Bóvedas de acero (6 page)

Read Bóvedas de acero Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Bóvedas de acero
10.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

–En mi departamento poseemos un lavabo.

Lo dijo con gran indiferencia, pues comprendió que cualquier petulancia se perdería con un robot.

–Muchas gracias por tu atención. Sin embargo, creo que será preferible hacer uso de este sitio. Si tengo que vivir con los hombres de la Tierra, mejor será adoptar el mayor número de costumbres y actitudes.

–Entremos, pues. Y escucha, no hables con nadie ni le claves la vista a nadie. Ni una palabra, ni una mirada fija. ¡Es la costumbre!

Soslayo en torno con rapidez y mirada pudorosa, alarmado por si alguien había escuchado su propia conversación. Afortunadamente, ni un alma se veía en el antecorredor.

Siguieron a lo largo de todo él, sintiéndose vagamente sucio, más allá de los cuartos comunales a los compartimientos privados. Se preguntó cómo se las arreglaría si le cancelaban sus privilegios.

R. Daneel aguardaba con paciencia cuando Baley volvió con el cuerpo bien frotado, la ropa interior limpia, una camisa recién planchada y, en general, con una sensación de mayor comodidad.

–¿Ninguna dificultad? –preguntó Baley en cuanto estuvieron en el exterior y pudieron hablar con libertad.

–Ninguna, Elijah –replicó R. Daneel.

Jessie se hallaba en el umbral, sonriendo nerviosamente. Baley la recibió con un beso.

–Jessie –murmuró–, te presento a mi nuevo socio, el señor Daneel Olivaw.

Su esposa le tendió la mano, que R. Daneel estrechó y soltó. Volvióse a su marido, mirando después a R. Daneel:

–¿Tiene la amabilidad de sentarse, señor Olivaw? –dijo–. Debo hablar con mi esposo de asuntos familiares. Será sólo un minuto.

Jessie retenía la manga de Baley. Él la siguió hacia la habitación contigua.

–No estarás herido, ¿verdad? –preguntó ella en un apresurado susurro–. He estado preocupada desde que lo oí por la radio.

–¿Por la radio?

–Lo emitieron hará cosa de una hora. Me refiero al escándalo en la zapatería. Informaron que dos de la secreta lo habían sofocado. Sabía que tú regresabas a casa con un socio, y esto sucedía precisamente en nuestra subsección y en el momento exacto de tu regreso a casa. Me figuré que estaban minimizando los hechos y que tú...

–Por favor, Jessie. Como puedes ver, estoy sin novedad.

Jessie se tranquilizó, no sin esfuerzo. Añadió temblorosa:

–Tu socio no pertenece a tu división, ¿verdad?

–No –repuso Baley con desagrado–. Es un extraño.

–¿Cómo habré de tratarlo?

–Como a cualquier otro. Sólo es mi socio; he ahí todo.

Lo dijo con tan poco convencimiento, que los rapidísimos ojos de Jessie se contrajeron.

–¿Algo anda mal?

–No, nada. Ven, volvamos al recibidor. Comenzará a parecerle sospechoso nuestro proceder.

Lije Baley sentíase un tanto incierto respecto a su apartamento. Hasta ese mismo momento, no lo habían asaltado las dudas. De hecho, siempre se había enorgullecido de él, pero con aquella creación de los mundos allende el espacio sentada en medio de él, Baley se sintió de pronto dudoso. El apartamento se le presentó miserable y amontonado.

–¡Jessie, tengo hambre! –exclamó de pronto Baley en u n

tono de voz impaciente.

–Señora Baley, ¿violaría yo alguna norma establecida si le dirigiera la palabra por su nombre? –intervino R. Daneel.

–No, por supuesto que no. Hágalo con toda libertad, y llámeme Jessie si..., oh..., si te parece, Daneel. –Y soltó una risita.

Baley se sintió volver al salvajismo. La situación estaba poniéndose intolerable. Jessie pensaba que R. Daneel era un hombre. La cosa se iba a exagerar hasta el punto de vanagloriarse de él y charlar sobre él en el Personal de Mujeres. Para remate, no era mal parecido, dentro de su impasibilidad, y Jessie sentíase halagada con su deferencia. Imposible dejar de observarlo.

Abrióse la puerta y un jovencito entró con mucho cuidado. Sus ojos se fijaron en R. Daneel casi al instante.

–¿Papá? –inquirió con incertidumbre.

–Mi hijo Bentley –presentó Baley, en voz baja–. Este es el señor Olivaw.

–Tu socio, ¿no, papá? ¿Cómo está usted, señor Olivaw? –Los ojos de Bentley se agrandaron y brillaron con intensidad–. Di, papá, ¿qué sucedió allá en la zapatería? La radio dijo...

–No hagas preguntas ahora, Bentley –interpuso Baley, brusco.

Bentley quedó desconcertado y miró a su madre, quien le indicó que se sentara.

–¿Hiciste lo que te ordené, Bentley? –preguntó, cuando se hubo acomodado. Sus manos se movían acariciadoras sobre sus cabellos. Eran tan oscuros como los de su padre, e iba a tener la estatura de éste; mas todo el resto de su apariencia le pertenecía a ella. Tenía el rostro ovalado de Jessie; sus ojos de ágata; su manera despreocupada de contemplar la vida.

–Claro que sí, mamá –repuso echándose un poco hacia delante para atisbar en el doble recipiente del que emanaban sabrosos olores.

–¿Se me permite hojear estos libros-película? –interrogó de pronto R. Daneel, desde el otro lado del cuarto.

–Por supuesto –replicó Bentley, levantándose de la mesa con una mirada instantánea de interés reflejada en su semblante–. Son míos. Los conseguí en la biblioteca, con un permiso especial de mi escuela. Le voy a traer mi estereoscopio. Es magnífico. Mi papá me lo regaló en mi último cumpleaños.

Después de traérselo a R. Daneel, indagó:

–¿Se interesa usted en robots, señor Olivaw?

A Baley se le cayó la cuchara, y se inclinó para recogerla.

–Sí, Bentley, me intereso –repuso R. Daneel.

–Entonces le agradarán éstos. Todos son de robots. Tengo que escribir un ensayo sobre ellos, para mis clases, así que me documento. Resulta un asunto muy complicado. –Y terminó–: Yo estoy en contra.

–Siéntate, Bentley –ordenó Baley, desesperado–, y no molestes más al señor Olivaw.

–No me molesta en absoluto. Bentley, me gustaría hablar contigo sobre este problema en otra ocasión. Tu padre y yo estaremos sumamente atareados esta noche.

–Gracias, señor Olivaw.

«¿Atareados esta noche?», pensó Baley.

Luego, con un violento sobresalto, recordó su tarea. Reflexionó en el espaciano que yacía muerto allá en Espaciópolis, y se percató de que, durante horas enteras, inmerso en su propio dilema, había olvidado por completo el hecho frío y escueto del asesinato.

5
Análisis de un Asesinato

Jessie se despidió de ellos. Púsose un abrigo de ceratofibra y manifestó:

–Os dejo. Sé muy bien que tenéis por delante mucho que discutir.

Hizo pasar a su hijo en cuanto abrió la puerta.

–¿A qué hora volverás, Jessie? –preguntó Baley.

–¿A qué hora deseas que regrese?

–Pues..., no hay necesidad de quedarse fuera toda la noche. ¿Por qué no regresas a la hora acostumbrada? Como a medianoche.

Le lanzó una mirada interrogativa a R. Daneel. Este asintió levemente con la cabeza, excusándose:

–Lamento que...

–No tiene importancia. Nadie me exige que me vaya. Además, es mi noche para salir con mis amigas. Ven conmigo, Bentley.

El jovenzuelo se mostró un poco rebelde.

–Caray, ¿por qué diablos debo ir yo también? No los voy a molestar.

–Haz lo que te ordeno.

–Entonces, ¿por qué no he de poder acompañarte a los etéricos?

–Porque yo voy con algunas amigas y, además, tú tienes otras cosas que hacer... –La puerta se cerró tras ellos.

Y ahora había llegado el momento. Baley lo había estado apartando de su mente. Pensaba: «Presentémonos primero con el robot, veamos cómo es». Luego: «Llevémoslo a casa». Y después: «Comamos antes».

Sólo que ahora ya no había lugar para nuevas dilaciones. Por fin se veían enfrentados al asunto del asesinato, con las complicaciones interestelares, los posibles ascensos en la clasificación, o con una probable desgracia. Y carecía de medios de iniciarlo, excepto recurriendo al robot en busca de ayuda.

R. Daneel indagó:

–¿Tan seguros estamos de que no nos pueden oír?

Baley levantó la vista y se le quedó mirando con sorpresa:

–Nadie escucharía lo que sucede en el apartamento de otro.

–¿No existe la costumbre de fisgar?

–Es cosa que no se hace, Daneel. Vaya, sería como suponer que..., no sé..., que metieran el dedo en tu plato mientras estás comiendo.

–¿O que puedan cometer un asesinato?

–¿Qué?

–¿No es también contrario a las costumbres matar, Elijah?

Baley sentía que su cólera iba en aumento.

–Mira, si hemos de ser socios, no tratemos de imitar la arrogancia de los espacianos y sus aires de superioridad. No va contigo, R. Daneel. –Y no pudo menos que poner énfasis en la erre.

–Mucho lamento si te herí en tus sentimientos, Elijah. Mi intención se limitaba a indicar que, supuesto que los seres humanos se sienten, en ocasiones, capaces de cometer un asesinato, a pesar de la costumbre, pudiesen también ser capaces de violar esas mismas costumbres por lo que se refiere al hecho de fisgar.

–El apartamento se encuentra perfectamente aislado –informó Baley, con el ceño fruncido aún–. No has percibido nada de nada que provenga de ninguno de los dos apartamentos que hay a los lados, ¿verdad? Bueno, pues tampoco ellos nos oirán a nosotros. Por otra parte, ¿a quién se le ocurriría, y por qué, figurarse que algo importante sucede aquí?

–No hay que menospreciar al enemigo.

–Dediquémonos a nuestro trabajo –propuso Baley, encogiéndose de hombros–. Mis informes son muy vagos, así que puedo mostrar mi mano sin ninguna dificultad. Sé que un hombre llamado Roj Nemennuh Sarton, ciudadano del planta Aurora, residente de Espaciópolis, fue asesinado por alguna persona o varias, lo cual se desconoce. Entiendo que la opinión de los espacianos es que no se trata de un acontecimiento aislado. ¿Estoy en lo justo?

–Estás bien informado, Elijah.

–Lo relacionan con una intentona reciente para hacer fracasar un proyecto patrocinado por espacianos para convertirnos en una sociedad integrada por humanos y robots y según los modelos de los Mundos Exteriores. Suponen que el asesinato fue producto de un grupo de terroristas muy bien organizados.

–Exactamente.

–Muy bien, entonces. Para empezar: ¿en qué se basa esta suposición de los espacianos? ¿Por qué el asesinato no podría ser el trabajo de un fanático individual? Existe en la Tierra un sentimiento antirrobotista muy fuerte: pero no hay partidos organizados que preconicen violencias de esta especie.

–Abiertamente, quizá no, desde luego.

–Hasta una organización secreta dedicada a la destrucción de robots y de fábricas de ellos poseería el sentido común suficiente para percatarse de que lo peor de cuanto pudieran hacer sería cometer un asesinato en la persona de un espaciano. Más bien parece haber sido obra de una mente desequilibrada.

R. Daneel escuchaba con muchísima atención. Al fin dijo:

–Yo también creo que el peso de las probabilidades está en contra de la teoría de un «fanático». La persona asesinada era muy bien conocida, y el momento del crimen se escogió con gran precisión, de modo que no cabe sino el proyecto deliberado por parte de un grupo organizado al efecto.

–Bueno, en ese caso, tú cuentas con mayores informes de los que han llegado a mi conocimiento. ¡Suéltamelos!

–Tu fraseología me resulta algo oscura; pero supongo que comprendo. Será preciso que te explique algo de los antecedentes del asunto. Sabrás que, vistas desde Espaciópolis, las relaciones que mantenemos con la Tierra no son del todo satisfactorias.

–¡Mala cosa! –masculló Baley.

–Se me ha dicho que, al principio, cuando se estableció Espaciópolis, se aceptó, por parte de nuestros dirigentes y por el pueblo, que la Tierra estaría dispuesta a adoptar la sociedad integrada que ha venido trabajando tan bien en los Mundos Exteriores. Al principio supusimos que sólo se trataba de aguardar a que las gentes de aquí se sobrepusieran al primer sobresalto de la novedad. Pero se ha demostrado que no fue así. Aun con la cooperación del Gobierno terrestre y de la mayoría de los diversos Gobiernos de las ciudades, la resistencia continuó, dificultando el progreso. Como es natural, esto ha preocupado intensamente a nuestra población.

–Por puro altruismo, supongo.

–No del todo –repuso R. Daneel–, aunque sea muy amable de parte tuya el atribuirles motivos tan nobles. Nuestra creencia general y muy firme es que una Tierra saludable y modernizada sería de gran beneficio para toda la galaxia. Por lo menos, tal es el caso respecto a nuestros habitantes de Espaciópolis. Debo confesar que existen elementos muy poderosos que se oponen a ello en los Mundos Exteriores.

–¿Cómo? ¿Desacuerdos entre los espacianos?

–Por supuesto. No faltan quienes se figuran que una Tierra modernizada sería una Tierra imperialista y peligrosa. Esto sucede más particularmente entre los habitantes de los viejos mundos que se encuentran más cercanos a la Tierra, y tienen mayores razones para acordarse de los primeros siglos de viajes interestelares, cuando sus mundos se vieron dominados por la Tierra, política y económicamente.

–Historia antigua –suspiró Baley–. ¿Se preocupan verdaderamente? ¿Continúan quejándose todavía de los acontecimientos que ocurrieron hace mil años?

–Los humanos tienen sus propias peculiaridades –comentó R. Daneel–. No son razonables, en muchos sentidos, como nosotros los robots, ya que sus circuitos no se proyectan de antemano. Asimismo, se me ha dicho que esto tiene sus ventajas.

–Puede que las tenga –convino Baley con acritud.

–Tú estás en mejor posición que yo para saberlo –sugirió R. Daneel–. En todo caso, los fracasos continuos en la Tierra han fortalecido la política de los partidos nacionalistas de los Mundos Exteriores. Proclaman que resulta del todo evidente que los terrícolas son muy diferentes de los espacianos, y que no se pueden amoldar a las mismas tradiciones. Opinan que si impusiéramos robots en la Tierra, desencadenaríamos destrucciones en la galaxia. Algo que no olvidan nunca es el hecho de que la población de la Tierra es de ocho mil millones de habitantes, mientras que la población total de los cincuenta Mundos Exteriores apenas llega a cinco mil quinientos millones. Nuestros conciudadanos aquí, especialmente el doctor Sarton...

–¿Era doctor?

–En sociología, y especializado en robótica. Un individuo sumamente brillante.

–Comprendo. Prosigue.

Other books

Cellar Door by Suzanne Steele
A Possibility of Violence by D. A. Mishani
El club Dumas by Arturo Pérez-Reverte
The Vengekeep Prophecies by Brian Farrey
Days of Heaven by Declan Lynch
Sarah's Key by Tatiana De Rosnay
Ríos de Londres by Ben Aaronovitch