Blasfemia (46 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

BOOK: Blasfemia
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Respiró hondo y susurró, agachándose:

—Justo antes de su… muerte, Volkonski escribió una nota. La encontré yo. Una de las cosas que ponía era: «Sé la verdad, tonto. A mí no me engaña esta locura».

—Sí… Sí… —respondió Hazelius—. Peter era listo… Demasiado para su propio bien… Eso fue un error por mi parte. Debería haber elegido a otra persona… —Un silencio, seguido de un largo suspiro—. Estoy desvariando. —Le temblaba la voz; estaba al límite de la cordura—. ¿Qué decía?

Hazelius volvía a la realidad, pero no del todo.

—Joe Blitz era L. Ron Hubbard, el hombre que creó su propia religión. ¿De eso se trataba?

—Lo he dicho por decir.

—Pero era tu plan —dijo Ford—. ¿Verdad?

—No sé de qué me hablas.

El tono de Hazelius parecía más centrado.

—Por supuesto que lo sabes. Lo preparaste todo tú: la construcción del
Isabella
, los problemas con la máquina, la voz de Dios… Todo era cosa tuya. El hacker eres tú.

—Qué tonterías dices, Wyman.

Daba la impresión de haber vuelto bruscamente a la realidad.

Ford sacudió la cabeza. Hacía casi una semana que tenía la respuesta delante de las narices, dentro de su carpeta.

—Las utopías políticas te han interesado prácticamente toda la vida —dijo.

—Como a muchos, ¿no crees?

—Sí, pero no hasta la obsesión. Así era como estabas tú: obsesionado. Pero lo peor era que nadie te hacía caso, ni siquiera después de ganar el premio Nobel. Debía de ser para volverse loco: el hombre más inteligente del mundo, y no le escuchaba nadie. Luego murió tu mujer y te recluíste. Reapareciste dos años después con la idea del
Isabella
. Tenías algo que decir y querías que te escu-chasen. Tenías más ganas que nunca de cambiar el mundo. ¿Y que mejor manera de convertirse en profeta que empezando tu propia religión?

Ford oía cómo Hazelius respiraba con dificultad en las tinieblas. —Tu teoría es… de locos —dijo Hazelius, con un gruñido.

—Entonces se te ocurrió la idea del proyecto
Isabella
, una máquina que investigase el Big Bang, el momento de la creación, y conseguiste que la construyesen. Luego seleccionaste al equipo, asegurándote de que fueran psicológicamente receptivos. Todo esto lo has escenificado tú. Planeaste hacer el mayor descubrimiento científico de la historia. ¿Cuál podía ser? ¡Pues descubrir a Dios, naturalmente! Descubrimiento que a ti te convertía en su profeta. Es eso, ¿no? Planeaste hacerle al mundo el truco de L. Ron Hubbard.

—Francamente, estás loco.

—Tu mujer no murió embarazada. Eso te lo inventaste. Habrías reaccionado de la misma manera con cualquier nombre que dijera la máquina. También tenías previstos los números que pensaría Kate, porque la conocías muy bien. Todo el asunto no tenía nada de sobrenatural.

La única respuesta de Hazelius fue su respiración acompasada.

—Reuniste a doce científicos que elegiste personalmente. Al leer sus dossieres, me sorprendió que todos tuvieran un pasado doloroso, y que todos buscaran un sentido a su vida. Me pregunté por qué, pero ahora ya lo sé: los elegiste tú personalmente porque sabías que eran vulnerables, maduros para la conversión.

—Pero a ti no he logrado convertirte, ¿verdad?

—Has estado a punto.

Hicieron una pausa. Llegaba un eco lejano de voces por los túneles. La horda regresaba.

Hazelius soltó un largo suspiro.

—Vamos a morir los dos. Espero que seas consciente de ello, Wyman. Van a… martirizarnos a los dos. —Eso está por ver.

—Sí, mi intención era iniciar una religión, pero no sé qué rayos ha pasado. Se me ha ido de las manos. Tenía un plan… y se me ha ido de las manos. —Otro suspiro, y después un gemido—. Eddy. Es el comodín lo que ha dado al traste con mis cartas. ¡Qué tontería no haberlo pensado! Todos los profetas acaban en el martirio.

—¿Cómo lo hiciste? Me refiero a hackear el ordenador.

Hazelius sacó del bolsillo la vieja pata de conejo.

—Vacié el relleno de corcho y lo sustituí por una memoria flash de sesenta y cuatro gigas, un procesador, un micro y un transmisor inalámbrico, con reconocimiento de voz y datos. Podía conectarlo con cualquiera de los mil procesadores inalámbricos de alta velocidad que había por todo el
Isabella
, todos esclavos del superorde-nador. Lleva un programa muy interesante de inteligencia artificial, escrito en LISP por mí, o mejor dicho con mi ayuda, porque en gran parte se genera a sí mismo. Es el programa informático más bonito que se ha escrito. Era fácil de manipular, porque lo llevaba en el bolsillo; aunque el programa no era fácil en absoluto. En realidad no estoy seguro de entenderlo ni yo. Lo raro es que dijo muchas cosas que yo no tenía previstas, cosas que ni soñaba. Se podría decir que rindió más de lo esperado.

—Cerdo manipulador…

Hazelius volvió a guardar la pata de conejo en el bolsillo.

—En eso te equivocas, Wyman. Yo no soy mala persona. Lo he hecho todo por los motivos más elevados y altruistas.

—Sí, claro. Pero mira cuánta violencia y cuántas muertes has provocado. Eres el responsable.

—Los que han elegido la violencia son Eddy y los suyos, no yo.

Hazelius hizo una mueca pasajera de dolor.

—Y mataste a Volkonski, o le ordenaste a Wardlaw que lo hiciera.

—No. Volkonski era listo y adivinó mis intenciones, pero al analizarlo se dio cuenta de que no podía pararme. Como no soportaba quedar como un tonto y que manipularan y malograran el trabajo de toda su vida, se mató, haciendo que pareciera un suicidio pero con un par de detalles anómalos, para que al final pensaran que era un asesinato. Psicología inversa, típica de Volkonski. Era de una tortuosidad única.

—¿De qué servía disfrazarlo de asesinato?

—Volkonski tenía la esperanza de que la investigación acabara alcanzando al proyecto
Isabella
, y de que nos impidieran seguir antes de mi golpe maestro; pero no le salió bien. Los acontecimientos se precipitaron demasiado. No es que no me considere responsable de su muerte, pero no le maté yo.

—¡Madre mía! ¡Pero cuánto desperdicio inútil! —No lo enfocas bien, Wyman… —Hazelius resolló un mo-mento antes de continuar—. Esto no ha hecho más que empezar. Ya no se puede parar. «Les jeux sont faits», como dijo Sartre. Lo más irónico es que lo harán posible ellos.

—¿«Ellos»?

—La turba fundamentalista. Son ellos los que le darán a la historia un final más rotundo que el que yo tenía pensado.

—Tu historia tendrá un final intrascendente.

—Por lo que veo, Wyman, no entiendes todas las implicaciones de lo que está ocurriendo. El populacho de Eddy… —Hizo una pausa. Ford se quedó consternado al percibir el débil ruido de la gente que se acercaba—. Me matará. Me martirizará. Y a ti tam-bién. De ese modo ungirá mi nombre… para siempre.

—Ya te unjo yo para siempre: como loco.

—Reconozco que es como me percibiría la mayoría de la gente normal.

Las voces se hicieron más definidas.

—Tenemos que escondernos —dijo Ford.

—¿Dónde? No podemos ir a ninguna parte, y yo no puedo moverme. —Hazelius sacudió la cabeza, y citó la Biblia con voz ronca—: «Y dirán a los montes y a las peñas: "Caed sobre nosotros y ocultadnos"». Estamos acorralados, tal como dice el Apocalipsis.

Las voces se acercaban. Ford sacó su pistola, pero Hazelius le puso una mano pegajosa y trémula en el brazo.

—Consiente con dignidad.

Surgieron destellos en la oscuridad. Las voces aumentaron de volumen, a la vez que aparecían por una curva del túnel una docena de hombres sucios y fuertemente armados.

—¡Están aquí! ¡Son dos!

La multitud surgió de las tinieblas, negros y monstruosos como un grupo de mineros de carbón, con las pistolas desenfundadas y con el sudor formando estrías blancas en sus rostros crispados.

—¡Hazelius! ¡El Anticristo!

—¡¡El Anticristo!!

—¡Ya le tenemos!

Otra explosión lejana sacudió la cueva. La roca suelta del techo se desprendió, provocando una lluvia de piedras que rebotaron en el suelo como un granizo infernal. Cintas de humo de carbón se elevaron por el aire asfixiante. La montaña tembló de nuevo. Se oyó tronar otro derrumbe, que escupió humo por los pozos.

La multitud se abrió ante el pastor Eddy, que se acercó a Hazelius, encogido en el suelo, y le contempló con una mueca de triunfo en su cara huesuda y demacrada.

—Volvemos a vernos.

Hazelius se encogió de hombros y apartó la vista.

—Con la diferencia de que ahora mando yo, Anticristo —dijo Eddy—. Tengo a Dios a mi derecha, a Jesús a mi izquierda y el Espíritu Santo me cubre por la espalda. ¿Y tú? ¿Dónde tienes a tu protector? Ha escapado. ¡Satanás se ha refugiado en las peñas, el muy cobarde! ¡«Ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero»!

Eddy se agachó hasta que su cara quedó a pocos centímetros de la del científico. Entonces se rió.

—Vete al infierno, germen —dijo Hazelius en voz baja.

Eddy explotó de rabia.

—¡Registradles, por si llevan armas!

Un grupo de hombres fue hacia Ford, que dejó que se acercaran. Al primero le dio un puñetazo, al segundo una patada en la barriga, y al tercero le estrelló contra la pared de roca. Los demás se le echaron encima con un rugido de ira, y un pequeño ejército de puños y pies acabó por pegarle a la pared, antes de dejarle tendido en el suelo. Eddy le sacó la SIG-Sauer del cinturón.

Durante la refriega, un creyente entusiasta le dio a Hazelius una patada en la pierna rota, y el científico se desmayó con un sollozo.

—Felicidades, Eddy —dijo Ford, retenido en el suelo—. Tu Salvador estaría orgulloso.

Eddy le fulminó con la mirada, rojo de rabia, como si tuviera ganas de pegarle un puñetazo, pero se reprimió.

—¡Ya está bien! —gritó a la multitud—. ¡Ya está bien! ¡Dejadnos sitio, nos encargaremos de ellos como está mandado! ¡Levantadles!

Pusieron de pie a Ford, y le empujaron. El grupo empezó a moverse. Dos hombres corpulentos arrastraron por las axilas a Hazelius, completamente inconsciente, con sangre en la nariz, un ojo hinchado y la pierna torcida.

Llegaron a otra bancada muy grande. Por un túnel lateral entraba una luz intermitente. Se oyeron voces agitadas.

—¿Frost? ¿Eres tú? —preguntó Eddy.

Apareció un personaje musculoso, con ropa de camuflaje, pelo rubio con un corte militar, un cuello enorme y unos ojos muy juntos.

—¿Pastor Eddy? Hemos encontrado más. Se habían escondido en un pozo.

Ford vio que una docena de hombres armados llevaba a punta de pistola a Kate y a los demás. —Kate… ¡Kate! Se soltó y quiso ir hacia ella. —¡Paradle!

Sintió un golpe terrible en la espalda, que le hizo caer de rodillas. El segundo le tumbó de lado. Después llegaron varios puñetazos y patadas, que acabaron dejándole tendido en el suelo. Cuando le levantaron otra vez; fue con tal brutalidad que casi le dislocaron los hombros. Un individuo sudoroso, con la cara manchada de polvo de carbón y unos ojos prácticamente en blanco, como de ca-ballo, le dio una sonora bofetada.

—¡No salgas de la fila!

Se oyó otro trueno lejano, que hizo temblar el suelo. El polvo desprendido de la base de la mina se fue por los túneles en remolinos. En el techo se acumulaban varias capas de humo.

—¡Escuchadme! —gritó Eddy—. ¡No podemos quedarnos aquí abajo! ¡Se ha incendiado toda la montaña! ¡Tenemos que salir!

—Yo he visto una vía hacia arriba —dijo el tal Frost—. Con la explosión se ha abierto un pozo. Se veía la luna al final del túnel.

—Pues llévanos hasta allí —ordenó Eddy.

Varios hombres armados les empujaron con pistolas por la oscuridad y el polvo de los túneles. Dos de los seguidores de Eddy cogieron a Hazelius por debajo de los brazos y le levantaron, inconsciente. Cruzaron otra bancada enorme, siempre a oscuras. La vaga luz que se filtraba por el polvo gris iluminó un derrumbe gigantesco, una montaña de piedras por la que se podía subir hasta un agujero largo y oscuro. Ford respiró a bocanadas el aire fresco y puro que llegaba de lo alto.

—¡Por aquí!

Empezaron a trepar por las piedras, que al rodar hacia abajo les hacían tropezar.

—¡Salgamos del Abismo de Abaddón! —exclamó triunfalmente Eddy—. ¡Hemos puesto el yugo a la Bestia!

Delante iban los dos fieles que arrastraban a Hazelius. Cruzaron el agujero en el techo de roca, mientras varios hombres armados empujaban al resto de los científicos. Por el boquete se accedía a una bancada más alta, y desde la bancada, a su vez, a otro pozo, en cuyo fondo Ford vio un destello fugaz: el brillo, que desapare-ció rápidamente, de una estrella en el firmamento. Salieron a la mesa por una larga fisura en diagonal. Olía a gasolina quemada y a humo. Todo el este del horizonte estaba en llamas; las nubes rojizas de humo negro que cruzaban el cielo oscurecían la luna. El suelo retumbaba constantemente. De vez en cuando, una llama saltaba más de treinta metros, ondeando en la noche como un estandarte de color rojo sangre.

—¡Por aquí! —exclamó Eddy—. ¡Hacia aquella explanada!

Después de cruzar el cauce seco de un arroyo, se pararon en una gran hondonada de arena dominada por un pino seco gigantesco; ahí, finalmente, Ford pudo acercarse lo suficiente a Kate para preguntarle:

—¿Estás bien?

—Sí, pero Julie y Alan han muerto. Les pilló el derrumbe.

—¡Silencio! —vociferó Eddy, llegando a la explanada.

A Ford le sorprendió verle tan cambiado respecto al predicador tenso de la primera vez. Ahora era un hombre sereno y lleno de aplomo, que se movía con parsimonia. Llevaba en el cinturón un revólver Super Blackhawk del 44. Se paseó un momento ante la multitud, hasta que levantó una mano.

—El Señor nos ha liberado de la esclavitud de Egipto. Alabado sea el Señor.

Su grey (unas cuantas docenas de feligreses) tronó en respuesta: —¡Alabado sea el Señor!

Eddy se volvió hacia el científico, que, tendido en el suelo, volvió en sí y abrió los ojos.

—Levantadle —dijo sin gritar, señalando a Ford, a Innes y a Cecchini—. No le soltéis.

Los tres se agacharon y sostuvieron a Hazelius sobre su única pierna sana, con toda la suavidad posible. A Ford le parecía mentira que aún estuviera, no ya consciente, sino vivo.

Eddy se volvió hacia la multitud.

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