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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

Blancanieves debe morir (31 page)

BOOK: Blancanieves debe morir
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No pudo continuar, tenía la garganta seca. Con las piernas flaqueándole, avanzó hasta la siguiente casa y se sentó en un escalón de la entrada a pesar de que estaba mojado. Pia lo observó en silencio y, pensó él, compadeciéndolo. Bajó la mirada.

—Dame un pitillo —pidió con voz bronca.

Pia rebuscó en el bolsillo de la cazadora y le ofreció un paquete de cigarrillos y un mechero sin decir palabra. Bodenstein no fumaba desde hacía quince años, y no lo echaba de menos, pero en ese momento no pudo evitar constatar que su sed de nicotina seguía latente en lo más profundo de su ser.

—He aparcado en la calle Kettenhofweg esquina con la Brentanostrasse. —Pia le ofreció las llaves—. Vete al coche antes de que te dé algo aquí.

Bodenstein ni cogió las llaves ni le respondió. Le daba completamente igual mojarse o que los transeúntes lo mirasen como si fuera idiota. Le daba todo lo mismo. Aunque en su fuero interno lo sospechaba desde hacía tiempo, esperaba con todas sus fuerzas que hubiese una explicación inocente para las mentiras y los mensajes de Cosima, y no estaba preparado para verla en compañía de otro hombre. Dio una calada al cigarro con avidez y retuvo el humo cuanto pudo. Se mareó, como si en lugar de un Marlboro se estuviese fumando un porro. Poco a poco, el tiovivo de pensamientos atropellados fue aminorando su alocada marcha y se detuvo. En su cabeza reinaba un silencio profundo y vacío. Estaba sentado en una escalera en medio de Frankfurt y se sentía tremendamente solo.

Lars Terlinden colgó y permaneció sentado unos minutos. Arriba lo esperaba el consejo de administración. Sus miembros habían ido hasta allí ex profeso desde Zúrich para que les explicara cómo pensaba recuperar los trescientos cincuenta millones que había perdido. Por desgracia, no tenía una solución. Ellos lo escucharían y después, esbozando una sonrisa falsa, lo harían trizas; esos capullos arrogantes que hacía un año le daban palmaditas en la espalda como si fueran amiguetes por el trato colosal que había cerrado. De nuevo sonó el teléfono; esta vez era una llamada interna. Lars Terlinden hizo caso omiso. Abrió el cajón superior de la mesa y sacó un pliego con el membrete del banco y la estilográfica Montblanc, un regalo de su jefe de tiempos mejores, que solo utilizaba para firmar contratos. Se quedó mirando un minuto el papel de color crema y después comenzó a escribir. Sin releer lo escrito, dobló la hoja y la introdujo en un sobre acolchado. A continuación escribió la dirección en el sobre, se levantó, cogió el maletín y el abrigo y salió del despacho.

—Tiene que salir hoy sin falta —le dijo a su secretaria al tiempo que dejaba caer el sobre en su mesa.

—Naturalmente —repuso ella mordaz. Antes era secretaria de dirección, y seguía considerando indigno ser secretaria de un jefe de departamento—. Supongo que no habrá olvidado la reunión, ¿no?

—Desde luego que no. —Echó a andar sin tan siquiera mirar.

—Llega siete minutos tarde.

Salió al pasillo. Veinticuatro pasos hasta el ascensor, que parecía esperarlo con las puertas abiertas, impaciente. Arriba, en la duodécima planta, se hallaba reunido el consejo desde hacía siete minutos. Su futuro estaba en juego, su prestigio, toda su vida, en definitiva. Dos compañeras de administración entraron tras él en el ascensor. Las conocía de vista y las saludó con un gesto, distraído. Ellas soltaron una risita, dijeron algo en voz baja y le devolvieron el saludo. La puerta se cerró sin hacer ruido, y él se asustó al ver en el espejo al hombre de rostro demacrado que lo miraba con unos ojos apáticos, abatidos. Estaba cansado, exhausto y quemado.

—¿Sube o baja? —preguntó la ascensorista morena de los ojazos.

Su dedo, con la uña larga y artificial, permanecía a la espera frente al panel digital. Lars Terlinden no podía dejar de mirar su propio rostro en el espejo.

—Abajo —respondió—. A la planta baja.

Pia Kirchhoff entró en el Ebony Club y saludó con la cabeza al conserje, que le abrió la puerta con brío. No hacía mucho, ella y Christoph habían comido allí con Henning y Miriam. Henning había tenido que aflojar quinientos euros por la comida, una auténtica exageración, a su juicio. A Pia no le entusiasmaban los sitios pijos, con platos y cartas de vinos crípticos en las que el precio de una sola botella podía rondar las cuatro cifras. Dado que juzgaba los vinos no por la etiqueta, sino basándose en sus gustos personales, le bastaba con un bardolino o un chianti en la pizzería de al lado para que una noche fuera redonda.

El jefe de sala se levantó de su apostadero y se dirigió hacia ella con una sonrisa radiante. Pia le puso la placa delante de las narices sin decir palabra. La sonrisa se enfrió algunos grados en el acto. Ante sus ojos, una posible clienta forrada dispuesta a derrochar se había convertido de sopetón en un lastre con el que nadie quería cargar. La Policía Judicial no estaba bien vista en ninguna parte, y aún menos en un restaurante distinguido en pleno servicio de mediodía.

—¿Podría decirme de qué se trata? —inquirió en voz baja el jefe de sala.

—No —respondió ella con sequedad—, no se lo puedo decir. ¿Dónde está el gerente?

La sonrisa desapareció por completo y, con ella, la fingida amabilidad.

—Espere aquí.

El hombre se alejó y Pia echó un vistazo discretamente. En efecto, a una de las mesas estaba sentada Cosima von Bodenstein, a solas con un hombre al que claramente sacaba diez años. Él llevaba un traje informal arrugado, la camisa con el cuello abierto y sin corbata. Su porte desenvuelto irradiaba seguridad en sí mismo. El cabello castaño claro, revuelto, le llegaba por los hombros, y su rostro anguloso, con el mentón de una prominencia agresiva, la barba de tres días y la conspicua nariz aguileña, había sido curtido por el sol y la vida al aire libre…, o por el alcohol, como pensó Pia con maldad. Cosima von Bodenstein le hablaba animadamente, y él la contemplaba risueño y con evidente fascinación. No era una comida de trabajo, ni tampoco un encuentro casual de viejos conocidos; las vibraciones eróticas que había entre ambos ni siquiera pasaban inadvertidas a un observador superficial. O acababan de salir de la cama o estaban retrasando el camino hacia ella con un almuerzo ligero para aumentar las expectativas. Pia lo sintió de veras por su jefe; sin embargo, también comprendía en cierto modo a Cosima, a la que al cabo de veinticinco años de rutina conyugal le apetecía vivir una aventura.

La aparición del gerente del establecimiento sacó a Pia de sus pensamientos. El hombre tendría a lo sumo treinta y cinco años, aunque el cabello ralo, de color arena, y el rostro abotargado le hacían parecer mayor.

—No quiero entretenerlo mucho, señor… —empezó Pia mientras escudriñaba a aquel hombre voluminoso y tan maleducado que ni le tendió la mano ni se presentó.

—Jagielski —añadió él altivo, y mandó a su jefe de sala de vuelta a su sitio con un arrogante movimiento de mano—. ¿Qué sucede? Estamos en mitad del servicio.

Jagielski. El apellido despertó en Pia una asociación vaga.

—Ya. ¿Se ocupa usted mismo de la cocina? —replicó ella con ironía.

—No —negó el otro con un gesto avinagrado, mientras su mirada, irritantemente inquieta, no dejaba de recorrer el local. De pronto se dio la vuelta y detuvo a una camarera joven, a quien sacó los colores con un comentario entre dientes—. Ya casi no hay personal competente —aclaró a Pia sin tan siquiera un amago de sonrisa—. Estos jóvenes son un desastre. No tienen actitud.

Entraron más clientes; allí, ellos estorbaban. En ese instante Pia recordó dónde había oído antes el apellido Jagielski. La jefa del Zum Schwarzen Ross, de Altenhain, también se apellidaba así. La correspondiente pregunta confirmó que no se trataba de una casualidad. En efecto, Andreas Jagielski era el propietario tanto del Zum Schwarzen Ross como del Ebony Club y de otro local de Frankfurt.

—Y bien, ¿cuál es el problema? —preguntó él. La educación no era su punto fuerte. Ni la discreción tampoco. Seguían en mitad de la entrada.

—Me gustaría saber si el señor Claudius Terlinden cenó aquí con su esposa el sábado por la noche.

El hombre alzó una ceja.

—¿Por qué quiere saber eso la Policía?

—Porque le interesa. —Poco a poco, la arrogancia y la altanería de aquel tipo empezaban a sacarla de quicio—. ¿Y bien?

Un pequeño titubeo y después un leve gesto de asentimiento.

—Sí, cenó aquí.

—¿Él solo con su mujer?

—Eso ya no lo sé.

—Puede que su jefe de sala se acuerde. Sin duda tendrán un libro de reservas.

Jagielski le hizo una seña de mala gana al hombre al que antes echara y le ordenó que le entregara el libro de reservas. Mantuvo la mano extendida con actitud expectante y aguardó en silencio hasta que el jefe de sala se bajó de su asiento y se acercó de nuevo a paso ligero. El gerente se humedeció el dedo índice y comenzó a hojear despacio el libro encuadernado en piel.

—Sí, aquí —dijo al cabo—. Fueron cuatro. Ahora lo recuerdo.

—¿Quiénes? Deme los nombres —pidió Pia.

Un grupo de comensales se disponía a marcharse. Finalmente, Jagielski condujo a Pia hasta la barra.

—No sé por qué es de su incumbencia —dijo en voz queda.

—Mire, investigo el caso de su camarera, Amelie, que ha desaparecido y fue vista por última vez el sábado en el Zum Schwarzen Ross. —Pia empezaba a impacientarse—. Buscamos testigos que vieran después a la chica.

Jagielski la miró con fijeza, se quedó pensativo un momento y debió de decidir que darle esos nombres no le comprometía.

—Los Lauterbach —afirmó.

Pia se quedó de una pieza. ¿Por qué no le había dicho Claudius Terlinden que él y su esposa habían ido a cenar con sus vecinos? La tarde anterior, en su despacho, solo había hablado de su mujer y de él. Extraño.

El acompañante de Cosima von Bodenstein estaba pagando la cuenta. La camarera le dedicó una sonrisa resplandeciente; a todas luces, la propina había sido generosa. Luego, él se levantó y rodeó la mesa para retirarle la silla a Cosima. Tal vez por fuera no tuviese nada que ver con Bodenstein, pero sus buenos modales eran semejantes.

—¿Sabe quién es el acompañante de aquella señora pelirroja? —preguntó Pia de sopetón a Jagielski, que ni siquiera hubo de levantar la cabeza para saber a quién se refería. Por su parte, ella se volvió para que Cosima no la viera al salir.

—Sí, claro. —De repente su voz tenía un tonillo casi de incredulidad, como si no se pudiera creer que alguien no conociera a aquel hombre—. Es Alexander Gavrilow. ¿También tiene que ver con la investigación?

—Quizá —contestó Pia, y sonrió—. Gracias por su ayuda.

Bodenstein seguía sentado en la escalera, fumando. A sus pies había cuatro colillas. Pia permaneció un instante en silencio delante de su jefe para asimilar la inusitada estampa.

—¿Y? —Él alzó la mirada. Estaba pálido.

—No te lo vas a creer: los Terlinden estuvieron cenando con los Lauterbach —informó Pia—. Y el gerente del Ebony Club es también el propietario del Zum Schwarzen Ross de Altenhain. ¿No es una casualidad?

—No lo creo.

—¿Entonces? —Pia no caía.

—¿Los has… visto?

—Sí. —Se inclinó para coger el paquete de tabaco, que él había dejado en la escalera, y se lo guardó—. Vamos. No me apetece quedarme aquí pelándome de frío.

Bodenstein se levantó entumecido, dio una última calada al cigarrillo y lanzó la colilla a la calle mojada. Mientras caminaban, Pia lo miró de reojo. ¿Seguiría esperando que hubiera una explicación inocente para ese encuentro entre su esposa y un atractivo desconocido?

—Alexander Gavrilow —dijo ella, y se detuvo—. El explorador de las regiones polares y alpinista.

—¿Qué? —Bodenstein la miró desconcertado.

—El hombre con el que comía Cosima —aclaró Pia, y añadió mentalmente: «Y con el que se lo monta, sin lugar a dudas».

Bodenstein se pasó la mano por el rostro.

—Claro. —Hablaba más consigo mismo que con Pia—. Ya sabía yo que me sonaba de algo. Cosima me lo presentó en una ocasión, creo que en el último estreno. Hace un tiempo estuvieron barajando un proyecto común del que al final no salió nada.

—Puede que solo sea algo de trabajo —trató de consolarlo Pia, en contra de lo pensaba—. Quizá estén hablando de un proyecto del que tú no tienes que saber nada y te estés preocupando sin ninguna necesidad...

Bodenstein escrutó a Pia arqueando las cejas. Por un instante, a sus ojos asomó un destello de burla, que se apagó en el acto.

—Tengo ojos en la cara —espetó—. Y sé lo que he visto. Mi mujer se acuesta con ese tío desde hace sabe Dios cuánto. Tal vez me venga bien. Ya no puedo seguir engañándome.

Reanudó la marcha con resolución, y Pia casi tuvo que correr para no quedarse atrás.

«Thies lo sabe todo, y la Policía está husmeando. Deberías ocuparte de controlar la situación. ¡Tienes mucho que perder!»

Las letras en la pantalla se volvieron borrosas ante sus ojos. Habían enviado el correo electrónico a su dirección oficial del ministerio. Santo Dios, ¡si su secretaria lo hubiese leído! Por regla general, todas las mañanas imprimía sus correos y se los entregaba; solo por pura casualidad había llegado ese día al despacho antes que ella. Gregor Lauterbach se mordió el labio inferior e hizo clic en el remitente: «[email protected]». ¿Quién se ocultaba tras él? ¿Quién, quién, quién? Esa pregunta dominaba sus pensamientos desde la primera carta, apenas podía pensar en otra cosa día y noche. El miedo lo recorrió como un escalofrío.

Llamaron, la puerta se abrió y se sobresaltó como si le hubieran lanzado agua hirviendo. Al verlo, a Ines SchürmannLiedtke se le atragantaron los buenos días.

—¿No se encuentra bien, jefe? —inquirió preocupada.

—No —graznó Lauterbach, y se dejó caer de nuevo en el sillón—. Creo que tengo la gripe.

—¿Quiere que cancele los compromisos de hoy?

—¿Hay algo importante?

—No. Nada muy urgente. Llamaré a Forthuber para que lo lleve a casa.

—Sí. Gracias, Ines —asintió Lauterbach, y tosió un poco.

Ella se fue, y él clavó la vista en el correo electrónico. Blancanieves. Su cerebro iba a toda velocidad. Después, cerró el mensaje, bloqueó al destinatario haciendo clic con el botón derecho y rebotó el mensaje como si no lo hubiera recibido.

Barbara Fröhlich estaba sentada a la mesa de la cocina, tratando en vano de concentrarse en un crucigrama. Al cabo de tres días y tres noches de incertidumbre, tenía los nervios de punta. El domingo había llevado a los dos pequeños con sus padres a Hofheim, y el lunes Arne había ido a trabajar, por más que su jefe le dijo que si quería podía quedarse en casa. Pero ¿qué iba a hacer en casa? Desde entonces, los días se alargaban de manera insoportable. Amelie seguía sin aparecer, no daba ni una sola señal de vida. Su madre había llamado tres veces desde Berlín, más porque debía hacerlo que porque estuviese preocupada. Los dos primeros días fueron a verla algunas mujeres del pueblo con la idea de consolarla y prestarle su apoyo, pero como apenas las conocía, se limitaron a sentarse en la cocina, incómodas, procurando sacar temas de conversación. La noche anterior, para colmo, se había enzarzado en una buena pelea con Arne, la primera desde que se conocían. Ella le echó en cara que no se interesaba por la suerte que había podido correr su hija mayor, e incluso lo acusó, furibunda, de que probablemente hasta se alegrara si no volvía a aparecer. Estrictamente hablando no fue una pelea, ya que Arne la miró y no dijo nada. Como siempre.

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