Bestias (25 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Bestias
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¿Cuánto tiempo? Día tras día descendía escaleras, seguía descendiendo nuevas escaleras en una nueva obscuridad, iluminándola con una voluntad incesante, siguiendo a la piel de hombre que señalaba el camino. Solitario. Y sin embargo no estaba solo. Porque la piel de hombre lo guiaba. Hasta el fin de la obscuridad, con el ser en vilo como una antorcha, la piel de hombre siempre adelante; el pelo le fluía de la cabeza como el lenguaje de la boca. Una obscuridad sin pasos donde descendían en el halo de una vida portadora de luz. Al final, en el fondo, hizo que la piel de hombre se volviera. No puedes retroceder. Tú eres yo. Mirando su rostro, a la terrible, seca luz de la comprensión, acercándose a su rostro, buscándolo, acoplándolo al propio, jubiloso, una bestia con dos espaldas pero con un solo rostro para siempre a partir de ese momento. No había muerto en la prisión.

El zorro acudió a verlo en la prisión. Al principio creyó que él había inventado al zorro. No era una prisión como ésta, blanca, desnuda, sin superficies, sólo el llanto de las puertas de acero que se cerraban. Te sacaré de aquí. ¿Qué deseaba? Nada. Fuera de aquí: fuera de la obscuridad, a través de las puertas rechinantes, de nuevo ante la cara del Sol. ¿Por qué?

Acepta lo que te corresponde, le había dicho el zorro. Tan sólo acéptalo. Mereces este buen servicio, acéptalo.

—Painter —dijo el zorro.

Tómame como sirviente, le había dicho. Ven conmigo por un rato. Por un largo rato, quizá. Toma lo que mereces. Yo te lo señalaré.

—Painter —repitió el zorro.

Si era el zorro lo que tenía delante en esa prisión obscura, lo mataría. El zorro lo había traicionado, liberándolo de la prisión blanca para que pudiera morir en la negra. Lo había entregado a los hombres. Había matado a su hijo. Lo mataría. Únicamente el Sol podía conocer el motivo de esas muertes. Y si ése era realmente el zorro...

—Painter.

... al frente en esa prisión obscura lo...

—Tu servidor —dijo el zorro.

—Tú.

—He venido para liberarte. Otra vez.

—Me has metido aquí.

La voz, que Painter no había usado durante largo tiempo, era áspera.

—Un error. Un detalle del plan que marchó mal. Lo lamento. Todo habrá sido para mejor.

—Mi hijo está muerto.

—Lo siento.

Painter movió los brazos esposados. Reynard, apenas a mayor altura, aunque estaba de pie, se inclinó sobre él, apoyado en su bastón.

—¿Hasta qué punto te faltan las fuerzas?

—Todavía podría matarte.

—Escucha ahora. Debes escuchar. Hay una forma de salir de esto.

—¿Por qué? Escucharte, ¿por qué?

—Porque no tienes a nadie más.

Barron los miraba desde la ventana del consultorio. Juntos parecían una escena de un viejo libro de dibujos, o de un cuento de hadas. En cierto modo, horribles. Talento mal dirigido. Frankenstein. Se interrogó acerca del zorro: ¿estaba en lo cierto sobre su propia naturaleza? Sería interesante comprobar hasta qué punto era inteligente. Sin duda era frío y astuto de un modo que ningún hombre podía imitar; pero incluso así no era capaz de ver, aparentemente, que había pedido un precio excesivo por su traición, y que en verdad el gobierno no podía dejarlo en paz. Cuando Reynard ya no fuera útil, ciertamente no lo dejarían suelto para que hiciera más daño.

Experimentos, quizás. Sería interesante saberlo. Quizás algún experimento fracasado, pero del que algo pudiera aprenderse.

¿Qué estaban diciendo? Se maldijo por no haber previsto ese encuentro, por no haber instalado micrófonos ocultos en el patio.

A la mañana, Caddie encontró una tienda de comestibles y comió, apretujada entre otros cuerpos, mirando cómo los escaparates exhalaban un vapor que se condensaba en lágrimas y corría sobre los cristales. Escuchó una discusión que amenazaba convertirse en pelea. Todo el Mundo parecía susceptible, frustrado, a punto de estallar. ¿Qué era lo que tanto deseaban y no tenían? ¿Qué era lo que los impulsaba?

Comenzó de nuevo su recorrido por el parque, estudiando cuidadosamente lugares y rostros, preguntándose qué podría hacer sola, si no encontraba a Reynard. Nada. No tenía ni idea de dónde se encontraba Painter. Los canales del gobierno guardan silencio. Pero no podía abandonar, no después de haber llegado tan lejos, de haberse preparado tan cuidadosamente para cualquier sacrificio... Advirtió que, movida por la ansiedad, en lugar de buscar, casi corría. Se detuvo y cerró los ojos. Ninguna esperanza, no debía tener ninguna esperanza. Cuando el corazón se le calmó, abrió lentamente los ojos. En una esquina próxima había un esbelto coche de tres ruedas, negro, cerrado, anónimo.

Se acercó poco a poco, insegura, sin querer descubrirse. Cuando pasó junto al coche, como al azar, y sin mirarlo, un bastón abrió la puerta del compartimiento de pasajeros.

—Sube —susurró Reynard.

La guarida viajera olía notoriamente a él, aunque apenas era posible verlo en la encortinada obscuridad. El conductor estaba uniformado. Caddie lo miró y miró a Reynard, intranquila.

—Es mi carcelero —dijo Reynard; la voz de papel de lija era más suave que nunca—. Sin embargo, está de nuestra parte. Más o menos.

Sin saber todavía si podía hablar libremente, Caddie le entregó la hoja impresa que le había dado el hombre de barba. Vio brillar las gafas de Reynard mientras se inclinaba para leer, casi con la nariz apoyada en la hoja. La dobló con aire pensativo.

—El autor de esto es Meric Landseer —dijo por fin—. Sí. Sus grabaciones. Preparad el camino del Señor. Muy bien. Servirá. Sí —puso la hoja en manos de Caddie, se acercó mucho a ella, y le tomó la muñeca con el firme apretón infantil que Caddie había sentido por vez primera en el bosque, en el árbol hueco—. Ahora escucha, y recuerda todo lo que te diga. Te diré dónde está Painter. Te diré qué debe hacer para ser libre, y cuál es el precio, y lo que tú debes hacer. Y lo recordarás todo.

Sin embargo, cuando se lo dijo, Caddie se negó. Él callaba, aguardaba la respuesta. Ella sintió que iba a echarse a llorar.

—No puedo —dijo.

—Debes hacerlo —Reynard se movió, incómodo o impaciente—. No hay tiempo para discusiones. Si advierten mi ausencia, sospecharán. Impedirán que actuemos. Te diré, además: fui yo quien envió a los federales a la reserva a detener a Painter. ¿Comprendes? Por mi causa está ahora donde está. Podría haber muerto. Y morirá si no es liberado. Su hijo. Yo lo maté. Ocurrió por lo que yo hice. ¿Comprendes? Todo ha sido por mi culpa. Tú podrías haber muerto de hambre. Como sus esposas y sus hijos. Todo por mi culpa. ¿Comprendes?

Él había tomado nuevamente la muñeca de Caddie y la oprimía con insistencia. Ella miró la forma negra de Reynard, sintiendo un disgusto tan profundo que la boca se le llenó de saliva, como si estuviese a punto de escupirle a la cara. Extraño, horrible, con tan pocos sentimientos como un arácnido. Hubiese querido marcharse, hacer algo sin él, pero sabía que no era posible.

—Está bien —dijo Caddie, con voz áspera.

—Lo harás.

—Sí.

—Exactamente como te lo he dicho.

—Sí.

—Lo recordarás todo.

—Sí —ella se quitó de encima los dedos de Reynard; él abrió la puerta con el bastón.

—Vete —dijo Reynard.

Caddie atravesó la calle y regresó al parque, subiéndose el cuello de la chaqueta para protegerse del viento frío. Papeles y desechos le rozaban los tobillos mientras caminaba. No lloraría. Tan sólo recordaría a Painter y al hijo de Painter. Como si ella misma fuera una extensión de la pistola, y no a la inversa, cumpliría su misión. Sin pensar.

El recinto rodeado de columnas sólo contenía una enorme figura sentada; Caddie pensó que debía reconocerla, pero no podía recordar. El nombre, la mayor parte de la pierna izquierda y algunos dedos habían sido arrancados por la explosión de una bomba. Las marcas negras de la explosión ascendían todavía por pilares y muros, como si se hubiesen congelado en el momento de estallar. El monumento estaba cubierto de las mismas desesperadas e ilegibles consignas escritas con aerosol sobre las viejas consignas labradas en piedra. Sin maldad contra nadie, con justicia para todos.

Venganza.

A un lado de la construcción, el hombre de barba, sentado en los escalones, comía huevos duros y hablaba animadamente con un grupo de hombres y mujeres. El escalón donde se encontraba estaba cubierto de cáscara de huevo, y el hombre tenía unos restos de yema en la barba.

—Brutalidad —decía—. ¿Qué significa esto? No importa lo que hagan. Su moral no es ni puede ser como la nuestra. Es suficiente que veamos la justicia en nuestros términos; y si la vemos, debemos actuar según ella. La base de toda acción política...

Se volvió y la miró, masticando. Ella le tendió la hoja impresa que él le había dado, con el dibujo del leo.

—Sé dónde está —le dijo.

—Sin las esposas —dijo Reynard.

—No podemos —le respondió Barron—. ¿Quién puede saber lo que hará?

—Hay una muchedumbre afuera —dijo Reynard—. Han estado esperando toda la noche. ¿Quiere que lo vean esposado?

—¿Y por qué nos ha hecho perder toda la noche? —la voz de Barron era como un tenso murmullo que quisiera ser un grito; hacía un frío espantoso en los pasillos del viejo hospital; temblaba de frío y de ansiedad, y la falta de sueño le apretaba el pecho; los pasillos eran obscuros; sólo estaban encendidas unas pocas luces, reflejadas en el esmalte verde de las paredes, como si el espacio estuviera iluminado por pequeñas llamas en extinción—. Lo sacaremos por la parte de atrás.

—Me parece que han descubierto todas las salidas.

Los guardias y agentes federales vestidos con abrigos que Barron había traído para organizar el traslado, tenían un aire de estúpida eficiencia, mientras esperaban órdenes.

—Habrá que usar la furgoneta.

—La verán. Deje la furgoneta donde está. Envíe algunos agentes a la puerta de la calle para que crean que saldremos por ahí. Entonces nos iremos por detrás. El coche que me trajo está al otro lado de la calle; el conductor es uno de sus hombres. Utilícelo.

—Es una locura —dijo Barron; estaba en una agonía de indecisión—. ¿Cómo ha descubierto este lugar toda esa gente? ¿Qué quieren?

—Sea como fuere —dijo Reynard, casi con impaciencia—, ciertamente no se irán hasta que el leo aparezca. En verdad, se están reuniendo más —miró a los agentes federales, que asintieron—. Si no actúa usted con rapidez, Barron, tendrá una demostración multitudinaria.

Barron volvió los ojos hacia la puerta por donde debía aparecer el leo. Había previsto que todo fuera sencillo. El leo saldría en libertad, dirigiéndose a una furgoneta que lo esperaba. Una sola cámara lo registraría. Mañana, la llegada a los barracones de Georgia. Todo se vería en los noticiarios, con sus correspondientes comentarios. Y más adelante, cuando se hubiese organizado un programa más completo, esas imágenes serían un poderoso incentivo para otros leos.

Todo se había estropeado. El leo se negaba a partir si Reynard no estaba presente. La muchedumbre surgía de la ciudad como una niebla. Barron estaba asustado.

—Está bien —dijo—. Está bien. Lo haremos. Lo llevaremos al coche. Usted se quedará aquí —Barron se cuadró—. Yo lo acompañaré.

Reynard no dijo nada por un instante. Luego le lamió los labios obscuros con una lengua rosada; Barron pudo oír el chasquido.

—Está bien —dijo Reynard—. Es usted valiente —terminemos de una vez.

Barron hizo una señal a los agentes. Desde el coche podría llamar por radio para que alguien viniera a su encuentro. No tendría que estar a solas con el leo más de diez minutos. Y estaría también el conductor. Armado.

Abrieron las pesadas puertas, e hicieron señales. En el otro extremo del salón apareció una figura obscura que se aproximó. Tenía dos guardias a cada lado, y dos más aguardaban en los pasillos. El leo pasó por debajo del brillo de las luces, entrando a veces en lagos de obscuridad. Los hombres que venían con él no lo tenían sujeto, como suelen hacer los guardias, y parecían más bien servidores. El leo, vestido con su abrigo, era como un rey bárbaro que se pasea entre los guardias y bajo las luces.

Se detuvo cuando estuvo cerca de Reynard.

—Quítenle las esposas —susurró Reynard.

Los guardias miraron al zorro y a Barron. Barron asintió. Debía controlar la situación y tener siempre la última palabra. Prefirió no mirar a Painter, pero advirtió que la cara del leo parecía inexpresiva.

Las esposas cayeron al suelo con un ruido seco.

—Por aquí —dijo Barron, e iniciaron una procesión.

Los agentes, Barron, Reynard, el leo, más agentes. Un apresurado y poco digno desfile: sólo el leo caminaba con paso mesurado.

A través de los sucios cristales de la puerta de atrás pudieron ver la calle desierta, iluminada por un único y pobre farol callejero y la pálida luz que precede al amanecer. Distinguieron apenas el coche de tres ruedas, al otro lado de la calle.

—¿No podemos hacer que se acerque? —dijo Barron—. Usted. Cruce y dígale... —en la calle apareció un grupo de gente; aguien señaló la puerta donde estaban todos; entonces el grupo retrocedió a la carrera, aparentemente para buscar ayuda.

—No pierda tiempo —dijo Reynard—. Ahora.

Barron alzó la mirada a la enorme cara impasible del leo, tratando de leer algo en ella.

—Sí —dijo, y luego, en voz muy alta, como se habla a la gente que podría no comprender—: ¿Está listo?

El leo asintió casi imperceptiblemente.

Reynard, a la altura del codo del leo —así, encorvado, no llegaba mucho más arriba— dijo:

—Ya sabes qué debes hacer.

El leo asintió de nuevo, mirando hacia la nada. Barron agarró el cerrojo de la puerta.

—Ustedes —dijo, separando con el gesto a algunos agentes— esperarán a que salgamos de aquí. Los demás irán con él, con Reynard, a la furgoneta, por la puerta del frente. Si quieren ver algo, que lo vean a él. Rápido.

Con cierta fanfarronería abrió la puerta y la mantuvo abierta para el leo, que salió y descendió enseguida los escalones. Por ambos extremos de la calle aparecieron súbitas masas de gente, como si se hubieran abierto unas compuertas. Barron los vio; mirando en ambas direcciones se apresuró para alcanzar al leo. Alzó la mano para tomarlo por el codo, pero lo pensó mejor. El coche estaba muy cerca. La muchedumbre aún no los había visto.

Adiós, Barron, pensó Reynard. El agotamiento lo abrumó; por un instante se sintió débil. Los agentes lo rodearon, y él alzó la mano para que aguardaran un segundo. Se apoyó en el bastón. Sólo quedaba una cosa por hacer. Se enderezó, sosteniéndose en la puerta de cristales.

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