—Estamos en la autopista. Ni Niki Lauda podría dar la vuelta.
—Pues sal en alguna parte.
La miré a la cara. Parecía extenuada. No había vitalidad en sus ojos, su mirada era vidriosa. Quizá estaba pálida, pero el bronceado me lo ocultaba.
—¿No es mejor que descansemos en alguna parte? —propuse.
—No. No quiero descansar. Sólo quiero volver a Tokio.
Tomé la salida de Yokohama y puse rumbo a Tokio. Cuando llegamos a Akasaka, dijo que quería estar al aire libre un rato. Dejé el Maserati en un aparcamiento cerca de su edificio y fuimos a sentarnos en un banco del santuario Nogi.
—Lo siento —se disculpó Yuki, en un insólito gesto de docilidad—. Es que me encontraba mal. No podía aguantar más. Pero como no quería decírtelo, me he callado todo el rato.
—No hace falta que aguantes. No te preocupes. Es algo que os pasa a las chicas. Yo ya estoy acostumbrado.
—¡Pero si no es eso! —se enfadó—. Es otra cosa. Era por el coche. Por subirme a ese coche.
—¿Qué le pasa al Maserati? —le pregunté—. No es un mal coche. Tiene muchísimas prestaciones y resulta cómodo. Aunque yo nunca podría permitírmelo…
—Maserati —dijo como si hablase consigo misma—. El problema no está en el tipo de coche. El problema es
ese coche
. Como si transmitiera algo negativo. No sé qué es, pero me agobia. Me pone enferma. Es como si me apretaran el corazón y el estómago se me llenara de algo extraño. Como si me lo atiborrasen de borra de algodón. ¿Nunca te has sentido así al conducirlo?
—Creo que no —le dije—. Tampoco yo me siento cómodo del todo, pero seguramente es porque estoy acostumbrado al Subaru. Al principio, cuando conduzco otro coche, me cuesta adaptarme. Es algo visceral. Pero no creo que tenga nada que ver con esa opresión de la que hablas.
Ella asintió.
—No me refiero a eso. Es una sensación muy
peculiar
.
—¿Te refieres a lo de las otras veces? ¿Eso que siempre sientes? —Estuve a punto de decir «¿Esa percepción extrasensorial tuya?», pero me callé. ¿Cómo podía expresarlo? ¿Telepatía? ¿Videncia? El caso es que no sabía cómo decirlo. Esas palabras se me antojaban obscenas.
—Sí,
lo de siempre
. Lo he sentido —dijo en un tono calmado.
—¿El qué? ¿Qué sientes dentro del coche? —quise saber.
Se encogió de hombros.
—Si pudiera explicar lo que siento cada vez, sería muy fácil. Pero es inútil. Nunca veo una imagen concreta. En ese coche es como un aire denso. Pesado y muy desagradable. Es algo muy
negativo
que me ahoga. —Yuki se colocó las manos sobre las rodillas y buscó las palabras precisas—. No sé por qué, pero es malo. Equivocado. Torcido. Dentro del coche siento que me asfixio. Como si me encerrasen en una caja de plomo y me hundiera en el fondo del mar. Al principio lo he aguantado porque pensaba que eran imaginaciones mías. Creía que sería porque acabo de venir de viaje y estoy cansada. Pero no. Seguía sintiéndolo. No quiero volver a subirme en ese coche. Dile que te devuelva el Subaru.
—El Maserati está maldito… —dije.
—¡Oye, que no estoy de broma! Y tú tampoco deberías subir a ese coche —me riñó.
—De acuerdo, vale —la tranquilicé, y sonreí—. Ya sé que no lo dices en broma. Procuraré no conducirlo. Aunque quizá sería mejor hundirlo en el mar…
—Si fuera posible… —dijo Yuki con gesto grave.
Nos pasamos una hora sentados en el banco mientras Yuki se recuperaba. Ella había apoyado la mejilla en la palma de la mano y mantenía los ojos cerrados. Yo contemplaba distraído a la gente que pasaba por delante de nosotros. Al mediodía, en el santuario sintoísta sólo había ancianos, madres acompañadas de sus hijos pequeños y turistas extranjeros con cámaras de fotos al cuello. A veces, hombres con aspecto de viajante de comercio se sentaban en los bancos. Vestían traje negro y sujetaban un maletín de escay. Tras descansar diez o quince minutos con la mirada perdida se marchaban quién sabe adónde. Ni que decir tiene que, a aquella hora, la gente normal estaba en su puesto de trabajo y los niños normales, en la escuela.
—¿Y tu madre? —me interesé—. ¿Ha vuelto contigo?
—Sí —contestó Yuki—. Ha ido a la casa de Hakone. Con el hombre sin brazo. Está ordenando las fotos de Katmandú y Hawai.
—¿Y tú no vas a Hakone?
—Un día de éstos, cuando me apetezca. Ahora pasaré una temporada aquí. En Hakone no tengo nada especial que hacer.
—Me gustaría preguntarte algo, por pura curiosidad —le dije—. Dices que te vas a quedar sola en Tokio porque en Hakone no tienes nada que hacer. Pero, entonces, ¿qué haces aquí?
Yuki se encogió de hombros.
—Quedar contigo.
Se hizo un breve silencio. Un silencio que parecía haberse quedado suspendido en el aire.
—Genial —dije yo—. Además, pareces un oráculo; sí señor, palabras sencillas y reveladoras. Y sí, los dos nos pasaremos la vida quedando. Como si estuviéramos en el paraíso. Pasarán los días y tú y yo recogeremos toda clase de flores, pasearemos en barca en estanques dorados, jugaremos con el agua, bañaremos cachorros de suave pelaje castaño. Cuando nos entre hambre, nos caerá papaya del cielo. Cuando nos apetezca escuchar música, Boy George nos cantará una canción desde las alturas. Genial. Nada que objetar. Pero, para ser realista, mucho me temo que tendré que ir pensando en volver al trabajo. No puedo estar toda la vida pasándomelo bien contigo y cobrándole a tu padre.
Yuki frunció los labios y se quedó mirándome a los ojos.
—Sé perfectamente que no quieres que papá y mamá te paguen. Pero eso no te da derecho a hablarme así. A mí no me gusta tener que andar pidiéndote que me lleves de un lado para otro. Tengo la sensación de que me paso el día molestándote. Así que si a ti…
—¿Me vas a pedir que acepte el dinero?
—Al menos así me resultaría un poco más cómodo.
—No te enteras —le dije—. ¿No ves que no quiero, bajo ningún concepto, que quedar contigo se convierta en un trabajo? Cuando quedo contigo, quiero hacerlo como amigo. De acuerdo, escucha. Imagina por un momento que vas a casarte. Pues bien, no me gustaría que, el día de tu boda, el maestro de ceremonias me presentase como «el cuidador a sueldo de la novia cuando la novia tenía trece años». Todos se burlarían: «¿Qué narices es eso de cuidador a sueldo?». Antes prefiero que me presenten como «el amigo de la novia cuando la novia tenía trece años». Será mucho más guay. ¿Lo has entendido?
—Pareces tonto —dijo, sonrojada—. Yo nunca me casaré.
—Perfecto, yo tampoco tengo ganas de asistir a ninguna boda. Odio todos esos discursos estúpidos y llevarme de recuerdo pasteles que parecen ladrillos más que otra cosa. Es una pérdida de tiempo. Yo mismo no celebré mi boda. No era más que un ejemplo para que entendieras lo más importante: la amistad no se compra con dinero. Y mucho menos a expensas de gastos fiscalmente deducibles.
—¿Por qué no escribes un cuento que acabe con esa moraleja?
Me reí.
—Vaya, ya veo que le has cogido el truco a las réplicas. Dentro de poco podremos hacer un dúo cómico estupendo.
Yuki volvió a encogerse de hombros.
—Escucha —dije yo tras un carraspeo—. Vamos a hablar en serio. Si quieres quedar conmigo todos los días, quedamos. No necesito trabajar. A fin de cuentas el mío es un estúpido trabajo de quitanieves. Pero quiero que te quede clara una cosa:
no quedo contigo por dinero
. Lo de Hawai fue una excepción. Me pagaron los gastos del viaje, me pagaron una mujer, pero por culpa de eso empecé a perder tu confianza. Me odié a mí mismo. No quiero volver a hacer algo así nunca más. Se acabó. A partir de ahora haré las cosas a mi manera. No permitiré que nadie se entrometa ni que me den dinero. No soy Dick North ni Viernes el aprendiz. A mí nadie me contrata. Si quedo contigo es porque quiero. Si tú quieres, yo voy de paseo contigo. No hace falta que te preocupes por el dinero.
—¿En serio querrás quedar conmigo? —dijo Yuki mirándose las uñas, limpias y pulidas.
—¿Por qué no? Los dos vivimos a nuestro aire, al margen de todo. A estas alturas ya no tenemos que preocuparnos por nada, ¿no? Podemos disfrutar de la vida.
—¿Por qué estás siendo tan amable conmigo?
—No es amabilidad —le dije—. Simplemente me gusta dejar las cosas claras. Si tú me dices que quieres divertirte por ahí conmigo, pasémonoslo bien. Que nos encontráramos en el hotel de Sapporo fue cosa del destino. Si queremos hacer algo, hagámoslo y disfrutemos.
Con la punta de su sandalia, Yuki empezó a trazar un dibujo en la tierra. Era una especie de espiral cuadrada, y me sorprendí contemplándola embobado.
—¿No te estoy dando la lata? —me preguntó ella entonces.
Reflexioné unos segundos.
—Puede que sí. Pero no tienes que preocuparte por eso. Al fin y al cabo, estoy contigo porque me gusta. No lo hago por obligación ni nada parecido. No sé… ¿Por qué me lo paso bien contigo? Te llevo más de veinte años y venimos de mundos muy diferentes. Pero me recuerdas algo. Despiertas una emoción que ha estado latente durante mucho tiempo. Una emoción que sentí a los trece, catorce o quince años. Si tuviera quince años, estaría perdidamente enamorado de ti. Eso ya te lo he dicho, ¿no?
—Sí.
—Pues eso —le dije—. Cuando estoy contigo, a veces vuelvo a sentir esa emoción. Entonces me parece oír el ruido de la lluvia, oler el aroma del viento de hace mucho, mucho tiempo. Están otra vez aquí, a mi lado. Como si los hubiera recuperado. Es maravilloso. Algún día tú también sabrás lo fabuloso que es.
—Sí, te entiendo.
—¿De veras?
—Yo también he perdido muchas cosas —dijo.
—Entonces no hace falta que te explique nada más.
Permanecimos largos minutos en silencio. Yo volví a observar a la gente que entraba en el santuario.
—Eres la única persona con la que puedo hablar —me confió—. Cuando no estás, no hablo con casi nadie.
—¿Y con Dick North?
Yuki hizo un gesto grosero con la lengua.
—Es tonto de remate.
—Puede que tengas razón, pero, en cierto sentido, no es así. No es mal tipo. Fíjate: a pesar de haber perdido un brazo, se las apaña mucho mejor que otros, y además no resulta nada avasallador. Hay pocas personas así. Quizá tenga mucho menos talento que tu madre, pero él se la toma en serio. Estoy seguro de que la ama. Se puede confiar en él. Además, cocina estupendamente, y es muy amable.
—Será lo que tú quieras, pero es tonto de remate.
No repliqué. Obviamente, Yuki tenía su propia postura y sus sentimientos con respecto a Dick.
Después cambiamos de tema y recordamos el sol, las olas, el viento y las piñas coladas de Hawai. Como Yuki me dijo que le había entrado un poco de hambre, fuimos a una pastelería y comimos panqueques y un
parfait
de fruta. Después cogimos el metro y nos fuimos a ver una película.
A la semana siguiente, Dick North murió.
El lunes por la tarde, en Hakone, Dick North había ido a hacer la compra y había salido del supermercado cargado de bolsas cuando un camión que en ese instante pasaba a toda velocidad por la calle lo atropelló. El conductor del camión no se explicaba cómo no había pisado el freno tratándose de una pendiente con tan mala visibilidad, y declaró que lo único que se le ocurría es que fuera cosa del diablo. Dick North también tenía su parte de culpa: antes de cruzar miró hacia la izquierda, pero tardó demasiado en comprobar que no venía ningún vehículo por la derecha. Suele ocurrir cuando uno pasa mucho tiempo en el extranjero y regresa a Japón. Uno no se acostumbra al sentido del tráfico por la izquierda y mira primero hacia el lado equivocado. En la mayoría de los casos, todo termina con un pequeño susto, pero a veces se producen graves accidentes. Es lo que le ocurrió a Dick North. El camión se lo llevó por delante y lo lanzó al otro carril, donde lo arrolló una camioneta que venía en sentido contrario. Falleció en el acto.
Cuando me lo comunicaron, lo primero que me vino a la mente fue la imagen de él haciendo la compra en el supermercado de Makaha: seleccionaba expertamente los productos, examinaba atentamente la fruta, lanzaba sin cohibirse las cajas de Tampax al carrito de la compra. Sentí lástima por él. La verdad es que la desgracia lo perseguía. Perdió un brazo por culpa de una mina que otro soldado había pisado. Se pasaba el día intentando eliminar el olor de los cigarrillos encendidos de Ame. Y murió atropellado por un camión mientras cargaba con las bolsas del súper.
Para el funeral, enviaron su cadáver a su verdadera familia, su mujer y sus hijos. Naturalmente, ni Ame ni Yuki ni yo asistimos.
El martes por la tarde recogí a Yuki con el Subaru, que Gotanda ya me había devuelto, y fuimos a Hakone. Yuki me había dicho que no podíamos dejar sola a su madre.
—No sabe arreglárselas sola. Tiene una asistenta, pero ya es muy mayor y de noche se va a su casa.
—Es mejor que te quedes un tiempo con tu madre.
Yuki asintió. Luego se puso a hojear el mapa de carreteras.
—El otro día hablé muy mal de él.
—¿De Dick North?
—Sí.
—Pues sí. Dijiste que era tonto de remate —le recordé.
Yuki devolvió el mapa a la guantera de la puerta, apoyó el codo en el marco de la ventanilla y se puso a contemplar el paisaje por el parabrisas.
—Pero no era mala persona —rectificó—. Siempre fue muy amable conmigo, me trató muy bien. También me enseñó muchas cosas de surf. A pesar de ser manco, se las arreglaba mejor que mucha gente con dos brazos. Y se preocupaba por mamá.
—Lo sé.
—Dije cosas horribles de él. Era como si necesitara criticarlo.
—Lo sé —dije—. No podías evitarlo.
La muchacha no dejaba de mirar hacia delante. No se volvió hacia mí ni una sola vez. El viento de comienzos de verano que entraba por la ventanilla abierta de par en par le revolvía el flequillo como si fuera hierba.
—Es una lástima, pero sí, era una buena persona —dije—. Y creo que merece nuestro respeto. Sin embargo, a veces la gente lo trataba como un bonito cubo de la basura. La gente tiraba de todo en él. Quizá siempre le había ocurrido eso, como si fuera algo inherente a él. Igual que, en tu madre, esa capacidad para captar la atención de todo el mundo. La mediocridad es como una mancha en una chaqueta blanca; una vez adherida, nadie puede quitarla.
—Es injusto.
—La vida siempre es injusta —le dije.