A los materiales que podían pasar a través del pergamino (y que resultó que se obtenían fácilmente en forma cristalina) Graham los llamó
cristaloides.
A los que no podían, como la cola (en griego
kollá)
, los llamó
coloides.
El estudio de las moléculas gigantes se convirtió en una parte importante del estudio de la
química de los coloides
, a la que Graham dio origen de este modo
[23]
.
Supongamos que a un lado de la hoja de pergamino hay agua pura, y al otro lado una solución coloidal. Las moléculas de agua pueden entrar fácilmente en la cámara coloidal, mientras que las moléculas coloidales bloquean la salida. Por tanto, el agua penetra en la porción coloidal del sistema más rápidamente de lo que sale, y el desequilibrio determina
una presión osmótica.
El botánico alemán Wilhelm Pfeffer (1845-1920) demostró en 1877 que se podía medir esta presión osmótica, y a partir de las medidas determinar el peso molecular de las grandes moléculas en la solución coloidal. Fue el primer método razonablemente bueno para estimar el tamaño de dichas moléculas.
Un método aún mejor fue ideado por el químico sueco Theodor Svedberg (1884-1971), que desarrolló la
ultracentrífuga
en 1923. Este aparato hacía girar las soluciones coloidales, impulsando a las moléculas gigantes hacia afuera por efecto de la enorme fuerza centrífuga. Partiendo de la velocidad con la cual desplazaban las moléculas gigantes podía determinarse el peso molecular.
El ayudante de Svedberg, Arne Wilhelm Kaurin Tiselius (1902-71), también sueco, ideó en 1927 métodos mejores para separar las moléculas gigantes en base a las distribuciones de carga eléctrica sobre la superficie molecular. Esta técnica, la
electroforesis
, tuvo particular importancia en la separación y purificación de proteínas.
Aunque los métodos proporcionaban de este modo datos relativos a la estructura global de las moléculas gigantes, los químicos aspiraban a comprender los detalles químicos de esa estructura. Su interés se centraba especialmente en las proteínas.
Mientras que las moléculas gigantes como el almidón y la celulosa de la madera están formadas por un solo tipo de unidad que se repite indefinidamente, la molécula proteica se compone de unas veinte unidades distintas aunque muy semejantes; los diferentes aminoácidos (véase pág. 104). Por esta razón, las moléculas proteicas son tan maleables y ofrecen una base tan satisfactoria para la sutileza y la diversidad de la vida, aunque precisamente por eso son también tan difíciles de caracterizar.
Emil Fischer, que había determinado anteriormente la estructura detallada de las moléculas de azúcar (véase página 129), empezó a estudiar la molécula proteica a finales de siglo. Demostró que la porción amino de un aminoácido se unía a la porción ácido de otro para formar un
enlace peptídico
y lo probó en 1907, uniendo efectivamente aminoácidos de esta forma (juntó dieciocho de ellos) y demostrando que el compuesto resultante poseía algunas propiedades características de las proteínas.
Sin embargo, la determinación del orden de los aminoácidos que forman una
cadena polipeptídica
en una molécula proteica tal como ocurre en la naturaleza, tuvo que esperar el paso de otro medio siglo y el descubrimiento de una nueva técnica.
Dicha técnica comenzó con el botánico ruso Mijail Semenovich Tsvett (1872-1919). Dejó gotear una mezcla de pigmentos vegetales coloreados a través de un tubo de óxido de aluminio en polvo. Las diferentes sustancias de la mezcla se adherían a la superficie de las partículas de polvo con diferente intensidad. Al lavar la mezcla, los componentes individuales se separaban para formar bandas de color. Tsvett observó este efecto en 1906 y llamó a la técnica
cromatografía
(«escritura en color»).
Aunque en un principio pasó inadvertido el artículo donde Tsvett publicara sus resultados, en los años veinte Will-Státter (véase pág. 177) y Richard Kuhn (1900-67), estudiante de química germano-austriaco, reintrodujeron la técnica. Ésta fue perfeccionada en 1944 por los químicos ingleses Archer John Porter Martin (n. 1910) y Richard Laurence Millington Synge (n. 1914), quienes utilizaron papel de filtro absorbente en lugar de la columna de polvo. La mezcla se deslizaba a lo largo del papel de filtro y se separaba; esta técnica se denomina
cromatografía en papel.
A últimos de los años cuarenta y principios de los cincuenta, se logró descomponer diversas proteínas en sus aminoácidos constituyentes. Las mezclas de aminoácidos fueron después aisladas y analizadas en detalle mediante la cromatografía en papel. De este modo se obtuvo el número total de cada uno de los aminoácidos presentes en la molécula proteica, pero no el orden exacto en que intervenía cada uno de ellos en la cadena polipeptídica. El químico inglés Frederick Sanger (n. 1918) se centró en el estudio de la insulina, una hormona proteica compuesta de unos cincuenta aminoácidos distribuidos entre dos cadenas polipeptídicas conectadas entre sí. Rompió la molécula en cadenas más pequeñas, y estudió cada una de ellas por separado según la cromatografía en papel. Aunque tardó ocho años de trabajo en resolver semejante rompecabezas, en 1953 obtuvo el orden exacto de los aminoácidos en la molécula de insulina. Los mismos métodos se han utilizado desde 1953 para obtener la estructura detallada de moléculas proteicas aún más largas.
El siguiente paso era confirmar este resultado sintetizando una molécula proteica dada, aminoácido por aminoácido. En 1954, el químico americano Vincent du Vigneaud (1901-78) rompió el hielo sintetizando
oxitocina
, una pequeña molécula proteica compuesta de ocho aminoácidos solamente. Pronto llegaron hazañas más complicadas, y se sintetizaron cadenas de docenas de aminoácidos. En 1963 se logró reconstruir en el laboratorio las cadenas de aminoácidos de la propia insulina.
No obstante, ni siquiera el orden de los aminoácidos representaba por sí mismo todo el conocimiento útil relativo a la estructura molecular de las proteínas, las proteínas, al calentarlas suavemente, pierden con frecuencia y de modo permanente las propiedades de su estado natural; se dice entonces que han sido
desnaturalizadas.
Las condiciones que provocan la desnaturalización son por lo general demasiado suaves para romper la cadena polipeptídica. Así pues, la cadena debe de ir unida a alguna estructura definida mediante «enlaces secundarios» débiles. Estos enlaces secundarios implican normalmente un átomo de hidrógeno situado entre un átomo de nitrógeno y uno de oxígeno. La fuerza de dicho
enlace de hidrógeno
es sólo la veinteava parte de la de un enlace de valencia ordinaria.
En los primeros años 1950, el químico americano Linus Pauling (n. 1901) sugirió que la cadena polipeptídica estaba arrollada en una estructura helicoidal (como una «escalera en espiral»), que se mantenía en su sitio mediante enlaces de hidrógeno. Este concepto se mostró especialmente útil en relación con las relativamente simples
proteínas fibrosas
que componían la piel y el tejido conjuntivo.
Pero incluso las
proteínas globulares
, de estructura más complicada, resultaron ser también helicoidales en cierta medida, como demostraron el químico anglo-austriaco Max Ferdinand Perutz (n. 1914) y el químico inglés John Cowdery Kendrew (n. 1917) cuando determinaron la estructura detallada de la hemoglobina y la mioglobina (las proteínas portadoras de oxígeno de la sangre y el músculo, respectivamente). En este análisis hicieron uso de la
difracción por rayos X
, técnica en la cual un haz de rayos X pasa a través de un cristal y es dispersado por los átomos del mismo. La dispersión en una dirección y ángulo dados es óptima cuando los átomos están ordenados según un modelo regular. A partir de los detalles de la dispersión es posible deducir las posiciones de los átomos dentro de la molécula. En el caso de ordenaciones complejas, como las que existen en las moléculas proteicas de cierta magnitud, la tarea es terriblemente tediosa, pero en 1960 se localizó el último detalle de la molécula de mioglobina (compuesta de doce centenares de átomos).
Pauling sugirió también que su modelo helicoidal podía servir para los ácidos nucleicos. El físico anglo-neozelandés Maurice Hugh Frederick Wilkins (n. 1916), enlos primeros años de la década de los cincuenta, sometió los ácidos nucleicos a difracción por rayos X, y su trabajo sirvió para probar la sugerencia de Pauling. El físico inglés Francis Harry Compton Crick (n. 1916) y el químico americano James Dewey Watson (n. 1928) hallaron que se requería una ulterior modificación a fin de explicar los resultados de la difracción. Cada molécula de ácido nucleico tenía que poseer una doble hélice, dos cadenas enrolladas alrededor de un eje común. Este modelo de Watson-Crick, concebido en 1953, constituyó un importante avance en la comprensión de la genética
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.
Explosivos
Las moléculas gigantes tampoco escaparon a la mano modificadora de los químicos. El primer caso ocurrió a raíz de un hallazgo accidental del químico germano-suizo Christian Friedrich Schónbein (1799-1868), que anteriormente se había dado a conocer por el descubrimiento del
ozono
, una forma de oxígeno.
Haciendo un experimento en su casa, en 1845, derramó una mezcla de ácido nítrico y sulfúrico y utilizó el delantal de algodón de su mujer para secarlo. Colgó el delantal a secar en la estufa, pero una vez seco detonó y desapareció. Había convertido la celulosa del delantal en
nitrocelulosa.
Los grupos nitro (procedentes del ácido nítrico) servían como una fuente interna de oxígeno, y la celulosa, al calentarse, se oxidó por completo en un instante.
Schónbein comprendió las posibilidades del compuesto. La pólvora negra ordinaria explotaba entre un humo espeso, ennegreciendo las armas, ensuciando los cañones y las armas pequeñas y oscureciendo el campo de batalla. La nitrocelulosa hizo posible la «pólvora sin humo», y por su potencial como propulsor en los proyectiles de artillería recibió el nombre de
algodón pólvora.
Los primeros intentos de fabricar algodón pólvora para fines militares fracasaron, debido al peligro de explosiones en las factorías. No fue hasta 1891 cuando Dewar (véase pág. 172) y el químico inglés Frederick Augustus Abel (1827-1902) consiguieron preparar una mezcla segura a base de algodón pólvora. Debido a que la mezcla podía prensarse en largas cuerdas, se denominó
cordita.
Y gracias a ella y a sus derivados, los soldados del siglo xx han disfrutado de un campo de observación diáfano mientras daban muerte a sus enemigos y eran muertos por éstos.
Uno de los componentes de la cordita es la
nitroglicerina
, descubierta en 1847 por el químico italiano Ascanio Sobrero (1812-88). Era un explosivo muy potente, incluso demasiado delicado para la guerra. Su empleo en tiempo de paz para abrir carreteras a través de las montañas y para mover toneladas de tierra con diversos propósitos era también peligroso. Y el índice de mortalidad era mayor aún si se utilizaba descuidadamente.
La familia de Alfred Bernhard Nobel (1833-96), un inventor sueco se dedicaba a la manufactura de nitroglicerina. Cuando, en cierta ocasión, una explosión mató a uno de sus hermanos, Nobel decidió dedicar todos sus esfuerzos a domesticar el explosivo. En 1866 halló que una tierra absorbente llamada «kieselguhr» era capaz de esponjar cantidades enormes de nitroglicerina. El kieselguhr humedecido podía moldearse en barras de manejo perfectamente seguro, pero que conservaban el poder explosivo de la propia nitroglicerina. Nobel llamó a este explosivo de seguridad
dinamita.
Movido por su espíritu humanitario, pensó con satisfacción que las guerras serían ahora tan horribles que no habría más remedio que optar por la paz. La intención era buena, pero su valoración de la inteligencia humana pecaba de optimista.
La invención de nuevos y mejores explosivos hacia finales del siglo xix fue la primera contribución importante de la química a la guerra desde la invención de la pólvora cinco siglos antes; pero el desarrollo de los gases venenosos en la Primera Guerra Mundial dejó bastante claro que la humanidad, en las guerras futuras, corrompería la ciencia aplicándola a una labor de destrucción. La invención del aeroplano y, posteriormente, de las bombas nucleares (véase pág. 258) dejó las cosas todavía más claras. La ciencia, que hasta finales del silglo xix parecía un instrumento para crear la Utopía sobre la Tierra, vino a mostrarse para muchos hombres como una máscara de horrible destino.
Polímeros
Pero había muchos otros campos en los que predominaban los usos pacíficos de las meléculas gigantes. La celulosa completamente nitrada era ciertamente un explosivo, pero parcialmente nitrada
(piroxilina)
permitía un manejo mucho más seguro, encontrándose importantes aplicaciones para ella.
El inventor americano John Wesley Hyatt (1837-1920), en un intento de ganar la recompensa ofrecida a quien obtuviese un sustituto del marfil para las bolas de billar, empezó a trabajar con la piroxilina. La disolvió en una mezcla de alcohol y éter, y añadió alcanfor para hacerla más segura y maleable. Hacia 1869 había formado lo que llamó
celuloide, y
ganó el premio. El celuloide fue el primer
plástico
sintético (es decir, un material que puede moldearse).
Pero si la piroxilina podía moldearse en esferas, también podía extrusionarse en fibras y películas. El químico francés Luis Marie Hilaire Bernigaud, conde de Chardonnet (1839-1924), obtuvo fibras forzando soluciones de piroxilina a través de pequeños agujeros. El disolvente se evaporaba casi al instante, dejando un hilo tras de sí. Estos hilos podían tejerse, dando un material que tenía la suavidad de la seda. En 1884, Chardonnet patentó su
rayón
(llamado así porque eran tan brillante que parecía despedir rayos de luz).
El plástico en forma de película llegó por derecho propio, gracias al interés del inventor americano George Eastman (1854-1932) por la fotografía. Aprendió a mezclar su emulsión de compuestos de plata con gelatina con el fin de hacerla seca. Esta mezcla era estable y no tenía que ser preparada sobre la marcha. En 1884 sustituyó el vidrio plano por la película de celuloide, lo cual facilitó tanto las cosas, que la fotografía, hasta entonces privilegio de los especialistas, se pudo convertir en un «hobby» al alcance de cualquiera.