Caballeros de la Veracruz (58 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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—¡Malditos seáis! —chilló.

Ya solo se veían su torso y sus brazos, lanzados como amarras a una tierra que se alejaba. Luego sus manos se deslizaron también en la nada, y solo quedó de él una boca que aulló:

—¡Volveré!

También ella desapareció en la negrura, imperturbable y silenciosa. Ni una sola onda agitó la superficie del ojo de las tinieblas. Wash el-Rafid saludó al Lobo de Kerak con su espada y fue a apoyar a los otros combatientes, que tenían que enfrentarse a la resistencia feroz que les oponían Casiopea, Kunar Sell, Morgennes y Simón.

Los hombres que se habían lanzado en persecución de Casiopea aún no habían vuelto a bajar, y Kunar Sell, con la espalda apoyada contra un pilar, peleaba contra tres templarios, a los que mantenía a distancia con su gran hacha. Como si estuviera dotado de vida, el tatuaje en forma de cruz de su frente se agitaba como una serpiente, fascinando a sus adversarios.

En cuanto a Morgennes y Simón, se habían colocado espalda contra espalda, y se defendían con rabia.

—¡Sohrawardi! —aulló de pronto Simón.

Morgennes dirigió una rápida ojeada al mago, y vio que recitaba nuevos conjuros.

—¡Repleguémonos hacia la escalera! —propuso Morgennes.

Los dos hombres trataron de abrirse camino a través del caos de armas que los rodeaba, pero eran tantos los golpes que se veían obligados a parar que no podían atacar a su vez. Sus enemigos eran demasiado numerosos, y además el-Rafid peleaba con increíble habilidad, obligando a Morgennes a utilizar la cruz truncada como un escudo.

—¡Por aquí! —gritó una voz.

¡Era Casiopea! La joven, al matar a uno de los soldados, había conseguido abrir una brecha entre sus asaltantes. Simón se escurrió por ella.

—¡Morgennes! —aulló—. ¡Date prisa!

Por primera vez en su vida, acababa de tutear a Morgennes, y ni siquiera se había dado cuenta. Morgennes no respondió nada, estaba demasiado ocupado en defenderse.

Sohrawardi se encontraba ahora envuelto en llamas. ¿Se había inflamado su cuerpo porque en el tumulto había caído alguna antorcha, o tal vez porque ese había sido su deseo? En cualquier caso, el fuego había prendido en sus ropas y el mago se había convertido en una hoguera viviente. Sohrawardi pareció saltar contra las colgaduras que adornaban la sala y la tela se inflamó también. Poco a poco el aire se había vuelto irrespirable. Hacía tanto calor como en un horno, y los hombres empezaban a retirarse de la pelea para retroceder en busca del frescor de la escalera.

La temperatura era tan alta que los cirios se fundieron y de la cera salieron serpientes parecidas a las del Krak. Silbando, reptando, los ofidios mordieron a todo aquel que se puso a su alcance, contribuyendo a la confusión. Y en ese momento, cuando Morgennes tenía ya menos adversarios contra los que combatir, ¡una tea que había caído de la pared se enganchó en la cruz y empezó a devorarla!

—¡Morgennes! —gritó Casiopea—. ¡Suelta tu cruz!

¿La había oído Morgennes? En todo caso, no respondió.

Casiopea se precipitó al interior de la sala. Repelió a los guardias que trataban de impedir que se acercara y se dirigió hacia Morgennes, que luchaba con un templario. Al buscar con la mirada a Wash el-Rafid, vio que apuntaba a Morgennes con su ba-llesta.

—¡Morgennes! —aulló—. ¡Cuidado, a tu izquierda!

¡Demasiado tarde! Wash el-Rafid había disparado contra la cruz truncada y la había clavado contra Morgennes.

—¡Morgennes! —gritó Simón, horrorizado.

Morgennes trató de separar la cruz de su armadura, pero no lo consiguió. Tambaleándose, se acercó peligrosamente al ojo negro del centro de la sala, y lo increíble se produjo: mientras el fuego se extendía por el conjunto de la caverna y el combate se trocaba en un desorden indescriptible, una mano negra surgió del Pozo de las Almas y lo agarró.

—¡Apocalipsis! —gritó una voz de ultratumba—. ¡Apocalipsis!

¡Reinaldo de Chátillon! El Lobo de Kerak había mantenido su promesa. Volviendo del fondo de los infiernos, trataba de arrastrar a ellos a Morgennes. Loca de rabia, Casiopea se lanzó contra Wash el-Rafid y lo obligó a retroceder en dirección al Pozo de las Almas, golpeando y golpeando sin descanso, con una fría determinación. Simón se unió a ella, y combinando sus esfuerzos consiguieron que Wash el-Rafid se encontrara finalmente acorralado al borde del pozo. Uno de sus pies resbaló al interior, y luego el otro. Pero el persa resistió y consiguió liberarse.

Entonces una segunda mano surgió de las tinieblas y se cerró sobre su tobillo.

—¡Apocalipsis! —gritó de nuevo Chátillon.

Su puño era un ancla, una pesada cadena de metal que tiraba de Morgennes y Wash el-Rafid, inexorablemente, hacia el Pozo de las Almas.

—¡Simón —aulló Casiopea—, hay que salvar a Morgennes!

Entre los dos trataron de arrancarle la cruz, pero parecía formar un solo cuerpo con su coraza.

—No lo conseguiréis —dijo Morgennes.

—No, no —exclamó Simón—. ¡No puede ser!

La cruz estaba ardiendo y les quemaba los dedos. Algunas ascuas corrieron por sus ropas; la barba de Morgennes se chamuscaba ya y empezaba también a inflamarse.

—¡Salvaos! —dijo Morgennes.

—¡Nunca! —replicó Casiopea.

—Marchaos, no estoy solo... —dijo Morgennes, como aliviado.

—¡Nunca! —dijo Simón.

—Simón, tenías razón... Esta cruz es, sin duda, la Vera Cruz. Simón estalló en sollozos, y trató desesperadamente de salvarlo. Pero Chátillon era el más fuerte. Por más que Morgennes se resistiera, se veía arrastrado hacia el Pozo de las Almas, donde las chispas crepitaban cada vez con más fuerza, ansiosas por acogerlo.

—¡Marchaos, deprisa! —insistió Morgennes, con llamas en la boca.

Cuando la sala amenazaba ya con derrumbarse, mientras bloques de piedra caían del techo y las columnas temblaban, una voz ordenó:

—¡Haced lo que os dice!

—¡Taqi!

Taqi y sus hombres entraron a caballo en la Caverna de las Almas, surgiendo de todos lados a la vez. Al verlo sobre su caballo blanco, Bernardo de Lydda exclamó, acobardado:

—¡Por san Jorge!

—¿Quién diablos eres tú? —le preguntó Taqi.

—¡Eeees mi hermaaaano! —respondió Rufino.

Taqi se volvió hacia Bernardo de Lydda, amenazándolo con su cimitarra.

—¡No me toquéis! ¡Soy un eclesiástico! —vociferó el obispo, levantando los brazos en señal de rendición.

—¡Precisamente! ¡Hace mucho tiempo que deberías haber muerto! —replicó Taqi, atravesándole el corazón con su cimitarra.

—¡Su cueeeerpo! —bramó Rufino al ver caer a su hermano—. ¡Su cueeeerpo!

Pero nadie lo escuchaba, ocupados como estaban en poner a salvo a al-Afdal y en matar a los templarios que aún no habían huido. Lenguas de fuego recorrían la sala como serpientes ígneas. Parecían dotadas de vida, como si una inteligencia las animara. Los sarracenos estaban persuadidos de que se trataba de Sohrawardi reencarnado en llamas.

Aquella hoguera tenía, sin embargo, una ventaja: atacaba también a los áspides, que morían rápidamente. Pero el calor se hacía sofocante y nubes de humo acre invadían la caverna.


¡Crucífera!
—aulló Morgennes, con el rostro en llamas.

Todo había acabado. No lo salvarían. Entonces, tras una última mirada, Simón y Casiopea retrocedieron, abandonando al hombre que habían aprendido a conocer y a amar en el curso de aquellos últimos días, y corrieron hacia
Crucífera
, que Wash el-Rafid había soltado cuando Chátillon lo había atrapado.

Apenas había recuperado Casiopea la espada santa, el persa desapareció en el infierno, con los ojos desorbitados por el terror.

—¡La tengo! —exclamó Casiopea blandiendo la espada.

—¡Amén! —dijo Morgennes con una voz irreconocible.

Y cerró el ojo.

Las dos manos de Chátillon se habían cerrado sobre sus tobillos y Morgennes había desaparecido a medias en el Pozo de las Almas. A su contacto, la cruz inflamó la superficie, que ardió con un fuego extraño. Una humareda acida, negra, densa, brotó de aquel sol negro, en el interior del cual Morgennes se debatía en vano.

—¡Aguanta,
dhimmi!
—aulló Taqi.

Y dejando atrás a Simón y Casiopea, a los que dirigió un violento «¡Largo de aquí!», se lanzó hacia Morgennes y desapareció entre el humo.

Casiopea tosió, dudó, pero Simón la cogió por el brazo, obligándola a retroceder.

—Ven —le dijo—.Ya no se puede hacer nada...

Las columnas cedieron. Con un crujido formidable, se partieron y arrastraron en su caída la roca de Abraham, que obstruyó el Pozo de las Almas; pero miles de chispitas habían conseguido salir volando en la noche.

¿Se habrían salvado algunas almas?

«Poco importa», pensó Simón.

Miró a su alrededor. Todo le parecía vacío. Los hombres de Taqi ya no se movían y Kunar Sell había dejado caer su hacha; había muchos prisioneros y todavía más muertos. En cuanto a Casiopea, difícilmente se podía estar más pálido. La joven había soltado a
Crucífera
y se había girado hacia la caverna, con algo de Morgennes en la mirada.

Epílogo

¡No digáis de los que han caído por Dios que han muerto!

No, sino que viven. Pero no os dais cuenta.

Corán, II, 154

Extenuados, Casiopea y Simón llevaron a al-Afdal al campamento de Saladino, donde los sarracenos encerraron en prisión a Kunar Sell y los saludaron como a los verdaderos liberadores de la ciudad, algo de lo que no supieron si debían alegrarse o entristecerse. Poco después, los habitantes de Jerusalén empezaron a rendirse. Saladino les perdonó la vida, tal como había prometido. Bajo una lluvia torrencial, interminables columnas de cristianos salieron por la Puerta de David para dirigirse a poniente, con la esperanza de coger un barco que los llevara a Provenza, a Italia, a uno de esos países, en fin, de los que la mayoría eran originarios pero que con frecuencia no habían visto jamás. Muchos de esos desgraciados no tenían con qué pagar su rescate, de modo que Balian dio cuanto poseía para liberar al mayor número posible. En cuanto a Heraclio, partió con los tesoros del Santo Sepulcro, rechazó dilapidarlos en la liberación de los indigentes, quienes, de todos modos, según decía, «no merecen, ¡qué digo!, no desean que estos preciosos tesoros que constituyen nuestra gloria sean entregados a los mahometanos».

—Con este sacrificio —explicaba—, prueban que son dignos de entrar en el paraíso. Ojalá los mahometanos se muestren clementes con ellos...

Su carreta quedó cubierta de inmundicias, lodo y escupitajos que le lanzaban tanto el ejército del sultán como los hierosolimitanos. Llovieron los insultos, los gritos de rabia y de cólera. Y Saladino tuvo que intervenir personalmente para que no destriparan al senil patriarca, quien, perdido en sus preocupaciones, no veía ni oía nada. Heraclio apretaba contra su pecho un incensario de oro, que acariciaba entre murmullos, llamándolo «mi pequeño» y «corazón mío». Paques de Rivari, su compañera, conducía el carruaje, que no llevaba toldo. Cubierta por completo de porquería, la mujer miraba fijamente el camino, con mirada apagada, sin atreverse a volver los ojos, sin mover una ceja, bajo las piedras y las chanzas.

Aquel día Saladino lloró mucho, de tristeza y de alegría.

De alegría porque al-Afdal se había salvado. De alegría también porque aquel 27 del
rajab
, aniversario del día en que el Profeta había visitado la ciudad en sueños para ser transportado al cielo, Jerusalén se había rendido por fin a los mahometanos.

De tristeza porque Morgennes y Taqi estaban muertos, aunque sintiera cierto consuelo al imaginarlos juntos. Dos hombres de su valor no permanecerían mucho tiempo en el infierno. Sin duda encontrarían un medio de escapar.

—Alá no aceptaría que no hiciéramos nada. Debemos ayudarlos.

Un ulema propuso rezar por ellos, pero Saladino replicó:

—Que diez hombres valerosos se presenten. ¡A ellos corresponderá recorrer el mundo y hacer salir de los infiernos a los que cayeron en el abismo por error!

Más de un centenar de hombres se ofrecieron, y entre los elegidos se incluyó a Yahyah, porque traía suerte.

—Lo conseguiréis —dijo Simón a Yahyah, poniéndole la mano en la cabeza y acariciando suavemente sus cabellos.

—¿Y tú? —preguntó Yahyah—. ¿Adonde vas?

—A Francia, con Casiopea.

—¿Volverás?

—¡Desde luego!

Babucha ladró, y Yahyah exclamó riendo: —¡Que ese día llegue pronto! ¡Si puedo, iré con vosotros! Casiopea besó la mano de Fátima que colgaba de su cuello y dijo:


Khamsa!


Khamsa!
—repitió Yahyah.

En homenaje a Morgennes, Saladino permitió que diez hospitalarios se quedaran en Jerusalén para cuidar a los leprosos. Masada fue autorizado a trabajar con ellos: la lepra ya no le asustaba. El antiguo comerciante de reliquias irradiaba un fuego interior, como si una luz habitara en él. Si le preguntaban por su buen humor cuando ningún acontecimiento en particular parecía justificarlo, explicaba:

—Después de todo lo que he vivido, ya no puede ocurrirme nada malo. ¡Estoy condenado a la felicidad, y me parece magnífico!

Cualquiera hubiera dicho que hablaba Yemba. Su entusiasmo, su alegría, lo habían transformado. Todo el mundo buscaba su compañía, todos le preguntaban su opinión sobre diferentes asuntos y disfrutaban paseando o trabajando con él. Sobre todo se consideraba un honor ser autorizado a alimentar a Carabas, que Yemba había traído de vuelta, y asistir a la comida de aquel asno que tenía... ¡en fin, que tenía muchísimos años! Pasados los cincuenta, Masada había nacido.

Algabaler y Daltelar, que tanto habían ayudado a defender la ciudad, se sentían ya demasiado mayores para abandonarla. Antes habrían preferido morir. Saladino se mostró generoso con ellos y les ofreció alojamiento, poniendo a su disposición una de las casas más hermosas de Jerusalén para que acabaran allí sus días en paz. Los dos ancianos no cabían en sí de contento. En el fondo, les importaba poco que aquella ciudad estuviera dirigida por cristianos o por mahometanos, con tal de que no se preocuparan por sus almas.

Finalmente, mientras se dirigían a la Cúpula de la Roca, tras haber apagado el incendio y purificado las salas con grandes cubos de agua de rosas, el cadí Ibn Abi Asrun había dicho a Saladino:

—Ya ves, excelencia, que la profecía de Sohrawardi no se ha cumplido. Has entrado en Jerusalén y no has perdido un ojo.

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