Ella sonrió.
—
Touchée,
cariño.
Mack le devolvió la sonrisa. Entonces pegó los brazos al cuerpo, dio un saltito, unió los pies y cayó por la tubería. No sintió los barrotes ni los lados de la tubería ni nada en absoluto. Simplemente... desapareció.
Uno
Oberón estaba encadenado y sin alas, vigilado por dos hadas con espadas que no le quitaban ojo de encima. Sobre él se alzaba una bóveda de sólida roca, aunque si hubiera sido libre la roca no habría sido sólida de haberlo querido él.
De la roca que tenía sobre la cabeza resbaló un pequeño chisporroteo de luces, formando una débil columna que se hundió hacia él.
Oberón retrocedió, se debatió contra las cadenas que le impedían apartarse de la columna que caía.
Llegó suavemente al suelo y allí empezó a adoptar forma humana, con un rostro que gradualmente se volvió más nítido. Mack Street. Oberón lo conocía bien. Un monstruo, eso era. Todo lo que odiaba de sí mismo, todo lo que había purgado de su interior, volvía para torturarlo.
—Márchate —dijo—. No te quiero. Me debilitas. Me envenenas.
La aparición no respondió. No era lo suficientemente sólida para tener voz. Todo lo que hizo fue flotar hacia Oberón. Y extender una mano etérea.
Oberón soltó un grito, como si tocarlo equivaliera a una tortura. Pero en el momento en que el polvo de luz entró en contacto con su piel, toda la aparición se volvió más brillante, se espesó hasta convertirse en una resplandeciente luz blanca.
Y Oberón se oscureció, convirtiéndose en un polvo de ceniza en su propia forma.
Las dos nubes de polvo, luz brillante y sombra infinita, flotaron una junto a la otra hasta que, con un levísimo tirón, de pronto se unieron en una única forma de hombre.
El polvo se convirtió en un caleidoscopio de colores, hasta que por fin adquirió una superficie firme de nuevo. Volvió a ser un hombre, de piel cálida y marrón. Todavía estaba encadenado, pero su pose no era orgullosa como la que tenía Oberón. Tenía la cabeza gacha
y cayó
de rodillas y lloró, cubriéndose el rostro con las manos.
—¿Qué he hecho? —gimió. Los sollozos sacudían su cuerpo.
Mientras lloraba arrodillado, dos parches de piel que corrían por su espalda brillaron y luego se abrieron en dos rendijas de pura luz. Una de las rendijas sobresalió del polvo caleidoscópico. Formaron una vaina sobre su espalda. Las alas plegadas de una mariposa en descanso.
Un leve acorde musical resonó por la gran caverna. Empezaron a llegar hadas, de diversos tamaños. Flotaron en el aire, observando. Esperando.
Hasta que por fin el silencio se hizo en la multitud y la música aumentó muchísimo, y Titania, la reina de las hadas, llegó volando en medio de los gritos tumultuosos de las hadas, que no la habían visto en todos sus años de cautiverio.
—¡Titania!
—¡Reina!
—¡Gloria!
Ella asintió graciosamente, saludó, tocó a varias hadas que se acercaron.
Pero nada la desvió de la dirección de su vuelo: la roca donde Oberón estaba encadenado y arrodillado, con la cabeza gacha.
Se plantó ante él.
—Oberón, esposo mío —dijo.
Él no alzó la cabeza.
—No puedo soportar recordar lo que te he hecho —dijo él.
—Pero yo lo entiendo, mi rey. Suprimiste la parte de ti que me amaba, la parte que sabía amar. Poco a poco y día a día la expulsaste de ti, la aislaste, no le diste ningún control sobre ninguna de tus decisiones. Ya no fue parte de la causa de nada de lo que hiciste. Cuando no quedó nada más que malicia, envidia y ambición, ¿qué pudiste hacer sino las cosas que hiciste?
—Las hice —dijo Oberón—. Todas mis crueldades fueron decisión propia. Sabía lo que estaba haciendo.
—Sí. Incluso cuando creaste un sustituto sólo para capturar los deseos de otras personas y conservarlos hasta que necesitaras su poder, sabías lo que estabas haciendo. Fuiste tú quien decidió construirlos de las mismas partes de ti que habías expulsado al exilio. Y darles la forma de un alma viva que caminara por la tierra como tú no podías hacer, viendo lo que habías olvidado ver.
Ella colocó una mano bajo su barbilla y le hizo alzar el rostro para que la mirara.
El rostro que la miró no era el rostro orgulloso del cautivo Oberón.
Era el rostro de Mack Street.
—Hola, cariño —dijo—. Ya te había dicho que sólo te echaría de menos un ratito.
Le pasó la mano por el pelo y la nuca. Al hacerlo, las cadenas se soltaron.
El alzó las manos, la sujetó con fuerza por las muñecas y la miró intensamente a la cara.
—No creía que fuera a ser yo —dijo—. Creía que sería él.
—Ambos son tú, encanto —dijo Titania—. Viajando juntos por ese cañón, a través de la riada. Pero ahora tienes a la persona adecuada al volante.
Ella se inclinó hacia él, lo besó.
—Amaste a tanta gente en ese barrio de ahí arriba, y tanta gente te abrió sus hogares y sus corazones, que te volviste demasiado fuerte para él. Es todo lo que yo esperaba, encanto. No pudo soportarlo.
Se abrazaron y, al hacerlo, se elevaron por los aires, girando, girando, las alas extendidas, gloriosas vidrieras de color y luz, y las hadas cantaron de alegría.
Subieron hasta el techo rocoso de la caverna y luego empezaron a girar, haciéndose más pequeños. Bajo ellos, las otras hadas también se encogieron y empezaron a volar, en enjambre, hacia arriba. Luego atravesaron un túnel y la caverna quedó oscura y vacía.
En el País de las Hadas, en un claro del bosque, sobre una empinada colina, había una pequeña abertura en la tierra rodeada de flores de la primavera, que había empezado esa misma mañana. Por la grieta surgieron dos diminutas hadas entrelazadas, seguidas de mil más que revoloteaban como abejas escapadas de una colmena.
Había pájaros en las ramas del claro y ardillas que correteaban por los troncos y las raíces: dedicaron a la brillante nube de hadas sólo un momento de atención antes de seguir con sus asuntos. Las hadas formaron un círculo alrededor de su rey y su reina, que bailaban sobre la abertura que daba al inframundo.
En Baldwin Hills, Los Ángeles, mientras los cansados vecinos se dirigían a sus casas o aparcaban sus coches y entraban en sus hogares, Word Williams bajó la curva cerrada de Cloverdale para reunirse con Ceese Tucker y Ura Lee Smitcher en el recodo a contemplar el hueco marrón muerto que rodeaba la tubería de desagüe.
En un perfecto círculo alrededor de la tubería roja oxidada crecían mil setas.
—Es un círculo de hadas —dijo Ura Lee—. Las setas crecen donde bailan las hadas.
—Espero que ella cuide bien de él —dijo Ceese—. Donde lo haya llevado.
Word tomó el otro brazo de Ura Lee.
—Lo ha llevado a casa.
Juntos regresaron hacia la casa vacía de Ura Lee, donde esa noche nadie soñaría más sueños que los suyos propios.
Pero las manos que la ayudaron a hacer el camino a pesar de las lágrimas que llenaban sus ojos estaban cargadas de elocuentes promesas. No morirás sola, Ura Lee Smitcher, le decían. Habrá dos hombres junto a ti cuando llegue ese momento. Un policía de Los Ángeles y un predicador de una congregación eclesiástica: te sostendrán la mano para recordarte que también conocieron y a su modo amaron al hijo que criaste, al niño que nunca existió en este mundo y, sin embargo, lo salvó.
Agradecimientos
Esta novela comenzó en 1999 con una carta de Roland Bernard Brown, un amigo que se crió en un familia negra de clase media-alta en el sur de California. Habíamos estado hablando de temas raciales en América (y hemos continuado esa conversación durante muchos años desde entonces), pero una de sus mayores quejas era que los negros aparecen poco en la literatura. Se preguntaba por qué yo nunca había escrito sobre un héroe negro en mis historias.
Le recordé a Arturo Estuardo, uno de los personajes principales de los libros de Alvin Maker... pero él me recordó que Arturo era un comparsa, no el héroe.
El hecho de que yo no escribiera sobre un héroe negro (usando su punto de vista, viendo el mundo a través de sus ojos) es que no soy negro y probablemente no lo seré nunca. No me crié en la cultura negra y por eso cometería mil errores sin darme cuenta siquiera.
Roland prometió que me ayudaría. Me daría información. Detectaría mis errores y me ayudaría a no desviarme.
«Entonces deberías escribir el libro tú mismo», le dije.
Me dijo que lo haría algún día. Pero eso no hizo que yo soltara el anzuelo.
Porque me intrigó la idea. Roland me había contado historias de su vida al crecer en un barrio de clase media en Los Ángeles, las maneras sutiles (y no tan sutiles) en que su «aceptación» era menos que total.
Pero yo no quería escribir una novela sobre la raza; es decir, no quería escribir sobre conflictos raciales. Así que decidimos juntos que el sitio ideal para ambientar la historia era Baldwin Hills, un barrio negro de clase media-alta de Los Ángeles, entre La Ciénega y La Brea. Allí podría crear una comunidad de afroamericanos que hubieran conseguido (ellos o sus padres) dejar atrás el pozo de la pobreza y la opresión.
La siguiente vez que fui a Los Ángeles, mi primo Mark y yo nos acercamos a Baldwin Hills y sacamos fotos. Me impresionó la gran variedad de las casas, desde las impresionantes mansiones en las faldas de las colinas hasta las casas más modestas pero bien cuidadas y acogedoras del llano. Era un barrio con columpios de neumáticos aquí y allá, patios ocasionales con plantas exóticas o casas de pintura extraña; de hecho, la parte llana de Baldwin Hills me recordaba el barrio donde crecí, muy al norte, en Santa Clara.
Me recordó lo que había imaginado cuando leí
El vino del estío,
de Ray Bradbury.
En la parte alta del barrio se encontraba el parque de Kenneth Hahn State, que tenía un sistema de desagüe que desviaba el agua de la lluvia hacia los profundos valles donde se encontraban las casas más ricas de Baldwin Hills. El parque tenía vistas preciosas de Los Ángeles al norte y de antiguos pozos petrolíferos al sur.
Y, entre el parque y el vecindario, había una zona agreste que terminaba en un llano que rodeaba una tubería. Cuando había lluvias torrenciales, lo que caía de las colinas se recogía aquí y luego se filtraba por el desagüe para no que no se inundara Baldwin Hills.
Sabía que mi historia trataría sobre la magia que se filtraba en este mundo, justo donde se desparramaría por ese barrio en concreto, y como no era probable que nadie creyera lo que estaban viviendo los residentes, éstos tendrían que resolver el problema por su cuenta. La llamé
Filtro Lento.
Distaba mucho de ser un argumento para una historia. Tardé tantos años en encontrar un buen personaje que a veces me desesperaba. Hice dos intentos por empezar a escribir. Uno fue el relato
Waterbaby,
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8
]
mi primera narración de la historia de Tamika Brown.
Más tarde se me ocurrió el personaje de Yolanda White: la «fulana» motera que escandalizaba al barrio. Y eso por fin me llevó al personaje del héroe, Mack Street, el bebé que encontraron junto a la tubería en la curva cerrada de Cloverdale. Mi primer intento de escribir la historia apareció en el relato
The Keeper of Lost Dreams
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9
]
.
Finalmente encontré el personaje de Byron Williams y la manera en que Mack Street nacía al mundo, y esta novela (que ya llamaba por su título actual) empezó a tomar forma. El proceso siguió siendo doloroso y habían pasado tantos años desde mi primera expedición a Baldwin Hills con mi primo Mark que tuve que volver para refrescar mi recuerdo del lugar. Aaron Johnston, uno de mis socios de mi compañía cinematográfica y un escritor magnífico, vino armado con una cámara digital, y ésas fueron las fotos que consulté durante la redacción del libro.
Conocía el lugar físico, pero no a la gente. No conozco a nadie que haya vivido jamás en Baldwin Hills. Así que a aquellos lectores que vivan allí, puedo decirles ahora mismo que nadie en este libro está basado en nadie que viva en ese lugar. Si les parece reconocer a alguna persona real en este libro, eso sólo demuestra que la gente que se inventa cosas para vivir a veces acierta por puro accidente.
Luego, con el libro medio escrito, volví a Baldwin Hills y me horroricé al descubrir que en el proceso de construir una nueva casa bajo la curva cerrada alguien había eliminado toda la hierba y la vegetación de la llanura que rodea la tubería. En vez de parecer un prado idílico salido de una postal, parecía Mordor.
¡Desastre! ¡Aunque a la mayoría de los lectores del libro no iba a importarle, yo quería que la gente pudiera visitar Cloverdale y ver el escenario que había descrito!
Pero la solución fue obvia: haría que en el libro sucediera algo que explicara por qué el llano parecía arrasado.
Sin embargo, la clave final de la novela no se me reveló hasta que iba por la mitad de libro y se me ocurrió quiénes eran en realidad Yo Yo y el Hombre de las Bolsas. Hacía tiempo que había diseñado y construido el decorado para una representación de
El sueño de una noche de verano,
y me di cuenta de que, si Yo Yo era Titania y el Hombre de las Bolsas era Puck, la historia adquiriría toda una nueva capa de significado.
Volví atrás y revisé y reescribí, y entonces la parte central del libro
encajó. Todo lo que quedaba era comprender que Word Williams, en vez de olvidar el nacimiento de Mack Street, lo recordara y fuese la herramienta de Oberón en el mundo mortal. Finalmente, todos los elementos encajaron en su sitio y pude terminar el libro.
Pude por fin entregar lo que Roland Bernard Brown me había pedido: gracias a su ayuda antes, durante y después de la escritura de este libro. De hecho, creo que me pasé, ya que los personajes de Ceese y Word cobraron tanta vida que podría argumentarse que
Calle de magia
es una novela con tres héroes negros.
Es demasiado esperar que mi descripción de una cultura a la que nunca he pertenecido esté libre de errores. Les aseguro que todos los errores son míos, el inevitable resultado de ser un extraño; pero es gracias a Roland y otros amigos afroamericanos que los errores no son más numerosos y más escandalosos.
Además de llevarme allí y de visitar conmigo Baldwin Hills y Hahn Park, Aaron y Mark también me ayudaron de otras maneras. Es gracias a la hospitalidad sin límites de Mark y Margaret Park que he tenido la oportunidad de conocer y amar Los Ángeles como lo hago; ese lugar mágico donde la avenida de las Estrellas se eleva sobre Olympic forma parte de mi ruta de ejercicios cuando me alojo con ellos, a veces durante semanas enteras, trabajando en proyectos en la ciudad. Y partes significativas de este libro fueron escritas en la mesa de la habitación de invitados que me brindan.