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Authors: Alfonso Mateo-Sagasta

Tags: #Histórico

Caminarás con el Sol (14 page)

BOOK: Caminarás con el Sol
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A menudo veía a mis antiguos compañeros esclavos, incluso compartía con ellos el trabajo, pero una brecha insalvable se había abierto entre nosotros. Hasta aquellos a quienes debía mi comprensión de este mundo evitaban cualquier contacto. Nunca, salvo que yo les interpelara directamente, volvieron a dirigirme la palabra.

Pero mis obligaciones no acababan en los campos. Cada día, al atardecer, venía Tekun a la casa común de los
holcanes
para ver nuestros progresos.

Lo primero que hice fue conocer sus armas y familiarizarme con su manejo. Los arcos no tenían mucha potencia, eran más bien rectos y cortos, y las cuerdas estaban hechas de un tejido parecido al cáñamo. El vástago de las flechas era de caña, y para reforzarlas encajaban en un extremo un trozo de palo fuerte donde insertaban una punta de pedernal, obsidiana o espinas de pastinaca. Usaban también como arma hachuelas de metal blando sujetas a un vástago de madera, mazas de madera de una pieza y lanzas con punta de pedernal. Como protección, contaban con escudos cuadrados hechos con cañas trenzadas y cuero de venado.

En realidad, nada muy diferente de lo que ya conocía de otras islas, salvo que aquí no usaban veneno en las flechas. Lo único que eché en falta en el arsenal de los itzaes fueron las extrañas macanas que había visto usar a los tutul xiúes, esa especie de espadas rectangulares de madera con el canto ranurado y rematado con cuchillas de obsidiana o de pedernal. Cuando pregunté por ellas, me explicaron que se llamaban
maquahuitl
, que era un arma mexica y que ellos preferían la lanza.

El ejército que conocí en Nápoles estaba compuesto por coronelías de cinco mil hombres, divididas a su vez en capitanías de doscientos cincuenta. En cada una, un tercio iba armado con picas, otro con arcabuces o ballestas y el tercero con espada y rodela. Solía haber también pífanos y tambores, una docena de cañones y un escuadrón de caballería ligera. Eso, en teoría, pero la realidad era cambiante. Rara vez los cuerpos de ejército lograban reunir los efectivos previstos, y era frecuente que las capitanías se dividieran en unidades más pequeñas y manejables. Esa experiencia era lo que ahora debía transmitir.

Desde el primer momento los guerreros de mayor edad, los veteranos, se negaron a seguir mis instrucciones, empeñados en su forma tradicional de combatir. Pensaban que solos podían con cualquier enemigo y que la batalla de verdad poco tenía que ver con mis simulacros en el patio de entrenamiento.

Pero la mayoría de los
holcanes
de la casa de solteros, unos cuarenta hombres, decidieron colaborar. Su edad oscilaba entre los quince y los dieciocho años, y supongo que algo ayudarían a convencerlos los relatos nocturnos sobre las batallas en que había tomado parte, de los que no disfrutaron los que vivían en sus propias casas. Ahora pienso que más que el valor de mis aventuras, les gustaba mi imaginación, porque en sus cabezas no podía caber que existiera un mundo como el que yo describía.

Poco a poco los fui conociendo a todos, a mis camaradas, nunca mejor dicho, de modo que fui asignando a cada uno el arma más acorde a sus habilidades. Con paciencia, empezamos a maniobrar como un cuadro en el que se equilibraban y complementaban las lanzas, los arcos y las mazas.

El
batab
venía a menudo a ver cómo evolucionábamos. Al principio se divertía con los tropiezos y los gritos y se retiraba antes del final de cada entrenamiento sacudiendo la cabeza. Pero al final de la primera semana empezó a quedarse a ver los ejercicios completos, y el último día de la tercera semana, se quedó después charlando con su hijo y conmigo mientras aspirábamos plácidamente el humo de sus enormes liados de hojas rellenos de tabaco.

—Hay una pregunta que quiero hacerte hace tiempo —me atreví esa noche a decir a Tekun.

Estaba contento, los ejercicios de la tarde habían salido bien, al final incluso había conseguido que se dividieran en dos cuadros con un pasillo en medio sin que chocaran entre sí, y Tekun había sonreído satisfecho.

—¿Y es? —preguntó éste exhalando una bocanada de humo azulado.

—¿Quién era ese hombre que intentó comprarme en el mercado de Zama?

—Un mexica.

—¿Está cerca su tribu?

—No, por suerte —intervino el
batab
guiñando los ojos—. Tenochtitlan está muy lejos, hacia el oeste.

—¿Por suerte?

—Los mexicas son un pueblo feroz —dijo el anciano antes de dar una profunda calada a su cigarro—. Su dios no es un dios de vida, como Itzamná, sino de muerte. Pero no hay que temer —añadió como si quisiera tranquilizar a un niño pequeño—, sus canoas no se atreven a surcar nuestras aguas. Desde Xicalango, la ciudad más próxima donde viven, hasta aquí hay muchos arrecifes, marismas y manglares, y es fácil perderse. Sólo los mayas putunes son capaces de leer las marcas en las riberas del bosque.

—Pues aquel hombre parecía muy seguro de sí mismo.

—Eso es propio de los
pochtecas
. Esos mercaderes mexica recorren todo el mundo espiando para su señor.

—No del todo, padre —le contradijo Tekun—. Los
pochtecas
procuran pasar inadvertidos, pero el que me abordó vestía una manta de príncipe, llevaba joyas y lucía dos insignias reales en el pelo.

—Por lo que me dijiste, cumplía un encargo de su
tlatoani
. Puede que quisiera ser visto más como embajador que como comerciante.

—Pero había algo que quiso ocultar —comenté yo recordando el sordo reproche que le echó al traficante de esclavos—, algo que casi se le escapa al
tlalilani
que le acompañaba.

Tekun me dirigió una mirada apreciativa, y sonrió.

—Busqué al hombre por la noche. A veces resulta útil ser generoso con el
balché
: me contó que Nezahualpillim, rey de Texcoco, ha predicho que el imperio de Moctecuhzoma sería destruido. El viejo rey está convencido de que los mexicas estarán pronto bajo el dominio de unos extranjeros.

—¿Ése es el secreto?

—Moctecuzhoma no es inmune a las predicciones de un nigromante.

—El secreto es el miedo —sentenció el viejo
batab
—. Pero nosotros no tenemos nada que temer, su ejército nunca ha puesto el pie en nuestra tierra.

La siembra se prolongó un par de semanas, y para celebrar el final los
holcanes
organizaron una partida de caza. A ella se unieron Tekun. Kixan y varios veteranos más.

Todavía de noche, encendimos un incensario de copal y colocamos cuencos con atole de maíz —una papilla hecha con maíz, agua y miel— ante la imagen de Uk Puh, dios de la caza, y de los pequeños Zip, para que nos permitieran matar a una de sus criaturas. El mejor momento para cazar en la selva es el que precede al alba, sobre todo si el objetivo es un ciervo.

Tres hombres cubiertos con piel de venado iniciaron la marcha después de comprobar la dirección del viento, pero encontraron una presa muy diferente de la que buscaban: una partida de tutul xiúes con pinturas de guerra dormitaban en un calvero no muy lejos de la ciudad.

Hicimos recuento de armas. Algunos de los nuestros llevaban escudo, pocos lanza y el resto sólo arcos y flechas. Nos acercamos todo lo que pudimos para contarlos y estudiar sus fuerzas. Eran sesenta o setenta guerreros curtidos, y nosotros no llegábamos a cincuenta, y la mayoría jóvenes. Tekun dudó si enviar un mensajero al pueblo en busca de refuerzos y armas, pero probablemente se echaría a perder la sorpresa, y ésa era una baza que no queríamos desaprovechar.

—¿Están preparados? —me preguntó Tekun.

Miré a los jóvenes
holcanes
.

—Un viejo guerrero dijo una vez que «un ejército bien organizado, aunque pequeño, es más ventajoso que una muchedumbre desorganizada».

Tekun me miró sin acabar de comprender.

—Creo que sí —respondí entonces—. Siempre que no tengamos que movernos.

—No sé cómo podremos evitarlo.

—Atrayendo a los xiúes hacia nosotros.

Organicé a los
holcanes
en un cuadro cerrado como el que habíamos estado ensayando las últimas semanas. A falta de lanzas suficientes, los de las filas exteriores iban armados con mazas y cuchillos, y en el centro se apostaron los arqueros con las aljabas atiborradas de flechas.

El plan era que los veteranos guiados por Tekun y Kixan atacaran por sorpresa el campamento xiú, y en cuanto éstos dieran muestras de reaccionar, que huyeran en nuestra dirección. Para que ese primer ataque fuera efectivo teníamos que deshacernos de al menos uno de los centinelas. Los ocho mejores arqueros se adelantaron a los veteranos para asegurar el blanco. Entre la escasa potencia de los arcos y la limitada capacidad de penetración de las puntas, las flechas tenían que ser muy certeras para ser mortales, pero confié que con ocho impactos malo sería que alguno no lo fuera.

Los ocho dispararon al unísono a mi señal, y antes de que el centinela tocara el suelo, volvieron corriendo a ocupar su posición en el cuadro.

Los veteranos se abalanzaron entonces sobre los durmientes golpeando a diestro y siniestro. Varios hombres no volvieron a levantarse, y otros se arrastraron heridos, pero al momento todo el campamento estaba en pie y dispuestos a hacerles frente.

—¡Retirada, retirada! —gritaron Tekun y Kixan, y girando sobre sus talones echaron a correr hacia donde nosotros aguardábamos ocultos en el bosque.

Ése era el momento que yo más temía. Si el jefe de los xiúes reflexionaba un momento, se daría cuenta de que era raro que los atacara un grupo de itzaes armados sólo con mazas, y era posible que lo pensara antes de ordenar la persecución. Pero si lo hizo, no tuvo ocasión de manifestarlo, porque sus hombres se lanzaron en pos de los nuestros tan pronto como creyeron estar en ventaja.

En el cuadro sólo oíamos sus gritos agudos, gritos que hacían que se helara la sangre.

—Tranquilos, esperad —dije procurando que no me temblara la voz—. Todo va bien. Pronto nos tocará a nosotros.

Sentía en el cogote el aliento del grupo. Los veteranos fueron llegando al abrigo del cuadro. Los gritos de sus perseguidores se oían con un eco extraño.

—Esperad…

En cuanto el último de nuestros guerreros cruzó la línea di orden a los arqueros de tensar. Los maceros nos agachamos. El primer grupo de xiúes se frenó un poco en cuanto vieron la línea de escudos, pero no se detuvieron. De pararlos se encargó la primera andanada de flechas. Ocho hombres quedaron tendidos y heridos de diversa gravedad. El segundo grupo, más numeroso, cargó de frente contra el cuadro, y en las primeras líneas echamos de menos las lanzas. Los xiúes sí las tenían, y de no ser porque los arqueros no dejaron ni un momento de disparar, los rodeleros lo habríamos pagado caro. Pero pasado el primer choque, nos hicimos con media docena de lanzas de los primeros enemigos caídos, y la fuerza de la línea se equilibró.

Mientras tanto, los veteranos entraban y salían del cuadro a su gusto, combatiendo o refugiándose como si se tratara de un fortín. Cada enemigo que se nos acercaba tenía que evitar a la vez las lanzas, las mazas y las flechas, y una u otra acababa por hacer blanco.

No hubo tercera carga. Los xiúes huyeron hacia el interior de la selva dejando en el terreno veintitrés hombres entre muertos y heridos. Por nuestra parte sólo había tres heridos, pero aún tardé en permitir que el cuadro se deshiciera. De sobra conocía la carnicería que se desataba cuando se rompía un cuadro de infantería, y aunque allí no había caballería pesada que pudiese tomar ventaja, no quería que los veteranos xiúes hicieran presa en mis jóvenes
holcanes
.

«Mis jóvenes
holcanes
». Tenía gracia que pensara así.

Cuando los exploradores se aseguraron de que los xiúes no volverían. Tekun se acercó al cadáver del primer guerrero que yo había derribado, le cortó la cara, le arrancó la mandíbula con el cuchillo y me la tendió. Yo la recibí entre vítores y gritos de euforia de los demás guerreros. Sangrienta como estaba, aún con el labio colgando atravesado con un bezote de hueso, la até con una correa a mi brazo izquierdo y la llevé orgulloso de vuelta a Xamanzama.

El regreso fue triunfal. La alegría de los
holcanes
era desbordante y contagiosa, y de todas partes llegaban campesinos para aclamar a sus guerreros victoriosos.

Creo que nunca había experimentado una sensación de victoria tan completa, sin siquiera una baja que lamentar. Por desgracia, no logré disfrutar totalmente de la experiencia. Los xiúes heridos fueron sacrificados en el campo de batalla, salvo tres, y una vez en Xamanzama fue como revivir los primeros días de cautiverio: la presentación de los prisioneros a Taxmar en el salón del trono, las humillaciones, las torturas. Fue muy extraño encontrarme con todos aquellos personajes, los nobles, los enanos, el mismo
halach uinic
. Sólo cambiaba mi punto de vista, ahora podía mirar de frente sus deformadas cabezas y afrontar su bizquera sin que me resultara extraña ni desagradable.

Tekun notó mi malestar e intentó animarme arrojando a mis pies a uno de los guerreros rojos. Al hombre le sangraban las manos y el costado y tenía la cara desencajada. Me limité a mirarlo con lástima. Sin embargo, su rostro se distendió en algo parecido a una sonrisa cuando Tekun le sostuvo la cara con una mano y, mirándolo a los ojos, le susurró que moriría como un guerrero.

—Le dices que va a ser sacrificado —pregunté incrédulo— ¿y aun así se alegra?

—Desde luego —afirmó rotundo—. Y lo desea.

—¿Qué te arranquen el corazón es una muerte deseable para un guerrero?

Tekun me miró como si no entendiera la pregunta.

—Los dioses necesitan sangre para seguir viviendo. La sangre es energía, y la de un guerrero es la mejor. Sería indigno no conmemorar el sacrificio que los dioses hicieron por nosotros al darnos la vida. Por supuesto que no hay muerte más deseable para un guerrero que emular al propio Itzamná.

Me vino a la cabeza la muerte de mis compañeros aquella lejana mañana, y recordé que los elegidos habían sido los más fuertes, los que se habían resistido en la playa, los que Tekun y el
ah kim
creyeron dignos de representar a sus dioses y cuya sangre podía tener algún valor. En definitiva, aquellos que se habían ganado su respeto.

—Los sacrificios —añadió Tekun— son un deber para mantener viva la alianza que nos mantiene unidos a los dioses.

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