Blasfemia (31 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

BOOK: Blasfemia
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—Transferencia terminada.

—Corta la corriente del ordenador principal.

—¡Eh, un momento! —saltó Dolby—. Ese no era el plan.

—Queremos asegurarnos de que el malware no esté ahí. Desenchufa, Alan.

Edelstein se volvió hacia el ordenador con una sonrisa fría.

—¡Un momento, por el amor de Dios!

Dolby se levantó, pero ya era demasiado tarde.

—Hecho —dijo Edelstein, pulsando una tecla.

La mitad de las pantallas periféricas se apagaron. Dolby siguió en el mismo sitio sin saber qué hacer. Pasaron unos segundos. No ocurría nada. El
Isabella
seguía con su cantinela.

—Ha funcionado —dijo Edelstein—. Kevin, ya puedes relajarte.

Dolby le miró con cara de enfado, pero se sentó de nuevo ante su terminal.

«¿Estás diciendo —escribió Ford— que nuestra realidad es una ilusión?»

«Sí. La selección natural os ha hecho creer la falsa ilusión de que entendéis la realidad fundamental, pero no es cierto. ¿Cómo ibais a entenderla? ¿Entienden los escarabajos la realidad fundamental? ¿Y los chimpancés? Vosotros sois animales, como ellos. Habéis evolucionado de la misma manera que ellos, os reproducís como ellos y tenéis las mismas estructuras neuronales básicas. Solo os diferenciáis de los chimpancés en doscientos genes. Una diferencia tan minúscula, ¿cómo podría permitiros comprender el uni-verso, si los chimpancés ni siquiera pueden comprender qué es un grano de arena?»

—¡Os juro —exclamó Chen— que los datos vuelven a salir de CCero!

—Imposible —dijo Hazelius—. El malware se esconde en algún detector. Haz un apagado forzoso y reinicia los procesadores de los detectores uno por uno.

—Lo intentaré.

«Si quieres que nuestra conversación sea fructífera, debes per-der cualquier esperanza de entenderme.»

—Más ofuscación. Muy inteligente —dijo Innes—. En el fondo no dice nada.

Ford sintió el suave peso de una mano en el hombro.

—¿Me dejas que siga yo un momento? —preguntó Kate.

Ford apartó las manos del teclado y se levantó, dejando que se sentara ella.

«¿Cuáles son nuestras ilusiones?», tecleó Kate.

«Habéis evolucionado para ver el mundo como algo compuesto de objetos diferenciados. Pues no. Todo ha estado entrelazado desde el primer momento de la creación. Lo que llamáis espacio y tiempo no son más que propiedades emergentes de una realidad subyacente más profunda. En dicha realidad no hay separación. No hay tiempo. No hay espacio. Todo es uno.»

«Explícate», escribió Kate.

«Pese a ser incorrecta, vuestra teoría de la mecánica cuántica pone de relieve una verdad profunda, la de que el universo es unitario.»

«De acuerdo, muy bien —escribió Kate—, pero ¿eso qué importancia tiene para nuestra vida actual?»

«Mucha. Vosotros os consideráis "personas individuales", con un pensamiento único y diferenciado. Os creéis que nacéis y que morís. Os pasáis la vida con un sentimiento de aislamiento y soledad que puede llegar a ser desesperante. Tenéis miedo de la muerte porque teméis perder vuestra individualidad. Es todo una ilusión. Tú, él, ella… Todo lo que os rodea, esté vivo o no, las estrellas, las galaxias, el vacío que hay en medio, no son objetos separados y diferenciados. Existe una interrelación fundamental en todo. El nacimiento y la muerte, el dolor y el sufrimiento, el amor y el odio, el bien y el mal, son todo ilusiones, atavismos del proceso evolutivo. En realidad no existen.»

«¿Es decir, que todo es ilusión, como creen los budistas?»

«En absoluto. Hay una verdad absoluta, una realidad, pero el mero hecho de entreverla destruiría cualquier cerebro humano.»

De pronto, Edelstein, que ya no estaba en su consola, apareció en la espalda de Ford y Mercer.

—Alan, ¿por qué te levantas de tu puesto… ? —empezó a decir Hazelius.

—Si eres Dios —dijo Edelstein, sonriendo a medias mientras se paseaba con las manos en la espalda frente al visualizador—, dejémonos de teclas. Deberías poder oírme.

«Con toda claridad», apareció la respuesta en el visualizador.

—Hay un micro escondido —dijo Hazelius—. Búscalo, Melissa.

—Ahora mismo.

Edelstein siguió hablando sin inmutarse.

—¿Dices que «todo es unitario»? Nosotros tenemos un sistema de numeración: uno, dos, tres… Es mi manera de refutar tu afirmación.

«Uno, dos, tres… Otra ilusión matemática. No hay enumerabilidad.» —Eso son sofismos matemáticos —dijo Edelstein, algo molesto—.Que no hay enumerabilidad… Acabo de demostrar lo contrario contando. —Levantó una mano—. Otra prueba en contra: ¡mira, el número entero cinco!

«Lo que me enseñas es una mano con cinco dedos, no el número entero cinco. Vuestro sistema numérico no tiene existencia independiente en el mundo real. Es una simple metáfora.»

—Me gustaría oír cómo demuestras una conjetura tan absurda.

«Elige un número al azar en la serie de los números reales: la probabilidad de que hayas elegido un número sin nombre y sin definición, que no se puede computar o poner por escrito ni aunque lo intentara todo el universo, es de uno. Este problema se extiende a los números supuestamente definibles, como pi o la raíz cuadrada de dos. Con un ordenador del tamaño del universo que estuviera en marcha una cantidad infinita de tiempo, no se podría calcular exactamente ninguno de ambos números. Dime una cosa, Edelstein: entonces, ¿cómo puede decirse que existen esos números? ¿Cómo pueden existir el círculo o el cuadrado, de los que se dice que derivan dichos números? ¿Cómo puede existir el espa-cio dimensional si no se puede medir? Tú, Edelstein, eres como un mono que en un heroico esfuerzo mental aprende a contar hasta tres. Encuentras unas piedras y crees que has descubierto el infinito.»

Ford había perdido el hilo del debate, pero le sorprendió ver que Edelstein palidecía y se quedaba mudo de impresión, como si el matemático hubiera entendido algo que le dejaba estupefacto.

—¿Ah, sí? —exclamó Hazelius, bajando del Puente y apartando a Edelstein. Se puso frente a la pantalla—. Te llenas la boca con palabras, presumes de que hasta el nombre de «Dios» es inadecuado para describir tu grandeza. ¡Pues vamos, demuéstralo! Demuestra que eres Dios.

—No —dijo Kate—. Eso no se lo pidas.

—¿Por qué no, si puede saberse?

—Porque podría dártelo.

—Lo veo difícil. —Hazelius se volvió hacia la máquina—. ¿Me has oído? Demuestra que eres Dios.

La respuesta apareció en la pantalla después de un silencio: «Propón tú la demostración, Hazelius, aunque te advierto que es la última prueba a la que me someteré. Tenemos cosas más importantes que hacer, y muy poco tiempo».

—Tú me has obligado. —Espera —dijo Kate. Hazelius se volvió a mirarla.

—Gregory, si tienes que hacerlo, hazlo bien. Que sea definitivo. No puede haber margen para dudas o ambigüedades. Pregúntale algo que solo sepas tú, tú y nadie más en todo el mundo. Algo personal. Tu secreto más profundo e íntimo. Algo que solo pudie-ra saber Dios, el verdadero Dios.

—Sí, Kate, tienes razón. —Hazelius reflexionó un largo minuto y dijo en voz baja—: Está bien, ya lo tengo.

Silencio.

Nadie trabajaba en lo suyo.

Hazelius se volvió hacia el visualizador y habló tranquilamente, con voz queda.

—Mi mujer, Astrid, murió estando embarazada. Acabábamos de enterarnos. Nadie más sabía que esperaba un hijo. Nadie más. Aquí tienes la posibilidad de demostrármelo: dime el nombre que elegimos para nuestro hijo.

Otro silencio, en el que solo se oía el canto etéreo de los detectores. La pantalla estaba en blanco. Pasaron los segundos, muy lentamente. Hazelius resopló por la nariz. —Bien, ha quedado claro. Si alguien lo dudaba… Entonces, como llegando de muy lejos, apareció un nombre en la pantalla.

«Albert Leibniz Gund Hazelius, si era niño.» Hazelius se quedó muy quieto, con el semblante inexpresivo, Todos le miraban en espera de un no que no llegó.

—¿Y si era niña? —exclamó Hazelius, acercándose a la pantalla—. ¿Qué pasaba si era niña? ¿Qué nombre le habríamos puesto?

«Rosalind Curie Gund Hazelius.»

Ford asistió con una perplejidad absoluta al momento en el que Hazelius caía doblado en el suelo, con la misma lentitud y suavidad que si se hubiera dormido.

44

Cuando Stanton Lockwood llegó al Despacho Oval para la reunión de emergencia, el presidente estaba paseando por el centro de la sala como un león enjaulado. Roger Morton, su jefe de gabinete, y el ubicuo responsable de la campaña, Gordon Galdone, flanqueaban la zona de paseo como árbitros. Su siempre silenciosa secretaria, Jean, sujetaba con remilgo el cuaderno de taquigrafía. A Lockwood le sorprendió ver al consejero de Seguridad Nacional del presidente en una videoconferencia, ocupando la mitad de una pantalla en cuya otra mitad estaba Jack Strand, el director del FBI.

—¡Stanton! —El presidente se acercó y le dio la mano—. Me alegro de que hayas podido venir tan deprisa.

—No faltaría más, señor presidente.

—Siéntate.

Lockwood se sentó, mientras que el presidente se quedó de pie.

—Stan, he convocado esta pequeña reunión porque Jack acaba de informarme de que en Arizona hay problemas con el proyecto
Isabella
. Hacia las ocho, hora local, se han interrumpido todas las comunicaciones con el
Isabella
en ambos sentidos; bueno, para ser más exactos, con toda Red Mesa. El hombre que lleva el proyecto desde el Departamento de Energía ha intentado hablar con ellos por las líneas restringidas, las abiertas de móvil y hasta las fijas, pero nada. El
Isabella
está funcionando a toda potencia, y parece que el equipo está allí abajo, en el Bunker, completamente aislado. Después de pasar por varios filtros, han informado de la situación al director Strand, que me lo ha notificado a mí.

Lockwood asintió con la cabeza. Era muy raro. Los sistemas de refuerzo tenían sus propios sistemas de refuerzo. No tenía por qué suceder. Ni podía.

—Debe de tratarse de algún fallo —dijo el presidente—; se habrán quedado sin corriente. Prefiero no darle más importancia, y menos en un momento tan delicado.

Lockwood sabía que «momento delicado» era un eufemismo del presidente para referirse a las elecciones que se avecinaban. El presidente siguió caminando.

—Y encima no es el único problema. —Se volvió hacia su secretaria—. Adelante, Jean.

Bajó del techo una pantalla, en la que apareció tras un siseo de estática la imagen del reverendo Don T. Spates, sentado a su mesa redonda de cerezo, frente a una eminencia gris. Su voz salía de los altavoces como un trueno. Era una versión abreviada de ocho minutos, con lo más significativo del programa. Al término de la proyección, el presidente dejó de caminar y miró a Lockwood. —Ahí tienes el segundo problema. Lockwood respiró hondo.

—Señor presidente, yo no me preocuparía demasiado. Es una locura. Solo se lo creerán los extremistas. El presidente se volvió hacia su jefe de gabinete. —Díselo, Roger.

Los dedos anchos y aplastados de Morton ajustaron la corbata con tranquilidad, mientras sus ojos grises observaban a Lockwood.

—Antes del final de
América: mesa redonda
, la Casa Blanca ya había recibido casi cien mil e-mails. Hace media hora se alcanzaron los doscientos mil. No tengo el último recuento porque los servidores se han colgado. Lockwood sintió un escalofrío de horror. —No he visto nada igual en todos los años que llevo en la política —dijo el presidente—. ¡Y justo ahora el puñetero proyecto
Isabella
enmudece! ¡Parece mentira! Lockwood miró a Galdone, pero el lúgubre jefe de campaña se reservaba su opinión, como de costumbre.

—¿Se podría mandar a alguien para ver qué ocurre?

Quien respondió fue el director del FBI.

—Lo estamos sopesando. Quizá un pequeño equipo… por si se produjera… alguna emergencia…

—¿Emergencia?

—No es descartable que sean terroristas, o algún tipo de motín interno. Se trata de una posibilidad muy remota, pero que hay que tener en cuenta.

Lockwood sintió una creciente sensación de irrealidad.

—En fin, Stanton —dijo el presidente, juntando las manos en la espalda—, tú llevas el proyecto
Isabella
. ¿Qué demonios está pasando?

Lockwood carraspeó.

—Lo único que puedo decir es que es muy extraño, y que se salta todos los protocolos. La verdad es que no lo entiendo, a menos que…

—¿A menos que qué? —preguntó el presidente.

—Que los científicos hayan desconectado adrede el sistema de comunicaciones.

—¿Cómo podemos saberlo?

Lockwood pensó un rato.

—En Los Álamos hay un tal Bernard Wolf que era el brazo derecho del ingeniero jefe, Ken Dolby, el que diseñó el
Isabella
. Wolf sabe cómo está montado todo; conoce los sistemas, los ordenadores y cómo funciona el conjunto. También debería tener un juego completo de planos.

El presidente se volvió hacia su jefe de gabinete.

—Quiero que ahora mismo le localicéis.

—Sí, señor presidente.

Morton hizo salir escopeteado a su ayudante. Después se acercó a la ventana y se volvió. Tenía la cara roja, y se le marcaba un poco el pulso en las venas del cuello. Miró directamente a Lockwood.

—Stan, desde hace semanas no he hecho otra cosa que decirte lo preocupado que estaba porque el proyecto
Isabella
no avanzaba. ¿Se puede saber qué diantre has estado haciendo?

Su tono dejó de piedra a Lockwood. Hacía años que nadie le hablaba así. Mantuvo un estricto control de su voz.

—Trabajar día y noche en el asunto. Incluso tengo un infiltrado.

—¿Un infiltrado? ¡Madre mía! ¿Sin pasar por mí?

—Lo autoricé yo —dijo el presidente con cierta dureza—. Vamos, menos comportarse como unos gallitos y más centrarse en el problema.

—¿Y qué se supone que hace exactamente tu infiltrado? —preguntó Morton sin hacer caso al presidente.

—Investigar el retraso e intentar averiguar el motivo.

—¿Y?

—Espero resultados para mañana.

—¿Cómo te pones en contacto con él?

—Por satélite, con un teléfono secreto —dijo Lockwood—. Lo malo es si está en el Bunker, con los demás, porque bajo tierra no funciona.

—Inténtalo de todos modos.

Con mano temblorosa, Lockwood escribió el número en un papelito y se lo dio a Jean.

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