Naturalmente, tal vez tuviera una hija como yo, que fui buena con mi madre hasta que se estrelló en la Cuatrocientos Cinco el mismo día en que decidí por fin quitarle las llaves del coche porque su tiempo de reacción era lento y temía que fuera a matar a alguien al saltarse una señal de stop. Si le hubiera quitado las llaves, entonces estaría viva, pero me odiaría por impedirle tener la libertad de conducir un coche. ¿De qué sirve una buena hija si la única manera en que puede ser buena contigo es hacer que tu vida sea miserable?
Por no mencionar lo infeliz que mamá se sintió cuando Ura Lee creció y se casó con aquel ridículo Willie Joe Smitcher, que se creía que había nacido con una llave de oro tras la cremallera de sus pantalones y tenía que encajarla en todas las cerraduras a las que podía acercarse, por si acaso era la puerta del cielo. Y la gente se preguntaba por qué Ura Lee no tenía hijos. Sabiendo, como estudiante de enfermería, cuáles eran las posibilidades de que Willie Joe pillara algo feo, no tuvo más remedio que proteger su propia salud haciendo que aquella llave de oro estuviera envuelta en plásticos en casa. Le dijo que cuando le fuera fiel el tiempo suficiente para poder estar seguro de andar limpio, podría quitar el envoltorio, pero él eligió la otra alternativa y se separaron con permiso del Gobierno antes incluso de que ella consiguiera su primer trabajo como enfermera. Y había que reconocer que el chico jamás vino a pedir su dinero. No era un crápula, sólo un hombre que creía tener una misión que cumplir, como Johnny Appleseed
[
1
]
, pero sin manzanas.
Eso sólo significa que nunca tendré un hijo como él, ni una hija tan tonta como para casarse con un hombre como él, y eso me hace la mujer más feliz que vive en Burnside, y eso es decir algo, porque con diferencia ésta es una calle bastante feliz. La gente tiene algo de dinero, pero no mucho, no como en Brentwood o en Beverly Hills, y por supuesto que no como en la primera línea de playa en Malibú. Sólo dinero cómodo, para ir tirando. Y a sólo una manzana de Cloverdale, el valle del Trébol, y en esa calle tienen dinero de verdad, allá en la cima de la colina.
Ella vivía en Baldwin Hills porque el terremoto había sacado su casa un poco de sus cimientos y su madre le había dejado dinero suficiente para cubrir la entrada. Pero era feliz allí. Había buena gente. Los veía criar a sus hijos, y sufrir toda esa ansiedad todo el tiempo, y gracias a Dios no tenía semejante carga en su vida.
Hierba
Ceese vio a Miz Smitcher asomada a su ventana, hablando con alguien, y supo sin pensarlo que la persona con la que hablaba era su madre.
—Tal vez esto no sea buena idea, Raymo.
—Lo dices porque tienes miedo.
—Nunca has visto a mi padre cuando mi madre se cabrea conmigo.
—A tu padre no le importará que fumes un poco de hierba.
—Le importa que mi madre se cabree. Toda la casa se pone patas arriba cuando mi madre se enfada.
—Pues entonces vete a casa con mamá.
Ésas eran las cosas que siempre decía Raymo. En vez de responderle a Ceese, sólo decía, si no te gustan las cosas como son, lárgate.
—Sólo estoy diciendo que mi madre lo sabe.
—¿Saber qué? ¿Que tú y yo vamos caminando por la calle con los monopatines? Alguien quiere asomarse a la ventana y va y lo sabe. No va contra ninguna ley.
—Miz Smitcher lo sabe.
—¿Se lo has dicho tú? Entonces, ¿cómo lo sabe?
—¡Ya conoces a Miz Smitcher! Te mira y sabe qué has estado haciendo los últimos tres días.
—Todo el mundo sabe lo que has estado haciendo. Te has estado escondiendo bajo la cama, dándole al cinco contra uno.
—Eso es una tontería.
—¿Todavía no has descubierto cómo se hace?
—Hay demasiadas cosas debajo de mi cama, ahí no cabe nadie.
Se rieron los dos un momento.
—Creo que Miz Smitcher va a llamar a la poli —dijo Ceese.
—Si llama a la poli por nosotros, tendré que hacerle una visita más tarde.
Raymo siempre hablaba así. Como si fuera peligroso. Y los adultos se lo creían: lo trataban como si fuera un crótalo dispuesto a atacar. Pero en los últimos meses, desde que la madre de Raymo se mudó a una de las casas de alquiler propiedad de Antwon, el hermano de Ceese, habían pasado mucho tiempo juntos y Ceese lo conocía bien. La verdad era que le sorprendía que después de tantos alardes Raymo hubiera conseguido una bolsa de hierba.
Ese era el problema de Ceese ahora. Había resultado fácil decirle a Raymo que si conseguía hierba la fumaría con él, porque creía que era como las chicas de las que Raymo se pavoneaba siempre de entrar con ellas en el cuarto de baño del colegio o ir detrás del Seven-Eleven. Todo palabras, nada más. Entonces va y aparece con una bolsita llena de hojas secas y tallos y unos cuantos papeles de fumar, ¿y qué iba a hacer Ceese? ¿Admitir que todo era de boquilla?
Así que ahora dudaba de si Raymo iba en serio cuando amenazaba con hacerle algo a Miz Smitcher.
—Mira, Raymo, Miz Smitcher es
dabuten.
—Nadie es
dabuten
si me denuncia a la poli.
—Bajemos por Cloverdale antes de que venga la poli y dejemos la hierba para otro día.
—Tú la tienes en el bolsillo, Ceese. Tú decides —dijo Raymo. Pero su sonrisita estaba diciendo: si te da el canguelo esta vez, no vendrás conmigo la próxima.
La sonrisa molestó a Ceese.
—Tampoco es que esto sea hierba de verdad —murmuró.
—Te he oído —dijo Raymo.
—Menos mal.
—¿Me estás diciendo que no sé distinguir la hierba... de la hierba?
Eso mismo es lo que te estoy diciendo.
—No —dijo Ceese—. ¿Cómo voy a saberlo yo?
—Entonces, si no te colocas, ¿vas a decirle a todo el mundo que no pudiste distinguir la hierba de las margaritas?
—No lo puedes evitar, has comprado hierba falsa.
—Dame la bolsa y vuélvete a casita con mamá —dijo Raymo—. Pedazo de...
—No, por mí adelante, la fumaré contigo.
—No quiero que lo hagas —dijo Raymo—. Eres virgen, no quiero ser tu primera vez.
Ceese lo odiaba cuando lo tergiversaba todo para acabar hablando de sexo.
—Venga, fumémosla —dijo Ceese, y empezó a caminar por las flores silvestres que crecían profusamente entre la carretera y el césped.
—Aquí no —respondió Raymo—. ¿Es que sólo te han metido estupidez en la cabeza?
—Has dicho que íbamos a fumarnos la hierba allá arriba, junto a la tubería de desagüe.
—Al otro lado de la colina.
— ¿Tenemos que subir hasta arriba del todo?
—Cuando tu padre le pregunte a alguien si realmente llegaste hasta arriba, le dirán que sí, que nos vieron allí patinando.
—Mi padre no conoce a nadie que viva más allá de Cloverdale.
Justo entonces un viejo vagabundo salió de una de las casas en la pendiente de Cloverdale, llevando un puñado de bolsas de la compra, algunas llenas, otras vacías. El viejo les hizo un guiño, y Ceese no pudo evitar sonreírle y saludar.
—¿Conoces a ese tío? —preguntó Raymo.
—Una vez me habló de tu padre perdido, que vino a ver cómo te iba y decidir si tu madre merecía...
—Deja de hablar de mi madre —dijo Raymo.
Pero Ceese sabía que le cabreaba que hicieran bromas con su padre. Ése era el punto débil de Raymo, que su madre no supiera quién era exactamente su padre. No era que Raymo lo hubiese admitido jamás: Ceese sólo lo sabía porque su madre se lo había dicho a Miz Smitcher una vez.
Siguieron subiendo la colina.
Word Williams estaba en la acera, contemplando la calle.
—Mira ese chaval, deseando ser nosotros —dijo Raymo.
—Ni siquiera nos está mirando.
—Claro que sí.
Pero no lo hacía. Cuando se acercaron, regresó al patio de su casa para poder ver colina abajo.
—¿Cómo te va, Word? —dijo Ceese.
Word lo miró como si lo hubiera visto por primera vez en ese instante.
La puerta de la casa de Word se abrió y su hermana mayor, Andrea, se asomó y lo llamó.
—Venga para dentro, Word, es la hora de comer.
Word siguió mirando la carretera, luego miró a Ceese como si quisiera hacerle una pregunta.
—¡Word! —dijo Andrea—. No te hagas el sordo.
Word se volvió y caminó hacia la casa.
Raymo iba media docena de pasos por delante. Ceese corrió para alcanzarlo.
—¿Para qué hablas con ese crío?
—Parece que tenía algún tipo de problema —dijo Ceese.
—Sólo es un niño pequeño.
—Mi madre los cuidaba a él y a su hermana pequeña en verano —dijo Ceese.
—¿Y ha cuidado alguna vez a la hermana mayor? —preguntó Raymo—. Está taco de
buena.
—No lo estaba entonces —dijo Ceese. Era extraño pensar que Andrea estuviera «buena». O tal vez era que Raymo nunca pensaba que ninguna chica era demasiado rica o demasiado lista o demasiado bonita para él. Nada estaba fuera del alcance de Raymo.
—Acelera —dijo Raymo.
Ceese odiaba que Raymo lo tratara como a un niño pequeño. Le daba órdenes. Lo despreciaba. Pero casi nunca lo hacía y cuando lo hacía normalmente estaba un poco cabreado. Era mejor que recibir empujones o codazos. Y por lo menos le dejaba a Ceese llevar la bolsa de hierba. Aunque tal vez lo hacía para que Ceese fuera el que la llevara encima si los pillaban.
Llegaron a la cima de la colina, pero Raymo insistió en que siguieran hasta el final de Cloverdale, donde una verja bloqueaba el camino que se extendía desde la parte superior de Hahn Park. Se podía ver el sitio donde estaba el campo de golf, como un gran cuenco verde. O más bien como un embudo verde, porque en la parte más baja se veía una gran alcantarilla que dividía la hierba para capturar toda el agua de lluvia. Ceese no sabía si esa agua era desviada al pequeño valle por la curva cerrada donde se alzaba la tubería de desagüe como el poste de un gran tótem. Así que se lo preguntó a Raymo.
—¿Cómo? —dijo Raymo.
—Tiene que ir a alguna parte.
—Tienen ese desagüe enorme allí arriba, ¿crees que la desviarían a este valle tan pequeño para que esa tubería minúscula lo absorba todo? Esa tubería es sólo para el desagüe de la parte de abajo del parque.
Ni que lo supieras todo, pensó Ceese. Pero no lo dijo en voz alta porque no había motivos para cabrear a Raymo, y además, probablemente tenía razón.
—Muy bien —dijo Raymo—. Nos han visto subir. Ahora nos verán bajar.
—Sabes que no sé deslizarme por esa curva cerrada.
Raymo lo miró como si fuera el chico más estúpido del mundo.
—No
queremos
deslizamos por la curva,
Cecil.
Queremos desviarnos de la carretera y tumbarnos bajo los árboles para fumar esa hierba que llevas. ¿
O
creías que ibas a empezar a
cultivar
hierba en los pantalones?
—Es que no quiero caerme en el asfalto —dijo Ceese—. Ni arañarme.
—Bueno, esto es lo que tienes que hacer: ve despacio, de un lado a otro de la carretera. Y mañana, cuando llegues a la curva cerrada, podrás despertarme e iremos a fumarnos la hierba para desayunar.
Con eso, Raymo puso el monopatín en tierra y corrió por la parte lisa de la carretera hasta que pudo darse la vuelta y empezar a bajar la pendiente de Cloverdale.
Ceese iba detrás. Odiando cada minuto. No porque no le gustaran la excitación de la velocidad ni el ruido del asfalto bajo las ruedas de su monopatín. Lo que odiaba era que Raymo fuera más rápido de lo que él podría ir jamás, mientras agitaba los brazos y se agachaba y se incorporaba e incluso levantaba una pierna como una cigüeña, mientras no dejaba de gritar y llamar a Ceese. Y aunque Ceese nunca entendía lo que decía porque Raymo iba delante y el ruido del monopatín ahogaba su voz, recibía bien el mensaje: siempre eres un perdedor comparado con Ray-MO.
Sólo quiere tenerme cerca para que alguien lo vea hacerse el chulo.
¿Por qué no puede nunca hacer nada simplemente porque es divertido?
¿Por qué nunca puede tenerme a su lado sólo porque me aprecia?
Hijo de puta. Voy a dejar de salir con él. Fumaré esta hierba, vale, y buscaré a alguien que no piense que soy tonto.
Naturalmente, Ceese ya había tomado aquella decisión antes, como una docena de veces, pero hasta aquel momento nunca había llegado a decirle que no a Raymo cuando aparecía y le decía qué iban a hacer ese día.
Ceese ni siquiera
vacilaba
nunca. Eso valían sus decisiones.
No tengo valor. Si tuviera valor, también sería guai. No guai como Raymond, sino guai a mi estilo. El tipo que no necesita a nadie. Solo, alto. Nada de ir detrás como un hermano pequeño.
Eso es lo que soy. Siempre el hermano pequeño de alguien. Tengo un montón de hermanos, pero ¿qué hago? Voy y me busco otro.
Para cuando Ceese llegó a la curva cerrada, Raymo no se veía por ninguna parte.
Ahora venía lo que Ceese temía siempre: pararse. Le gustaba el tipo de colina donde al final la carretera se extiende recta durante mucho tiempo. Le gustaba la distancia. Pero allí no era así. De un modo u otro, iba a acabar cayéndose. Podía hacerlo y quedarse tendido en la calle como la víctima de un atropello, o podía hacerlo pasando a la hierba y cayéndose de bruces como un tonto.
Más vale ser tonto en la hierba que... que...
Buscó una rima, mientras giraba hacia el lugar donde la hierba parecía más suave.
Que un cochino en el camino.
El monopatín golpeó el borde de la carretera y chocó con las piedras antes de llegar a la hierba. Salió volando de la tabla antes de tener oportunidad de saltar lo bastante para asegurarse de aterrizar en la pendiente de hierba. Malo. Lo único que pudo hacer fue intentar permanecer en el aire el mayor tiempo posible y girar cuando chocara contra el suelo, para no volver a casa manchado de hierba. Era mejor aparecer con sangre que manchado de hierba, eso lo sabía desde hacía mucho. Las manchas de hierba te valían una torta, si llegabas con sangre te ponían tiritas.
Aterrizó de cara en la hierba y dio una voltereta girando el cuello de modo que cuando por fin dejó de rodar se quedó allí tendido unos segundos, agitando los dedos de los pies para asegurarse de que no se había roto el cuello. No estaba seguro de por qué era así, pero lo decía el tipo del colegio, no mováis el cuello, eso sólo empeora las cosas. En cambio, menead los dedos de los pies y aseguraos de que podéis hacerlo.