Pero mientras la masa de los ciudadanos del Estado totalitario muestra a menudo devoción altruista hacia un ideal, aunque sea uno que nos repugne, la cual les hace aprobar e incluso realizar tales actos, no puede decirse lo mismo en defensa de quienes dirigen su política. Para ser un elemento útil en la conducción de un Estado totalitario no basta que un hombre esté dispuesto a aceptar especiosas justificaciones para viles hazañas; tiene que estar activamente dispuesto a romper con toda norma moral que alguna vez haya conocido, si se considerase necesario para el logro del fin que se le ha encomendado. Como es únicamente el líder supremo quien determina los fines, sus instrumentos no pueden tener convicciones morales propias. Tienen, ante todo, que entregarse sin reservas a la persona del líder; pero, después de esto, la cosa más importante es que carezcan por completo de principios y sean literalmente capaces de cualquier cosa. No deben tener ideales propios a cuya realización aspiren, ni ideas acerca del bien o del mal que puedan interferir con las intenciones del líder. Así, poco atractivo pueden ofrecer los puestos de poder a quienes mantienen creencias morales de la clase que en el pasado guió a los pueblos europeos, poco que les pueda compensar la aversión hacia muchas de las particulares tareas y escasas las oportunidades para satisfacer cualquier deseo más idealista o para una recompensa por los riesgos indudables y el sacrificio de la mayoría de los placeres de la vida privada y de la independencia personal, que llevan consigo los puestos de gran responsabilidad. Los únicos gustos que se satisfacen son el del poder como tal, el placer de ser obedecido y el de formar parte de una máquina eficaz e inmensamente poderosa a la cual todo tiene que dejar paso.
Por consiguiente, así como hay poco que pueda inducir a los hombres que son justos, según nuestros criterios, a pretender posiciones directivas en la máquina totalitaria, y mucho para apartarlos, habrá especiales oportunidades para los brutales y los faltos de escrúpulos. Habrá tareas que cumplir cuya maldad, vistas en sí, nadie pondrá en duda, pero que tienen que llevarse a cabo en servicio de algún fin superior y han de ejecutarse con la misma destreza y eficacia que cualquier otra. Y como habrá necesidad de actos intrínsecamente malos, que todos los influidos por la moral social tradicional se resistirán a tomar sobre sí, la disposición para realizar actos perversos se convierte en un camino para el ascenso y el poder. En una sociedad totalitaria, los puestos en que es necesario practicar la crueldad y la intimidación, el engaño premeditado y el espionaje, son numerosos. Ni la Gestapo, ni la administración de un campo de concentración, ni el Ministerio de Propaganda, ni las SA o las SS (o sus equivalentes italianos o rusos) son puestos apropiados para el ejercicio de los sentimientos humanitarios. Y, sin embargo, a través de puestos como éstos va el camino que conduce a las más altas posiciones en el Estado totalitario. Es singularmente cierta la conclusión a que llega, después de una breve enumeración análoga de los deberes de las autoridades de un Estado colectivista, un distinguido economista norteamericano:
Tienen que hacer estas cosas, lo quieran o no, y la probabilidad de que quienes están en el mando sean individuos que aborrezcan la posesión y el ejercicio del poder es del mismo orden que la probabilidad de que una persona extraordinariamente bondadosa se hiciese cargo del látigo en una plantación de esclavos
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No podemos, sin embargo, agotar el tema aquí. El problema de la selección de los líderes está estrechamente unido al amplio problema de la selección con arreglo a las opiniones sostenidas, o, mejor dicho, con arreglo a la facilidad con que una persona se acomoda a un conjunto de doctrinas siempre cambiante. Y esto nos lleva a uno de los más característicos rasgos morales del totalitarismo, a su relación con todas las virtudes que entran bajo la denominación general de honestidad y a sus efectos sobre ellas. Pero es una cuestión tan importante que requiere capítulo aparte.
Es significativo que la nacionalización del pensamiento ha marchado por doquier
pari passu
con la nacionalización de la industria.
E. H. CARR
El camino más eficaz para hacer que todos sirvan al sistema único de fines que se propone el plan social consiste en hacer que todos crean en esos fines. Para que un sistema totalitario funcione eficientemente no basta forzar a todos a que trabajen para los mismos fines. Es esencial que la gente acabe por considerarlos como sus fines propios. Aunque a la gente se le den elegidas sus creencias y se le impongan, éstas tienen que llegar a serlo, tienen que convertirse en un credo generalmente aceptado que lleve a los individuos, espontáneamente, en la medida de lo posible, por la vía que el planificador desea. Si el sentimiento de opresión en los países totalitarios es, en general, mucho menos agudo que lo que se imagina la mayoría de las personas en los países liberales, ello se debe a que los gobiernos totalitarios han conseguido en alto grado que la gente piense como ellos desean que lo haga.
Esto se logra, evidentemente, por las diversas formas de la propaganda. Su técnica es ahora tan familiar que apenas necesitamos decir algo sobre ella. El único punto que debe destacarse es que ni la propaganda en sí, ni las técnicas empleadas, son peculiares del totalitarismo, y que lo que tan completamente cambia su naturaleza y efectos en un Estado totalitario es que toda la propaganda sirve al mismo fin, que todos los instrumentos de propaganda se coordinan para influir sobre los individuos en la misma dirección y producir el característico
Gleichschaltung
de todas las mentes. En definitiva, el efecto de la propaganda en los países totalitarios no difiere sólo en magnitud, sino en naturaleza, del resultado de la propaganda realizada para fines diversos por organismos independientes y en competencia. Si todas las fuentes de información ordinaria están efectivamente bajo un mando único, la cuestión no es ya la de persuadir a la gente de esto o aquello. El propagandista diestro tiene entonces poder para moldear sus mentes en cualquier dirección que elija, y ni las personas más inteligentes e independientes pueden escapar por entero a aquella influencia si quedan por mucho tiempo aisladas de todas las demás fuentes informativas.
Si bien en los Estados totalitarios esta posición de la propaganda proporciona un poder único sobre las mentes, los peculiares efectos morales no surgen de su técnica, sino del propósito y el alcance de la propaganda totalitaria. Si pudiera confinarse a adoctrinar a la gente sobre el sistema general de valores hacia el que se dirige el esfuerzo social, la propaganda representaría, simplemente una manifestación particular de los rasgos característicos de la moral colectivista, que ya hemos considerado. Si su propósito fuera tan sólo enseñar al pueblo un código moral definido y completo, el problema sólo estaría en averiguar si este código moral es bueno o malo. Hemos visto que no es probable que nos atraiga el código moral de una sociedad totalitaria; que incluso el esfuerzo hacia la igualdad a través de una economía dirigida sólo puede conducir a una desigualdad impuesta oficialmente, a una determinación autoritaria de la posición de cada individuo en el nuevo orden jerárquico; que desaparecerían la mayor parte de los elementos humanitarios de nuestra moral social: el respeto por la vida humana, por el débil y por el individuo en general. Por repulsivo que esto pueda ser para la mayoría de las personas, y aunque ello envuelve un cambio en los criterios morales, no es necesariamente antimoral por completo. Algunos rasgos de semejante sistema pueden incluso atraer a los más rígidos moralistas de matiz conservador y parecerles preferibles a los criterios, más blandos, de una sociedad liberal.
Las consecuencias morales de la propaganda totalitaria que debemos considerar ahora son, por consiguiente, de una clase aún más profunda. Son la destrucción de toda la moral social, porque minan uno de sus fundamentos: el sentido de la verdad y su respeto hacia ella. Por la naturaleza de su tarea, la propaganda totalitaria no puede confinarse a la gradación de los valores, a las cuestiones de interpretación y a las convicciones morales, sobre las cuales el individuo siempre se adaptará, más o menos, a ios criterios dominantes en su comunidad, sino que ha de extenderse a cuestiones de hecho que operan sobre la inteligencia humana por una vía diferente. Tiene que ser así, primero, porque para inducir a la gente a aceptar los valores oficiales, éstos deben justificarse o mostrarse en conexión con los valores ya sostenidos por la gente, lo cual envolverá a menudo afirmaciones acerca de las relaciones causales entre medios y fines; y, en segundo lugar, porque la distinción entre fines y medios, entre el objetivo pretendido y las medidas tomadas para alcanzarlo, jamás es en la realidad tan tajante y definida como tiende a sugerirlo la discusión general de estos problemas; y, en consecuencia, la gente tiene que ser llevada a aceptar no sólo los fines últimos, sino también las opiniones acerca de los hechos y posibilidades sobre las que descansan las medidas particulares.
Hemos visto que en una sociedad libre no existe acuerdo sobre ese código ético completo, sobre ese sistema universal de valores que está implícito en un plan económico, pero habría de crearse. Mas no debemos suponer que el planificador acometerá su tarea consciente de esta necesidad, o que, si es consciente de ella, le será posible crear de antemano un código tan amplio. Sólo a medida que avanza descubre los conflictos entre las diferentes necesidades, y tiene que tomar sus decisiones cuando la ocasión surge. No existe un código de valores
in abstracto
que guíe sus decisiones antes de tener que tomarlas, y tiene que irlo levantando sobre las decisiones particulares. Hemos visto que esta imposibilidad de separar los problemas de valor generales de las decisiones particulares impide que un organismo democrático, aunque incapaz de decidir los detalles técnicos de un plan, pudiera determinar los valores que le orienten.
Y como la autoridad planificadora habrá de decidir constantemente sobre méritos acerca de los cuales no existen normas morales definidas, tendrá que justificar ante la gente sus decisiones, o, al menos, tendrá que hacer algo para que la gente crea que son las decisiones justas. Aunque los responsables de una decisión pueden haberse guiado tan sólo por un prejuicio, tendrán que enunciar públicamente algún principio orientador, si la comunidad no ha de someterse en forma pasiva, sino que ha de apoyar activamente la medida. La necesidad de racionalizar las aversiones y los gustos, que, a falta de otra cosa, guiarán al planificador en muchas de sus decisiones, y la necesidad de exponer sus argumentos en forma que atraiga al mayor número posible de personas, le forzarán a construir teorías, es decir, afirmaciones sobre las conexiones entre los hechos, que pasarán a ser parte integrante de la doctrina de gobierno. Este proceso de creación de un «mito» para justificar su acción no tiene necesariamente que ser consciente. El líder totalitario puede guiarse tan sólo por una instintiva aversión hacia el estado de cosas que ha encontrado y por el deseo de crear un nuevo orden jerárquico que se ajuste mejor a su concepto del mérito; puede, simplemente, saber que le molestan los judíos, que parecían tan afortunados dentro de un orden que a él no le proporcionaba un puesto satisfactorio, y que ama y admira al hombre rubio y alto, a la «aristocrática» figura de las novelas de su juventud. Así, estará dispuesto a abrazar las teorías que parecen procurarle una justificación racional de los prejuicios que comparte con muchos de sus compañeros. De esta manera, una teoría seudocientífica entra a formar parte del credo oficial que, en grado mayor o menor, dirige la actividad de todos. O también, el extendido aborrecimiento de la civilización industrial y un romántico anhelo por la vida del campo, unidos a la creencia, probablemente errónea, en el valor especial del campesino como soldado, suministran la base para otro mito:
Blut una Boden
('sangre y tierra'), el cual no sólo expresa valores últimos, sino una multitud de creencias sobre causas y efectos, que no pueden discutirse una vez convertidas en ideales que orientan la actividad de la comunidad entera.
La necesidad de estas doctrinas oficiales, como instrumento para dirigir y aunar los esfuerzos de la gente, ha sido claramente prevista por los diversos teóricos del sistema totalitario. Las «mentiras nobles» de Platón y los «mitos» de Sorel sirven a la misma finalidad que la doctrina racial de los nazis o la teoría del Estado corporativo de Mussolini. Todos se basan necesariamente sobre opiniones particulares acerca de los hechos, que se elaboran después como teorías científicas para justificar una opinión preconcebida.
El camino más eficaz para que las gentes acepten unos valores a los que deben servir consiste en persuadirlas de que son realmente los que ellas, o al menos los mejores individuos entre ellas, han sostenido siempre, pero que hasta entonces no reconocieron o entendieron rectamente. Se fuerza a las gentes a transferir su devoción de los viejos dioses a los nuevos so pretexto de que los nuevos dioses son en realidad los que su sano instinto les había revelado siempre, pero que hasta entonces sólo confusamente habían entrevisto. Y la más eficiente técnica para esta finalidad consiste en usar las viejas palabras, pero cambiar su significado. Pocos trazos de los regímenes totalitarios son a la vez tan perturbadores para el observador superficial y tan característicos de todo un clima intelectual como la perversión completa del lenguaje, el cambio de significado de las palabras con las que se expresan los ideales de los nuevos regímenes.
La que más ha sufrido a este respecto es, desde luego, la palabra libertad. Es una palabra que se usa tan desembarazadamente en los Estados totalitarios como en cualquier parte. Aun pudiera casi decirse —y ello debería servirnos como advertencia para ponernos en guardia contra todos los incitadores que nos prometen
Nuevas libertades por las viejas
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— que allí donde se destruyó la libertad tal como la entendemos, casi siempre se hizo en nombre de alguna nueva libertad prometida a la gente. También entre nosotros tenemos «planificadores de la libertad» que nos prometen una «libertad colectiva de grupo», cuya naturaleza puede inferirse del hecho de considerar sus defensores necesario asegurarnos que, «naturalmente, el advenimiento de la libertad planificada no significa que todas
[sic]
las formas anteriores de libertad hayan de ser abolidas». El doctor Karl Mannheim, de cuya obra
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se toman estas frases, nos advierte, por lo menos, que «una concepción de la libertad modelada sobre la edad precedente es un obstáculo para todo entendimiento real del problema». Pero su empleo de la palabra libertad es tan engañoso como en boca de los políticos totalitarios. Como la libertad de éstos, la «libertad colectiva» que aquél nos ofrece no es la libertad de los miembros de la sociedad, sino la libertad ilimitada del planificador para hacer con la sociedad lo que se le antoje
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. Es la confusión de la libertad con el poder, llevada al extremo.