Por más que reflexionara, no hallaba la respuesta. No obstante, estaba seguro de que allí había algo, agazapado en la sombra, a la espera de una inédita luz. Y aquel algo guardaba relación con las grabaciones encontradas en casa del alcalde. Estaba impaciente por saber si eran efectivamente cantos de pájaros lo que había en esas cintas, pero no era solo eso lo que lo preocupaba. Había algo más…
Se levantó y se dirigió al balcón. Aunque había parado de llover, una bruma ligera se adhería a las mojadas aceras y rodeaba las farolas de la ciudad de una vaporosa aureola. De la calle subía una fría humedad. Se acordó de Charlène Espérandieu, de la asombrosa intimidad del beso que le había dado en la mejilla, y de nuevo se le formó un nudo en las entrañas.
Al volver a entrar comprendió su error: no eran los cantos de pájaros lo que había atraído su atención, sino los casetes. El nudo en las tripas se endureció como si le hubieran vertido cemento rápido en el esófago, al tiempo que se le aceleraba el pulso. Consultó su bloc de notas hasta encontrar un número que marcó a continuación.
—¿Diga? —respondió una voz de hombre.
—¿Puedo pasar por su casa dentro de una hora y media más o menos?
Siguió un instante de silencio.
—¡Pero si serán más de las doce de la noche!
—Querría echar otro vistazo a la habitación de Alice.
—¿A esta hora? ¿No puede esperar a mañana?
La voz de Gaspard Ferrand sonaba francamente aterrada. Servaz podía ponerse en su lugar: su hija llevaba muerta quince años. ¿Qué urgencia podía haber entonces, de repente?
—De todas formas querría echar un vistazo esta noche —insistió.
—Muy bien. Yo nunca me acuesto antes de las doce. Le espero hasta las doce y media. Después me iré a dormir.
* * *
Hacia las doce y veinticinco llegó a Saint-Martin, pero en lugar de entrar en el pueblo tomó la carretera de circunvalación y se desvió hacia el villorrio dormido que quedaba unos cinco kilómetros más allá.
Gaspard Ferrand abrió no bien tocó el timbre. Parecía intrigado a más no poder.
—¿Hay alguna novedad?
—Querría volver a ver la habitación de Alice, si no le molesta.
Ferrand le lanzó una mirada interrogadora. Llevaba una bata encima de un jersey, unos vaqueros viejos y unas pantuflas sin calcetines. Le indicó las escaleras y tras darle las gracias, Servaz subió rápidamente por ellas. Una vez en la habitación, se fue directo al estante de madera que había encima del pequeño escritorio pintado de naranja.
El lector de cintas de casete.
Aquel aparato no tenía ni radio ni lector de CD, a diferencia de la cadena de música del suelo. Era un antiguo lector de cintas que Alice había debido de recuperar en algún sitio.
Lo curioso era que Servaz no había visto ningún casete en su anterior revisión. Lo sopesó. El peso del aparato parecía normal… pero eso no quería decir nada. Volvió a abrir todos los cajones del escritorio y de las mesitas de noche, uno por uno. No había ninguna cinta en ningún sitio. Quizá las había habido en algún momento dado y después Alice las tiró cuando dispuso de CD.
¿Por qué habría conservado entonces aquel voluminoso aparato? La habitación de Alice parecía un museo de los años noventa, con sus pósters, sus CD, su Gameboy y sus colores…
El único anacronismo era el lector de casetes.
Servaz lo cogió por el asa que tenía encima y lo examinó por todos lados. Después apretó el botón de apertura del compartimento. Estaba vacío. Volvió a la planta baja. El ruido del televisor salía del salón. Era de un programa literario y cultural emitido en hora tardía.
—Necesitaría un pequeño destornillador de estrella —pidió Servaz desde el umbral—. ¿Tiene alguno?
Sentado en el sofá, Ferrand le asestó esa vez una mirada claramente inquisidora.
—¿Qué ha descubierto? —preguntó con voz imperiosa, impaciente.
—Nada, absolutamente nada —le aseguró Servaz—, pero si encuentro algo, se lo diré.
Ferrand se levantó y salió de la habitación. Al cabo de un minuto regresó con un destornillador. Servaz volvió a subir al desván. No tuvo ninguna dificultad en retirar los tres tornillos, como si los hubiera apretado una mano infantil…
Conteniendo la respiración, retiró el panel de delante.
«Lo he encontrado…».
Aquella muchacha tenía talento. Había vaciado cuidadosamente los componentes eléctricos de una parte del aparato. Mantenidos contra la estructura de plástico por medio de una gruesa cinta adhesiva marrón, se encontraban tres pequeños cuadernos de tapa azul.
* * *
Servaz los contempló un buen momento sin reaccionar. ¿No estaría soñando? El diario de Alice… Había permanecido allí durante años, sin que nadie lo supiera. Era una suerte que Gaspard Ferrand hubiera conservado intacta la habitación de su hija. Con infinitas precauciones, despegó la cinta adhesiva que se había secado y acartonado y sacó los cuadernos del aparato.
—¿Qué es eso? —preguntó alguien a su espalda.
Servaz se volvió. Ferrand tenía la vista fija en los cuadernos, con un brillo de rapaz en los ojos. Lo consumía una curiosidad casi malsana. El policía abrió el primer cuaderno y le dedicó una ojeada. Leyó las primeras palabras y se le aceleró el pulso. Sábado 12 de agosto… «Sí, es esto…».
—Parece un diario.
—¿Estaba ahí dentro? —preguntó Ferrand estupefacto—. ¡¿Durante todos estos años ha estado ahí dentro?!
Servaz asintió con la cabeza. Al ver que los ojos del profesor se anegaban de lágrimas y la cara se le descomponía en una mueca de dolor y desolación, se sintió muy incómodo de pronto.
—Debo examinarlos —dijo—. Quizás haya en estas páginas una explicación de su acto, ¿quién sabe? Después se los devolveré.
—Lo ha conseguido —murmuró Ferrand con voz velada—. Ha conseguido lo que ninguno de nosotros logró. Es increíble… ¿Cómo… cómo lo ha adivinado?
—Todavía no —lo calmó Servaz—. Es demasiado pronto.
Eran casi las ocho de la mañana y el cielo clareaba encima de las montañas cuando terminó la lectura. Dejando los cuadernos a un lado, salió al balcón y respiró el aire frío y vivificante del amanecer. Estaba extenuado, enfermo físicamente, al borde del colapso. Primero ese chico llamado Clément y ahora aquello…
Había parado de nevar. Había subido incluso un poco la temperatura, pero las capas superpuestas de nubes desfilaban sobre la ciudad, en lo alto de las cuestas, y el perfil de los abetos apenas vislumbrados tras la noche se fundía con la niebla. Los techos y las calles adoptaron un brillo plateado y Servaz notó las primeras gotas de lluvia en la cara. Viendo como esta acribillaba la nieve acumulada en el rincón del balcón, regresó a la habitación. No tenía hambre, pero debía engullir al menos un café caliente. Bajó a la gran marquesina art decó desde la que se divisaba la ciudad difuminada por la lluvia. La camarera le llevó pan recién hecho, un café, un zumo de naranja, mantequilla y tarritos de mermelada. Contra sus previsiones, lo devoró todo. El acto de comer se asemejaba a un exorcismo; comer significaba que estaba vivo, que el infierno contenido en las páginas de aquellos cuadernos no lo concernía, o cuando menos que podía mantenerlo a distancia todavía un momento.
Me llamo Alice, tengo quince años. No sé qué voy a hacer con estas páginas ni si las leerá alguien un día. Quizá las romperé o las quemaré en cuanto las haya escrito. O puede que no. El caso es que si no las escribo ahora, me voy a volver loca. He sido violada… y no por un solo cabrón, no, sino por varios canallas inmundos. Una noche de verano. Violada…
El diario de Alice era una de las cosas más dolorosas que había leído nunca. Una lectura atroz… El diario de una adolescente suele contener dibujos, poemas, frases sibilinas. A lo largo de la noche, cuando el amanecer se acercaba con la lentitud de un temeroso animal, estuvo tentado de arrojarlo a la papelera. En aquellos cuadernos había pocas informaciones concretas; abundaban más bien las alusiones y los sobreentendidos. Sin embargo, algunos hechos se perfilaban con claridad. En el curso del verano de 1992, Alice Ferrand había pasado una temporada en el campamento de vacaciones Los Rebecos, el mismo ante el cual había pasado Servaz de camino al Instituto Wargnier, el mismo del que había hablado Saint-Cyr y que aparecía en la foto clavada en la habitación. Por la época en que funcionaba, Los Rebecos acogía en verano a los niños de Saint-Martin y de los valles contiguos pertenecientes a familias modestas para que pudieran disfrutar de unas vacaciones. Era una tradición local. Alice, que ese año tenía a algunas amigas en el campamento, había pedido permiso a sus padres para ir con ellas. Estos primero dudaron y al final aceptaron. Alice resaltaba que no habían tomado aquella decisión solo para complacerla, sino también porque se ajustaba a su ideal de igualdad y de justicia social. Añadía que ese día habían tomado «la decisión más trágica de su existencia». Alice no les guardaba por ello rencor a sus padres, ni a sí misma tampoco. Su rencor se concentraba en aquellos «CERDOS», «HIJOS DE PUTA», «NAZIS» (las palabras estaban escritas en mayúscula con tinta roja) que le habían destrozado la vida. Habría querido «castrarlos, emascularlos, cortarles la polla con un cuchillo oxidado y obligarlos a comérsela… y después matarlos».
De improviso pensó que había un punto en común entre el chico llamado Clément y Alice: ambos eran inteligentes y estaban adelantados para su edad. Los dos eran también capaces de demostrar una violencia verbal inaudita. «Y también física», se dijo Servaz. Con la diferencia que el primero la había volcado contra un vagabundo y la otra contra sí misma.
Por suerte para Servaz, el diario de Alice no describía en detalle lo que había padecido. No se trataba de un diario propiamente dicho: no contaba las experiencias del día a día. Era más bien un requerimiento, un grito de dolor. Aun así, Alice era una niña inteligente, perspicaz y las palabras eran terribles. Los dibujos eran peores todavía. Algunos habrían sido magníficos si el tema no hubiera sido tan macabro. Entre ellos, le llamó de inmediato la atención el que representaba a los cuatro hombres vestidos con capas y botas. Alice tenía talento: había dibujado hasta los pliegues de las capas negras y las caras de los miembros del cuarteto disimuladas bajo la siniestra sombra de las capuchas. Otros dibujos representaban a los cuatro hombres tendidos desnudos, con los ojos y las bocas abiertos, muertos… «Una fantasía», pensó Servaz.
Al examinarlos con detalle constató, decepcionado, que si bien las capas estaban fielmente reproducidas y los cuerpos desnudos plasmados con mucho realismo, las caras no remitían en cambio a ninguno de los hombres que él conocía. Ni Grimm, ni Perrault, ni Chaperon… Eran rostros hinchados, monstruosos, caricaturas del vicio y de la crueldad que evocaban a esos demonios esculpidos en los pórticos de las catedrales. ¿Los habría desfigurado de manera intencionada? ¿O bien cabía deducir que ni Alice ni sus amigas habían visto nunca la cara de sus torturadores? ¿Que estos no se habían quitado nunca la capucha?
No obstante, de aquellos dibujos y diarios se podían deducir diversas informaciones. En primer lugar, en los dibujos siempre había cuatro hombres, lo que indicaba que los violadores se reducían a los miembros del cuarteto. En segundo lugar, el diario aportaba la clave de otra cuestión planteada en la escenificación de la muerte de Grimm: las botas. El enigma que planteaba su presencia en los pies del farmacéutico encontraba su explicación un poco más adelante:
Siempre llegan en noches de tormenta, los muy asquerosos, cuando llueve. Seguro que es porque saben que nadie va a venir a la casa de colonias mientras están. ¿A quién se le ocurriría venir a este valle después de medianoche cuando está lloviendo a cántaros?
Llegan chapoteando con sus botas inmundas por el barro del camino y después dejan las huellas de fango por los pasillos y ensucian todo lo que tocan, los muy cerdos.
Tienen unas risas profundas y voces fuertes: por lo menos una la conozco.
Servaz se estremeció al leer aquella última frase. Luego revisó los cuadernos de arriba abajo, pasando febrilmente las hojas, pero no volvió a encontrar ninguna otra alusión a la identidad de los verdugos. En un momento dado topó asimismo con aquella explicación: «Lo hicieron uno después de otro, por turnos». Esas palabras lo dejaron paralizado, incapaz de proseguir. Después de dormir unas horas, reanudó la lectura. Releyendo ciertos fragmentos, llegó a la conclusión de que Alice había sido violada una sola vez —o más bien una sola noche—, que no había sido la única agredida esa noche y que los hombres habían ido al campamento unas seis veces en el transcurso de ese verano. ¿Por qué no había dicho nada? ¿Por qué ninguno de esos niños había dado la señal de alarma? Por algunas menciones, Servaz creyó entender que ese mismo verano había muerto un niño al caer en un barranco. ¿Se trataría de una lección, de una advertencia para los demás? ¿Sería por eso por lo que se habían callado? ¿Porque los habían amenazado de muerte? ¿O bien porque tenían vergüenza y creían que no los iban a creer si hablaban? En aquella época, esa clase de denuncias eran rarísimas. En cualquier caso, el diario no aportaba respuesta en ese sentido.
Había algunos poemas que evidenciaban el mismo talento precoz que los dibujos, pese a que su objetivo no era tanto ornar el texto de cualidades literarias como expresar el horror vivido:
¿Era YO ese CUERPECILLO mojado de lágrimas?
Aquel desecho, aquella mancha en el suelo, aquel morado: ¿era Yo?
y yo
Miraba el suelo al lado de mi cara, la sombra
Del verdugo acostado;
Da igual lo que hayan hecho, lo que hayan dicho,
No pueden alcanzar el núcleo en mí, el hueso del fruto.
«Papá ¿qué significa MERETRIZ?».
Esas palabras de cuando tenía seis años. Esa fue la respuesta de ellos:
CERDOS CERDOS CERDOS CERDOS
Un detalle —el más siniestro de todos— había llamado la atención de Servaz. En su exposición de los hechos Alice evocaba varias veces «el ruido de las capas», el crujido que producía la tela impermeable negra cada vez que sus agresores se movían.
Jamás olvidaré ese ruido. Para mí siempre tendrá el mismo significado: el mal existe y es ruidoso.
Aquella frase había dejado meditabundo a Servaz. Después, al proseguir la lectura, comprendió por qué no había encontrado ningún diario en la habitación de Alice, ningún resto de carácter personal: