Cabo Trafalgar (19 page)

Read Cabo Trafalgar Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: Cabo Trafalgar
12.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

–¿Todo bien en la segunda batería, Vidal? ’ -¡Sí, señor comandante!

Crac, crac, insiste la fusilería. El repiqueteo va y viene, amigo y enemigo, crac, crac, crac, y las bordas de ambos navíos relampaguean y se ahuman de escopetazos. A gritos, jiñándose en todo, Oroquieta ordena a los hombres que no tienen fusiles tumbarse en el suelo, en los pasamanos y tras las chazas entre cañón y cañón. La gente obedece sin que tengan que decírselo dos veces, amontonándose unos sobre otros. Con tal de que se levanten de nuevo cuando deban hacerlo, piensa Rocha. Uno de esos crac rompe la ampolleta del reloj de arena atornillado detrás del palo de mesana, haciendo dar un respingo a los timoneles. Otro hiere a un artillero del 8 libras más cercano.

Otro impacta en las tablas de cubierta, a dos palmos de los zapatos con hebilla de plata del comandante, levantando un astillazo y un pegote de brea de las junturas. Roque Alguazas, el patrón de su bote, se acerca inquieto, como para pedirle que se proteja; pero Rocha lo aleja con una mirada seca. Oroquieta también lo ha visto y observa inquisitivo al comandante, esperando un comentario o una reacción; pero éste se hace el sueco, como si nada. Soy de piedra pómez, chaval. Aunque ya me han echado el ojo esos cabrones, se dice. Un comandante con su uniforme, las charreteras y el galón dorado en el sombrero pide un tiro a voces. Pero no hay otra, así que Rocha, apretados los dientes, con todos los músculos del cuerpo tensos y esperando de un momento a otro el balazo que lo mande al carajo, se pone a caminar de un lado a otro, lo más tranquilo que puede, intentando no ofrecer a los tiradores enemigos un blanco demasiado fijo. Crac, crac. Ziiiiang. Por todas partes siguen zumbando astillas y moscardones de plomo. El que no se halle en el fuego no estará en su puesto. Su pastelera madre. Al rato mete de nuevo la mano en el bolsillo de la casaca y toca las cuentas del rosario. Dios te salve, María, llena eres de gracia. Ante sus ojos pasa fugazmente la imagen de su mujer y sus cuatro hijos. A saber, se pregunta con una punzada de angustia, cuánto tardará la pobre Luisa en cobrar mis pagas atrasadas y la pensión de viuda.

Entonces, ganando la carrera por apenas medio cable, el
Antílla
mete la proa delante del inglés.

10. El alcázar

Craaaac. Cuando el mastelero de juanete mayor se va a tomar por saco, o sea, se viene abajo con un crujido que estremece el navío, el guardiamarina Ginés Falcó deja de arrastrar el cadáver del primer piloto Linares (un astillazo acaba de degollarlo, arrojándolo bajo la rueda del timón), confirma que los dos timoneles siguen aferrados a las cabillas, en su puesto, y luego se asoma al alcázar para mirar, limpiándose las manos ensangrentadas en los faldones de la casaca. Virgen santa, se dice. El mastelero, su verga y una maraña de vela y jarcia cuelgan hacia estribor, y los ciento doce pies de la verga mayor penden verticales con su vela aferrada, balanceándose con un extremo dentro del foso del combés, mientras arriba en la cofa, chas, chas (se oyen los hachazos desde cubierta), los gavieros intentan desprenderse de todo aquello para tirarlo por la borda. Por suerte, la verga de gavia y su vela siguen intactas. Abajo, en la cubierta, bajo la red de combate ahora rota y llena de trozos de madera, jarcia, lona y cadáveres que parecen atrapados en una confusa tela de araña, artilleros, marineros y soldados pelean entre la humareda acre que irrita los ojos y los pulmones, enronquecidos, bañados en sudor, negros de pólvora, entre las palanquetas, la metralla y las balas inglesas que vuelan por todas partes, arrancando, rompiendo, quebrando, mutilando cuanto encuentran a su paso.

–¡A esos perros!… ¡Duro y a esos perros!

Raaaca, cías, cías, cías. Falcó se encoge cuando la tablazón del
Antilla
cruje bajo otra andanada. Los destrozos son enormes. A sus dieciséis años, el joven aspirante a oficial de marina ha estado ya en un gran combate naval, el de Finisterre; pero nunca hasta hoy vio la cubierta de un navío tan devastada por el fuego enemigo. Casi todo el pasamanos de babor está hecho astillas, y tres de los ocho cañones de esa banda se encuentran desmontados de sus cureñas. En torno al resto, pese al intenso fuego que llega por esa borda, los hombres siguen afanándose en refrescar, cargar y disparar, tirando de los palanquines una y otra vez para acercar los cañones a las portas, arrojando al agua los cadáveres que estorban, llevando como pueden a los heridos hacia las escotillas, camino de la enfermería (el contador Merino va y viene ocupándose de eso, los brazos y las piernas manchados de sangre ajena). Lo mismo ocurre en la banda de estribor, donde las piezas útiles de la cubierta superior son seis. Asombrosamente, comprueba Falcó, pese al desorden del combate y al daño sufrido, se conserva la disciplina. Los pajes de la pólvora corren agachados con los cartuchos en las manos, los entregan a los sirvientes y desaparecen por las escotillas, en busca de más. Es verdad que cada pieza hace fuego por su cuenta, que los fusileros apostados tras los tablones destrozados asoman sus mosquetes y disparan cada uno a su aire, que la marejada incomoda a los artilleros y que el poco viento no disipa el humo; pero la presencia de los oficiales que recorren las bandas sable en alto, alentando a la gente a cumplir con su obligación o empleándose con energía cuando alguno chaquetea para abandonar el puesto, mantiene la cosa dentro de límites razonables. A estas alturas, además, la gente está furiosa; y eso es bueno a la hora de pelear. La mayor parte de los campesinos, los presidiarios, los mendigos reclutados a la fuerza un par de días antes, los que vomitaban la primera papilla, gritan ahora de coraje e insultan a los ingleses, cargan y disparan con el hábito de quien lleva haciendo los mismos gestos un rato largo, y comprende, al fin, que su vida o su muerte dependen de ello. El miedo y el rencor, comprueba el joven Falcó, bien combinados, hacen milagros. Por muy poca experiencia y espíritu de lucha que se tenga, a la larga, a fuerza de recibir fuego y ver caer a los compañeros, hasta el más pusilánime termina pidiendo a gritos comerle el hígado al enemigo. Sobre todo si no queda otro remedio.

–¿Cómo está el piloto? – pregunta el segundo oficial Oroquieta.

Está muerto y requetemuerto, informa Falcó; y don Carlos de la Rocha, que se ha vuelto ligeramente para oír la respuesta, no hace comentarios y sigue mirando al frente, hacia la cubierta destrozada, mientras escucha impasible el parte de averías que en ese momento trae el primer carpintero Juan Sánchez (aunque nadie a bordo lo llama Juan ni Sánchez, sino Garlopa): cuatro balases en la lumbre del agua, don Carlos, veinte pulgas en la bodega, etsétera, etsétera. Pa resumirle a usía: etséteras por un tubo. Admirado, el joven guardiamarina observa la pulcra figura del comandante, que tras despedir al carpintero jefe vuelve a pasear por el alcázar o se lleva el catalejo a la cara con tanta serenidad como si anduviera con su familia, después de oír misa en el Carmen, por la calle Ancha de Cádiz. Eso es tener casta, rediós. O estar seguro de que si uno palma va derecho al cielo, o a un sitio así. A lo mejor por eso don Carlos de la Rocha no agacha la cabeza ni se conmueve cuando una nueva andanada del navío inglés que tienen por el través de babor (hay otro con el que combaten al mismo tiempo por la aleta de estribor) impacta en el costado del
Antilla
, catacatapumba, con una sucesión de ruidos sordos y crujidos, y un fragmento de metralla le arranca el catalejo de las manos, sin un rasguño, antes de abrirle la garganta a un infante de marina que suelta el mosquete y cae, dando traspiés, al foso del combés. Falcó ya ha visto así a su comandante en otra ocasión, impasible en el alcázar, durante el combate de Finisterre, cuando se sacudían cebollazos con los ingleses del almirante Calder en medio de la niebla. Y cuentan que la misma actitud mantuvo durante el combate de la
Santa Inés
con la
Casandra
, y también en la de San Vicente, y combatiendo en tierra con sus marineros durante la evacuación de Tolón del año 93: cuando hubo que abandonar la plaza, el almirante Hood (arrogante y cruel como buen inglés) reembarcó a sus tropas e incendió cuanto pudo, negándose a subir a bordo a los refugiados monárquicos franceses, y fueron los españoles quienes se dejaron la piel por salvar a esos infelices, siendo don Carlos de la Rocha, entonces capitán de fragata, el último en abandonar la bahía.

–Falcó, échele un vistazo a la toldilla, hágame el favor… Hace rato que las carroñadas no disparan.

El guardiamarina dice a la orden, señor comandante, se lleva la mano al sombrero, sube por una de las escalas que van del alcázar a la toldilla bajo la enorme sombra de la sobremesana y la cangreja (a estas alturas lamentables jirones de lona hinchada por la brisa), se detiene agachándose a medio camino cuando una descarga de mosquetería crepita sobre la balayóla, y echa un vistazo prudente al panorama: las velas de los cuatro navíos de la división Dumanoir apenas visibles en la distancia, escaqueándose con rumbo sursudoeste, los muy ratas, y la batalla, en fin, esa prolongada neblina de humo de pólvora punteada de fogonazos y llamaradas, larga de varias millas, de la que emergen innumerables mástiles rotos y velas rifadas, entre una sucesión continua, monótona, de fuertes estampidos. A sotavento del
Antilla
, una docena de navíos combaten casi abarloados unos con otros. El
Bucentaure
, el buque insignia del almirante Villeneuve, ha arriado el pabellón, y en los muñones de sus palos inexistentes ondea ya la bandera inglesa. Aurrevoir, mes amís. Al señor almirante le han dado las suyas y las del pulpo. Falcó se lo imagina con su pelúea empolvada y la casaca llena de galones y alamares hasta los hombros:

–Ya hemos cumplí con la patrí, mes garsons. Rien ne va plus. Así que laissez faire, laissez passer. O sea: iaissez les armes, citoyens.

–¿Pardón?

–Que nos rendimos, coño.

A proa del
Bucentaure
, cerca, arrasado ya de casi toda su arboladura y pese a tener los costados embarazados por los palos, la jarcia y las velas caídas, el
Santísima Trinidad
, ése sí, continúa haciendo un fuego espantoso, batiéndose como gato panza arriba con tres navíos que lo estrechan muy de cerca, y que se llevan lo que no está escrito. Falcó también puede imaginar a la plana mayor del cuatro puentes español, al jefe de escuadra Cisneros y a su capitán de bandera, si es que siguen enteros, mirando de reojo la tricolor arriada del almirante francés.

–Fíjese, Uñarte. Mucho alonsanfán y quien no se halle en el fuego y toda esa murga, y ahí tiene usted a Villeneuve. Envainándosela.

–Pues a nosotros tampoco nos queda mucho resuello, mi general.

–Ya. Pero vamos a aguantar un poquito más, ¿vale?… Aunque sólo sea para fastidiar al gabacho.

Algo más al norte, abatiendo poco a poco a sotavento, pelea encarnizadamente el que parece el
San Agustín;
y algo más acá, en idéntica situación, el francés
Intrepide
, éste con la aparente intención de unirse a unas velas que se congregan al otro lado de la línea, tal vez supervivientes de la escuadra aliada que aún pueden maniobrar (los hay con suerte) e intentan reagruparse allí o retirarse rumbo nordeste, hacia Cádiz. Y a este lado del combate, próximo al
Trinidad
pero sin poder llegar hasta él y darle socorro, el
Neptuno
del brigadier Valdés, sin palo de mesana, sin masteleros y con la mitad de los obenques sueltos, el casco tan pasado de balazos que parece el Cachorro de Triana, libra los últimos momentos de un combate sin esperanza, con sus fuegos debilitándose poco a poco.

–Ése tiene tó el boquerón vendió – comenta el contramaestre Campano.

Como nosotros, piensa el joven Falcó, aunque no lo dice. En lo que respecta al
Antilla
, tras haber pasado entre los dos últimos navíos de la línea de ataque inglesa que seguía al
Victory
del almirante Nelson, se bate ahora con ellos, casi inmóvil por falta de viento, a la distancia de un tiro de pistola. Lo cierto es que pasó por la justa, antes de que las grímpolas, la bandera y las velas colgasen flaccidas, pero pasó. Y la moral de la gente a bordo subió un pelillo cuando, con la proa del setenta y cuatro enemigo más cercano por el través de estribor, el comandante ordenó abrir fuego, el alférez de fragata Cebrián levantó el sable, lo bajó, repitió «fuego», y en el momento exacto en que una bala de mosquete inglesa le acertaba en mitad del pecho, dejándolo tieso, los ocho cañones de 8 libras y las dos carroñadas de la banda de estribor, al mismo tiempo que las dos baterías de abajo, le soltaron al inglés una andanada a bocajarro, pumba, pumba, pumba, en plena proa, que le arrancó medio bauprés, craaac, hizo astillas su beque y la verga de trinquete, le desmontó al menos dos cañones del castillo y le mandó al infierno, sin duda, a mucha gente. En cuanto al navío de la banda opuesta, otro setenta y cuatro con la bandera británica ondeando sobre la cangreja, arribó en cuanto su comandante se percató de la maniobra, a fin de proteger su popa y ofrecer al
Antilla
la batería de estribor; y es el que ahora se encuentra por el través de babor de los españoles, batiéndose costado a costado con el fuego muy regular y bien dirigido, cortándole al
Antilla
el paso y la posibilidad de socorrer al
Trinidad
. Pero lo peor es que la maniobra, al inmovilizar al
Antilla
(don Carlos de la Rocha conoce a sus clásicos y sigue dispuesto a evitar mientras pueda un abordaje), ha dejado a éste con el primer inglés, que abate poco a poco, en la aleta de estribor, desde donde ahora dispara con impunidad barriendo la toldilla española.

La toldilla. Ésa es otra. Cuando Falcó llega a ella, pese a estar advertido por la sangre que chorrea escala abajo y entre los pilares tronchados del antepecho, se ve obligado a detenerse para aspirar aire varias veces, como un pez fuera del agua, antes de seguir adelante, hundiendo los zapatos en la carnicería desparramada por la tablazón donde se revuelven cabos cortados, motones, cuadernales, maderas rotas, trozos de lona y restos de hombres. Las dos carronadas de estribor ya no están: han desaparecido con sus diez sirvientes, el coronamiento de popa, los fanales y el armario de banderas, y en su lugar hay un caos de tablas astilladas, cabos rotos, los restos de una cureña y más despojos humanos. De las dos carroñadas de babor, una está desmontada, rodando por cubierta a cada bandazo del buque, y la otra no tiene a nadie para servirla. De los treinta y cinco hombres que, entre artilleros e infantes de marina, tenían su puesto en la toldilla al comenzar el combate, apenas queda media docena de granaderos tumbados tras los cascotes, haciendo fuego con los mosquetes, lo mejor que pueden, mandados aún por el teniente Galera, que va de uno a otro moviéndose de rodillas, agachada la cabeza, tiznado de pólvora como un negro de Guinea, señalando los blancos a los que apuntar en las cofas y gavias del barco enemigo. El resto ha huido a la cubierta inferior a través de la lumbrera destrozada, está en la enfermería, sirve de pasto a los peces o contribuye a darle al lugar aquel aspecto de casquería fina que, junto al olor nauseabundo de la madera quemada, la pólvora, la sangre y las visceras, está a punto de hacer que el joven Falcó eche la pota mientras busca con la mirada a su compañero el guardiamarina Ortiz, encargado de la custodia
(ciega y universal es la obligación que impongo al guardiamarina)
de la bandera que cuelga, agujereada pero arriba, en el oscilante pico de cangreja. Y al fin lo encuentra en su puesto: recostado en los restos del abitón de mesana, el sable aún en la mano, los ojos vidriosos, abiertos, y con un trozo grande de su propia camisa como torniquete mal apretado en torno a un muslo desgarrado por la metralla, sobre una brecha enorme por la que se escapa una mancha inmensa, todavía roja y fresca, que se agita en la tablazón de cubierta, en regueros que van de un lado a otro con los movimientos del navío.

Other books

Angora Alibi by Sally Goldenbaum
Improper Advances by Margaret Evans Porter
Sheikh With Benefits by Teresa Morgan
Guilty as Sin by Tami Hoag
Your Eyes in Stars by M. E. Kerr
The Seduction of Lady X by London, Julia
La piel de zapa by Honoré de Balzac