Brazofuerte (8 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

BOOK: Brazofuerte
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Si, como le habían enseñado, la verdad estaba en Dios, y Dios estaba en la verdad, la solución a sus problemas no pasaba por traspasar sus responsabilidades aceptando su propia incapacidad, sino en buscar esa verdad para intentar encontrar también a Dios.

Se enfrentaba por tanto casi cada mañana a
Doña Mariana Montenegro
, con el mismo estado de ánimo con que podría enfrentarse a un grueso volumen de teología que fuera a desvelarle innumerables dudas, desesperándose ante el hecho evidente de que la pobre mujer no tenía respuesta alguna que ofrecerle.

—Podéis procesarme, si así os place —había señalado ella durante una de sus últimas entrevistas—. Pero sabed que tendréis que hacerlo según el dictado de vuestra conciencia, ya que de mí no obtendréis pruebas que os sirvan para implicarme. Soy cristiana y católica practicante, y Dios es testigo de que nada tengo que ver con los hechos que pretenden imputarme. Si creéis haber encontrado un testigo mejor, ya es cosa vuestra.

—Por desgracia, vuestro testigo no puede comparecer ante un jurado.

—Lo sé, pero si vais a su casa, os arrodilláis ante el sagrario, y le interrogáis debidamente, estoy segura de que os dará una respuesta justa.

—Lo intento cada día.

—¿Y…?

—Cuando creo haber obtenido esa respuesta me pregunto quién soy yo para aspirar a que el Señor me atienda, y temo pecar de orgullo al suponer que se ha dignado escucharme.

—El escucha siempre a los humildes.

—¿Soy acaso lo bastante humilde?

—Lo ignoro. Y de igual modo ignoro por qué extraña razón alguien que abriga tales dudas, cree estar en condiciones de dictaminar qué es lo que el Señor espera de él.

—Nunca lo he creído —admitió con naturalidad el hediondo frailecillo—. Y de momento, no es el Señor, ni aun la Santa Madre Iglesia, quienes esperan algo de mí. Estoy seguro de que si se tratara de ellos sabría lo que tengo que hacer. —Se sonó una vez más los mocos y contempló el mugriento pañuelo como si buscara en él una respuesta válida—. Son los hombres los que me han pedido que tome una decisión que probablemente implicará a la Iglesia, y de ahí mi temor a equivocarme.

—«En la duda, abstente.»

—Si me abstuviera, señora, el Gobernador nombraría al día siguiente un sustituto dominico, con lo cual vuestras posibilidades de salir con bien de tan difícil trance serían escasas. —Abrió las manos en un gesto que pretendía indicar que así estaban las cosas y no había forma de cambiarlas—. Vuestra única esperanza de salvación se centra en el hecho de que yo llegue al convencimiento de que no existen razones para iniciar un proceso, y Don Francisco de Bobadilla no se atreva a desafiar mi autoridad designando un nuevo investigador.

—¿Y cuándo tomaréis tal decisión?

—Cuando mi conciencia me lo indique. Fray Rafael de Pornasio, un hombre justo y comprensivo, dedicó casi ocho años a un caso, antes de reconocer que el estudio de la alquimia y la astrología no eran condenables siempre que se consideraran simples ciencias y no un camino hacia el enriquecimiento ilícito o el mejor conocimiento de la Magia Negra.

—¿Pretendéis decir con eso que quizá deba permanecer encerrada ocho años? —se horrorizó la alemana.

—Siempre sería mejor que morir en la hoguera —fue la seca respuesta—. Pero no temáis: ni soy Rafael de Pornasio, ni son los mismos tiempos, pero lo que sí es cierto es que si contara con una mayor colaboración por vuestra parte, a buen seguro que ganaríamos tiempo. —Un enorme piojo le corría por la manga y lo observó con un cierto interés, como si se maravillara por su desfachatez y su tamaño, aunque sin molestarse por intentar atraparlo, limitándose a alzar el rostro para observar a su abatida interlocutora—. ¿Realmente continuáis sin querer acusar a nadie de haber prendido fuego al lago? —concluyó.

—Ignoro los nombres de todos los tripulantes del
Milagro
—replicó ladinamente
Doña Mariana Montenegro
, que había tenido tiempo de meditar sus respuestas para no caer en la fácil trampa de la delación o la mentira—. Lo que sí recuerdo es que entre cuatro construyeron una especie de catapulta para conseguir que la bola de fuego cayese lejos. Uno debió encender la estopa mientras otro cortaba el cabo, pero si tratase de acusar a alguno en concreto estaría mintiendo.

—Esos hombres fueron meros instrumentos, señora —puntualizó el de Sigüenza—. ¡No tratéis de confundirme! Lo que importa es saber quién dio la orden.

—No fui yo, desde luego, y lo único que trato de aclarar es que el fuego no surgió de mi mano, como asegura mi misterioso acusador, sino de una catapulta manejada por marinos anónimos. —Hizo una significativa pausa—. Eso marca la diferencia entre artes de hechicería y negocios de guerra, puesto que mi tripulación venció en buena lid a la del Capitán De Luna, y sin duda es el rencor que le produce tal derrota lo que conduce a esto.

—Ya os dije que nada tiene que ver el Capitán De Luna con lo que aquí tratamos.

—¿Estáis completamente seguro, padre?

—Razonablemente seguro.

—¿Habéis hablado con él?

—No lo estimo necesario.

—¿Que no lo estimáis necesario? —se escandalizó la alemana—. Está en juego mi vida, con peligro de morir en la hoguera. Vos y la Santa Madre Iglesia podéis cometer un error imperdonable condenando a una víctima inocente, y no estimáis necesario interrogar a quien sin duda mueve desde las sombras los hilos de tan odiosa intriga. Ciertamente no alcanzo a comprender vuestra actitud, si como aseguráis, pretendéis aclarar la verdad de los hechos.

—Tened en cuenta, señora, que si un noble de tanta alcurnia, emparentado con el Rey, y fiel colaborador del Gobernador Bobadilla, afirma no tener nada que ver con el caso, no soy quién para ponerlo en duda.

—Reyes y Príncipes responden ante Dios y ante la Iglesia al igual que el último villano.

—Llegado el caso, que Dios o la Iglesia le demanden.

—Pero el mal ya estará hecho.

—¿Acaso es culpa mía?

—¿Acaso no es tan culpable el asesino como quien pudiendo salvar a la víctima se limita a ser testigo indiferente?

—¿Debe convertirse también en víctima el testigo?

—¿Luego es eso? Tenéis miedo.

—No a ser víctima, sino a dejar de ser testigo —fue la inquietante respuesta—. ¿Quién daría fe en ese caso de lo que pudiera haber sucedido? ¿Quién proclamaría la verdad, si tan sólo quedara el criminal para contarla? A partir de ese día, la alemana Ingrid Grass mantuvo una actitud muy diferente hacia quien había considerado apenas algo más que un verdugo, puesto que cayó en la cuenta de que, en el fondo de su alma, Fray Bernardino de Sigüenza se sentía tan prisionero de aquella difícil situación como ella misma.

Su repelente y casi inhumano aspecto, unido a su inconcebible suciedad y el lógico terror que imponía la tétrica mazmorra, le habían impulsado a rechazar instintivamente toda posibilidad de aprovechar cualquier tipo de ayuda que se brindara a proporcionarle el endeble frailuco, considerándolo tan sólo un viscoso instrumento de la temida «Chicharra», pero la angustiosa sensación de abandono que experimentaba, unida a la curiosa forma de comportarse del franciscano, habían concluido por hacerle comprender que quizás en aquel nauseabundo saco de detritus se ocultaba su única y muy remota esperanza de salvación.

Había transcurrido más de un mes sin distinguir un rostro amable, escuchar una palabra de aliento, o recibir la más mínima noticia del mundo exterior, y si no conociera tan a fondo a
Cienfuegos
, y se sintiera tan segura de su amor, tal vez hubiera empezado a abrigar la sospecha de que la había abandonado a su suerte, al igual que parecían haberla abandonado sus antiguos amigos.

—¿Qué nuevas podéis darme de mi familia? —inquirió uno de aquellos días en que encontró a Fray Bernardino especialmente asequible—. Me siento como si me hubiesen enterrado en vida.

—¿Del Capitán De Luna? Ninguna en especial.

—Sabéis que no me refiero a él.

—¿Qué otra familia tenéis? —El astuto hombrecillo recalcó mucho las palabras al tiempo que dirigía una significativa mirada de soslayo al escribano—. Que yo sepa, no contáis aquí con padres, hijos, hermanos o cualquier otro tipo de parientes que puedan verse afectados en su libertad o hacienda, por las decisiones que en su día tome un tribunal con respecto a Vos, si es que se diera el caso. —Hizo una nueva pausa y añadió con idéntica intención—: Y todo lo que no sean parientes consanguíneos, son simples amistades de las que no puedo daros noticias, puesto que no las considero involucradas en este caso.

—Entiendo. —La triste sonrisa demostraba que
Doña Mariana Montenegro
iba tomando conciencia del negro pozo de abandono en que querían sumirla—. Me han dejado sola.

—Quien tiene a Dios nunca esta solo.

—¿Y cómo puedo pretender que Dios sea mi consuelo y compañía, si quienes le representan en la Tierra intentan convertirle en mi enemigo?

—Os suplico una vez más que midáis vuestras palabras —fue la severa advertencia—. Es a Vos a quien puede juzgar la Iglesia, no Vos a ella. En cuanto a vuestros «amigos», tengo entendido que abandonaron la isla a bordo del
Milagro
el mismo día de vuestra detención, y en verdad que con ello no han contribuido mucho a ayudaros.

—El miedo cambia a la gente.

—¿Miedo a quién? —se asombró el otro—. ¿A mí? ¡Miradme bien! No soy más que un pobre siervo del Señor que observa y escucha sin causar daño, aunque tened por seguro que si el demonio tiene algo que ver con todo esto, acabaré por tropezármelo.

—¿En verdad creéis que si tuviera algo que ver, y yo fuera su sierva o aliada, permitiría que me mantuvierais aquí encerrada? Si según Vos pudo incendiar las aguas de un lago, con mucha más facilidad derribaría los muros de esta prisión.

—El sólo puede hacer aquello que el Señor le permite que haga.

—Si le permite abrasar personas, ¿por qué no va a permitirle abrir una simple puerta?

—Desconozco sus designios.

—Desconocéis tantas cosas de cuanto está ocurriendo, padre… ¡Tantas!

Así era en efecto, y el mugriento Fray Bernardino de Sigüenza no podía por menos que aceptarlo, desesperándose por el hecho de no haber conseguido avanzar en la búsqueda de una verdad que cada día se le antojaba más lejana, y fue por ello por lo que una semana más tarde se armó del valor suficiente como para llamar a testificar al Vizconde de Teguise, Capitán León de Luna, que se negó en redondo a aceptar la entrevista.

Insistió el concienzudo fraile, y cuanto obtuvo fue una requisitoria del mismísimo Gobernador Bobadilla para que se personase en el Alcázar, a dar cumplidas explicaciones por la impertinente osadía de su demanda.

—¿Cómo os habéis atrevido…? —fue lo primero que quiso saber aquel hombre antaño ascético y justo, y ahora cada vez más bilioso y amargado, consciente ya de que su tiranía estaba a punto de concluir—. El Vizconde de Teguise está demasiado alto para Vos.

—Para mí hasta el último palafrenero estará siempre demasiado alto —fue la humilde respuesta—. Pero para quien en este caso represento, ni el Capitán, ni nadie, debe estarlo.

—Olvidáis que fui yo quien os elegí, y que es por lo tanto a mí a quien representáis.

—Sois Vos, Excelencia, quien olvida que me elegisteis para una misión que nada tiene que ver con el Estado, sino de la Santa Madre Iglesia, que es a quien únicamente sirvo. —Fray Bernardino hizo una larga pausa para permitir que su ilustre interlocutor llegase al fondo de cuanto estaba tratando de decirle, y por último, con sorprendente calma, añadió—: Podéis encarcelar a
Doña Mariana
bajo la acusación que más os plazca para que más tarde los jueces o los Reyes decidan sobre el caso, pero si tal acusación ha de ser por brujería, sólo la Iglesia, y en este caso yo, pueden decidir sobre cómo llevar adelante el caso.

—Os relevaré del cargo.

—Estáis en vuestro derecho.

—Dadlo por hecho.

—De acuerdo. —El franciscano inclinó la cabeza, se rascó la sarna del dorso de la mano, y sin mirarle, ni alzar la voz, extrajo de la amplia manga un documento sellado y lacrado, que dejó sobre la mesa—. Aquí está mi resolución.

—¿Qué resolución? —se alarmó el otro.

—La que firmé ayer ante el escribano, certificando que, a mi modo de ver, no existe razón, ni prueba alguna «hasta el presente», que justifique un intento de proceso a
Doña Mariana Montenegro
.

—¿Qué pretendéis decir con eso?

—Que deberá ser puesta en libertad inmediatamente, sin posibilidad de ser acusada de lo mismo por nadie que no desee enfrentarse a la Santa Inquisición a quien yo represento en la isla, puesto que Vos mismo así lo ordenasteis.

—¡Eso es absurdo! —exclamó Don Francisco de Bobadilla furibundo—. ¡Acabo de destituíros!

—Lo sé, Excelencia. Pero mi resolución tiene fecha de ayer, y de la misma forma que para nombrarme tuvisteis que pedir permiso a Sevilla, y os recuerdo que la confirmación está en camino, para apartarme del caso tendréis que volver a hacerlo, y en ese ínterin, si es que la Iglesia acepta, sigo siendo el representante legal de la Santa Inquisición, con poder sobre cualquier súbdito de sus Majestades, por muy alto que crea encontrarse.

—¡Inaudito! ¡Me estáis amenazando!

—En absoluto, Excelencia. Tan sólo estoy intentando haceros comprender que la Santa Inquisición no es una institución que nadie, ni siquiera un Gobernador, pueda manejar a su antojo. Si se recurre a ella, ha de ser con todas sus consecuencias. —Ahora sí que le miró a los ojos—. Yo no pedí este nombramiento, y de hecho me hubiera gustado rechazarlo, pero ya que no me quedó más remedio que aceptarlo, lo hice según los dictados de mi conciencia. Por mi parte, hubiera preferido que la Santa Inquisición no llegara nunca a estas tierras, pero si la llamáis, tenéis que aceptar sus reglas.

El Gobernador Don Francisco de Bobadilla, que tenía ya el pleno convencimiento de haber perdido el favor de sus Soberanos y era tan sólo cuestión de tiempo el que hiciese su aparición la nave en que llegaba su sustituto, consideró el peligro que significaba enfrentarse también a la poderosísima Iglesia.

Permaneció por tanto largo rato observando el documento que descansaba sobre la mesa, y que parecía encerrar en su interior una gravísima amenaza, y por último hizo un leve gesto de asentimiento intentando mostrarse conciliador.

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