Cádiz (5 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Cádiz
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—Se está usted portando, caballerito. Casi un mes sin parecer por aquí. Ya sé que se divirtió usted en el puente de Suazo con las buenas piezas que llevó allí el Sr. Poenco hace ocho días… ¡Bonita conducta! Yo empeñada en apartarle a usted del camino de la perdición, y usted cada vez más inclinado a seguir por él… Ya se sabe que la juventud ha de tener sus trapicheos; pero los muchachos decentes y bien nacidos desfogan sus pasiones con compostura, antes buscando el trato honesto de personas graves y juiciosas que el de la gentezuela maja y tabernaria.

La condesa afectó estar conforme con la reprimenda y la repitió, dándola más fuerza con sus irónicos donaires. Después, ablandándose doña Flora y llevándome adentro, me dio a probar de unos dulces finísimos que no se repartían sino entre los amigos de confianza. Cuando volvimos a la sala, Amaranta me dijo:

—Desde que doña María y la marquesa decidieron que no viniera Inés, parece que falta algo en esta tertulia.

—Aquí no hacen falta niñas, y menos la condesa de Rumblar, que con sus remilgos impedía toda diversión. Nadie se había de acercar a la niña, ni hablar con la niña, ni bailar con la niña, ni dar un dulce a la niña. Dejémonos de niñas: hombres, hombres quiero en mi tertulia; literatos que lean versos, currutacos que sepan de corrido las modas de París, diaristas que nos cuenten todo lo escrito en tres meses por las
Gacetas
de Amberes, Londres, Augsburgo y Rotterdam; generales que nos hablen de las batallas que se van a ganar; gente alegre que hable mal de la regencia y critique la cosa pública, ensayando discursos para cuando se abran esas saladísimas Cortes que van a venir.

—Yo no creo que haya tales Cortes —dijo Amaranta— porque las Cortes no son más que una cosa de figurón, que hace el rey para cumplir un antiguo uso. Como ahora estamos sin rey…

—¿Pues no ha de haber? Nada; vengan esas Cortes. Cortes nos han prometido, y Cortes nos han de dar. Pues poco bonito será este espectáculo. Como que es un conjunto de predicadores, y no baja de ocho a diez sermones los que se oyen por día, todos sobre la cosa pública, amiga mía, y criticando, criticando, que es lo que a mí me gusta.

—Habrá Cortes —dije yo— porque en la Isla están pintando y arreglando el teatro para salón de sesiones.

—¿Pero es en un teatro? Yo pensé que en una iglesia —dijo doña Flora.

—El estamento de próceres y clérigos se reunirá en una iglesia —indicó Amaranta— y el de procuradores en un teatro.

—No, no hay más que un estamento, señoras. Al principio se pensó en tres; pero ahora se ha visto que uno solo es más sencillo.

—Será el de la nobleza.

—No, hija, serán todos clérigos. Esto parece lo más propio.

—No hay más estamento que el de procuradores, en que entrarán todas las clases de la sociedad.

—¿Y dices que están pintando el teatro?

—Sí, señora. Le han puesto unas cenefas amarillas y encarnadas que hacen una vista así como de escenario de titiriteros en feria… En fin, monísimo.

—Para esta festividad quiere sin duda el Sr. D. Pedro los cincuenta uniformes amarillos y encarnados que le estamos haciendo, todos galoneados de plata y cortados en forma que llaman de española antigua.

—Me temo mucho —dijo Amaranta riendo— que D. Pedro y otros tan extravagantes y locos como él, pongan en ridículo a Cortes y procuradores, pues hay personas que convierten en mojiganga todo aquello en que ponen la mano.

—Ya principia a venir gente. Aquí está Quintana. También vienen Beña y D. Pablo de Xérica.

Quintana saludó a mis dos amigas. Yo le había visto y oído hablar en Madrid en las tertulias de las librerías, pero sin tener hasta entonces el placer de tratar a poeta tan insigne. Su fama entonces era grande, y entre los patriotas exaltados gozaba de mucha popularidad, conquistada por sus artículos políticos y proclamas patrióticas. Era de fisonomía dura y basta, moreno, con vivos ojos y gruesos labios, signo claro esto, así como su frente lobulosa, de la viril energía de su espíritu. Reía poco, y en sus ademanes y tono, lo mismo que en sus escritos, dominaba la severidad. Tal vez esta severidad, más que propia, fuera atribuida y supuesta por los que conocían sus obras, pues en aquella época ya habían salido a luz las principales odas, las tragedias y algunas de las
Vidas
; Píndaro, Tirteo y Plutarco a la vez, estaba orgulloso de su papel, y este orgullo se le conocía en el trato.

Quintana era entusiasta de la causa española y liberal ardiente con vislumbres de filósofo francés o ginebrino. Más beneficios recibió de su valiente pluma la causa liberal que de la espada de otros, y si la defensa de ciertas ideas, que él enaltecía con todas las galas del estilo y todos los recursos de un talento superior y valiente cual ninguno; si la defensa de ciertas ideas, repito, no hubiera corrido después por cuenta de otras manos y de gárrulas plumas, diferente sería hoy la suerte de España.

Más simpático en el trato que Quintana, por carecer de aquella grandílocua y solemne severidad, era D. Francisco Martínez de la Rosa, recién llegado entonces de Londres, y que no era célebre todavía más que por su comedia
Lo que puede un empleo
, obra muy elogiada en aquellos inocentes tiempos. Las gracias, la finura, la encantadora cortesía, la amabilidad, el talento social sin afectación, amaneramiento ni empalago, nadie lo tenía entonces, ni lo tuvo después, como Martínez de la Rosa. Pero hablo aquí de una persona a quien todos han conocido, y a quien vida tan larga no imprimió gran mudanza en genio y figura. Lo mismo que le vieron ustedes hacia 1857, salvo el detrimento de los años, era Martínez de la Rosa cuando joven. Si en sus ideas había alguna diferencia, no así en su carácter, que fue en la forma festivamente afable hasta la vejez, y en el fondo grave, entero y formal desde la juventud.

No sé por qué me he ocupado aquí de este eminente hombre, pues la verdad es que no concurrió aquella noche a la tertulia de doña Flora, que estoy con mucho gusto describiendo.

Fueron, sí, como he dicho, Xérica y Beña, poetas menores de que me acuerdo poco, sin duda porque su fama problemática y la mediocridad de su mérito hicieron que no fijase mucho en ellos la atención. De quien me acuerdo es de Arriaza, y no porque me fuera muy simpático, pues la índole adamada y aduladora de sus versos serios y la mordacidad de sus sátiras me hacían poca gracia, sino porque siempre le vi en todas partes, en tertulias, cafés, librerías y reuniones de diversas clases. Este llegó más tarde a la tertulia.

Después de los que he mencionado, vimos aparecer a un hombre como de unos cincuenta años, flaco, alto, desgarbado y tieso. Tenía como D. Quijote los bigotes negros, largos y caídos, los brazos y piernas como palitroques, el cuerpo enjutísimo, el color moreno, el pelo entrecano, aguileña la nariz, los ojos ya dulces, ya fieros, según a quien miraba, y los ademanes un tanto embarazados y torpes. Pero lo más singular de aquel singularísimo hombre era su vestido, a la manera de los de Carnaval, consistente en pantalones a la turquesca, atacados a la rodilla, jubón amarillo y capa corta encarnada o herreruelo, calzas negras, sombrero de plumas como el de los alguaciles de la plaza de toros y en el cinto un tremendo chafarote, que iba golpeando en el suelo, y hacía con el ruido de las pisadas un compás triple, cual si el personaje anduviese con tres pies.

Parecerá a algunos que es invención mía esto del figurón que pongo a los ojos de mis lectores; pero abran la historia, y hallarán más al vivo que yo lo hago pintadas las hazañas de un personaje, a quien llamo D. Pedro, para no ridiculizar como él lo hizo, un título ilustre, que después han llevado personas muy cuerdas. Sí; vestido estaba como he pintado, y no fue él solo quien dio por aquel tiempo en la manía de vestir y calzar a la antigua; que otro marqués, jerezano por cierto, y el célebre Jiménez Guazo y un escocés llamado lord Downie, hicieron lo mismo; pero yo por no aburrir a mis lectores presentándoles uno tras otro a estos tipos tan característicos como extraños, he hecho con las personas lo que hacen los partidos, es decir, una fusión, y me he permitido recoger las extravagancias de los tres y engalanar con tales atributos a uno solo de ellos, al más gracioso sin disputa, al más célebre de todos.

Al punto que entró D. Pedro, oyéronse estrepitosas risas en la sala; pero doña Flora salió al punto a la defensa de su amigo, diciendo:

—No hay que criticarle, pues hace muy bien en vestirse a la antigua; y si todos los españoles, como él dice, hicieran lo mismo, con la costumbre de vestir a la antigua vendría el pensar a la antigua, y con el pensar el obrar, que es lo que hace falta.

D. Pedro hizo profundas reverencias y se sentó junto a las damas, antes satisfecho que corrido por el recibimiento que le hicieron.

—No me importan burlas de gente afrancesada —dijo mirando de soslayo a los que le contemplábamos— ni de filosofillos irreligiosos, ni de ateos, ni de francmasones, ni de
democratistas
, enemigos encubiertos de la religión y del rey. Cada uno viste como quiere, y si yo prefiero este traje a los franceses que venimos usando hace tiempo, y ciño esta espada que fue la que llevó Francisco Pizarro al Perú, es porque quiero ser español por los cuatro costados y ataviar mi persona según la usanza española en todo el mundo, antes de que vinieran los franchutes con sus corbatas, chupetines, pelucas, polvos, casacas de cola de abadejo y demás porquerías que quitan al hombre su natural fiereza. Ya pueden los que me escuchan reírse cuanto quieran del traje, si bien no lo harán de la persona porque saben que no lo tolero.

—Está muy bien —dijo Amaranta—. Está muy bien ese traje, y sólo las personas de mal gusto pueden criticarlo. Señores, ¿cómo quieren ustedes ser buenos españoles sin vestir a la antigua?

—Pero señor marqués (D. Pedro era marqués, aunque me callo su título) —dijo Quintana con benevolencia— ¿por qué un hombre formal y honrado como usted, se ha de vestir de esta manera, para divertir a los chicos de la calle? ¿Ha de tener el patriotismo por funda un jubón, y no ha de poder guarecerse en una chupa?

—Las modas francesas han corrompido las costumbres —repuso D. Pedro atusándose los bigotes— y con las modas, es decir, con las pelucas y los colores, han venido la falsedad del trato, la deshonestidad, la irreligión, el descaro de la juventud, la falta de respeto a los mayores, el mucho jurar y votar, el descoco e impudor, el atrevimiento, el robo, la mentira, y con estos males los no menos graves de la filosofía, el ateísmo, el democratismo, y eso de la soberanía de la nación que ahora han sacado para colmo de la fiesta.

—Pues bien —repuso Quintana— si todos esos males han venido con las pelucas y los polvos, ¿usted cree que los va a echar de aquí vistiéndose de amarillo? Los males se quedarán en casa, y el señor marqués hará reír a las gentes.

—Sr. D. Manolo, si todos fueran como usted que se empeña en combatir a los franceses, imitándolos en usos y costumbres, lucidos estábamos.

—Si las costumbres se han modificado, ellas sabrán por qué lo han hecho. Se lucha y se puede luchar contra un ejército por grande que sea; pero contra las costumbres hijas del tiempo, no es posible alzar las manos, y me dejo cortar las dos que tengo, si hay cuatro personas que le imiten a usted.

—¿Cuatro? —exclamó con orgullo D. Pedro—. Cuatrocientas están ya filiadas en la
Cruzada del obispado de Cádiz
, y aunque todavía no hay uniformes para todos, ya cuento con cincuenta o sesenta, gracias al celo de respetables damas, alguna de las cuales me oye. Y no nos vestimos así, señores míos, para andar charlando en los cafés y metiendo bulla por las calles, ni imprimiendo papeles que aumenten la desvergüenza e irrespetuosidad del pueblo hacia lo más sagrado, ni para convocar Cortes ni cortijos, ni para echar sermones a lo dómine Lucas, sino para salir por esos campos hendiendo cabezas de filósofos y acuchillando enemigos de la Iglesia y del rey. Ríanse del traje en buena hora, que en cuanto sean despachados los mosquitos que zumban más allá del caño de Sancti-Petri, volveremos acá y haremos que los redactores del
Semanario Patriótico
se vistan de papel impreso, que es la moda francesa que más les cuadra.

Dicho esto, D. Pedro celebró mucho con risas su propio chiste, y luego tomó Beña la palabra para sostener la conveniencia de vestir a la antigua. ¿Verdad que era graciosa la manía? Para que no se dude de mi veracidad, quiero trasladar aquí un párrafo del
Conciso
que conservo en la memoria:

«Otro de los medios indirectos— decía— pero muy poderoso, para renovar el entusiasmo, sería volver a usar el antiguo traje español. No es decible lo que esto podría influir en la felicidad de la nación. ¡Oh, padres de la patria, diputados del augusto congreso! A vosotros dirijo mi humilde voz: vosotros podéis renovar los días de nuestra antigua prosperidad; vestíos con el traje de nuestros padres, y la nación entera seguirá vuestro ejemplo».

Esto lo escribía poco después aquel mismo Sr. Beña, poeta de circunstancias, a quien yo vi en casa de doña Flora. ¡Y recomendaba a los padres de la patria que imitasen en su atavío al gran D. Pedro, pasmo de los chicos y alboroto de paseantes! ¡Qué bonitos habrían estado Argüelles, Muñoz Torrero, García Herreros, Ruiz Padrón, Inguanzo, Mejía, Gallego, Quintana, Toreno y demás insignes varones, vestidos de arlequines!

Y aquel Beña era liberal y pasaba por cuerdo; verdad es que los liberales como los absolutistas, han tenido aquí desde el principio de su aparición en el mundo ocurrencias graciosísimas.

Quintana preguntó a D. Pedro si la
Cruzada del obispado de Cádiz
pensaba presentarse a las futuras Cortes en aquel talante el día de la apertura.

—Yo no quiero nada con Cortes —repuso—. ¿Pero usted es de los bolos que creen habrá tal novedad? La regencia está decidida a echar la tropa a la calle para hacer polvo a los vocingleros que ahora no pueden pasarse sin Cortes. ¡Angelitos! Déseles la novedad de este juguete para que se diviertan.

—La regencia —repuso el poeta — hará lo que la manden. Callará y aguantará. Aunque carezco de la perspicacia que distingue al señor D. Pedro, me parece que la nación es algo más que el señor obispo de Orense.

—Verdaderamente, Sr. D. Manuel —dijo Amaranta— eso de la soberanía de la nación que han inventado ahora… anoche estaban explicándolo en casa de la Morlá, y por cierto que nadie lo entendía; eso de la soberanía de la nación si se llega a establecer va a traernos aquí otra revolución como la francesa, con su guillotina y sus atrocidades. ¿No lo cree usted?

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