Bóvedas de acero (21 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Bóvedas de acero
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–Por nada..., por nada...

Las últimas palabras que Baley escuchó murmurar al comisionado, al tiempo que salía de la oficina con R. Daneel pisándole los talones, fueron:

–Motivo. El motivo.

Baley tomó un ligero piscolabis en el comedor del departamento, pequeño y poco usado. Devoró el tomate relleno en ensalada de lechuga sin darse cuenta en absoluto de su calidad, y por unos segundos después de haber concluido de masticar el último bocado, el tenedor rebuscaba aún sin objeto sobre la superficie lisa de su plato de cartón, para atrapar algo de lo que ya no existía.

Percatóse de ello, y soltó el tenedor al tiempo que exclamaba:

–¡Daneel!

Éste se hallaba sentado junto a otra mesa, como si deseara dejar en paz al evidentemente preocupado Baley, o como si la buscase para sí. Daneel se levantó, dirigiéndose a la mesa de Baley, y se sentó junto a él.

–Sí, socio Elijah...

–Daneel –dijo sin mirarlo para nada–, necesito tu cooperación.

–¿En qué forma?

–Interrogarán a Jessie y me interrogarán a mí. Eso es seguro. Déjame que conteste a las preguntas a mi modo. ¿Comprendes?

–Comprendo. Sin embargo si a mí me dirigen una pregunta directa, ¿cómo me será posible decir algo que no sea verdad?

–Si te lanzan una pregunta directa es otro asunto. Lo único que te pido es que no suministres informes voluntarios. Eso sí que lo puedes hacer, ¿verdad?

–Me parece que sí, Elijah, siempre que no aparezca que estoy perjudicando a un ser humano con guardar silencio.

–Tú me perjudicarás a mí si no lo guardas –masculló Baley sombrío.

–No alcanzo a entender tu punto de vista, socio Elijah. Con certeza el caso de R. Sammy no te puede afectar para nada.

–¿No? Todo se reduce a motivo, ¿eh? Tú has dudado del motivo. El comisionado dudó también. Y lo mismo me sucede a mí. ¿Por qué habría alguien de querer la muerte de R. Sammy? Fíjate que no se trata sólo de la pregunta relativa a quién desea destruir robots en general. Prácticamente cualquier terrícola buscaría hacer eso. La pregunta se reduce a: ¿quién desearía eliminar a R. Sammy? Vincent Barrett es un sospechoso; pero el comisionado dijo que no sería posible echarle mano a un atomizador alfa, y con razón. Tenemos que buscar por otro lado, y sucede que precisamente otra persona también cuenta con suficiente motivo. Salta a la vista. Nos lo grita a la cara. Huele a cien metros de distancia.

–¿Quién es esa persona, Elijah?

–¡Yo mismo Daneel! –enfatizó Baley en voz muy baja.

La expresión del rostro de R. Daneel no cambió ante semejante choque. Se limitó a menear la cabeza.

–¿No estás de acuerdo? –prosiguió Baley–. Mi esposa fue hoy a la oficina. Eso lo saben ya. El comisionado hasta siente gran curiosidad. Si no fuera yo un amigo personal suyo, no hubiese interrumpido su interrogatorio tan pronto. Con toda seguridad ahora investigarán la razón de la visita. Formaba parte de una conspiración, y un policía no puede permitirse el lujo de que su esposa se encuentre mezclada en cosas de esa naturaleza. En mi propio interés, debo hacer que se eche tierra sobre el asunto.

»Aunque, ¿quién estaba enterado de ello? Tú y yo, por supuesto, y Jessie..., y R. Sammy. Él la vio en un estado próximo al pánico. Cuando le manifestó que habíamos dado órdenes que no se nos molestara, con seguridad que perdió el dominio de sí. Tú viste el aspecto que presentaba cuando entró en la oficina.

–No creo probable que le haya dicho nada incriminatorio –comentó R. Daneel con tranquilidad.

–Tal vez no; pero estoy tratando de reconstruir el caso del mismo modo que ellos lo harán. Sugerirán que sí lo dijo, y he ahí el motivo. Lo maté para que guardara silencio.

–No se imaginarán eso.

–Sí lo pensarán. El asesinato fue ideado de modo intencional con objeto de que las sospechas recaigan en mí. ¿Por qué usar un atomizador alfa? Fue un medio muy arriesgado. Son muy difíciles de obtener y se le puede seguir el rastro, descubriendo su procedencia. Me figuro que se usó exactamente por esas razones. El asesino hasta le ordenó a R. Sammy que fuera al almacén de accesorios fotográficos y que se matara allí. Me parece evidente que el motivo de ello se concretó a no permitir equivocación posible respecto a la manera en que se consumó el asesinato. Aun en el supuesto de que no reconociera el atomizador alfa, alguien por fuerza habría de observar, en cortísimo lapso, que las películas fotográficas se hallaban veladas.

–Pero, ¿cómo se puede relacionar algo contigo, Elijah?

Baley esbozó una sonrisita irónica, con el semblante desprovisto de todo buen humor.

–El atomizador alfa se sustrajo de la planta de energía de Williamsburg. Tú y yo pasamos ayer por la planta de energía eléctrica de Williamsburg. Fuimos vistos ahí, y el hecho se descubrirá. Eso me suministra a mí la oportunidad de apoderarme del arma, además de tener motivo para el crimen. Y puede acontecer que tú y yo hayamos sido los últimos en ver o escuchar a R. Sammy con vida; excepto, naturalmente, el asesino.

–Yo estuve contigo en la planta y puedo atestiguar que no tuviste oportunidad de robar un atomizador alfa.

–Gracias –comentó Baley con tristeza–; pero eres un robot, y tu testimonio no es válido.

–El comisionado es tu amigo: me escuchará.

–El comisionado tiene que conservar su puesto, y además ahora se encuentra poco tranquilo por lo que a mí respecta. Sólo hay una probabilidad de que me salve de esta comprometida situación.

–Dime.

–No dejo de preguntarme: ¿por qué se me toma de chivo expiatorio? Sin duda, para desembarazarse de mí. Pero, ¿por qué? Es evidente que resulto peligroso para alguien. Estoy haciendo cuanto puedo para convertirme en peligroso a quienquiera que haya matado al doctor Sarton, en Espaciópolis. Las probabilidades son de que si hallo al asesino del doctor Sarton, encuentre también al hombre o a los hombres que tratan de desembarazarse de mí. Si descubro la solución del crimen, si puedo resolver el problema, estaré a salvo. Y también Jessie. No podría permitir que le pasara... Pero no dispongo de mucho tiempo. –Convertía la mano en puño y volvía a extender los dedos con movimientos espasmódicos–. No, seguro que no, no cuento con tiempo suficiente.

Baley contempló el semblante cincelado de R. Daneel con una fulgurante y repentina esperanza. Fuera lo que fuese esta criatura, por lo menos era fuerte y fiel, impulsada por un instinto que nada tenía de egoísta. ¿Qué más podía pedírsele a un amigo? Baley necesitaba un amigo, y no estaba para ponerse a cavilar sobre el hecho de que una palanca reemplazara a un vaso sanguíneo en este que se le ofrecía.

Sólo que R. Daneel movía la cabeza.

–Lo siento mucho, Elijah –murmuraba el robot, aunque no hubiese la menor huella de sentimiento en su rostro, por supuesto–; pero no pude prever nada de esto. Quizá mis actos redundaron en perjuicio tuyo. Lamento mucho si el bienestar general lo exige.

–¿Qué bienestar general? –tartamudeó Baley.

–Me puse en comunicación con el doctor Fastolfe.

–¿Cuándo?

–Mientras comías.

Los labios de Baley se comprimieron hasta formar una línea.

–Bueno –logró por fin balbucear–, ¿qué sucedió?

–Será preciso que te vindiques de la sospecha de asesinato de R. Sammy por otros medios que no sean la investigación del asesinato de mi diseñador, el doctor Sarton. Como resultado de mis informes, nuestras gentes de Espaciópolis han decidido dar por terminada esa investigación y abandonar Espaciópolis y la Tierra.

17
Conclusión de un Proyecto

Baley consultó su reloj con el mayor desgaire que piado aparentar. Eran las veintiuna cuarenta y cinco horas. Dentro de dos horas y cuarto sería medianoche. Se había despertado antes de las seis, y se hallaba sujeto a una tensión nerviosa terrible desde hacía dos días y medio. Todo se le presentaba con una vaga sensación de irrealidad.

–¿Y eso a qué se debe, Daneel? –interrogó.

–¿No comprendes? –se asombró R. Daneel–. ¿No te parece evidente?

–No, no comprendo. No resulta evidente –afirmó Baley con una gran dosis de paciencia.

–Estamos aquí –explicó el robot–, y por ese plural busco designar a nuestras gentes de Espaciópolis, con objeto de romper la armadura que rodea a la Tierra, y forzar a sus habitantes a que intenten nuevas expansiones y colonizaciones.

–Eso ya lo sé. ¡Por favor, no insistas en ese punto!

–Debo hacerlo. Resulta indispensable. Comprenderás que si estuviésemos ansiosos de imponer un castigo por el asesinato del doctor Sarton, al hacerlo no buscaríamos ninguna esperanza de devolverle la vida al doctor Sarton; sabemos que al fracasar en nuestro intento obtenemos un fortalecimiento de la posición de nuestros propios políticos planetarios que se oponen a la existencia de Espaciópolis.

–Y ahora –interpuso Baley, con violencia repentina–, me avisas que te dispones a largarte para tu casa por voluntad propia, por propia iniciativa. ¿Por qué? La respuesta al caso Sarton está muy próxima. Tiene que hallarse al alcance de la mano, o de lo contrario no intentarían desembarazarse de mí con tanto empeño. Abrigo la sensación de que poseo todos los hechos necesarios para descubrir la respuesta.

Baley aspiró con fuerte estremecimiento, y se sintió avergonzado. Estaba dando un triste espectáculo, un cobarde espectáculo de sí mismo ante una máquina fría e impasible que sólo atinaba a contemplarlo con fijeza y en silencio. Entonces imprecó con fiereza:

–¡Bueno, no tomes en cuenta esto! Así pues, ¿cuándo van a retirarse los espacianos?

–Nuestros proyectos están terminados –repuso el robot–. Nos hallamos convencidos de que la Tierra colonizará.

–Entonces, ¿te has vuelto optimista?

–Sí. Durante mucho tiempo los espacianos hemos tratado de cambiar la Tierra mediante su economía. Pretendimos introducir nuestra propia cultura C/Fe. Sus gobiernos planetarios y municipales cooperaron con nosotros porque resultaba fácil y cómodo. A pesar de ello, en veinticinco años hemos fracasado. Cuanto mayor empeño ponemos, mayor es la oposición y crece el partido de los medievalistas.

–Todo eso lo sé –convino Baley. Y pensó: «Es inútil. Tiene que explicármelo en sus propias palabras, como un disco».

El robot reanudó su discurso.

–El doctor Sarton fue el primero en sugerir la teoría de que cambiáramos nuestras tácticas. En primer lugar buscamos un grupo de terrícolas afín a nuestros deseos, o al que se le pudiera persuadir en ese sentido. Si se le estimulaba y se le ayudaba, podríamos convertir el movimiento en nativo, en lugar de que fuese extranjero. La dificultad estribaba en hallar el elemento nativo mejor dispuesto para nuestro objeto. Tú, tú mismo, Elijah, te convertiste en un experimento interesante.

–¿Yo? ¡Yo! ¿Qué quieres decir? –gritó Baley.

–Nos satisfizo que tu comisionado te recomendara. Tomando en cuenta tu perfil psíquico, juzgamos que serías un modelo útil. El análisis de tu cerebro vino a confirmar nuestro juicio, análisis que llevé a cabo en ti desde el momento en que nos encontramos. Eres un hombre práctico, Elijah. No te pones a soñar románticamente sobre los tiempos pasados de la Tierra, a pesar de tu saludable interés en ellos. Y tampoco te declaras partidario obcecado de la cultura de la ciudad que hoy día presenta la Tierra. Nos percatamos de que gentes como tú mismo eran las que una vez más podían encabezar a los terrícolas en su ascensión a las estrellas. Era una razón por la que el doctor Fastolfe tenía verdadero ahínco en verte ayer por i la mañana.

»Tu naturaleza práctica se impuso con intensidad embarazosa. Te negaste a comprender que el servicio fanático de u n

ideal, hasta de un ideal equivocado, podía obligar a un hombre a llevar a cabo actos más allá de su capacidad ordinaria como, por ejemplo, cruzar a campo traviesa, por la noche, para ir a destruir a alguien que consideraba como enemigo de su causa. Por lo tanto, no nos causó demasiado asombro que fueras tan cerrado de cabeza y tan suficientemente audaz para intentar demostrar que el asesinato era un fraude. Y hasta cierto punto, nos demostraste que eras el hombre indicado, el que necesitábamos para nuestro experimento.

–¿Qué experimento? –interrumpió Baley dando un fuerte puñetazo sobre la mesa.

–El experimento de llegar a persuadirte que la colonización era la única respuesta a los problemas de la Tierra.

–Pues confieso que me persuadieron.

–Sí, bajo la influencia de una droga apropiada.

–¿Qué había en la aguja hipodérmica? –preguntó, atragantándose.

–Nada que pueda alarmarte, Elijah. Una droga muy débil, sólo para lograr que tu mente se hiciera más accesible.

–Y que creyera cuanto se me dijese, ¿verdad?

–No precisamente. Tú no creerías nada que fuese extraño al patrón básico de tu pensamiento. En realidad, los resultados del experimento fueron desconsoladores. El doctor Fastolfe había esperado que te convirtieras en fanático de ese asunto, y con la mente fija en un solo surco, por decirlo así. En lugar de ello, apenas te mostraste más bien como aprobando a distancia. Tu naturaleza práctica se interpuso en el trayecto de algo más entusiasta. Eso nos hizo comprender que nuestra única esperanza eran, después de todo, los románticos; y los románticos, desdichadamente, son todos los medievalistas de hecho, activos o potenciales.

Baley se sintió orgulloso de sí mismo y contento de su empecinamiento. Feliz por haberlos desilusionado. ¡Que experimenten con otro!

–¿Así que han desistido de su proyecto y regresas a tus dominios? –preguntó con una sonrisita rabiosa.

–No se trata de eso. Dije que confiábamos en que la Tierra podría colonizar. Fuiste tú quien me proporcionó la respuesta.

–¿Yo?

–Le hablaste a Francis Clousarr de las ventajas de la colonización. Le hablaste con empeño y con ahínco. Por lo menos nuestro experimento en ti obtuvo ese resultado. Y las propiedades cerebroanalíticas de Clousarr cambiaron. Sutilmente, pero cambiaron.

–¿Me insinúas que le convencí de que yo tenía razón?

–No, la convicción no llega con esa facilidad. Pero los cambios cerebroanalíticos demostraron que la mente medievalista se halla abierta a esa clase de convicción.

R. Daneel hizo una pausa. Luego prosiguió:

–Lo que designamos con el nombre de medievalismo demuestra una tendencia imperiosa por las colonizaciones. Tengo la certeza de que tal impulso se vuelve hacia la Tierra misma, que está más cercana y cuenta con el antecedente de un gran pasado. Pero la visión de allende los mundos es algo semejante, y los románticos pueden volver a ello con facilidad, del mismo modo que Clousarr sintió la atracción como resultado de una sola conversación contigo.

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