta. Su voz ya no es tan lúgubre.
―¡Pues claro! Un accidente así le puede pasar a cualquiera.
―A cualquiera…
La chica deja escapar una carcajada.
―Eso sí, con una condición.
―¿Cuál?
―Que te acuestes temprano y descanses. Me ha dicho tu hermana que llevas días en los que apenas duermes.
―Mi hermana sí que es una exagerada.
Un pitido en el móvil de Paula le avisa de que tiene un mensaje.
―Mario, te tengo que colgar. No te preocupes por nada, ¿vale? Mañana nos vemos en el instituto. Un beso.
Fin de la llamada. Mario resopla más tranquilo en su habitación. Tendrá su oportunidad, después de todo. Se promete a sí mismo dormir esa noche. Se tomará una tila, lo que haga falta pero dormirá.
Paula entra en la bandeja donde se almacenan los mensajes que le llegan. Es un MMS. Lo abre. La imagen corresponde a una foto del libro de
Perdona si te llamo amor
. Acompañándola, una frase que dice: "Espero que te haya gustado tanto como a mí. Un beso. Álex".
Sonríe. Y nota que se siente bien, que su corazón se ha alegrado, tal vez más de lo que podía imaginar.
Rápidamente, vuelve a la cama y se tapa. Abre el libro por la página en la que lo ha dejado y, con una sonrisa perenne, continúa leyendo hasta que se topa con la palabra fin.
Esa misma noche de marzo, en un lugar a las afueras de la ciudad.
"Por fin lo he terminado. Me ha encantado. Creo que
Perdona si te llamo amor
desde hoy es mi libro preferido. Hasta que lea el tuyo, claro. Un beso, escritor". Álex lee una y otra vez el mensaje que Paula le ha mandado. En unos cuantos minutos se lo ha aprendido de memoria. Aún así. Lo repasa nuevamente para ver si hay algo que se ha dejado de leer: una palabra, una coma, un punto, una abreviatura… le encanta.
Enciende el ordenador y rápidamente en su habitación suena Scusa ma ti chiamo amore, de Di Cataldo.
Piensa en ella. En su corta, pero intensa historia juntos. Estudia la tentación de volver a escribirle otro mensaje. Pero sería demasiado y no quiere parecer ansioso.