Bajo las ruedas (21 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: Bajo las ruedas
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—¿Te has fijado? Sigue tú mismo. ¡Pero no me cojas otra lima nueva! A mediodía enséñame lo que has hecho y no te preocupes de otra cosa más que de tu trabajo. Los aprendices no necesitan tener pensamientos propios.

Hans comenzó a limar.

—¡Alto! —gritó el maestro—. Así no. Hay que colocar la mano izquierda sobre la lima. ¿O es que eres zurdo? -No.

—Bien. Ya veremos qué tal lo haces.

Se fue a su torno, el primero al lado de la puerta, y Hans, tímidamente, le siguió con la mirada.

En los primeros instantes se sorprendió de que la rueda fuera tan blanda y la tarea tan fácil. Pero no tardó en darse cuenta de que sólo la parte superior era de hierro dulce y que debajo estaba el hierro granulado que tenía que pulir. Hizo acopio de todas sus fuerzas y se puso a trabajar muy aprisa. Desde sus primeros juegos infantiles no había sentido nunca el regocijo de ver surgir bajo sus manos algo visible y útil.

—¡Más despacio! — le gritó el maestro desde su torno. Hay que tener mucho tacto mientras se lima... uno, dos... uno, dos... Y no te olvides de apretar la lima si no quieres que se rompa.

El mayor de los oficiales tuvo que hacer algo en el torno, y Hans no pudo contenerse de mirar de reojo hacia allí. Le vio colocar un cilindro de acero en la rueda, conectar las correas y el cilindro comenzó a dar vueltas, mientras el oficial fue sacando de él virutas brillantes del grueso de un cabello.

Por doquier había diferentes herramientas, pedazos de hierro, de acero y latón, trabajo a medio hacer, ruedecillas pulidas, taladros y escoplos, leznas y muelas de todas formas y tamaños. Al lado de la fragua colgaban martillos y tenazas, soldadores y fuelles, a los que hacían compañía largas hileras de limas y fresadoras. Junto a los tornos había estanterías repletas de lámparas de petróleo, pequeñas escobillas, bidones de aceite, botellas de ácido y otros muchos utensilios desconocidos para Hans. A cada instante se utilizaba la piedra de amolar.

A la hora escasa de trabajar, Hans se dio cuenta con alegría de que sus manos estaban completamente negras, y deseó ardientemente que le llegara el turno a la blusa, que al lado de las usadas y renegridas de los demás, tenía un aspecto ridículamente nuevo.

Conforme fue avanzando la mañana, la animación de afuera fue penetrando también en el taller. Llegaron obreros de las cercanas fábricas de géneros de punto para que les repararan o les cambiaran pequeñas piezas de sus máquinas, cocheros que acudían a que les arreglaran un engranaje de sus ruedas o habituales clientes del taller que iban a buscar sus encargos. Llegó un campesino preguntando por su manga que estaba allí para remendar, y cuando supo que no se hallaba todavía lista, renegó ásperamente y se marchó tragándose las maldiciones. Tras él apareció el elegante dueño de una de las fábricas próximas, a quien el maestro hizo pasar a uno de los pequeños cuartos contiguos y prodigó grandes reverencias.

Entretanto, seguían trabajando hombres y máquinas con su ritmo invariable, y en ellos escuchaba y aprendía Hans, por vez primera en su vida, el himno al trabajo que posee, al menos para los principiantes, algo emocionante y embriagador que le hace ver su pequeña persona y su minúscula vida encadenada a un gran ritmo y unida a un gran acorde.

A las nueve hubo un descanso de un cuarto de hora, en el que cada cual percibió un pedazo de pan y un vaso de mosto. Sólo entonces cambió August las primeras palabras con el nuevo aprendiz. Trató de darle ánimos y se entusiasmó habiéndole del próximo domingo, en el que, con los demás compañeros festejaría el gran acontecimiento de su primer salario. Hans le preguntó qué clase de rueda era aquella que tenía que limar, y se enteró de que pertenecía a una cerradura. August quiso enseñarle cuáles eran los otros trabajos que estaban encomendados a un aprendiz, pero el primer oficial comenzó a limar en aquel instante y todos volvieron rápidamente a sus puestos.

Entre las diez y las once, comenzó Hans a sentirse cansado. El leve dolor en la rodilla y el brazo derecho pronto se convirtió en una molestia casi insoportable. Se fue cambiando de un pie y de otro, estiró furtivamente sus miembros, pero eso no le ayudó gran cosa. Entonces dejó la lima unos instantes y apoyó la cabeza en el torno. Nadie pareció apercibirse de su descanso. Súbitamente, cuando se hallaba en aquella posición escuchando el zumbido de las correas sobre su cabeza, le acometió un ligero desmayo y permaneció un largo minuto con los ojos cerrados. Volvió en sí al oír hablar al maestro detrás de él.

—¿Ya estás cansado?—Sí; un poco.

Los oficiales se echaron a reír.

—Eso suele ocurrir con frecuencia —dijo el maestro serenamente—. Ahora aprenderás cómo se hacen las soldaduras. ¡Ven!

Hans presenció con curiosidad cómo se soldaba. Unos aprendices calentaron primeramente los soldadores, después el oficial frotó con clorato de zinc el lugar a soldar y, por último, el maestro fue dejando caer las gotas hirvientes del blanco metal.

—Coge un trapo y frota bien el objeto. El clorato de zinc es cáustico y no hay que dejarlo nunca sobre el metal.

Después volvió Hans a su torno y siguió limando la ruedecilla. A pesar del corto descanso, le seguía doliendo el brazo y la mano izquierda, que tenía que apoyar sobre la lima, estaba enrojecida y comenzaba también a dolerle.

Al mediodía, cuando el oficial mayor dejó de limar y fue a lavarse las manos, el nuevo aprendiz llevó su trabajo al maestro. Este lo contempló fugazmente.

—Está bien. Puedes dejarlo así. En el cajón de tu banco hay otra rueda igual. Esta tarde harás con ella lo que acabas de hacer con ésta.

Hans se lavó también las manos y salió del taller. Tenía una hora para comer.

A la salida encontró a los dos hijos de unos renombrados comerciantes de la villa, que habían sido antiguos condiscípulos suyos. Durante largo rato le siguieron a todo lo largo de la Gerbergasse, sin recatarse en sus burlas y sus risas.

—-¡Seminarista cerrajero! —gritó el mayor.

Hans apretó el paso. Estaba desconcertado y ni siquiera sabía si tenía que estar satisfecho o no. Su primer día de taller no le había disgustado, pero sentía un cansancio absoluto, una gran fatiga en todos sus miembros.

Y ya en el umbral de su casa, cuando se regocijaba de antemano en la comida y en el rato que estaría sentado, le asaltó el recuerdo de Emma. Súbitamente volvió a sentir con toda su intensidad el dolor y la inquietud de los días anteriores. Subió despacio las escaleras, entró en su cuarto y se echó en la cama, impulsado por su profundo sufrimiento. Quiso llorar, pero sus ojos permanecieron secos. Se vio a sí mismo desesperanzado y lleno de angustia, entregado de nuevo a aquella sensación que le consumía, cuya finalidad permanecía aún oscura para él y que soportaba como el paciente soporta una grave enfermedad. La cabeza le dolía y parecía que iba a estallarle, y tenía la garganta ardiente por tanto sollozo contenido.

La comida fue un largo tormento para Hans. Tuvo que seguir la conversación de su padre y que explicarle hasta las menores particularidades de su primer día de taller, aguantando también sus pequeñas bromas y sus chistes inofensivos, pues el padre estaba de buen humor. Apenas hubo tragado el último bocado, corrió al jardín y se tendió al sol. Casi un cuarto de hora permaneció sumido en una vaga somnolencia que ejerció un efecto sedante sobre sus excitados nervios. Cuando se despertó, era ya tiempo de regresar al taller.

Ya por la mañana le habían salido las primeras ampollas en las manos. Sólo a primeras horas de la tarde comenzaron a dolerle intensamente, y al anochecer estaban tan hinchadas que no podía coger nada sin sentir un gran dolor. Y antes de salir tuvo que barrer todo el taller con la única ayuda de August.

El sábado fue peor. Las manos le ardían y las ampollas se habían transformado en verdaderas llagas. El maestro estaba de mal humor y maldecía al más pequeño descuido. Sólo August trató de consolarle, asegurándole que las ampollas duraban tan sólo dos días y después se endurecían las manos hasta el punto de no notar molestia alguna. Pero Hans no atendió los consuelos de su amigo, se sintió más desgraciado que nunca y se pasó todo el día echando frecuentes miradas al reloj y limando con desesperación la odiosa ruedecilla.

Al anochecer, durante el barrido, August le comunicó con gran sigilo que al día siguiente estaba citado con otros dos compañeros para ir a Bielach. Lo pasarían alegremente, y Hans no tenía que faltar bajo ninguna excusa. Le esperarían a las dos. Aceptó, a pesar que su cansancio era tan grande, que de buena gana se hubiera quedado en casa. En cuanto regresó, la vieja Anna le dio una pomada para las ampollas y le sirvió la cena. Hans se metió en la cama a las ocho y durmió hasta la mañana siguiente. Tuvo que apresurarse para poder acompañar a su padre a la iglesia.

Aprovechó la comida para hablar de August y decir que pensaba salir aquella tarde con él. Su padre no se opuso y hasta le regaló cincuenta pfennigs, exigiendo únicamente que volviera a casa para la hora de la cena.

Hans deambuló feliz por las soleadas calles, sintiendo por vez primera desde hacía muchos meses, el goce verdadero del domingo. La calle tenía un aire de fiesta, el sol brillaba con fuerza y todo parecía envuelto en un halo de extraordinario regocijo. Comprendió entonces al carnicero y al curtidor, al panadero y al herrero, que estaban sentados en los soleados bancos delante de sus casas con su aire tan regiamente risueño. Contempló a los obreros, los oficiales y los aprendices, paseando en grupos o dirigiéndose solitarios a la taberna, con el sombrero un poco torcido, con camisas blancas y bien cepilladas ropas domingueras. Muchas veces, aunque no todas, se agrupaban los artesanos por sus propios oficios; carpinteros con carpinteros, albañiles con albañiles, unidos por el honor de su oficio. Entre ellos eran los cerrajeros el gremio más distinguido, superado sólo por los mecánicos. Todo aquello tenía cierta nostalgia, y aun cuando algunas cosas parecieran un poco ingenuas o ridículas, estaban ocultos detrás de ellas el orgullo y la belleza del artesanado, que aún hoy sigue teniendo algo bueno y gozoso que presta al más mísero aprendiz de sastre un resplandor del que carece el obrero de la fábrica y el comerciante.

En el porte de los jóvenes mecánicos que estaban ante la cerrada puerta del taller, silenciosos y llenos de orgullo, saludando con una inclinación de cabeza a los conocidos y charlando entre ellos sin alboroto ni estrépito, se echaba de ver que componían una positiva comunidad que no necesitaba de nadie, y menos para la diversión del domingo.

Hans se apercibió también de esto y sintió la alegría de ser uno de ellos. Pero a pesar de todo, no pudo evitar un pequeño temor ante la proyectada diversión dominguera, pues sabía que los mecánicos acostumbraban a gozar con largueza y prodigalidad de los placeres de la vida. Quizá quisieran incluso bailar. Hans no sabía, tampoco estaba acostumbrado a beber mucha cerveza, y en lo que se refiere a fumar no tenía la seguridad de poder terminarse un cigarro sin sentir angustia y vergüenza.

August le acogió con verdadera afectuosidad. En cuatro palabras le puso al corriente de que el oficial más antiguo no había querido acompañarles, y en su lugar había acudido un oficial de otro taller. Así eran al menos cuatro personas y con ellos había suficiente para rodear a un pueblo. Cada cual podía beber toda la cerveza que quisiera, porque él pagaba por todos. Ofreció a Hans un cigarro y luego echaron a andar los cuatro. Vagaron a través de la ciudad, y sólo al llegar a la Lindenplatz apresuraron el paso para llegar a Bielach a tiempo.

El espejo del río centelleaba azul, dorado y blanco. A través de los arces casi deshojados y las acacias que crecían a ambos lados de la carretera se filtraban los rayos del tibio sol otoñal, y el alto cielo lucía un color azul claro que no empañaba una sola nube. Era uno de esos silenciosos, limpios y gozosos días de otoño en los que la brisa parece estar llena del recuerdo alegre y limpio de nostalgias del fenecido verano, en los que los niños olvidan la estación y se penen a buscar florecillas y los viejecillos y viejecillas contemplan el aire desde el banco de la puerta o desde la ventana, porque para ellos el azul no sólo está lleno de recuerdos de la estación pasada, sino también de imágenes de una vida entera.

Los mozuelos prosiguieron su rápida marcha. Hans fumaba su cigarro con una apariencia negligente, sin parar de maravillarse de que le supiera tan bien. El oficial explicaba sucesos ocurridos durante su peregrinaje de ciudad en ciudad, y nadie se escandalizaba de que sus exageraciones fueran subiendo de tono. Eran cosas del oficio. Hasta el más modesto oficial artesano se complace, cuando tiene el pan asegurado y no le falta trabajo, en recordar sus tiempos de peregrinaje. La maravillosa poesía del caminante es bien común del pueblo, que no hace más que repetir, adornándolas con nuevos arabescos, las viejas y tradicionales aventuras que se transmiten de padres a hijos y de amigos a amigos en una interminable cadena.

—La mejor época de mi vida la pasé en Frankfurt. Nunca podréis imaginaros las oportunidades que allí se me ofrecieron y las que desprecié para no comprometer mi porvenir de caminante. A nadie le he platicado todavía que un rico comerciante quiso casarse con la hija de mi maestro, y ella le rechazó porque me prefería a mí. Fue mi novia durante cuatro largos meses, y a no ser porque tuve algunas diferencias con el viejo, hoy me vería aún allí, convertido en su señor yerno.

Y siguió hablando y hablando, sin tomarse siquiera un momento de descanso. Y así se enteraron los muchachos de que un día el maestro quiso ponerle las peras a cuarto, pero apenas hubo levantado la mano, cuando él empuñó un pesado martillo de forja y le miró de tal modo, que el viejo tuvo que tragarse su ira y marcharse refunfuñando maldiciones. Y se enteraron también de una gran pelea que tuvo lugar en Offenburg, donde tres cerrajeros, con él a la cabeza, dejaron medio muertos a siete obreros de fábrica. Si alguno de ellos iba por casualidad a Offenburg, no tenia más que preguntar por Schorsch, el más alto de todos los mecánicos, que seguía allí y que había tomado también parte destacada en la pelea.

Todo esto era explicado en un tono fresco y bruta!, pero lleno de ardor y de complacencia, y cada cual lo escuchaba con regocijo íntimo, sin creerse una sola palabra, pero decidido a repetirlo a la primera ocasión, poniéndose él como protagonista. Cada cerrajero ha tenido alguna vez como novia a la hija del maestro, ha amenazado con el martillo a un patrón brutal y ha vencido también a siete obreros de fábrica en una pelea cualquiera. Unas veces ha ocurrido en Baden, en Hessen o en Suiza, otras ha sido una lima o un hierro al rojo vivo lo que ha atemorizado al patrón, y otras, los obreros no han pasado de ser sastres o panaderos. Pero las viejas historias siempre son iguales en el fondo y siempre se las escucha a gusto, precisamente porque son viejas y glorifican al mismo tiempo el honor del gremio.

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