Varrius era un hombre delgado de brazos nudosos, abundante barba negra y piel bronceada por los soles del sur. Dejó a un cabo a cargo de la tarea de reunir a sus soldados y fue corriendo hasta la bestia mecánica para subir por la escalerilla.
Cuando llegó arriba, su piel morena se puso pálida.
—¡Por los brazos de Hiperión! ¡Es un tornado!
—¿Un tor-na-do? —preguntó Gaviota, y volvió a pensar que un leñador ignorante que había pasado los primeros veinte años de su existencia en una aldea no era precisamente el aventurero ideal—. ¿Qué es...?
—¡Un remolino de viento! —gritó el soldado.
Varrius, que estaba acostumbrado a vivir en las tierras del sur, llevaba más ropa que de costumbre. Una coraza de malla trabajada en forma de escamas de pez recubría sus prendas de abrigo, y llevaba un casco con refuerzos de lona acolchada adornado por una gran pluma roja. Una espada corta y una daga casi tan grande como la espada colgaban de su arnés de guerra.
—Es una... ¡Es una tempestad asesina! ¡Gira tan deprisa que puede lanzar una casa por los aires! ¿No ves lo que les está haciendo a esos árboles?
Gaviota volvió la vista en esa dirección. El tornado estaba más cerca, aunque el leñador todavía no estaba muy seguro de lo lejos que se encontraba. No había forma alguna de calcular las distancias en un océano de verdor, pero cuando volvió a mirar esta vez sí pudo reconocer los fragmentos que estaban siendo arrojados al aire: eran coníferas de dos metros de altura. A medida que giraba, la tormenta iba esparciendo docenas de troncos en todas direcciones, de la misma manera que una sierra despide chorros de serrín.
Y cuando comprendió lo que significaba aquello, Gaviota sólo fue capaz de murmurar un «Oh, vaya» casi inaudible.
Aquel tornado tenía más de cien metros de altura, y estaba abriendo un surco de quince metros de anchura por el bosque a menos de un kilómetro y medio de distancia.
Y venía hacia ellos.
* * *
El pánico barrió el campamento, otra tormenta que añadir al tornado.
El campamento se extendía a lo largo de un hueco creado con las hachas, ocupando un claro lleno de tocones y ramitas y agujas de conífera pisoteadas. El bosque interminable no se interrumpía nunca, por lo que cada nuevo campamento debía ser creado de la nada, talando árboles y quemando los troncos resinosos de las coníferas. Entre la confusión de barro revuelto y ramas dispersas se alzaba un abigarrado conjunto de tiendas y petates totalmente carente de orden. La zona de las cocinas estaba relativamente limpia y despejada, así como la de los cartógrafos y bibliotecarios, pero el resto... Ni siquiera había unas auténticas letrinas, y probablemente el frío era lo único que les había mantenido libres de las enfermedades hasta aquel momento.
Gaviota pensó que realmente tenían que organizarse un poco en cuanto disfrutaran de un rato de calma.
La gente corría en todas direcciones, tropezando y cayendo a cada momento. Bardo y sus exploradores desaparecieron entre los troncos, esfumándose sin dejar rastro. Helki y Holleb, centauros y cónyuges que siempre luchaban y actuaban en pareja, se pusieron sus yelmos pintados y alzaron sus lanzas emplumadas. Llevaban gruesas camisas de lana debajo de sus corazas llenas de volutas y adornos, y mantas de caballo cubrían sus lustrosos flancos rojizos por debajo de sus arreos de guerra. El viejo gigante, Liko, con sus dos cabezas calvas no demasiado inteligentes y su único brazo, se irguió, únicamente para estorbar. Era el único que podía ver por encima de los árboles, pero el peligro que representaba el cono de vientos tardaría algún tiempo en poder abrirse paso a través de su dura mollera. Los sargentos vestidos de rojo que llevaban cota de malla escamosa —Tomás, Neith y Varrius— empezaron a ladrar órdenes a sus abigarrados pelotones, arrancando comida de entre los dedos a manotazos y exigiendo ver las armas para inspeccionarlas. Tres derviches santos muronianos giraban en veloces círculos, anunciando con gritos estridentes que el momento del fin estaba cerca. El pie de un derviche derribó a un cocinero y derramó todo un caldero de sopa humeante sobre la nieve. Todos corrían, saltaban y se hacían preguntas los unos a los otros.
Gaviota se introdujo entre toda aquella agitada confusión, aullando órdenes que nadie oía.
—¡Pon tu bestia en movimiento y aléjala del campamento, Stiggur! ¡Eh, vosotros, buscad algún refugio! ¡Tú, coge esos caballos y llévatelos! Átalos a los árboles, pero no los pongas todos juntos y... ¡Eh! ¡Te estoy hablando! ¡Ven aquí! Saca estos...
Alguien volcó un cesto y tiró al suelo una flaca silueta gris verdosa no más grande que un niño. Era un trasgo, la más inútil de todas las especies, y aquel representante de ella se llamaba Sorbehuevos. En cuanto sintió la fría nieve bajo sus pies descalzos —el trasgo estaba envuelto en harapos y parecía un montón de hojas secas—, Sorbehuevos se apresuró a buscar algo caliente y dio un salto que terminó sobre las botas de Gaviota. El leñador, enfurecido, agarró al trasgo que no paraba de gritar y lo lanzó hacia las coníferas. Sorbehuevos era una especie de mascota, totalmente inútil pero indispensable. Antes de que Gaviota pudiera girar sobre sus talones, una joven que llevaba los brazos cargados de rollos de pergamino chocó con él. Gaviota no sabía cómo se llamaba, y sólo sabía que era una estudiante de magia a la que su hermana Mangas Verdes había encontrado en algún lugar de su ruta. La muchacha le pido disculpas y se apresuró a recoger los rollos desparramados sobre la nieve embarrada.
Gaviota sintió el impacto de un tronco en su hombro recubierto de cuero y lana y torció el gesto mientras se encogía sobre sí mismo. Pero sólo era el gigante, Liko, preguntándole qué debía hacer. A pesar del frío, el gigante llevaba como único atuendo una larga camisola sin mangas confeccionada con trozos de lona llena de remiendos, velas de navío y pieles de ternero sin curtir que habían obtenido de un matadero. Aquella pobre montaña de carne boba había perdido el brazo izquierdo, roído a mordiscos hasta la altura del codo, en una batalla anterior. Para compensar esa pérdida y la falta de equilibrio que producía, Gaviota y unos cuantos artesanos le habían tallado un largo garrote con pinchos de hierro que pesaba tanto como el brazo derecho del gigante, y lo habían unido al muñón para que Liko pudiera caminar sin inclinarse a un lado. Gaviota echó la cabeza hacia atrás y se rascó la coronilla.
—¿Qué has de hacer? Pues... Eh... Sólo... Bueno, ve en esa dirección, a ver si divisas algún jinete a caballo. Deja que te vean, y luego vuelves y me cuentas lo que ha ocurrido, ¿de acuerdo?
El gigante asintió y se alejó con su lento y ruidoso caminar, sus sucios pies descalzos hundiéndose profundamente en la tierra embarrada a cada paso que daba. Liko ni siquiera notaba los pinchazos de los afilados tocones que abundaban en el campamento.
La gente estaba desapareciendo, aunque Gaviota no hubiera sabido decir exactamente dónde salvo entre los árboles. «Que se vayan», pensó. Corrió hacia una de las tres grandes tiendas que se alzaban al final del claro. Se agachó para entrar en ella, y faltó muy poco para que su cabeza chocara con la de su hermana.
El atuendo de Mangas Verdes hacía honor a su nombre, pues iba totalmente vestida de verde. Algunas de las prendas eran magníficas, y otras casi harapos. La joven incluso se había puesto zapatos para la nieve. Su viejo y maltrecho chal de ganchillo, que había sido tejido por su madre, reposaba sobre sus hombros encima de una capa verde. Su cabeza, como siempre, estaba desnuda, y su cabellera castaña se hallaba tan despeinada como la de Gaviota. Se parecían mucho, con la única diferencia de que la hermana sólo llegaba al esternón de su hermano. Un tejón al que le faltaba un trocito de una oreja, una especie de mascota, gruñía y gimoteaba junto a los pies de Mangas Verdes. Instalado sobre su chal como si fuera un nido, había un gorrión llamado Hueso de Cereza.
—¡Busca a Lirio y poneros a cubierto, Verde! ¡Hay un tornado! ¡Es un vendaval muy fuerte, y se está acercando!
—¿P-Por dónde vi-viene?
Hasta hacía unos meses, Mangas Verdes había pasado toda su vida siendo medio retrasada. Su mente no se había despejado y no había aprendido a hablar hasta después de haber salido de su tierra natal, el Bosque de los Susurros, y haber dejado atrás los encantamientos del bosque que habían estado nublando su cerebro. La joven todavía no hablaba muy bien.
Pero los encantamientos también habían impregnado cada fibra de su ser, convirtiéndola en una poderosa hechicera nata..., que aún debía aprender a controlar y utilizar sus poderes.
Cuando Gaviota señaló el norte, Mangas Verdes se limitó a desaparecer dentro de la tienda. El tejón se apresuró a seguirla.
—Puede q-que te-tenga algo...
—¡Verde! Ven... ¡Oh!
Lirio estaba saliendo de la tienda, andando de espaldas. Era otra hechicera nata y carente de adiestramiento, y una continua fuente de amor y perplejidad para Gaviota. Vestida de blanco invernal como un armiño, Lirio llevaba un traje ceñido al talle y una chaqueta corta adornada con flores de brocado, unos sólidos zapatos cerrados con cordones y una capa blanca cuyos bordes estaban adornados con más flores azules, rojas y amarillas. Su rostro era de un aceitunado oscuro, y llevaba su negra cabellera recogida detrás de la cabeza y sostenida mediante cintas blancas. Lirio le obsequió con una radiante sonrisa, se puso instintivamente de puntillas para darle un rápido beso y después se acordó de quién era y se detuvo antes de completar el gesto..., y volvió a abrir la herida en el corazón de Gaviota al hacerlo.
Lirio se movía con una cierta dificultad, pues todavía no hacía muchos meses que había sufrido la fractura de una pierna y un brazo. Pero lo que la mantenía alejada de Gaviota no era ese antiguo dolor, sino una carga que pesaba sobre su corazón.
—Yo me ocuparé de Mangas Verdes —se limitó a murmurar—. Tú cuida del campamento.
—Pero...
Lirio ya había desaparecido.
Gaviota ya podía oír el gemido del torbellino de viento y el chasquido de la madera al romperse. El leñador decidió dejar de preocuparse por las mujeres. Aquel par de muchachas probablemente eran tan capaces de cabalgar sobre un tornado como él lo era de montar encima de una vaca lechera. Volvería a su trabajo, que consistía en ser el general de aquella turba.
Eso no quería decir que supiera gran cosa sobre el oficio de general, naturalmente.
El campo acabó viendo un poco de orden, aunque sólo fuese porque la mayor parte de quienes no podían combatir habían huido a la carrera para esconderse en el bosque. Los «sargentos rojos», así llamados por sus maltrechos plumajes —Tomás, Neith y Varrius—, habían logrado reunir a sus tropas en una formación de hileras más o menos regulares. Algunos se pusieron firmes cuando Gaviota fue corriendo hasta ellos. Otros manoseaban nerviosamente sus arreos, o aprovechaban la ocasión para dar unos cuantos bocados más a su cena interrumpida.
—¿Cuáles son sus órdenes, señor? —ladró Tomás, corpulento, calvo, bronceado y de negra barba.
Gaviota movió su enorme hacha de doble filo en un vacilante vaivén. En momentos como aquéllos, echaba de menos el cortar madera.
—Tomás, llévate a tus hombres a unos..., eh..., unos doscientos pasos adelante y despliégalos en una hilera hacia el noreste. Var, haz lo mismo en el noroeste. Vamos a proteger el campamento. Neith, coloca a tus hombres detrás de nosotros y despliégate para cubrirnos la retaguardia. Si tienes que enfrentarte a fuerzas superiores, ve retrocediendo hacia el campamento. De lo contrario, mantenlos alejados del centro. Ah, y procurad agachar la cabeza si esa nube de tormenta pasa por entre vosotros. ¿Entendido?
Resultaba obvio que lo habían entendido, y resultaba igualmente obvio que tenían una docena más de preguntas que hacer y que la disciplina les impedía formular. Todos «obedecerían sin rechistar» al mejor estilo militar. Gaviota vio cómo se alejaban al trote por entre los arbolillos.
El leñador hizo un rápido repaso de sí mismo. Tenía su hacha y, metido debajo de su cinturón, un nuevo látigo hecho con piel de serpiente negra, idéntico a los que había usado en el pasado para espantar las moscas de las orejas de sus mulas. Pero ¿dónde estaban su arco largo y su aljaba? Los había cogido del flanco de la bestia mecánica y los había colgado del palo de su tienda, pero habían desaparecido. ¿Quién había podido...?
Alguien fue corriendo hasta la hoguera, agarró una rama que tenía la punta envuelta en llamas —Gaviota no entendió por qué—, y después se quedó inmóvil como si no supiera qué dirección seguir.
—¡Ponte a cubierto, idiota! —le gritó el leñador.
Meneando la cabeza, su arco largo olvidado ya hacía rato, Gaviota se abrió paso entre las coníferas y fue hacia las primeras líneas, dondequiera que estuviesen, y aquel vendaval gigante.
Acababa de llegar a las líneas y había respondido a la interpelación de un centinela cuando unos gritos que helaban la sangre hendieron el aire helado.
* * *
No había forma de saber qué aspecto tenía el ataque o de averiguar de dónde procedía, aparte de suponer que venía de delante de ellos..., o quizá viniera de un lado, o de atrás.
Los gritos volvieron a surgir de la nada, y Gaviota soltó una maldición y siguió avanzando. El bosque no cambiaba nunca. El suelo del valle era plano, arena bajo capas de agujas muertas de color marrón, y se extendía kilómetros y más kilómetros hacia el este y el oeste. Con tanta abundancia de luz solar y ninguna competencia salvo la de las otras coníferas que tuvieran por vecinas, los árboles iban creciendo y desplegándose hasta que sus tiesas ramas impregnadas del perfume de la resina se entrelazaban unas con otras. Fuera cual fuese la dirección hacia la que se volviera la mirada, el bosque era como un mar de agua que llegara hasta el pecho.
«Un mal sitio para luchar», se reprochó Gaviota. Un auténtico general habría elegido otro lugar. ¿Y dónde estaba el resto de las tropas?
Lo único que podía servir para orientarse era el tornado, que ya podía ver a pesar de estar rodeado de troncos. El torbellino se alzaba en el cielo, girando en el norte y escupiendo árboles hechos trizas como si fueran semillas de melón. Pero no parecía estar más cerca. ¿Sería posible que algo así fuera capaz de mantenerse inmóvil en el mismo sitio? ¿Podría un hechicero conjurar un tornado y dirigirlo después? Eso sería como guiar una montaña.