Caballeros de la Veracruz (45 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
9.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Aunque sus objetivos divergieran, tanto a medio como a largo plazo, tenían un poderoso enemigo común: Saladino. Mientras viviera el sultán —el hombre que había deshecho el poder chií de los fatimitas en Egipto, para instaurar el suyo, y que había atacado ya en dos ocasiones Masyaf, aunque en vano (que Dios sea alabado)—, su combate no tendría tregua.

Su determinación era absoluta.

Algún tiempo después de haber respondido a la invitación de Sinan, Rawdán había promovido a uno de sus hombres, un manco llamado Yaqub, al rango de
muqaddam
. Porque Yaqub había combatido gloriosamente en Damasco, junto a los templarios blancos, contra aquel demonio cristiano que les había causado tanto daño en Hattin. Porque estaba bien visto por los asesinos, a los que su brazo derecho mutilado impresionaba. Y porque había mostrado en el combate una rabia y un encarnizamiento que Rawdán quería proponer como ejemplo a todos los maraykhát, sobre todo a los más jóvenes, que eran como pequeños escorpiones a los que hay que enseñar desde la infancia a servirse de su dardo.

Y finalmente, una noche, mientras se estaba relajando como de costumbre en compañía de jóvenes bailarinas apenas nubiles, Rawdán ibn Sultán recibió en su tienda la visita de un hombre vestido completamente de negro: el enviado del Papa, Wash el-Rafid, un ismailí que fingía haberse convertido al cristianismo. De hecho, Rawdán era uno de los pocos que había comprendido su juego con claridad: ese perro sarnoso no hacía más que ajustarse a las recomendaciones de la
taqiyya
, principio del disimulo que autorizaba a los mahometanos para que, en ciertas condiciones (particularmente de debilidad o de inferioridad), abandonaran por un tiempo los deberes de su culto y simularan una fe que no era la suya, con objeto de engañar a sus enemigos. A veces ese tiempo podía durar toda una vida; las leyendas chiíes estaban llenas de esos héroes que se sacrificaban adoptando los usos y cos-tumbres de sus peores adversarios para golpearlos mejor llegado el momento, una vez borrada su desconfianza.

—Es un buen regalo el que te ha hecho nuestro señor (la paz sea con él) —dijo Wash el-Rafid en referencia a los elefantes de Sinan, trabados en el exterior.

—La paz sea con él —respondió Rawdán ibn Sultán—. Nunca recibí otro mejor.

—Ni tampoco lo hiciste... —ironizó el ismailí.

Rawdán lo miró con desconfianza, preguntándose qué ocultaba aquella frase (en realidad, una injuria). Después de todo, él había merecido aquellos elefantes: sus hombres y él habían corrido grandes riesgos para capturar a Casiopea.

—¿Qué esperáis de mí?—preguntó Rawdán con desconfianza.

—Sinan ha decidido ofrecerte un nuevo presente, y te autoriza a agradecérselo.

—Qué gran honor me hace —dijo Rawdán ibn Sultán con ira contenida—. Dile a tu señor que su bondad me abruma. No sé si soy digno de ella.

—Lo eres —le aseguró el-Rafid—.Y, por otra parte, lo podrás probar. Si sabes mostrarte a la altura de sus bondades, te enviará otros diez elefantes cargados de oro y piedras preciosas. Si no, los enviará a tus enemigos, los zakrad y los muhalliq...

—¿Y por qué a ellos?

—Para motivarte —respondió el-Rafid empezando a pelar una naranja con su cuchillo.

Rawdán rabiaba por dentro. ¡Sinan no confiaba en él! Lo trataba como a los otros: intentaba someterlo a su voluntad como a un vil mercenario (lo que en el fondo era), amenazándolo con hacerlo exterminar por sus enemigos si no obedecía. Cuando una simple petición de su parte habría supuesto tal honor para Rawdán que con gusto hubiera dado su vida por él. O, en todo caso, la vida de los suyos.

—Sabes que haría lo imposible por Sinan —susurró Rawdán en tono meloso—. Dime lo que agradaría a tu señor, que yo tendré el indecible honor de satisfacerlo.

—Casiopea ha huido. A Sinan (la paz sea con él) le gustaría que la recuperaras. Esta vez no tendrás derecho a tocarla y deberás entregárnosla tan deprisa como sea posible, intacta. Si no, te ahogaré personalmente en los excrementos de tus elefantes. Además, infortunadamente nos hemos enterado de que hemos sido engañados por esos descreídos de Taqi ad-Din y Saladino (que sus cadáveres alimenten los fuegos del infierno). La cruz que arrebatamos no es la verdadera. Pagarán por esto. ¡Quiero que los masacres! Quiero que tus elefantes aplasten sus cuerpos, que los reduzcan al estado de lienzos entre los que me deslizaré de noche para dormir.

El-Rafid tiró las mondas en una copa dorada y mordió con fuerza su naranja.

Rawdán encontró audaz el proyecto; la misión lo seducía.

Al final, aunque aborreciera los métodos algo expeditivos de Sinan, aceptó de buen grado. Se dijo que tendría ocasión de divertirse y de enriquecerse. El señor aprendería a apreciarlo, o si no... aprendería también él, en su propia carne, lo que significaba la cólera de un maraykhát.

Cuando Wash el-Rafid le dijo adonde debía ir, Rawdán se echó a reír y salió apresuradamente de su tienda para ordenar a sus tropas que se pusieran en camino: ¡no había tiempo que perder! ¡Atacarían el oasis de las amazonas! Oh, qué caro les haría pagar a esas perras los hombres que le habían robado antes de soltarlos, castrados, en el desierto, donde los encontraban los suyos… a veces. Medio deshidratados y completamente locos.

Dos días más tarde, los maraykhát atacaron el oasis.

Las cenobitas, prevenidas por la Emparedada, los esperaban a pie firme. Se habían revestido con una coraza de piel de serpiente hervida —una protección particularmente ligera que no estorbaba sus movimientos—, se habían encasquetado una cabeza de hiena vaciada e iban equipadas con un pequeño escudo de cuero de hipopótamo. Aquel atavío les confería un aspecto terrorífico de criaturas fantásticas.

La primera línea de defensa de las cenobitas se había apostado al borde del oasis, bajo el mando de Eugenia, la hermana de Femia. La amazona no dejaba de escrutar el cielo, observando los movimientos del halcón de Casiopea. De pronto, el pájaro salió disparado para ocultarse en la luz del sol: el enemigo se acercaba.

Eugenia, encaramada a una plataforma oculta en las palmeras, colocó en su arco una larga flecha con barbas, de las que perforaban las armaduras y no podían extraerse sin arrancar la carne.

Luego el desierto se puso a temblar, se hinchó, orlado de arrugas opacas. Pronto de esos torbellinos surgieron jinetes que parecían no tocar el suelo, como llevados por los yinn. Los guerreros azotaban el aire con sus sables de hoja curvada, aullaban audaces imprecaciones que enseguida dispersaba el viento. Detrás de ellos, una decena de elefantes cargaban barritando, con la trompa levantada hacia el cielo, emborronando el horizonte con una sombra polvorienta.

Cuando el enemigo estuvo a tiro, las cenobitas lanzaron una primera salva de flechas. Segados en medio de su carrera, varios jinetes rodaron por la arena con sus caballos. Pero otros, a los que la caída de sus hermanos pareció revigorizar, los reemplazaron.

Cuando esta segunda oleada se lanzó contra las cenobitas, Eugenia ordenó el repliegue: la lucha era demasiado desigual. Los maraykhát eran cinco veces más numerosos. Los hombres lanzaban mandobles al azar, golpeando los árboles, los bejucos, destripando incluso a los monos, que huían chillando a las palmeras, donde dejaban grandes regueros de color rojo.

Muy pronto los maraykhát alcanzaron el fondo del oasis, donde tropezaron con el grueso de las fuerzas de las cenobitas, que, mal que bien, consiguieron contenerlos.

Mientras seguía animando a sus guerreras a resistir, Zenobia, montada sobre una gacela, miró hacia la entrada de su pequeño reino: si Eugenia conseguía impedir que los elefantes pasaran, tal vez tendrían una posibilidad de vencer.

Pero los paquidermos, que los maraykhát habían drogado para que no sintieran miedo ni dolor, arrancaron las palmeras con su trompa, hicieron caer a las cenobitas que se encontraban en ellas y las pisotearon.

Un elefante daba caza a Eugenia, persiguiéndola por entre los matorrales. Herida, la amazona se dirigió cojeando hacia un foso que habían cavado la víspera, esperando atrapar al animal en la trampa. Cuando estuvo solo a unos pasos del foso disimulado con palmas, sacando fuerzas de flaqueza, Eugenia dio un último salto y consiguió pasar al otro lado. El elefante se precipitó en el agujero cubierto de púas aceradas y solo quedaron a la vista sus servidores, que bramaban montados sobre su lomo mientras intentaban torpemente apuntar a Eugenia para lanzarle un venablo. Justo en ese momento, un segundo elefante se dirigió hacia ellos, aplastándolos a su paso. Sin haber tenido tiempo de recuperar el aliento, Eugenia cerró los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho antes de ser aplastada.

Sin esperar a Simón, Taqi ad-Din y Casiopea se unieron a las cenobitas. Zenobia había gritado una orden. Las mujeres cerraron filas para no dejarse desbordar y opusieron a las cargas de los jinetes la doble hoja de su lanza, que se esforzaron en clavar en los ollares de los caballos. Uno de ellos se derrumbó, alcanzado en el cerebro, y aplastó a su jinete bajo su peso.

Las amazonas recuperaban las esperanzas. Sus líneas resistían: los maraykhát no conseguían romperlas y, gracias a sus hermanas encaramadas en las grutas y en lo alto de los arcos, todavía dominaban la ciudad. Entonces, un estruendo de berridos y cascabeleos resonó no lejos de ellas: ¡los elefantes!

La vegetación se tiñó de rojo al paso de esos monstruos, que derribaron las palmeras y quebraron los troncos, arrollando a las cenobitas sin siquiera detenerse. De todo el bosque se elevaron miles de pájaros, que alcanzaron con un rápido vuelo el refugio del cielo. El pecho de los elefantes era como el espolón de un navío, que traza su ruta en un mar agitado sin preocuparse por la tempestad, porque él es la tempestad. Sus patas eran mazos de titán que manchaban su piel gris con motivos horribles cuando aplastaban a las amazonas, cuya sangre surgía en una espuma hirviente. Sus colmillos eran dos formidables sables, y muchos debían sacudir la cabeza para deshacerse de las cenobitas que quedaban empaladas en ellos. Las bestias, en fin, avanzaban impávidas, y tras ellas marchaba el resto de los maraykhát, la odiosa infantería armada de picas dentadas que habían dejado empapar en excrementos durante tres noches para envenenarlas.

Alejándose lo más deprisa posible de aquel tumulto, Yahyah recorrió las grutas en busca de Morgennes. ¡Había que prevenirlo! ¿Por dónde habría ido? Bruscamente, mientras el combate se hacía más encarnizado, tropezó de cara con Masada, que iba escoltado por dos cenobitas. Aunque el comerciante de reliquias estaba encadenado, las mujeres se mantenían bien pegadas a él.

—¡Vos! —exclamó Yahyah.

—¡Tú! —dijo Masada.

Babucha (que había seguido a Yahyah) gruñó, giró nerviosamente en torno a Masada y le mordisqueó los tobillos.

—¡Yahyah! —imploró Masada—.Tienes que comprenderme, no tenía elección. Yo...

Yahyah le escupió a la cara:

—¡No quiero veros más! ¡Ni siquiera quiero oír hablar de vos, para mí ya no existís!

Luego cogió a Babucha en brazos y se deslizó hacia abajo por una escalera de cuerdas.

—¡Espera! —aulló Masada—. ¡No me dejes con ellas! ¡No sabes lo que son capaces de hacer! ¡Yo las conozco!

Pero el muchacho ya no lo oía. Sin embargo, Masada continuó:

—¡Soy débil! ¡Soy cobarde, es verdad! Tuve miedo, lo reconozco, ¡¡¡pero no quiero morir!!!

Una de las cenobitas lo hizo caer al suelo golpeándolo violentamente con su lanza entre las piernas.

—¡Silencio! —le gritó.

Masada se incorporó de nuevo penosamente sobre sus doloridas rótulas y se miró las manos. La piel se había oscurecido, las uñas habían caído. Al reconocer los primeros síntomas de la enfermedad, se echó a llorar.

Morgennes siguió a Yemba y a Guillermo a las profundidades del templo, donde las galerías se hundían en la roca como las raíces de un árbol gigantesco.

—¿Llegaremos pronto a la mina? —preguntó Morgennes.

—¡Cada cosa a su tiempo! —respondió Guillermo.

—Como se dice en Mateo —añadió Yemba—: «Quien no toma su cruz y me sigue no es digno de mí».

Luego, para dar mayor peso a su réplica, le dio una palmada en el hombro, en el lugar de su antigua herida, y también en el lugar donde Morgennes había apoyado la pesada cruz de madera, la Vera Cruz, que acababan de desatar.

Un mecanismo disimulado en un detalle del último mosaico —detrás de las manos juntas de Sofronio y de María— permitía, mediante un ingenioso sistema de engranajes, poleas y cuerdas, hacerla descender. Morgennes la había recuperado. La cruz era muy pesada, como si el peso de los años se hubiese añadido a su masa.

Pero aquella no era la única preocupación de Morgennes.

—¡Mi espada! —decía—. ¡No puedo partir sin ella!

—La tendréis —lo tranquilizó Guillermo.

—Quiero mostrároslo... —prosiguió Morgennes—. Lo conseguí, quiero que veáis las lágrimas de Alá...

—Pero si os creo. De otro modo no estaríais curado... Y, en cualquier caso, tengo fe en vos.

—¡Ya hemos llegado! —exclamó Yemba.

Morgennes miró alrededor: se encontraban en una inmensa biblioteca. El techo desaparecía en alturas insondables, accesibles únicamente mediante escaleras a lo largo de las cuales se deslizaban agustinos suspendidos de cables.

—¡¿Qué?! —dijo Morgennes—. ¿Es esto la mina?

—Sí —respondió Guillermo—. ¿Por qué? ¿Es que no lo parece?

Morgennes no respondió. Se contentó con apoyar la cruz contra un inmenso panel de madera, horadado con miles de aberturas que albergaban pergaminos. Una etiqueta atada con un cordel permitía identificar de una ojeada la naturaleza del rollo, su origen y su contenido. Más allá se veían jarras llenas, no de vino, sino de otros pergaminos. Y un poco más lejos, en vagonetas colocadas sobre raíles, se amontonaban libros de páginas grises y cubiertas de cuero.

—¡Es magnífico! —dijo Morgennes—. Pero entonces, las minas de oro y de plata, todo eso, ¿no es más que una leyenda?

—No —respondió Guillermo—. Es un punto de vista... El oro y la plata de las cenobitas provienen, de hecho, de este lugar. Del saber contenido en estos escritos. Aquí se encuentran recetas de afrodisíacos; allá, preparaciones para curar el ardor de estómago; más lejos, remedios para el dolor de cabeza, los callos, las verrugas, el mal aliento, los resfriados, el reumatismo, los panadizos, la podridura púrpura del pene, la fiebre de los pantanos, las escrófulas... Sin contar las fórmulas que permiten fabricar cremas y ungüentos para precaverse contra el envejecimiento o diferentes pecados, como la avaricia, el orgullo, la lujuria, la envidia, la cólera, la pereza... Por lo que hace a la gula, por desgracia no tiene remedio... Tal vez un día...

BOOK: Caballeros de la Veracruz
9.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Hyllis Family Story 1: Telekinetic by Laurence E. Dahners
A Place Called Wiregrass by Michael Morris
Mutiny by Julian Stockwin
Holiday in Stone Creek by Linda Lael Miller
The Island of Destiny by Cameron Stelzer
His Kiss by Marks, Melanie
Exit Wound by Alexandra Moore
Underdog by Laurien Berenson
Dead Wrangler by Coke, Justin