Aunque llevaban unas capas gruesas, Fabiola y Sextus se quedaron empapados nada más recorrer cien pasos desde la
domus
. A sus pies, el terreno sin pavimentar se había convertido en un barrizal viscoso que les impedía andar rápido. Chapoteaba con las sandalias y los pies se les llenaban de una capa maloliente de barro marrón. Fabiola procuró no inhalar y no mirarlo de cerca. Los montones de excrementos de los callejones inundados a cada lado fluían para mezclarse con el cenagal, situación que se repetiría por todas partes. «Sigue adelante —pensó con determinación—. Ya nos lavaremos más tarde.»
Aquel tiempo inclemente había vaciado prácticamente las calles. Las tiendas de frente abierto que ocupaban los bajos de la mayoría de los edificios seguían abiertas, pero había muy pocos clientes en su interior. Los dueños de los puestos que solían ocupar los espacios a ambos lados de las estrechas vías públicas brillaban por su ausencia. Nadie iba a comprar mercancía empapada. Los mendigos, ladrones y lisiados tampoco estaban; se habían refugiado como podían bajo arcadas o en los pórticos de los templos. Como ratas medio ahogadas, los esclavos que hacían recados corrían de aquí para allá, cumpliendo las órdenes de sus amos a pesar del aguacero. Los grupos de legionarios de Antonio que patrullaban también rondaban por ahí. Marchaban bien juntos, sosteniendo los
scuta
contra el cuerpo para protegerse de la lluvia torrencial.
Fabiola y Sextus se dirigían a una zona del Palatino, la colina en la que también se encontraba la
domus
de Brutus, por lo que al menos el trayecto bajo la lluvia era corto. Con los ojos bien abiertos, enseguida llegaron a una calle anodina cercana al Foro. Al entrar en ella, el aire se volvió frío y amenazador. Fabiola sospechó que aquello se debía a que el callejón vacío estaba dominado por el templo. Los edificios contiguos estaban en ruinas, lo cual aumentaba la sensación amenazadora del ambiente. Las puertas oscilaban a uno y otro lado a merced del viento y el agua caía a raudales por los tejados, cuyos canalones estaban podridos desde hacía tiempo.
Lo habitual era que tales lugares estuvieran abarrotados de vendedores, puestos de comida, acróbatas, malabaristas y adivinos. Sus clientes —los fieles— no estaban aquel día, así que los comerciantes se habían quedado en casa. Aquello convenía a Fabiola. Sextus también parecía satisfecho. Era mucho más fácil calibrar el peligro de una situación cuando había poca gente por los alrededores.
Un altar liso tallado a partir de una enorme pieza de granito ocupaba el terreno central ante el santuario en sí, cuya superficie estaba cubierta por unas inquietantes manchas marrón rojizo que ninguna lluvia era capaz de borrar. Fabiola no se entretuvo mirando la losa de piedra, sino que se dirigió a las columnas talladas que sostenían el pórtico triangular decorado. Eran más cortas y menos majestuosas que las de muchos otros santuarios, y hacía una eternidad que no habían limpiado los escalones de la entrada. Sin embargo, las representaciones de demonios y espíritus malignos sobresalían de la pintura descolorida. Había montones de cuernos afilados, lenguas extendidas, bocas llenas de dientes afilados y armas estrafalarias. Fabiola reconoció a Caronte, el demonio azul de la muerte de los etruscos, con las alas emplumadas y un martillo inmenso. En los torneos de gladiadores a los que había asistido con Brutus, había visto a un hombre interpretando el papel de Caronte, entrando en la arena ante los gritos fingidos del público. Allí su papel era verdadero y truculento. El recuerdo de cómo machacaba con el martillo los cráneos de los fallecidos para asegurarse de que estaban muertos seguía repugnando a Fabiola.
La figura que tenían sobre sus cabezas parecía perfectamente capaz de hacer lo mismo; pero Caronte, comparado con la pintura que representaba a Orcus, resultaba insignificante. El rostro adusto y barbudo del dios, en el centro del pórtico triangular, parecía enorme, con un diámetro al menos el doble de largo que un carro de bueyes. Sus ojos oscuros miraban con fiereza y dejaron traspuesta a Fabiola. Era incapaz de mirar el pelo de Orcus: un amasijo de serpientes que se retorcían. Desde que una prostituta le dejara una serpiente venenosa en la cama, esas criaturas le causaban verdadero pavor.
Dio un brinco cuando Sextus le tocó el codo.
—Entremos, señora —la instó—. Tanta lluvia nos provocará fiebre.
Llegados a ese punto, no tenía ningún sentido quedarse atrás. Rezando para que su plan no acabara volviéndose contra ella, Fabiola subió los escalones de la entrada seguida de cerca por su esclavo. Más allá de las hileras de columnas estriadas, había dos puertas altas cuya superficie estaba cubierta por unas tiras de hierro a modo de refuerzo. Estaban cerradas y Fabiola se amedrentó. ¿Acaso Cerbero esperaba al otro lado para devorarla? «Venga —pensó enfadada—. Estoy viva, no muerta.» Fabiola se armó de valor, se acercó a las puertas y golpeó la madera con el puño cerrado.
El único sonido que se oía era el de la lluvia repiqueteando en el suelo detrás de ellos.
La segunda vez golpeó con más fuerza.
—¡Abrid! Quiero hacer una ofrenda.
No ocurrió nada durante un buen rato y Fabiola frunció el ceño. Sabía a ciencia cierta que en el interior había gente. Un complejo de templos como aquél no difería de los otros que había en Roma: allí vivían, comían, dormían y rendían culto los sacerdotes y acólitos. Aparte de ciertos días sagrados, y hoy no era uno de ellos, estaban abiertos al público todos los días del año. Volvió a levantar la mano; pero, cuando se disponía a llamar otra vez a la puerta, ésta se abrió ligeramente en silencio. Asombrada, Fabiola bajó el brazo y dio un paso atrás.
Una sacerdotisa vestida de gris permanecía encuadrada en la entrada. Era joven, tal vez de la misma edad que Fabiola. Bajita y con la melena castaña recogida detrás de la cabeza, tenía el rostro ancho y la nariz corta. Observaba a Fabiola con unos penetrantes ojos verdes que la desconcertaron.
—Entra. —Se hizo a un lado.
A Fabiola le recordaba a alguien, aunque estaba tan molesta que no le dio más vueltas al asunto. Se retiró la capucha de la capa y cruzó el umbral dedicando internamente una oración a Mitra para que la protegiera. Fabiola no tenía ningún reparo en hacerlo, pues no era extraño hacer peticiones a muchos dioses.
El pasillo que discurría de un lado a otro alejándose de las puertas estaba incluso más oscuro que en la calle. Había alguna que otra lámpara de aceite colgada de soportes que proyectaban sombras alargadas y parpadeantes sobre el suelo de losas desnudas. Las paredes estaban cubiertas de pinturas grotescas de dioses y demonios cuyas extremidades se movían ingeniosamente en la luz titilante de las lámparas. Fabiola se dio cuenta de que el ambiente tétrico del lugar era un montaje que al entrar producía ansiedad en el corazón de los visitantes. De todos modos, era el templo de Orcus, el dios del submundo. Había motivos para estar asustado en su interior. Fabiola se estremeció aun queriendo evitarlo. «No olvides tu propósito», pensó, ahuyentando el temor que iba en aumento.
—Deseo hacer una petición al dios. En privado —declaró, abriendo el puño que tenía apretado. En la palma llevaba tres trozos de plomo bien doblados. Se había pasado horas redactando las maldiciones que había inscrito. Todas hacían referencia a Scaevola, dado que la amenaza era más inmediata y pedía su muerte de las formas más terribles. Por el momento, César quedaba en segundo plano.
La sacerdotisa no se sorprendió. La gente acudía a aquel lugar por todos los motivos imaginables: retorcidos por el odio, en busca de un castigo por los agravios cometidos contra ellos, pidiendo la venganza de sus enemigos, amantes o superiores. Las condiciones climáticas extremas no eliminaban tales necesidades, ni afectaban al deseo de ciertos devotos de pasar desapercibidos.
—Sígueme. —Se marchó, golpeteando el suelo con los pies descalzos.
Nerviosos, Fabiola y Sextus la siguieron. Pasaron en silencio junto a una sucesión de puertas, todas ellas cerradas. Fabiola se preguntó quién habría en las habitaciones que había al otro lado. De una de ellas, brotaba el sonido apagado de unos hombres que salmodiaban. No captaba las palabras, pero la melodía era lenta y lúgubre y no contribuyó demasiado a aplacar sus nervios.
Por fin, la sacerdotisa se detuvo. Se sacó una llave de la túnica y abrió la puerta que tenía delante, que no emitió ningún ruido, lo cual añadió tensión al ambiente. El interior era una estancia grande y sin ventanas cuyas superficies enyesadas estaban pintadas de un amenazador color rojo oscuro. Al igual que en el pasillo, la luz provenía de las escasas lámparas de aceite que había en las paredes. El único elemento de la estancia era un sencillo horno de cemento situado al fondo sobre una plataforma cuadrada de ladrillos. Al contemplarlo, Fabiola notó que una corriente de aire cálido le inundaba las mejillas. Por la puerta también le llegó un fuerte olor a incienso. El resplandor rojo profundo de la abertura del horno reveló el origen de aquel calor tan intenso. A un lado había una pila de combustible y al otro, un pequeño altar decorado con una estatua de Orcus.
—Puedes hacer tu ofrenda aquí —indicó la joven sacerdotisa—. Sin interrupciones.
Fabiola sujetaba con tal fuerza las láminas de plomo que notó que empezaban a doblarse por los bordes. Dejó de apretar, preocupada por si les causaba algún daño que afectara a lo que iba a pedir al dios. No podía permitirse el lujo de que algo saliera mal. Su vida dependía de ello. Asintiendo con firmeza, Fabiola se internó en la estancia seguida de Sextus.
La sacerdotisa también entró y cerró la puerta. Se acercó al altar e inclinó la cabeza para rezar. Como no sabía muy bien qué hacer, Fabiola la imitó. Comparada con el fresco del pasillo y las calles empapadas de lluvia, aquella sala era como un
caldarium
, el lugar más cálido de unas termas. Por efecto del incienso que quemaba, el ambiente resultaba denso e intenso. A pesar de estar empapada, Fabiola notó que le empezaba a sudar todo el cuerpo. Estaba acostumbrada al ambiente cargado de un Mitreo lleno, pero aquello era distinto. Algunos templos tenían hogueras a las que arrojar pequeñas ofrendas, pero no aquel horno con un fuego tan vivo, que hizo pensar a Fabiola en el Hades. Aunque el miedo volvió a atenazarla, se obligó a mantener la calma. Orcus no era un dios cualquiera. Las ofrendas dirigidas a él se arrojaban directamente a las llamas para que fueran consumidas. De ahí la necesidad de un horno.
«Orcus», pensó Fabiola, alzando la mirada a la estatua. Le devolvió la mirada, implacable. «Dios poderoso del submundo, escúchame —suplicó—. Mi vida vuelve a correr peligro por culpa de Scaevola. Es un hombre malvado y un asesino que no se detiene ante nada. No tengo posibilidades de pararle los pies sin tu ayuda. Líbrame de ese hijo de puta, y estaré en deuda contigo para siempre. Te erigiré un altar y sacrificaré en él una cabra una vez al año hasta el fin de mis días.» Como incentivo adicional, Fabiola se inclinó hacia delante y colocó un montoncito de monedas de plata delante de la estatuilla. La inhalación brusca de la sacerdotisa puso de manifiesto que la cantidad era desorbitada.
Se produjo una fuerte crepitación y las llamas escupieron en el interior del horno. Asombrada, Fabiola estiró el cuello para ver. Ni Sextus ni la sacerdotisa habían hecho nada, pero el fuego rugía como si un herrero estuviera atizándolo con un fuelle. Miró a su alrededor esperando ver un demonio en plena faena, pero lo único que veía era las cuatro paredes color carmesí aprisionándola como un ataúd. Unas llamas alargadas de color naranja amarillento lamían la abertura del horno y hacían que se asemejara a las fauces resplandecientes de una bestia mitológica voraz. Al final el terror acabó embargando a Fabiola, que se quedó petrificada.
—Ahora es el momento propicio —anunció la sacerdotisa solemnemente—. Haz la ofrenda.
Su voz dio un susto de muerte a Fabiola. Se volvió para mirar a la joven vestida de gris y asintió temblorosa. ¿No le resultaba ligeramente familiar? No tenía tiempo para cavilaciones. Teniendo en cuenta que la sacerdotisa la instaba a actuar, Fabiola abrió la mano. En la palma tenía las tres láminas de plomo, inmóviles y de aspecto inofensivo. Sin embargo, al igual que el odio de su corazón, no se merecían esos calificativos.
—Arrójalos lo más al fondo posible —ordenó la sacerdotisa.
Acercándose al máximo, Fabiola echó atrás el brazo y lanzó los trozos de metal al fuego. Los perdió de vista en un abrir y cerrar de ojos. Exhaló un suspiro. Ya casi había terminado, pero lo que le quedaba era sumamente importante. Fabiola no tenía ningunas ganas de recibir un castigo divino por aquel acto. Al igual que otros romanos, realizaba su ofrenda en unas condiciones concretas. Estaba tan agotada por todo aquello que empezó a susurrar en voz alta en vez de rezar en silencio.
—Guárdame del mal, gran Orcus —musitó observando el resplandor del fuego—. A mí y a quienes me importan. Romulus, Brutus, Sextus, Benignus y Vettius. Docilosa.
Notó una fuerte inhalación detrás de ella y Fabiola se dio cuenta de que no había hecho su petición en silencio. Se dio la vuelta y vio a la sacerdotisa, que de repente se había quedado pálida y demacrada.
—¿Quién es Docilosa?
—Mi criada —repuso Fabiola asombrada—. ¿Por qué?
Claramente decepcionada, la sacerdotisa respondió con otra pregunta.
—¿No es una esclava?
—Lo era —reconoció Fabiola, evitando mencionar sus propios orígenes. En esos momentos, se sentía un tanto desconcertada—. Pero ahora ya hace casi seis años que es una mujer libre.
La expresión de la otra mujer se llenó de esperanza.
—¿Cuántos años tiene?
Un presentimiento asomó a la mente de Fabiola.
—No lo sé con exactitud, pero probablemente unos cuarenta.
Entonces la sacerdotisa perdió la compostura y adoptó la expresión de una joven afligida.
—¿Quién era su ama?
—Jovina —repuso Fabiola—. La dueña del Lupanar.
—¡Bendito sea Orcus! —exclamó la sacerdotisa con un grito ahogado—. ¡Mi madre sigue viva!
Entonces Fabiola fue la que se quedó conmocionada.
—¿Sabina?
La sacerdotisa se puso rígida.
—¿Sabes cómo me llamo?
—Docilosa te ha mencionado muchas veces —explicó Fabiola sonriendo—. Ha sufrido desde el día que te marchaste, y te ha buscado en innumerables templos. Nunca ha perdido la esperanza de volver a verte.