Bienaventurados los sedientos (17 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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Juntó sus apuntes, se los guardó en el bolsillo trasero del pantalón y se fue a la calle, a comprobar quiénes eran aquellos dos hombres.

Cecilie había aceptado sin rechistar otra noche de trabajo, estaba de buen humor. No así Hanne. Eran casi las siete y se encontraba en la sala de emergencias junto con Håkon y el inspector Kaldbakken. Los demás se habían ido a casa. Aunque trabajaban todos bajo la misma presión, no era motivo para agotar a la gente tan pronto.

Ella, fiel a su método, había esbozado todo el caso. Una pizarra blanca dominaba la estancia desde el centro. Había trazado una línea del tiempo que se iniciaba el 8 de mayo y se alargaba hasta aquel mismo día.

Cuatro masacres de los sábados en cinco semanas, ninguna el 29 de mayo.

—Puede ser, simplemente, que no la hayamos descubierto —dijo Håkon—. Tal vez sí que se haya producido.

Kaldbakken pareció estar de acuerdo, tal vez solo porque quería irse a casa. Estaba cansado y, para colmo, había pillado un resfriado de verano que no ayudaba precisamente a sus vías respiratorias.

—Existe, a su vez, otra posibilidad —dijo Hanne, frotándose la cara con insistencia. Se acercó a la ventana estrecha y se quedó de pie, mirando a la calle, contemplando el ocaso de la noche estival sobre la capital. Nadie dijo nada durante un buen rato—. Ahora estoy del todo segura —proclamó de repente, y se dio la vuelta—. Sucedió algo el sábado 29 de mayo. Pero no fue ninguna «masacre del sábado». —A medida que hablaba, crecía su ánimo. Era como si quisiera convencerse a sí misma antes que a los demás—. Kristine Håverstad —exclamó—. ¡Kristine Håverstad fue violada el 29 de mayo!

Nadie intentó discutirlo, pero tampoco entendían qué tenía que ver eso con el caso.

—¡Tenemos que irnos! —casi gritó—. ¡Te espero en casa de Kristine!

El primero, el de Lambertseter, ese era imposible que fuera el sospechoso. El coche no era de color rojo. Por otro lado, es posible que el anciano del segundo se hubiera equivocado. Aunque había observado la presencia de un coche rojo, las anotaciones de E dejaban bien claro que ese día hubo varios coches desconocidos aparcados en esa calle durante toda la noche.

No, lo determinante era el aspecto del tipo. El desconocido llegó en coche a las cinco y media. Finn vio el vehículo de inmediato, apareció a la salida de una curva y entró en una urbanización tranquila con calles estrechas sin asfaltar. El coche estaba recién lavado y la matrícula se podía leer perfectamente. El hombre parecía tener mucha prisa, porque no se preocupó de meter el coche en el garaje. Cuando salió del Volvo, pudo distinguirlo con mucha claridad, a una distancia de quince metros y con inmejorables vistas al chalé de nueva construcción.

Tenía la altura correcta, alrededor del metro ochenta y cinco. Pero estaba completamente calvo, solo una estrecha corona de pelo alrededor de una enorme luna indicaba que había sido rubio desde sus años mozos. Además estaba gordo.

Ya solo faltaba uno, el hombre de Bærum. Iba a tardar mucho en llegar al lugar y, en el peor de los casos, no le daría tiempo a verlo ese día. Eran más de las siete de la tarde y era muy probable que el tipo estuviera ya en su casa, de vuelta de su trabajo. Håverstad aparcó su propio coche en fila, detrás de otros vehículos situados a lo largo de aquella carretera medianamente transitada. La dirección correspondía a un chalé adosado, y cada vivienda disponía de una rampa de entrada a un garaje desde la carretera. Cuando llegó a su destino, estuvo dudando sobre dónde colocarse para esperar. Caminando por los alrededores acabaría llamando la atención, porque la zona era muy abierta y la gente circulaba hacia o desde un lugar concreto. No había ningún sitio cerca donde fuera natural permanecer durante un tiempo, ningún banco para sentarse a leer el periódico ni ningún parque infantil para quedarse a mirar cómo juegan los niños. Tampoco es que fuera una muy buena idea, en los tiempos que vivían, pensaba él.

El problema se solucionó cuando un joven apareció y se sentó detrás del volante de un Golf aparcado cerca del lugar. En cuanto el vehículo se alejó, deslizó su propio coche en el hueco libre. Encendió la radio, bajó el volumen y se hundió en el asiento.

Había empezado ya a elucubrar un plan alternativo. Podía llamar a la puerta para preguntar algo o para vender cualquier cosa, pero al fijarse en la ropa que llevaba, se dio cuenta de que no tenía ni de lejos aspecto de comercial; además, no tenía nada que ofrecer.

A las ocho menos veinte llegó el coche. Un Opel Astra de color rojo intenso. Tenía los cristales tintados, lo que impidió que pudiera ver al conductor. La puerta del garaje debía de ser automática, porque cuando el Opel enfiló la rampa, empezó a levantarse lentamente. Lo hizo demasiado despacio, al menos para el conductor, que, impaciente, hacía rugir el motor, esperando a que la abertura fuera lo suficientemente grande para meter el vehículo.

A los pocos segundos, el hombre salió por el portón y se giró enseguida hacia la boca abierta del garaje. Håverstad observó que sostenía un aparatito, quizás el mando de la puerta. El mecanismo se cerró y el tipo saltó por encima de un pasillo enlosado en dirección a la entrada del adosado.

Era él. Era el violador, ni una sombra de duda. En primer lugar, respondía con total exactitud a la descripción que había dado Kristine. En segundo lugar, y aún más importante, lo presentía. Lo supo en cuanto el tipo salió del garaje y se dio la vuelta. No pudo ver su rostro más que fugazmente, pero fue suficiente.

El padre de Kristine Håverstad, brutalmente violada en su domicilio el 29 de mayo, sabía que aquel era el agresor de su hija. Tenía el nombre, la dirección y el número de identidad. Sabía qué coche conducía y cómo eran sus cortinas. Sabía incluso que acababa de cortar el césped.

—O sea, ¿que no has ido? —preguntó, sorprendido, cuando ella regresó a casa en el momento en que el sol se despedía—. Creí que te ibas a la cabaña.

Cuando ella se giró para tenerlo de frente, él notó una punzada aguda en el pecho, más violenta que nunca. Parecía un pajarito, a pesar de su altura. Los hombros se inclinaban y los ojos habían desaparecido en algún lugar del cráneo. La boca iba tomando un aire que le recordaba cada vez más a su difunta esposa.

No podía aguantar más.

—Venga, siéntate —le pidió, sin esperar explicaciones sobre el cambio de planes—. Siéntate aquí un poco.

Golpeó con la mano el espacio libre a su lado en el sofá. Ella optó por la silla situada frente a él. Intentaba desesperadamente cazar su mirada, pero no lo lograba.

—¿Dónde has estado? —preguntó en vano.

Luego se fue a la cocina a buscar algo para beber. Sorprendentemente, rechazó la copa de vino tinto que él le tendía.

—¿Tenemos cerveza? —preguntó la mujer.

«Tenemos cerveza.» Hablaba en plural, ya era algo. Al poco, estaba de vuelta en el salón, había cambiado la copa por una jarra espumosa. La chica bebió medio vaso de un trago.

Había deambulado por las calles durante horas, de eso no habló. Había estado en su propio apartamento, tampoco lo mencionó. Además, había descubierto quién era el violador, pero no tenía intención de hablar de ello.

—Por ahí —dijo en voz baja—. He estado por ahí.

Entonces abrió los brazos de par en par, se levantó y se quedó tiesa, como apresada, en una postura de completo abatimiento.

—¿Qué voy a hacer, papá? ¿Qué voy a hacer?

De repente, deseó poderosamente contarle lo que había visto esa tarde. Quería descargarlo todo sobre él, dejar que él se hiciera cargo de todo, incluida su vida. Tomó impulso cuando vio que él se inclinaba hacia delante y escondía la cabeza entre las rodillas.

En toda su vida, Kristine solo había visto a su padre llorar en dos ocasiones. La primera vez era un recuerdo remoto y borroso del entierro de su madre. La segunda, hacía tan solo tres años, cuando el abuelo paterno se murió repentina e inesperadamente con tan solo setenta años, tras una operación de próstata «sin importancia».

Cuando se dio cuenta de que lloraba, supo que no podía contarle nada. Así que se sentó frente a él, abrazó su enorme cabeza y la posó sobre su regazo.

No duró mucho tiempo. Él se levantó como un resorte, se secó las lágrimas y cogió la cara menudita de su hija entre sus manos.

—Lo voy a matar —dijo pausadamente.

Había amenazado muchas veces con matarla a ella y a otros, cuando estaba realmente cabreado. Solían ser palabras sin sentido, provocadas por la ira. En un instante oscuro, lo vio claro. Esta vez iba en serio. Estaba muerta de miedo.

Hanne los había estado esperando durante más de diez minutos. Estuvo mirando impacientemente el reloj cada dos minutos, recostada sobre su moto aparcada. Cuando por fin llegaron al edificio gris recién renovado, el cielo dibujaba una paleta de colores que iba del azul oscuro al índigo, lo cual hacía presagiar que el día siguiente iba a ser, al menos, igual de espléndido.

—Mirad esto —dijo, cuando Kaldbakken y Håkon habían conseguido calzar el coche camuflado, en un hueco estrechísimo y se estaban acercando a ella. Los esperaba en la entrada del inmueble—. Mirad este nombre.

Señalaba el timbre que no tenía la placa con el nombre del inquilino y cuya única identificación era un trozo de papel pegado con cinta por fuera del cristalito.

—Refugiado en situación de demanda de asilo. Solo en el mundo.

Llamó al timbre. Nadie contestó. Llamó de nuevo, sin obtener respuesta. Kaldbakken lanzaba esputos de exasperación y no lograba entender por qué tenía que desplazarse tan lejos y tan tarde. Si Hanne tenía algo muy importante que comunicarle, lo podía haber hecho en la comisaría.

De nuevo oyeron el sonido del timbre a lo lejos sin que hubiera respuesta. Hanne pisó un pequeño trozo de césped que separaba el muro del edifico con la acera, se puso de puntillas y alcanzó justo la ventana oscura del primero. No advirtió ningún movimiento en el interior. Desistió e hizo una señal a los otros dos de que volvieran a sentarse en el coche. Una vez dentro, Kaldbakken encendió un cigarrillo, mientras esperaba tensamente una explicación. Hanne se deslizó en el asiento trasero, se inclinó hacia los dos hombres apoyando los brazos en los asientos delanteros y posó la cabeza encima de sus manos entrelazadas.

—¿Qué significa todo esto, Wilhelmsen? —preguntó Kaldbakken, con la voz cansina y casi imperceptible.

En ese momento se dio cuenta de que necesitaba más tiempo.

—Lo explicaré todo más tarde —dijo—. Mañana, tal vez. Sí, seguro, mañana.

Sabía a quién le iba a tocar ese sábado, lo decidió sobre la marcha. Ella afirmó que era de Afganistán, pero él sabía perfectamente que mentía. «Paquistaní», dictaminó, aunque más guapa de lo que solían ser.

Estaba acostado en la cama, no en una de las dos mitades de la inmensa cama doble, sino en el centro, de modo que sentía las juntas de los colchones clavársele con dureza en la columna vertebral. Los edredones estaban tirados en el suelo y él estaba desnudo. Tenía una pesa en cada mano y las separaba lentamente hasta el máximo, manteniendo la misma cadencia para, acto seguido, volver a juntarlas con los brazos extendidos por encima de su pecho sudado.

«Noventa y uno, respiro.» «Noventa y dos, respiro.»

Se sentía más feliz de lo que lo había estado en mucho tiempo. Ágil, libre y pletórico de fuerzas.

Sabía perfectamente a quién se iba a cargar, el lugar y lo que tenía que hacer.

Llegó al centenar y se incorporó. Se quedó sentado encima de la cama. Un espejo de gran tamaño colgado en la pared de enfrente le proyectó la imagen que deseaba ver. Luego entró en el baño.

Por alguna razón, no le apetecía volver a casa. Hanne estaba sentada en un banco en el exterior de la calle Grønland, 44, meditando sobre la vida. Estaba cansada, pero no tenía sueño. Por un momento, tuvo claro que existía algún tipo de conexión entre las masacres de los sábados y la violación de la joven y bella estudiante de Medicina. Pero ya no.

La sensación de permanecer inmóvil y no avanzar la abrumó y le restó las pocas fuerzas que le quedaban. Trabajaban sin descanso, dirigían efectivos de un lado a otro y sentían que su labor era, de algún modo, eficiente. Pero los resultados eran imperceptibles y la investigación era demasiado técnica. Buscaban cabellos, fibras y otras huellas muy definidas. Se analizaba cada gota de un escupitajo y se manejaban informes incomprensibles de los expertos sobre estructuras de ADN y tipos de sangre. Evidentemente, era necesario, pero a años luz de ser suficiente. El individuo de los sábados no era normal. Había, hasta cierto punto, sentido en las cosas que hacía, una especie de lógica absurda. Se ceñía a un día específico de la semana. Si era cierta la hipótesis de que otros tres cuerpos de extranjeras seguían enterrados en algún lugar allá fuera, eso significaba, además, que era listo. Por otro lado, había elegido ponerlos sobre la pista correcta al referirles la identidad de las víctimas a las que había eliminado.

Hanne respetaba el trabajo de los psicólogos, cosa que no hacían la mayoría de sus colegas. Es cierto que también defendía muchas cosas absurdas, pero, por lo general, solían atinar. Al fin y al cabo, era una ciencia probada, aunque no fuera muy exacta. Había tenido que pelear en varias ocasiones para conseguir el perfil psicológico de malhechores y criminales desconocidos y huidos de la justicia. Ya no lo necesitaba. Al echarse hacia atrás, apoyando la espalda contra la pared y comprobar que era casi de noche, se dio cuenta de que la cruda realidad de más allá de las fronteras, de Europa y del mundo, había alcanzado a la «Noruega criminal» hacía ya mucho tiempo. El problema es que no querían verlo, era demasiado aterrador. Hacía veinte años, los asesinos en serie eran privilegio de los Estados Unidos. En la última década, habían aparecido casos similares en Inglaterra.

Por su parte, no existían muchos asesinos en serie en la historia judicial noruega, y los pocos casos revelaban un pasado y una historia propia tristes y demenciales. Los compañeros de Halden acababan de destapar una de ellas. Homicidios casuales efectuados, supuestamente, por el mismo hombre a lo largo de mucho tiempo y sin más motivo aparente que la falta de dinero. Un par de años atrás, un joven mató a tres de sus compañeros, con los que compartía una colectividad en Slemdal, porque le habían reclamado las treinta mil coronas que les debía por el alquiler. Los peritos en psiquiatría forense concluyeron que aquel tipo no era, para nada, un desequilibrado.

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