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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (14 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Toda la tribu creyó estar siendo objeto de un ataque.

A medida que se acercaba al poblado, el teniente Dunbar pudo ver a hombres corriendo por todas partes. Los que habían conseguido apoderarse de sus armas montaron en sus caballos con unos saltos que a él le hicieron pensar en aves llenas de pánico. El poblado conmocionado era tan poco realista como se lo había parecido en estado de reposo. Era como un gran nido de gente en el que se hubiera introducido y agitado un palo.

Los hombres que ya habían logrado montar sus caballos se estaban reuniendo para formar un grupo que en cualquier momento avanzaría para salir a su encuentro, quizá con la intención de matarle. No había esperado crear tanta agitación, ni que aquellas gentes fueran tan primitivas. Pero hubo algo más que pesó en su ánimo al tiempo que iba acercándose más y más al poblado; algo que hacía desaparecer todo lo demás. Por primera vez en su vida, el teniente Dunbar supo lo que era sentirse como un intruso. Y fue una sensación que no le gustó, lo que tuvo bastante que ver con la acción que realizó a continuación. Lo último que deseaba era que le tomaran como un intruso y cuando llegó al terreno despejado de un claro, a la entrada del poblado, situado ya lo bastante cerca como para ver a través de la nubécula de polvo que se había levantado como consecuencia de aquel clamor, y poder distinguir las miradas de los ojos, tiró una vez más de las riendas, y se detuvo.

Luego, desmontó, tomó a la mujer en sus brazos y avanzó uno o dos pasos por delante de su caballo. Y se quedó allí, quieto, con los ojos cerrados, sosteniendo a la mujer herida, como si fuera un viajero extranjero que llegara con un extraño presente.

El teniente escuchó con intensidad, mientras el pueblo, en fases que sólo duraron unos pocos segundos, se quedó extrañamente quieto. La cortina de polvo empezó a asentarse, y Dunbar percibió con el oído que la masa de humanidad que momentos antes había producido tanta algarabía se acercaba ahora lentamente hacia él. Envuelto por aquel extraño silencio, escuchó el sonido de algún adorno ocasional, el murmullo de los pasos, el bufido de un caballo que pateaba con impaciencia.

Abrió entonces los ojos y vio que toda la tribu se había reunido a la entrada del poblado, con los guerreros y los hombres jóvenes al frente, y las mujeres y los niños detrás. Eran como un sueño de gentes salvajes, vestidos con pieles y tejidos de colores, como una raza completamente aparte de seres humanos que le contemplaban con la respiración contenida, apenas a cien metros de distancia.

La mujer pesaba en sus brazos y cuando Dunbar desplazó su peso, moviéndose un poco, una agitación se despertó al instante entre la multitud, y desapareció con la misma rapidez. Pero nadie se adelantó para salir a su encuentro.

Un grupo de ancianos, aparentemente hombres de importancia, formaron un corrillo, susurrando entre ellos con tonos guturales, tan extraños para el oído del teniente que, para él, ellos apenas si parecían estar hablando.

Durante este intervalo desvió su atención de un lado a otro, y cuando miró hacia un grupo compacto de unos diez jinetes, la mirada del teniente descubrió entre ellos un rostro conocido. Era el mismo hombre, el guerrero que le había ladrado de una forma tan feroz el día que varios indios hicieron la incursión en Fort Sedgewick. Cabello al Viento le devolvió la mirada con tal intensidad que Dunbar casi estuvo a punto de girarse para ver si había alguien a su espalda.

Sentía los brazos tan plomizos que ya no estaba seguro de poder moverlos de nuevo, pero con la mirada del guerrero todavía fija en él, Dunbar levantó un poco más a la mujer, como diciendo: «Aquí tenéis…, tomadla».

Desconcertado por este gesto repentino e inesperado, el guerrero vaciló, y sus ojos se desviaron hacia la multitud, preguntándose, evidentemente, si alguien más había observado aquel intercambio silencioso de miradas. Cuando volvió a mirarle, los ojos del teniente seguían clavados en él, y aún sostenía el gesto.

Con un suspiro interior de alivio, el teniente Dunbar vio a Cabello al Viento saltar del poni que montaba y echar a caminar a través del claro, sosteniendo relajadamente un hacha de guerra en la mano. Se acercaba a él, y si el guerrero sentía algún temor, se cuidó mucho de enmascararlo, puesto que la expresión de su rostro era firme y más bien parecía dispuesto a impartir un castigo.

Los demás guardaron silencio mientras el espacio entre el inmóvil teniente Dunbar y Cabello al Viento, que avanzó deprisa, se redujo a la nada. Ya era demasiado tarde para impedir que sucediera lo que fuera a suceder. Todo el mundo permaneció inmóvil, observando.

A la vista de lo que se le acercaba, el teniente Dunbar no pudo haber sido más valiente. Permaneció imperturbable, sin pestañear, y aunque no había ningún dolor en su rostro, tampoco mostraba la menor señal de temor.

Cuando Cabello al Viento estuvo a corta distancia y aminoró el paso, el teniente dijo con un tono de voz claro y fuerte:

—Está herida.

Levantó un poco más su carga y el guerrero miró fijamente el rostro de la mujer. Dunbar pudo observar que la reconocía. De hecho, la sorpresa de Cabello al Viento fue tan evidente que, por un momento, cruzó por su mente la horrible idea de que ella pudiera haber muerto. El teniente también se la quedó mirando.

Y, mientras lo hacía, se la arrancaron de los brazos. Con un solo movimiento fuerte y seguro se la habían quitado, y antes de que Dunbar se diera cuenta, el guerrero regresaba caminando hacia el poblado, sosteniendo a En Pie con el Puño en Alto más o menos como haría un perro con un cachorro. Mientras caminaba, dijo algo y una exclamación colectiva de sorpresa surgió de entre los coman-ches que se apresuraron a adelantarse hacia él.

El teniente permaneció inmóvil delante de su caballo y mientras la tribu se arremolinaba alrededor de En Pie con el Fuño en Alto, él se sintió desanimado. Aquél no era su pueblo. Nunca llegaría a conocerlos. Era como si se encontrara a mil kilómetros de distancia. Y en ese momento quiso ser pequeño, lo bastante pequeño como para arrastrarse hasta el interior del agujero más pequeño y oscuro. ¿Qué había esperado de aquella gente? Tuvo que haber pensado que echarían a correr a su encuentro, y le abrazarían, y le hablarían en su idioma, y le invitarían a cenar, a compartir sus historias y bromas con toda naturalidad. Qué solitario debía sentirse. Qué despreciable tenía que haber sido por haber concebido expectativa alguna, por haberse aferrado a aquellas ideas tan estrafalarias, por haber abrigado esperanzas tan lejanas a la realidad que ya ni siquiera parecía capaz de ser honesto consigo mismo. Se las había arreglado para engañarse acerca de todo y pensar que él era algo, cuando no era nada.

Todos estos terribles pensamientos daban vueltas en su cabeza como una tormenta de destellos incoherentes, y ya no le importaba el lugar donde se encontrara ahora, delante de este poblado primitivo. El teniente Dunbar vacilaba bajo el peso de una mórbida crisis personal. El corazón y la esperanza le habían abandonado al unísono, como demasiada tiza borrada de un plumazo de la pizarra. En alguna parte, en lo más profundo de sí mismo, alguien había bajado un conmutador, y la luz del teniente Dunbar se había apagado.

Inconsciente ante todo lo que no fuera la vaciedad de sus sentidos, el desgraciado teniente montó en «Cisco», lo hizo volver grupas y reinició el camino de regreso por donde había venido, emprendiendo un trote vivo. Todo esto sucedió con tan poca espectacularidad, que los muy ocupados comanches no se dieron cuenta de que se había marchado hasta que él ya había avanzado cierta distancia.

Dos jóvenes se dispusieron a ir en su busca, pero fueron contenidos por los hombres de cabeza fría del círculo íntimo de Diez Osos. Eran lo bastante sabios como para saber que se había hecho una buena obra, que el soldado blanco les había devuelto a uno de los suyos, y que nada ganarían lanzándose en su persecución.

El camino de regreso fue el más largo y angustioso en toda la vida del teniente Dunbar. Durante varios kilómetros cabalgó casi en estado de trance, con la mente ocupada en miles de pensamientos negativos. Resistió la tentación de echarse a llorar de la misma forma que uno se resiste a vomitar, pero la autocompasión se cebó en él despiadadamente, en una oleada tras otra, hasta que finalmente ya no pudo soportarlo más.

Se inclinó hacia adelante, dejando que sus hombros se hundieran al principio, y las lágrimas cayeron sin un sonido. Pero empezó a sollozar, las compuertas se abrieron por completo. Su rostro se contorsionó de una forma grotesca y empezó a gemir con el abandono de un histérico. Y en medio de estas primeras convulsiones, dejó caer la cabeza sobre el cuello de «Cisco» y, mientras el animal recorría la pradera sin que él se diera cuenta, dejó que su corazón sangrara libremente, sollozando con tanta pena como un niño desconsolado.

Ni siquiera vio el fuerte. Cuando «Cisco» se detuvo, el teniente levantó la mirada y se dio cuenta de que el animal se había detenido delante de su alojamiento. Se sentía desprovisto de todas sus fuerzas y durante unos segundos, todo lo que pudo hacer fue permanecer sentado sobre el lomo de su caballo, inmóvil. Cuando finalmente volvió a levantar la cabeza, vio a «Dos calcetines», estacionado en su lugar habitual sobre el risco situado al otro lado del río. La visión del lobo, sentado en una actitud tan paciente, como un perro de caza real, con un rostro tan dulcemente inquisitivo, produjo una nueva oleada de sentimiento en la garganta de Dunbar. Pero ahora ya había agotado todas sus lágrimas.

Descendió de «Cisco», tambaleante, le quitó el freno de la boca y cruzó el umbral. Dejó caer la brida al suelo y luego se dejó caer él en el jergón, tiró de una manta, hasta taparse la cabeza, y se enrolló, formando un ovillo.

A pesar de lo agotado que estaba, el teniente no pudo dormir. Por alguna razón, no podía dejar de pensar en «Dos calcetines», que esperaba en el exterior con tanta paciencia. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se arrastró fuera de la cama, salió a la luz del crepúsculo y miró hacia el otro lado del río.

El viejo lobo seguía sentado en su lugar, así que el teniente se dirigió como un sonámbulo al barracón de avituallamiento y cortó un gran trozo de tocino. Llevó la carne hasta el risco y, con «Dos calcetines» observándole intensamente, la arrojó sobre la hierba del fondo, cerca de la parte alta del risco.

Luego, pensando en dormir a cada paso que daba, preparó algo de heno para «Cisco» y finalmente se retiró a su alojamiento. Cayó de nuevo en el jergón como un soldado agotado, tiró de la manta y se cubrió los ojos.

Un rostro de mujer apareció ante él, un rostro procedente del pasado que él conocía muy bien. Había una tímida sonrisa en sus labios y los ojos brillaban con una luz que sólo puede proceder del corazón. En momentos difíciles, él siempre había convocado el recuerdo de aquel rostro, que había acudido para reconfortarle. Había mucho más detrás de aquel rostro, una larga historia con un final desgraciado, pero el teniente Dunbar no se fijaba en eso. El rostro y su maravillosa expresión eran todo lo que él deseaba recordar, y se agarraba a eso con tenacidad. Lo utilizaba como si de una droga se tratara. De hecho, era el analgésico más poderoso que conocía. No pensaba en ella a menudo, pero siempre llevaba aquel rostro consigo, y sólo lo utilizaba cuando se encontraba a punto de tocar fondo. Permaneció inmóvil sobre la cama, como un fumador de opio y, finalmente, la imagen convocada en su mente empezó a surtir su efecto. Ya estaba roncando suavemente cuando apareció Venus encabezando un largo desfile de estrellas a través del cielo infinito de la pradera.

Capítulo
14

Pocos minutos después de la partida del hombre blanco, Diez Osos convocó otro consejo. A diferencia de las últimas reuniones, iniciadas y terminadas en la confusión, Diez Osos sabía ahora con toda exactitud qué deseaba hacer. Él ya se había trazado un plan antes de que el último de los hombres se sentara en su tienda.

El soldado blanco con sangre en el rostro había traído a En Pie con el Puño en Alto, y Diez Osos estaba convencido de que esta sorpresa era un buen presagio, uno que debería seguirse hasta el final. El tema de la raza blanca había preocupado sus pensamientos desde hacía ya demasiado tiempo. Durante años, no había sido capaz de vislumbrar ningún bien en su llegada, a pesar de buscarlo desesperadamente. Hoy, por fin, se había producido algo bueno, y ahora él estaba decidido a no dejar pasar lo que consideraba como una magnífica oportunidad.

El soldado blanco había demostrado una extraordinaria valentía al acercarse a solas al campamento. Y era evidente que lo había hecho con una sola intención… no la de robar, engañar o luchar, sino la de devolver algo que había encontrado, algo que les pertenecía a ellos. Probablemente, todo lo que decían aquellas habladurías sobre dioses eran cosas equivocadas, pero Diez Osos tenía una cosa muy clara: había que investigar el comportamiento de este soldado, por el bien de todo el mundo. Un hombre capaz de comportarse así se hallaba destinado, sin duda, a alcanzar una elevada posición entre los blancos. Incluso era posible que ya ejerciera un gran peso e influencia entre ellos. Un hombre como aquél era alguien con quien se podían alcanzar acuerdos. Y, si no se lograban acuerdos, la guerra y el sufrimiento serían inevitables.

Así que Diez Osos se sintió muy animado. La escena de la que había sido testigo aquella tarde, aunque sólo se tratara de un acontecimiento aislado, se le aparecía a él como una luz en la noche, y ahora, mientras los hombres entraban en su tienda, pensaba en la mejor forma de poner en práctica su plan.

Durante el despliegue de los preliminares de la reunión, en los que el propio Diez Osos hizo sus propios comentarios, repasó mentalmente cuáles eran los hombres en quienes se podía confiar, tratando de decidir quién de ellos sería el mejor para llevar a cabo su idea.

Pero no fue hasta la llegada de Pájaro Guía, que se había retrasado al tener que atender a En Pie con el Puño en Alto, cuando el anciano se dio cuenta de que aquello no podía ser tarea de un solo hombre. Debía enviar a dos hombres. Una vez hubo decidido eso, los individuos en cuestión se le ocurrieron en seguida. Debía enviar a Pájaro Guía debido a sus poderes de observación, y a Cabello al Viento debido a su naturaleza agresiva. El carácter de cada uno de aquellos dos hombres era representativo de él mismo y de su pueblo, y ambos se complementaban a la perfección.

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