Iripo, iripo
Ngondo iripo
↵
De repente, he ahí a Tavares. Furioso, empuñando una escopeta. ¿Contra qué disparaba? Contra el suelo, contra los árboles, contra la montaña. El colono le gritó:
—Y usted, Constante, ¿qué guarda como guardés? Recoja esas naranjas, antes de que arda todo.
Constante titubeó. Pero el cañón de la escopeta, amagando su pecho, lo hizo obediente. Árbol tras árbol se puso a recoger ardores hasta que sus dedos se convirtieron en una decena de llamas. El viejo despertó a gritos. Le escocían las manos. La hija le empapó los brazos con agua generosa. Aliviado, ocupó la silla, preparándose para encender la pipa.
—No, padre. No juegue más con fuego, deje que yo se la encienda.
—Ahora te pido una cosa, hija: no subas al monte nunca más.
Chiquiña se lo prometió, pero con una falsa convicción. Porque, desde ese día, ella siguió volviendo tarde. Su padre no comentaba nada: sufría solo los dolores del presagio.
Cierta vez, en un imprevisto esperado, Chiquiña se presentó muy erguida, con las manos cruzadas sobre el vientre.
—Padre, estoy embarazada.
Constante Bene sintió que el alma se le caía a los pies. Chiquiña, aún tan joven, ¿cómo podía ya ser madre? ¿Qué justicia es ésta, Santo Dios? ¿Cómo una niña huérfana puede ser madre de una criatura sin su debido padre? Era urgente encontrar a ese progenitor sin aspecto.
—¿Fue él?
—Se lo juro, padre. No fue ése.
—Entonces, ¿quién es el autor del embarazo?
—No se lo puedo decir.
—Mira, hija: es mejor que hables. ¿Quién te ha montado?
—Padre, déjelo así.
La muchacha se sentó para llorar mejor. Constante pensó en pegarle para arrancarle la verdad. Pero el cuerpo de Chiquiña revivió el recuerdo de la madre difunta y su brazo se dejó caer, vencido. El viejo regresó a la habitación, encendió la pipa y, por la ventana, fumó el paisaje entero.
Los meses crecieron en anchura. La barriga de Chiquiña lunecía en fase llena. En junio tuvo lugar el parto, asistido por las viejas mujeres de las cercanías. Constante no estaba. Había salido a recorrer la plantación. Cuando volvió a la cabaña, ya las parteras preparaban la comida. Primero, él sintió el humo del olor. Después, el llanto de un bebé. Se sonrió, acordándose del dicho: donde veas el humo, ahí están los hombres; donde lloran los bebés, ahí están las mujeres. Ahora, se le confundían los dichos. Se paró a la entrada, con el corazón latiendo más deprisa. ¡Un llanto en ese lugar! ¡Sólo podría ser! Quería saber de Chiquiña. Le daban ganas de entrar corriendo. Pero había un orgullo que le impedía ser abuelo.
—Ese bebé no debería haber nacido —confesó dentro de su voz.
Entró. Observó ruidos y sombras. Todas se callaron, tensas. Más que las otras, Chiquiña se quedó en suspenso con la envoltura de la vida en sus brazos.
El padre se acomodó en un rincón, distante. João Susodicho fue quien estrenó palabras:
—Padre, ¿lo ha visto ya? Ha nacido un niño muy gordo.
Los ojos de Chiquiña ansiaban la respuesta de su padre. Ella hizo un gesto casi arrepentido de mostrarle la criatura, pero se contuvo. Las mujeres fueron saliendo. En el lugar, ahora había poco espacio.
Pasaron días llenos de tiempo sin que Constante se aceptara como abuelo. La muchacha muchas veces se quedaba cerca de su padre, esperando la bendición. A la sordina cantaba canciones de cuna, las mismas que había aprendido de él. Cantaba más para arrullar a su padre que al niño. Pero Constante Bene esquivaba turbándose las miradas de la hija.
Una noche, cuando todos ya dormían, una luz trémula atravesó la habitación. Se fue acercando a la cama de Chiquiña y ahí se quedó, iluminando. Tocada por la claridad, Chica despertó y vio a su padre con la lámpara en la mano. Constante se disculpó:
—Tu niño estaba llorando. Por eso he venido.
Chiquiña sonrió: eran mentiras. Si el bebé hubiera llorado, ella lo habría oído, antes que nadie. João, más tarde, lo confirmó: el viejo iba todas las noches, a través de la oscuridad, a observar la cuna. Chica no cabía en sí de contento. Abrazó a su pequeño hijo con delicadísima felicidad.
Al día siguiente, con la mañana ya avanzada, el guardés mataba el gusanillo. Masticaba sobras de la noche, chascando la lengua entre los dientes.
—Oye, Chica: ¿tu hijo no es demasiado claro?
—Los bebés son así, padre. Solamente después se oscurecen. ¿No se acuerda de João?
—Eso es al principio, antes de que llegue la raza. Pero éste: ya han pasado muchos días, es hora de que se le vea el color.
Chiquiña se encogió de hombros, sin saber qué decir. Peló una batata y se sopló los dedos, algo escocidos. Su hijo, ahora, ya era nieto. De ahí en adelante, no sería ella sola quien sostendría la vida del niño.
Así se inició un nuevo sentimiento en la cabaña. Incluso Bene parecía más joven, canturreando, tejedor de tarareos. Chiquiña premiaba a su padre con comidas más exquisitas para el paladar. João se entregaba a infantasías, corriendo por los atajos de los bichos.
Constante no lo requería, respetando sus niñerías. Antes él jugaba con el hijo del patrón. Los chicos, en el arco de las risas, desconocían la frontera de sus razas. A Bene le gustaba ver a Susodicho recibiendo atenciones de otros.
—Al menos, allí se gana la comida.
Con todo, desde la llegada del mulato, el niño se desviaba hacia parajes más altos. Cierta vez, preocupado por la tardanza de su hijo, Bene salió por el monte, rumbo a las soledades por las que João se aventuraba. Estando junto al pozo, lo llamó. Pero quien salió de entre los arbustos fue Laura, la mujer del leñador. Ella llevaba una lata de agua en la cabeza como si no sintiera el peso. Con el balanceo de los hombros, caía algo de agüita que le mojaba la espalda, los brazos, los senos.
—Constante, usted es guardés, debería mirar por su vida.
—¿Y por qué? ¿Sólo porque soy viudo?
Bene pensaba que Laura lo quería desprender de la viudez. Miró a la mujer con ojos penetrantes, adivinando su cuerpo bajo el pareo. Intentó una conversación afable, pero ella cambió de tema:
—¿No sabe lo que todos dicen acerca de su hija, de cómo quedó embarazada?
Ella le repitió los decires: habían visto a la muchacha, pero nadie sabe quién, nadie sabe por quién, cerca de las alturas. Y lo indecible: un hombre la había forzado, montando en ella. Constante echó pestes, su voz se enfrió:
—¿Ese hombre era negro?
—No, dicen que no.
—Ya sé quién es ese impostor. Además, siempre lo supe.
Sin despedirse, retomó el camino de regreso. No entró en la casa. Del cajón del patio sacó una catana. La pasó por entre los dedos, con la imagen de un corte de navaja.
Después, sin prisa, subió a la montaña. En las cumbres, buscó al mulato. Lo encontró junto a la hoguera, intentando avivar el fuego. Constante no escondió la intención: llevaba el arma colgada, a la vista.
—Vengo a matarte.
El intruso no se mostró asustado. Sólo sus ojos, de animal acorralado, buscaron salida. Con su garganta escasa:
—¿Fue tu patrón quien te mandó?
Constante no hizo caso a la pregunta. Ciertamente, el otro quería distraerlo. Dudó, vacilento. Vengador sin carrera, le pedía ayuda al odio. Rezó por dentro: Dios mío, ¡ni siquiera sé matar! Aunque sólo sea por un instante, te pido que des firmeza a mi mano.
—¿Por qué me odias tanto?
De nuevo, el otro le desviaba las intenciones; el guardés indagó:
—Dime: ¿vienes de allá, del Más Allá?
—¿De dónde
—¿De allá, del otro lado del monte?
—Sí, claro.
—¿Y ya se ha izado allí la nueva bandera?
Había en la sonrisa del intruso cierta compasión. ¿Bandera? ¿Era eso lo que le interesaba?: ¿saber cosas de un lienzo, de sus colores?
—Contestas así porque eres mulato. Y los mulatos no tienen bandera.
El otro se rió desdeñoso. Esa risa, pensó Bene, era la señal de Dios. La catana resplandeció en el aire, zas zas zas, y se clavó en el cuerpo del extraño. Gemebundo, éste se le fue encima. Se aferró, como liana desesperada. Danzaron los dos, pisando la hoguera. Bene no sentía las llamas en sus pies desnudos. Un golpe más y el intruso se arrolló en el suelo, como si fuese un pangolín.
El guardés se acuclilló al lado de la víctima y, con las manos, confirmó su muerte. Sintió que la sangre le almidonaba el gesto. Parecía que los dedos, viscosos, señalaban su culpa. Se sentó en el suelo, cansado. ¿De dónde le venía tantísima fatiga? ¿De matar? No. Aquel profundo desaliento le venía de los pies, abrasados en la hoguera. Sólo ahora sentía las llagas.
Intentó levantarse y no lo logró. Los pasos apenas podían tocar el suelo. Divisó las lucecitas en el valle. Esa era una distancia inviable, un imposible regreso.
Se arrastró hasta el
sacudu
↵
del mulato. Sacó una cantimplora y bebió. Después, vació la mochila: cayeron papeles bajo la luz de la hoguera. Recogió las hojas sueltas, despacito, y descifró las letras. Estaban escritos sueños lindos, promesas de un tiempo afortunado. Escuela, hospital, casa: todo, en abundancia, para todos. Su pecho se agitaba, amotinado. Volvió a sacudir la mochila. Debía estar, aunque fuera arrugada en un rincón, tenía que estar.
Entonces, como una ola de plata, la bandera cayó de la bolsa. Parecía inmensa, más grande que el universo. Bene se deslumbró, no podía creer que un día llegaría a semejante visión.
Se acordó, entretanto, de las penas de aquel tiempo: el mástil de la administración. Allí su recuerdo se arrodillaba, la matraca del policía negro: Pase sin levantar polvo, mierda. No ensucie la bandera. Y él, arrastrando los pies, cargando a sus hijos, sin levantar el paso. El patrón, en la acera, simulaba atender otros asuntos. ¿Puede una persona ser tan desalmada?
Pero ahora esa nueva bandera no parecía estar sujeta a ningún polvo, como si estuviese hecha de la propia tierra. Los colores de la tela poblaron su sueño.
Despertó gracias a su hijo, Susodicho. Miró a su alrededor, buscó el cuerpo del mulato. Nada, no había cuerpo.
—¿Lo enterraste, João?
—No, padre. El huyó.
—¿Huyó? No puede ser. ¡Si yo lo maté!
—Sólo estaba herido, padre.
Dubitativo, el guardés sacudió la cabeza. El había confirmado la muerte del otro. ¿Sería obra del hechizo?
—Seguro que estaba vivo. Yo mismo lo ayudé a bajar el monte.
Furioso, el guardés golpeó al muchacho. ¿Cómo se le ocurría? ¿Ayudar a un tipo que había abusado del honor de Chiquiña, de él, de la familia?
—No fue él, padre.
—¿No fue él? ¿Entonces quién preñó a tu hermana?
—Fue el patrón, el
mezungo
.
↵
Constante no se tomó la molestia de escuchar. El mulato se había montado en las cabezas de sus hijos, se había convertido en su única creencia.
—Ese mestizo hideputa es de la
Pide
. Encontré la bolsa de un
mussodja
en la gruta. ¿Alguna vez has pensado si son cosas de él? Es un
Pide
, un
Pide
que abusó de tu hermana y robó la mochila de un guerrillero.
—Fue el patrón.
—Mira, João, no repitas eso otra vez.
—Fue él, padre. Yo lo vi.
—¿Lo juras?
El niño lo aseguraba, con lágrimas sinceras. Bene respiraba con dificultad. El tamaño de aquella verdad no cabía en él. Le dolieron más los pies, la sangre somnolienta sobre las heridas. Ya las moscas zumbaban, desprestigiando el sagrado líquido. Con los dedos estrujó un terrón de arena. La tierra se sometía, pulverizada. Aquella obediencia entre los dedos le fue trayendo, lentamente, el respirar sereno de los decididos.
—No llores más, hijo. Mira lo que he encontrado en la bolsa.
Y extendió la bandera. João pestañeaba, en su débil entender. Una bandera, ¿sólo por eso el viejo provocaba tanto alboroto?
—Dobla la bandera con sumo cuidado, dentro de la bolsa. Carga el
sacudu
, vámonos, ayuda a tu padre.
João le ofreció los hombros y el viejo se montó a horcajadas, como si fuesen niños. Bene entró en el juego:
—Vamos a cambiar: ahora yo soy el hijo y tú eres el padre.
Y ambos se rieron. El viejo, oblicuo, se sorprendía de la fuerza del chico, que ni siquiera se tomaba un descanso para recobrar el aliento.
—Listos, hijo: el todo ya es mucho. Inclina tu cuerpo, quiero bajarme.
Estaban cerca de la casa. Se sentaron bajo la sombra de un gran árbol de mango.
João se puso a hablar, anunciando el futuro:
—Lo que dices es peligroso, hijo.
Pero João no se atemorizaba, repetía las enseñanzas del mulato. Esa tierra sólo convenía a sus verdaderos hijos, cansada de sangrar riqueza para los extranjeros.
—Tavares...
—Deja al patrón tranquilo.
—Padre, no puede estar toda la vida cuidando esta tierra como guardés. Tenga en cuenta que nos la robaron los colonos.
El padre ya había montado en cólera. Que el muchacho se callase, que eso era hablar por boca de otros. El viejo ordenó que se pusieran en camino. João hizo el ademán de ayudar a su padre, pero éste se negó:
—No hace falta; no es cuestión de que crezca tu ingenio tan deprisa.
Cojearon por el sendero. Constante, ahora, se apoyaba con un palo y su marcha era un desfile de rezongos. Al menos el palo no sufre de ideas ni de vanidades. Sólo llévame, nada más. Ay, los hombres... Prefiero las cosas, nunca me enfado con ellas.
En el riachuelo, después de refrescarse, cambió de tono:
—Escucha, João. Siempre me asalta esta duda: ahora soy el criado del colono. ¿Después qué vendrá?
—Después vendrá la libertad, padre.
—Tonterías, hijo. Después seremos los criados de ellos, de los
mussodjas
. Tú no sabes qué es la vida, hijo. Esa gente habituada a los tiros no sabrá hacer otra cosa al final de la guerra. El azadón de ellos es la escopeta.
El muchacho tenía los ojos bajos, negando las circunstancias. Entonces, ¿por qué su padre esperaba tanto la nueva bandera? ¿Por qué insistía en soñar con el otro lado, el Más Allá?
—Muy sencillo: es un sueño que me gusta.
Susodicho ya no oponía argumentos. Sólo su adolescencia no concebía que tan claro sol estuviera condenado al sumario ocaso.