Balzac y la joven costurera china (8 page)

BOOK: Balzac y la joven costurera china
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Ni Luo ni yo habíamos imaginado, ni por un solo segundo, que el viejo se atrevería a hacernos la jugarreta que le había hecho al Cuatrojos. Era demasiado tarde. El plato, frente a nosotros, estaba lleno de pequeños guijarros anodinos, pulidos, en una gama de gris y de verde, y en el bol sólo había un agua límpida, que la luz de la lámpara de petróleo hacía diáfana. En el fondo del bol, algunos gruesos granos cristalizados nos permitieron comprender que se trataba de la salsa de sal. Mis invasores piojos seguían ampliando su campo de acción, habían conseguido penetrar bajo mi gorra y sentía que mis cabellos se erizaban bajo el intolerable picor de mi cuero cabelludo.

—Sírvanse —nos dijo el viejo—. Es mi plato de cada día: bolas de jade con salsa de sal.

Mientras hablaba, tomó unos palillos con los que atrapó un guijarro del plato, lo metió en la salsa con una lentitud casi ritual, se lo llevó a la boca y lo chupó con apetito. Mantuvo mucho tiempo el guijarro en su boca; lo vi rodar entre sus dientes amarillentos y negruzcos, luego pareció desaparecer por el fondo de su gaznate, pero reapareció. El viejo lo escupió por la comisura de los labios y lo mandó lejos de la cama.

Tras unos instantes de duda, Luo tomó los palillos y probó su primera bola de jade, maravillado, lleno de una admiración mezclada con conmiseración. El caballero de Bai Ping que yo era les imitó. La salsa no estaba demasiado salada y el guijarro dejó en mi boca un sabor dulzón, algo amargo.

El viejo no dejaba de escanciar aguardiente en nuestros cubiletes y de pedirnos que «empináramos el codo con él» mientras los guijarros propulsados por nuestras tres bocas, en un movimiento parabólico caían, percutiendo, a veces, sobre los que tapizaban ya el suelo con un ruido claro, seco y alegre.

El viejo estaba muy en forma. Tenía también mucho sentido profesional. Antes de cantar, salió para detener la rueda que con tanta fuerza chirriaba. Luego cerró la ventana para mejorar la acústica. Con el torso desnudo aún, se ajustó el cinturón —un cordel de paja trenzada— y, por fin, descolgó del muro su instrumento de tres cuerdas.

—¿Quieren escuchar viejos estribillos? —nos preguntó.

—Sí, es para una importante revista oficial —le confesó Luo—. Sólo usted puede salvamos, amigo mío. Necesitamos cosas sinceras, auténticas, con cierto romanticismo revolucionario.

—¿Qué es eso del romanticismo?

Tras reflexionar, Luo posó la mano sobre su pecho, como un testigo que prestara juramento ante el cielo:

—La emoción y el amor.

Los dedos huesudos del anciano recorrieron silenciosamente las cuerdas del instrumento, que sujetaba como una guitarra. Resonó la primera nota y enseguida inició un estribillo con voz apenas audible.

Lo que primero captó nuestra atención fueron los movimientos de su vientre que, durante los primeros segundos, velaron por completo su voz, la melodía y todo lo demás. ¡Qué pasmoso vientre! De hecho, flaco como estaba, no tenía vientre en absoluto, pero su piel arrugada formaba innumerables pliegues minúsculos sobre su abdomen. Cuando cantaba, esos pliegues despertaban, se convertían en pequeñas olitas fluyendo y refluyendo por su vientre desnudo, iluminado, bronceado. El cordel de paja que le servía de cinturón comenzó a ondular locamente. A veces era devorado por el oleaje de su piel arrugada, y no se veía ya; pero cuando se lo creía definitivamente perdido en los movimientos de la marea, emergía de nuevo, digno e implacable. Un cordel mágico.

Muy pronto, la voz del viejo molinero, ronca y profunda a la vez, resonó con mucha fuerza en la estancia. Cantaba, y sus ojos navegaban sin cesar entre el rostro de Luo y el mío, unas veces con amistosa complicidad, otras con una fijeza algo huraña.

He aquí lo que cantó:

Dime:

¿De qué tiene miedo

un viejo piojo?

Tiene miedo del agua que hierve,

del agua que hierve.

y la joven monja, dime,

¿de qué tiene miedo?

Tiene miedo del viejo monje,

sólo, sólo

del viejo monje.

Soltamos una gran carcajada, Luo primero y luego yo. Intentamos contenernos, claro, pero la carcajada subía, subía y terminó estallando. El viejo molinero siguió cantando, con una sonrisa más bien orgullosa y oleadas de piel plisada en el vientre. Retorciéndonos de risa, Luo y yo caímos al suelo, sin poder detenernos.

Con lágrimas en los ojos, Luo se levantó para coger una calabaza y llenar nuestros tres cubiletes, mientras el viejo cantor acababa su primer estribillo sincero, auténtico y dotado de romanticismo montañés.

—Brindemos primero por su maldito vientre —propuso Luo.

Con el cubilete en la mano, nuestro cantor nos permitió posar la mano en su abdomen y comenzó a respirar, sin cantar, sólo por el placer del espectacular movimiento de su vientre. Luego brindamos, y cada cual vació de un trago su cubilete. Durante los primeros segundos, nadie reaccionó, ni yo ni ellos. Pero, de pronto, algo subió por mi gaznate, algo tan extraño que olvidé mi papel y le pregunté al viejo, en perfecto dialecto sichuanés:

—Pero ¿qué es este matarratas?

Apenas pronunciada mi frase, los tres escupimos lo que teníamos en la boca, casi al mismo tiempo: Luo se había equivocado de calabaza. No nos había servido aguardiente sino el petróleo de la lámpara.

Desde su llegada a la montaña del Fénix del Cielo, era sin duda la primera vez que los labios del Cuatrojos se tensaban en una verdadera sonrisa de felicidad. Hacía calor. En su pequeña nariz cubierta de gotitas de sudor, las gafas resbalaban y, por dos veces, estuvieron a punto de caer y romperse, mientras estaba sumido en la lectura de las dieciocho canciones del viejo molinero que habíamos anotado en papel manchado de salsa salada, aguardiente y petróleo. Luo y yo estábamos tendidos en su cama, sin habernos tomado el trabajo de quitarnos la ropa y el calzado. Habíamos caminado casi toda la noche por la montaña y atravesado un bosque de bambúes donde unos gruñidos de invisibles fieras nos habían acompañado, a lo lejos, hasta el amanecer; de modo que estábamos a dos pasos de morir de agotamiento. De pronto, la sonrisa del Cuatrojos desapareció y su rostro se ensombreció.

—¡Joder! —nos gritó—. Sólo habéis anotado porquerías.

Oyéndole gritar, habríase dicho que era un auténtico comandante, loco de cólera. No me gustó su tono, pero callé. Lo único que esperábamos de él era que nos prestase uno o dos libros, como recompensa por nuestra misión.

—Nos pediste auténticas canciones de montañés —recordó Luo con voz tensa.

—¡Dios mío! Os advertí que quería palabras positivas, preñadas de romanticismo realista.

Mientras hablaba, el Cuatrojos sujetaba las hojas con dos dedos y las agitaba sobre nuestras cabezas; se oía el crujido del papel y su voz de maestro serio.

—¿Por qué será que os sentís atraídos siempre por las guarradas prohibidas?

—No exageres —le dijo Luo.

—¿Que yo exagero? ¿Quieres que le enseñe esto al comité de la comuna? Tu viejo molinero será acusado enseguida de propagar canciones eróticas, puede ir incluso a la cárcel, y no es una broma.

De pronto, lo detesté. Pero no era el momento de estallar, prefería esperar a que cumpliera su promesa de pasarnos algunos libros.

—Vamos, ¿a qué esperas para hacer de soplón? —le preguntó Luo—. Yo adoro a ese viejo, con sus canciones, su voz, los movimientos de su maldito vientre y todas esas palabras. Volveré para llevarle un poco de dinero.

Sentado al borde de la cama, el Cuatrojos puso sus piernas flacas y planas en una mesa, y releyó una o dos hojas.

—¡Cómo habéis podido perder el tiempo anotando estas guarradas! ¡No puedo creérmelo! No sois tan idiotas para imaginar que un arribista oficial puede publicarlas. ¿Cómo va a abrirme esto las puertas de una redacción?

Había cambiado mucho desde que recibió la carta de su madre. Este modo de hablarnos hubiera sido impensable unos días antes. Yo no sabía que una pequeña esperanza en su porvenir podía transformar tanto a un tipo, hasta volverlo completamente loco, arrogante y poner en su voz tanto deseo y tanto odio. Seguía sin hacer la menor alusión a los libros que debía prestarnos. Se levantó, dejó las hojas de papel sobre la cama y fue a la cocina a preparar la comida y cortar verduras. Seguía sin callarse:

—Os aconsejo que recojáis vuestras notas y las arrojéis al fuego enseguida, o que las ocultéis en los bolsillos. No quiero ver ese tipo de guarradas prohibidas en mi casa, en mi cama...

Luo se reunió con él en la cocina:

—Suéltanos uno o dos libros y nos largamos.

—¿Qué libros? —oí que preguntaba el Cuatrojos, mientras seguía cortando coles o nabos.

—Los que nos prometiste.

—¿Me estás tomando el pelo, o qué? Me habéis traído unas sandeces lamentables, que sólo pueden crearme problemas. ¿Y tenéis la cara dura de presentármelo como...?

De pronto, calló y se lanzó hacia la alcoba con el cuchillo en la mano. Recogió las hojas esparcidas por la cama, se acercó a la ventana para aprovechar mejor la luz y volvió a leerlas.

—¡Dios mío! Estoy salvado —gritó—. Me bastará con cambiar un poco el texto, añadir unas palabras, suprimir otras... Mi cabeza funciona mejor que la vuestra. ¡Sin duda soy más inteligente!

Y sin pensarlo nos hizo una demostración de su versión adaptada y trucada, con el primer estribillo:

Dime:

¿De qué tienen miedo

los pequeños burgueses?

De la ola bullente

del proletariado.

Dando un fulgurante respingo, me levanté y me arrojé sobre él. Sólo quería arrebatarle las hojas, impulsado por la cólera, pero mi gesto se transformó en un fuerte puñetazo en el rostro, que lo hizo vacilar. La parte posterior de su cabeza golpeó el muro, rebotó, el cuchillo cayó y su nariz comenzó a sangrar. Quise recuperar nuestras hojas, hacerlas pedazos y metérselas en la boca, pero no las soltó.

Como hacía tiempo que no me peleaba, tuve un momento de indecisión y no comprendí lo que ocurría. Le vi abrir la boca de par en par, pero no oí su aullido.

Cuando volví en mí, Luo y yo estábamos sentados junto a un sendero, bajo una roca. Luo señaló mi chaqueta Mao, manchada con la sangre del Cuatrojos.

—Pareces un héroe de película de guerra —me dijo—. Ahora, Balzac se ha terminado para nosotros.

Cada vez que me preguntan cómo es la ciudad de Yong Jing, respondo sin excepción con una frase de mi amigo Luo: «Es tan pequeña que si la cantina del ayuntamiento prepara buey encebollado, toda la ciudad olfatea su aroma.»

De hecho, la ciudad tenía una sola calle, de unos doscientos metros, en la que estaban el ayuntamiento, la oficina de correos, una tienda, una librería, un instituto y un restaurante, detrás del cual había un hotel de doce habitaciones. Al salir de allí, agarrado a la ladera de una colina, se hallaba el hospital del distrito.

Aquel verano, el jefe de nuestra aldea nos envió varias veces a la ciudad para asistir a proyecciones de películas. A mi entender, la razón oculta de aquellas liberalidades era la irresistible seducción que sobre él ejercía nuestro pequeño despertador, con su orgulloso gallo de plumas de pavo real, que picaba un grano de arroz cada segundo; aquel ex cultivador de opio, convertido en comunista, se había enamorado de él locamente. El único medio de poseerlo, aunque sólo fuera por poco tiempo, era mandarnos a Yong Jing. Durante los cuatro días que tardábamos en ir y volver, se convertía en dueño del despertador.

A finales del mes de agosto, es decir, un mes antes de la pelea que provocó la congelación de nuestras relaciones diplomáticas con el Cuatrojos, acudimos de nuevo a la ciudad, pero esta vez llevamos con nosotros a la Sastrecilla.

La película, proyectada al aire libre en la cancha de baloncesto del instituto, atestada de espectadores, seguía siendo aquella vieja película norcoreana,
La pequeña florista
, que Luo y yo ya habíamos contado a los aldeanos. La misma película que, en casa de la Sastrecilla, había hecho derramar cálidas lágrimas a las cuatro viejas brujas. Era una mala película. Ni siquiera era preciso verla dos veces para saberlo. Pero aquello no consiguió echar a perder por completo nuestro buen humor. En primer lugar, estábamos contentos de poner, de nuevo, los pies en la ciudad. ¡Ah!, la atmósfera de la ciudad, incluso la de una ciudad apenas mayor que un pañuelo de bolsillo, conseguía, se lo aseguro, que el olor de un plato de buey encebollado no fuera el mismo que en nuestra aldea. Y además, tenía electricidad, no sólo lámparas de petróleo. No quiero decir, sin embargo, que ambos fuéramos obsesos de la ciudad, pero nuestra misión, que consistía en asistir a una proyección, nos ahorraba cuatro días de tareas en los campos, cuatro días de transporte de «abono humano y animal» a la espalda, o de labor en el barro de los arrozales, con búfalos cuyas largas colas podían siempre golpearte de lleno el rostro.

Otra razón que nos ponía de buen humor era la compañía de nuestra Sastrecilla. Puesto que llegamos después de que comenzara la proyección, sólo quedaban lugares de pie, detrás de la pantalla, donde todo estaba invertido y todos eran zurdos. Pero ella no quiso perderse el raro espectáculo. Y para nosotros era un regalo contemplar su hermoso rostro brillando con los reflejos coloreados, luminosos, que la pantalla enviaba. A veces, su cara era devorada por la oscuridad, y entonces sólo se veían sus ojos en la negrura, como dos manchas fosforescentes. Pero de pronto, en un cambio de plano, aquella cara se iluminaba, se coloreaba y florecía en el esplendor de su ensueño. De todas las espectadoras, que por lo menos eran dos mil, si no más, ella era sin duda la más hermosa. Una especie de vanidad masculina ascendía de lo más profundo de nosotros mismos, ante las celosas miradas de los demás hombres que nos rodeaban. En plena sesión, tras media hora de película, aproximadamente, la Sastrecilla volvió la cabeza y me susurró al oído algo que me fulminó:

—Es mucho más interesante cuando tú lo cuentas.

El hotel donde nos alojamos era muy barato, cincuenta céntimos por habitación, apenas el precio de un plato de buey encebollado. Dormitando en una silla, en el patio, el guardián nocturno, un anciano calvo al que conocíamos ya, nos indicó con el dedo una habitación cuya luz estaba encendida, diciéndonos en voz baja que una mujer elegante, de unos cuarenta años, la había alquilado para pasar la noche; procedía de la capital de nuestra provincia y se marchaba al día siguiente hacia la montaña del Fénix del Cielo.

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