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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (43 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Vayamos a casa —propuso—. Llamaré a mi marido; llegará en unos minutos.

Dejó la escoba contra la puerta de uno de los boxes y se sacó el móvil del bolsillo del chaleco de plumas.

—Albert —dijo—, ¿puedes venir a casa? Ha venido la Policía. Han encontrado a Stefanie.

Amelie despertó porque había creído oír en sueños un leve chapoteo. Tenía sed, una sed horrorosa, atroz. La lengua se le pegaba al paladar, tenía la boca seca como el papel. Hacía unas horas, Thies y ella se habían comido las dos últimas galletas y luego se bebieron lo que quedaba de agua, ahora ya no quedaba nada más. Amelie había oído hablar de personas que para no morir de sed se habían bebido su propia orina. La estrecha franja de luz de debajo del techo le dijo que al otro lado de su prisión era de día. Distinguió el contorno de la estantería en el otro extremo de la habitación del sótano. Thies estaba hecho un ovillo a su lado en el colchón, la cabeza en el regazo de ella, y dormía profundamente. ¿Cómo había ido a parar allí? ¿Quién los había encerrado allí a los dos? ¿Y dónde demonios estaban? La desesperación de Amelie iba en aumento. Le entraron ganas de llorar, pero no quería despertar a Thies, aunque la pierna se le había quedado completamente dormida debido el peso de su cabeza. Se pasó la lengua por los labios resecos. ¡Otra vez! ¡De nuevo ese leve gorgoteo y ese chapoteo! Como si en alguna parte hubiera un grifo abierto. Si salía de aquel sitio, se juró, no volvería a malgastar agua. Antes tiraba sin más botellas de cola a medias cuando la bebida se quedaba sin gas. ¡Lo que daría en aquel momento por una cola tibia y sin burbujas!

Su mirada vagó por la estancia y llegó hasta la puerta. No dio crédito a sus ojos cuando vio que, en efecto, por debajo de la puerta entraba agua. Apartó a Thies con nerviosismo y soltó un taco cuando la pierna dormida se negó a obedecerla. Se arrastró a cuatro patas por el suelo, que ya estaba mojado. Lamió con avidez el agua como un perro, se humedeció la cara y se rio. El buen Dios había escuchado sus desesperadas oraciones. ¡No la dejaba morir de sed! Por debajo de la puerta entraba cada vez más agua, precipitándose por los tres peldaños como una bonita y pequeña catarata. Amelie dejó de reír y se levantó.

—Basta ya de agua, Dios mío —musitó.

Dios no le hizo caso. El agua seguía entrando, ya formaba un gran charco en el desnudo suelo de hormigón. A Amelie empezó a temblarle el cuerpo entero de miedo. No había nada que deseara más que el agua, y ahora ese deseo se cumplía, si bien de forma muy distinta a como ella esperaba. Thies se había despertado. Estaba sentado en el colchón, abrazándose las rodillas, y se mecía adelante y atrás. Devanándose los sesos febrilmente, ella fue hasta la estantería y la sacudió. Aunque estaba oxidada, parecía relativamente estable. Quienquiera que los hubiese encerrado en ese sitio debía de haber dejado correr el agua. Era evidente que ese cuarto estaba a mayor profundidad que el resto del sótano. En el suelo no había desagüe, y la pequeña claraboya estaba a escasa distancia del techo. Si el agua seguía entrando, acabaría inundando la habitación. ¡Se ahogarían sin remedio como ratas! Echó un vistazo a su alrededor, fuera de sí. ¡Mierda! Ahora que había sobrevivido tanto tiempo sin volverse loca y sin morir de hambre o de sed, no estaba dispuesta a morir ahogada así como así. Se inclinó sobre Thies y lo agarró con fuerza del brazo.

—¡Levanta! —ordenó—. Vamos, Thies. Ayúdame a subir el colchón a la estantería.

Para su sorpresa, su amigo dejó de mecerse y se puso de pie. Juntos lograron colocar el pesado colchón en el último estante. Tal vez el agua no subiera tanto, en cuyo caso allí arriba estarían a salvo. Y con cada hora que pasaba aumentaba la posibilidad de que los encontrasen. A alguien le llamaría forzosamente la atención tanta agua: a los vecinos, a la empresa suministradora o a quien fuera. Amelie se subió a la estantería con cuidado para que no volcara. Una vez arriba, le tendió la mano a Thies. Esperaba que aquel viejo trasto herrumbroso aguantara el peso de ambos. Poco después, él estaba a su lado en el colchón. Para entonces el agua ya cubría el suelo de la habitación y seguía colándose por debajo de la puerta a la misma velocidad que antes. Ahora no les quedaba más remedio que esperar. Amelie cambió de postura y se tumbó con cautela en el colchón.

—Bueno —comentó con cierto humor negro—, eso es lo que pasa con los deseos: de pequeña siempre quise tener una cama en alto, y ahora por fin la tengo.

Beate Schneeberger hizo pasar a Bodenstein y Pia al comedor y los invitó a sentarse a la maciza mesa, justo al lado de la imponente estufa revestida de azulejos, que desprendía un agradable calor. Las numerosas habitaciones pequeñas de la antigua granja habían dado paso a una única estancia amplia, y los tabiques se reducían ahora a las vigas de madera. El resultado era moderno y, sin embargo, de lo más acogedor.

—Por favor, esperen hasta que haya venido mi marido —pidió la señora Schneeberger—. Mientras, prepararé té.

Fue a la cocina, que también era diáfana. Bodenstein y Pia se miraron. A diferencia de los Wagner, que habían sucumbido a la desaparición de su hija, el matrimonio Schneeberger daba la impresión de haber sobrevivido a las heridas y empezado una nueva vida. Las gemelas tuvieron que llegar al mundo después.

A los cinco minutos escasos entró en el comedor un hombre alto y delgado de cabello cano con una camisa de cuadros y unos pantalones de faena azules. Albert Schneeberger le tendió la mano primero a Pia y luego a Bodenstein; se mostraba dueño de sí y serio. Esperaron a que la señora Schneeberger hubiera servido el té y a continuación Bodenstein les informó de los pormenores con tacto. Albert Schneeberger se situó tras la silla de su mujer, con las manos apoyadas con suavidad en los hombros de ella. El dolor que ambos sentían era palpable, pero también lo era el alivio, el hecho de saber por fin la suerte que había corrido su hija.

—¿Saben quién lo hizo? —preguntó Beate Schneeberger.

—No, todavía no lo sabemos a ciencia cierta —contestó Bodenstein—. Lo único que sabemos con seguridad es que no pudo ser Tobias Sartorius.

—En ese caso, fue condenado injustamente.

—Sí, eso parece.

Durante un rato nadie dijo nada. Albert Schneeberger, con aire pensativo, observó por los grandes ventanales a sus dos hijas, que se ocupaban, con diligencia, de otro caballo.

—No debí dejarme convencer por Terlinden de que nos mudáramos a Altenhain —aseveró de pronto—. Teníamos un piso en Frankfurt, pero estábamos buscando una casa en el campo, ya que en la ciudad, Stefanie amenazaba con caer en malas compañías.

—¿De qué conocía a Claudius Terlinden?

—A decir verdad, a quien conocía era a Wilhelm, su hermano mayor. Estudiamos juntos y luego fuimos socios. Tras su muerte conocí a Claudius. Éramos proveedores de su empresa, y entre nosotros surgió algo que yo consideré erróneamente amistad. Terlinden nos alquiló la casa que había justo al lado de la suya, que era de su propiedad. —Albert Schneeberger exhaló un hondo suspiro y se sentó junto a su mujer—. Yo sabía que tenía mucho interés en mi empresa. Nuestros conocimientos y nuestras patentes casaban a la perfección con sus planes y eran importantes para él. Por aquel entonces estaba constituyendo una sociedad anónima para sacar la empresa a Bolsa. En un momento dado me hizo una oferta. Había algunos compradores. En su día, Terlinden tenía mucha competencia. —Hizo una pausa y bebió un sorbo de té—. Entonces desapareció nuestra hija. —Su voz sonó serena, pero era evidente lo mucho que le costaba recordar los terribles acontecimientos—. Terlinden y su mujer se mostraron muy compasivos y atentos. Al principio creímos que eran unos amigos de verdad. Yo apenas podía ocuparme del negocio. Estábamos buscando a Stefanie por todos los medios, nos unimos a las distintas organizaciones, acudimos a la radio, a la televisión… Y cuando Terlinden volvió a hacerme una oferta, accedí. La empresa me daba absolutamente igual, yo solo podía pensar en Stefanie; al fin y al cabo, aún tenía la esperanza de que apareciera. —Carraspeó, procurando mantener la compostura. Su mujer le cogió la mano y la apretó ligeramente—. Acordamos que Terlinden no introduciría ningún cambio en la estructura empresarial y que conservaría a los trabajadores —prosiguió el hombre—. Pero sucedió justo lo contrario: Terlinden descubrió un punto flaco en los contratos. Sacó la empresa a Bolsa, la desarticuló, vendió todo lo que no necesitaba y despidió a ochenta de los ciento treinta trabajadores. Yo ya no estaba en situación de defenderme. Fue… espantoso. Todas esas personas a las que yo conocía tan bien, de pronto estaban en paro. Nada de eso habría pasado si por aquel entonces yo hubiera podido pensar con claridad. —Se pasó la mano por la cara—. Beate y yo decidimos irnos de Altenhain. Nos resultaba insoportable vivir al lado de ese… de ese ser y ver tan de cerca su falsedad, su forma de presionar y manipular a la gente de su empresa y del pueblo, y todo ello fingiendo magnanimidad.

—¿Cree usted que Terlinden pudo hacerle algo a su hija para adueñarse de su empresa? —inquirió Pia.

—Puesto que han encontrado el… cuerpo de Stefanie en su propiedad, podría ser, sí. —Al hombre le flaqueó la voz, apretó los labios con resolución—. Francamente, ni mi mujer ni yo creímos nunca que Tobias le hubiera hecho algo a nuestra hija, pero ahí estaban todas esas pruebas, las declaraciones. Al final ya no sabíamos qué pensar. Primero sospechamos de Thies, que siempre andaba siguiendo a Stefanie como una sombra… —Se encogió de hombros desamparado—. No sé si Terlinden llegaría tan lejos —dijo al cabo—. Pero se aprovechó de la situación sin pestañear. Ese hombre es un especulador y un mentiroso de cuidado, no tiene conciencia. No se detiene ante nada, literalmente, para conseguir lo que quiere.

A Bodenstein le sonó el móvil. Había dejado a Pia al volante, y lo cogió sin mirar la pantalla. Al oír de repente la voz de Cosima, se estremeció.

—Tenemos que hablar —dijo su mujer—. Civilizadamente.

—Ahora no tengo tiempo —denegó—. Estamos en mitad de un interrogatorio. Te llamo luego.

Y cortó sin más, sin despedirse, algo que nunca había hecho.

Habían salido del valle, el agradable sol se había desvanecido, y una niebla lúgubre y gris los envolvía de nuevo. Atravesaron Glashütten en silencio.

—¿Qué harías tú en mi lugar? —preguntó de pronto.

Pia titubeó. Recordaba vivamente la decepción que sintió cuando se enteró de la aventura de Henning con la fiscal Valerie Löblich. Y eso que a esas alturas ya llevaban más de un año separados. Pero Henning siempre lo había negado, hasta que Pia lo pilló infraganti con Löblich. De no haber estado roto ya su matrimonio, aquello le habría dado la puntilla. En el lugar de Bodenstein, ella no volvería a fiarse de Cosima; a fin de cuentas, le había mentido vilmente. Y una aventura era algo distinto de un desliz, que podía perdonarse en según qué circunstancias.

—Deberías hablar con ella —aconsejó a su jefe—. Al fin y al cabo, tenéis una niña pequeña. Y veinticinco años de matrimonio no se arrojan por la borda sin más.

—Menudo consejo —repuso él, burlón—. Muchas gracias. Pero ¿qué es lo que piensas de verdad?

—¿En serio lo quieres saber?

—Claro. Si no, no te preguntaría.

Pia respiró hondo.

—Cuando algo se rompe, se rompe. Y aunque se pegue, ya no vuelve a ser lo mismo —dijo—. Eso es lo que yo opino. Lo siento si esperabas oír otra cosa.

—No. —Para sorpresa de ella, Bodenstein incluso sonrió, aunque no precisamente de alegría—. Tu sinceridad es algo que aprecio mucho en ti.

Su móvil sonó de nuevo. En esa ocasión miró antes la pantalla para ahorrarse otra sorpresa.

—Es Ostermann —informó, y contestó. Tras escuchar unos segundos, asintió—. Llame a la señora Engel. Quiero que esté presente cuando hablemos con él.

—¿Tobias?

—No. —Bodenstein cogió aire—. El señor ministro ha aparecido y nos espera con su abogado.

Hablaron a la puerta de la sala de interrogatorios, adonde Bodenstein había hecho llevar a Gregor Lauterbach y a su abogado. No quería crear una atmósfera agradable y familiar, era preciso que Lauterbach tuviera claro que no recibiría ningún tratamiento especial.

—¿De qué modo quiere proceder usted? —quiso saber la comisaria jefe Engel.

—La idea es presionarlo a lo bestia —repuso Bodenstein—. No podemos perder más tiempo. Amelie ya lleva desaparecida una semana, y si queremos encontrarla con vida, no podemos andarnos con miramientos.

Nicola Engel asintió. Entraron en la sobria sala, donde una de las paredes la ocupaba un cristal con espejo. A la mesa, en el centro, se hallaban sentados el ministro Lauterbach y su letrado, a quien Bodenstein y Pia conocían de sobra y al que consideraban todo menos simpático. Anders defendía casi exclusivamente a personalidades involucradas en asesinatos y homicidios. No le importaba perder pleitos, puesto que lo que quería era ver su apellido en la prensa y, a ser posible, llevar sus casos ante el Tribunal Supremo.

Gregor Lauterbach, consciente de la gravedad de la situación, se mostró de lo más locuaz. Pálido y visiblemente exhausto, contó en voz baja lo que sucedió el 6 de septiembre de 1997. Esa noche se había reunido con su alumna Stefanie Schneeberger en el pajar de los Sartorius para dejarle claro que no tenía intención de empezar nada con una alumna. Después se fue a casa.

—Al día siguiente me enteré de que Stefanie y Laura Wagner habían desaparecido sin dejar rastro —manifestó—. Alguien nos llamó y nos dijo que la Policía sospechaba que el novio de Stefanie, Tobias Sartorius, había matado a las dos chicas. Mi mujer encontró en nuestro cubo de la basura un gato ensangrentado. Después, yo le dije que había ido a hablar con Stefanie porque me había estado acosando toda la noche en las fiestas y se me había insinuado. Los dos pensamos que Tobias debió de tirar el gato a nuestro cubo después de matar a Stefanie a golpes en un acceso de cólera. Daniela quería evitar que la gente hablase. Me dijo que debía enterrar el gato. No sé por qué lo hice (probablemente fuese una reacción irreflexiva), pero no lo enterré, sino que lo tiré a la fosa de purín de los Sartorius.

Bodenstein, Pia y Nicola Engel escuchaban en silencio. Tampoco Anders, el abogado, dijo nada. Cruzado de brazos y con los labios fruncidos, miraba con indiferencia el espejo de enfrente.

—Estaba… estaba convencido de que Tobias había matado a Stefanie —continuó Lauterbach—. Nos vio juntos, y encima ella después cortó con él. Tirando el gato a nuestro cubo de la basura, quería que sospecharan de mí. Para vengarse.

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