Un
déjà-vu
. Tragué saliva.
Era Kiki. Mi cuerpo se crispó sobre la butaca. Detrás de mí se oyó el ruido de una botella vacía rodando por el pasillo del cine.
Era Kiki
. La misma imagen que me había venido a la mente cuando avanzaba en la oscuridad de aquel otro pasillo, el de la planta decimosexta. Kiki se estaba acostando con Gotanda.
Entonces lo comprendí:
todo estaba conectado
.
Era la única escena en la que aparecía Kiki. Se acostaba con Gotanda un domingo por la mañana. Sólo eso. La noche del sábado, Gotanda se emborrachaba en algún lugar, se la ligaba y se la llevaba a su apartamento. Y a la mañana siguiente volvían a hacer el amor. En ese momento, aparecía la protagonista, su alumna. El muy torpe se había olvidado de cerrar la puerta con llave. Kiki tenía una sola frase: «¿Qué significa esto?». La decía cuando la protagonista ya se había marchado, a toda prisa y en estado de
shock
, dejando a Gotanda anonadado. Una frase espantosa. Pero eran las únicas palabras que pronunciaba:
—
¿Qué significa esto?
No estaba seguro de que aquélla fuera la voz de Kiki. No recordaba muy bien su voz, y la acústica de los altavoces del cine era malísima. Pero sí me acordaba de su cuerpo. Las líneas de su espalda, su nuca y aquellos pechos tersos eran los de Kiki. No había podido despegar la mirada de la Kiki de la pantalla. La escena duraba unos minutos. Gotanda la abrazaba, la acariciaba; ella cerraba los ojos en un gesto de placer y sus labios temblaban ligeramente. También soltaba un pequeño suspiro. No habría sabido decir si estaba interpretando o no. Pero supuse que sería fingido; al fin y al cabo, era una película. Con todo, me costaba creer que Kiki supiera actuar. Eso me dejó turbado. Si no fingía, entonces Kiki estaba haciendo el amor con Gotanda completamente extasiada. Y si estaba fingiendo, la de la pantalla no era la Kiki que yo había conocido. El caso es que me embargaron unos celos terribles.
Primero las clases de natación y ahora una película. Cualquier cosa me provocaba. ¿Sería un buen presagio?
Entonces la chica protagonista abre la puerta. Los pilla a los dos
in fraganti
, desnudos, haciendo el amor. Traga saliva. Cierra los ojos. Y se va corriendo. Gotanda se queda pasmado. Kiki dice: «¿Qué significa esto?». Primer plano de Gotanda estupefacto. Fundido.
Ésa era la única aparición de Kiki en toda la película. Dejé de concentrarme en la historia y me quedé mirando fija y atentamente la pantalla, pero no volvió a salir ni de refilón. Conocía a Gotanda en alguna parte, se acostaba con él y asistía a una única escena de la vida de Gotanda para luego desaparecer. Ése era su papel. Lo mismo había ocurrido conmigo: Kiki aparecía de pronto, estaba presente y se esfumaba.
Al terminar la proyección, la sala se iluminó. Sonaba música de fondo. Pero yo permanecí inmóvil, con la mirada clavada en la pantalla blanca. ¿Era eso la realidad? La película se había terminado, pero me daba la sensación de que yo aún no había aterrizado. ¿Qué pintaba Kiki en una película? ¡Y con Gotanda! Era absurdo. Estaba claro que en algún punto yo había cometido una equivocación. Se me habían cruzado los cables. En algún momento, imaginación y realidad se habían mezclado y confundido. No se me ocurría otra explicación.
Salí del cine y caminé un rato por los alrededores. No dejaba de pensar en Kiki. ¿Qué significa esto?, me susurraba ella al oído.
Eso era: ¿qué significaba esto?
Y era ella. No cabía duda. Así era la expresión de su rostro cuando yo le hacía el amor; así fruncía los labios, así suspiraba. No actuaba. Era de verdad. Sin embargo, ¡era una película!
Ya no entendía nada.
Cuanto más caminaba, más desconfiaba de mi memoria. ¿Habría sido todo una alucinación?
Una hora y media después, volví a entrar en el cine. Y vi de nuevo
Amor no correspondido
, desde el principio. Domingo por la mañana; Gotanda hace el amor con una mujer. Se ve la espalda de ella. La cámara gira. Muestra su rostro.
Es Kiki
. Sin duda alguna. Entra la protagonista. Traga saliva. Cierra los ojos. Sale corriendo. Gotanda estupefacto. Kiki dice: «¿Qué significa esto?». Fundido.
Exactamente lo mismo, hasta en los menores detalles.
Aun así, al acabar la película, seguía sin creérmelo. Tenía que haber un error. ¿Qué hacía Kiki acostándose con Gotanda?
Al día siguiente regresé una vez más al cine. Y volví a ver
Amor no correspondido
, sentado muy recto en la butaca. Esperé pacientemente la escena. Por dentro me hervía la sangre. Por fin llegó. Domingo por la mañana; Gotanda hace el amor con una mujer. Se ve la espalda de ella. La cámara gira. Muestra su rostro.
Es Kiki
. Sin duda alguna. Entra la protagonista. Traga saliva. Cierra los ojos. Sale corriendo. Gotanda estupefacto. Kiki dice: «¿Qué significa esto?».
Solté un suspiro en medio de la oscuridad.
De acuerdo, es real. No cabe duda.
Estamos conectados
.
Me arrellané en la butaca, crucé los dedos de las manos a la altura de mi nariz y me planteé lo mismo de siempre: ¿y ahora qué hago?
La eterna pregunta. Necesitaba tranquilizarme, pensar con calma, poner orden en mis ideas. Tenía que reorganizar las conexiones alteradas.
Ciertamente, algo se había desajustado. Sin el menor género de dudas. Kiki, Gotanda y yo estábamos enredados en medio de toda esa confusión, aunque no tenía ni idea de cómo ha sucedido. Hay que deshacer el enredo, me dije, y para eso tengo que recuperar el sentido de la realidad. Aunque, tal vez, las conexiones no se hayan alterado, sino que está surgiendo una nueva conexión, sin relación alguna con las demás. Sea como sea, no me queda más remedio que seguir por esa línea, con cuidado para que el hilo no se rompa. Ésta es la clave: moverme, a toda costa. No quedarme parado. No dejar de bailar. Bailar tan bien que deslumbre a todo el mundo.
Baila, había dicho el hombre carnero.
Baila
, reverberó mi pensamiento.
Para empezar, decidí regresar a Tokio. De nada servía quedarse en Sapporo por más tiempo. Ya había cumplido con creces el objetivo por el que había ido al Hotel Delfín. Eso era, volvería a Tokio y allí tiraría del hilo.
Tras subirme la cremallera de la chaqueta, enfundarme los guantes, calarme el gorro y enrollarme la bufanda hasta la nariz, salí del cine. Caía tal nevada que no veía ni a un metro de mí. La ciudad entera estaba desesperantemente rígida y helada como un cadáver.
Una vez en el hotel, llamé a las oficinas de la All Nippon Airways y reservé un vuelo que salía hacia Haneda, el aeropuerto internacional de Tokio, a primera hora de la tarde. «Debo informarle que, debido a la nevada, quizá haya cambios de última hora y el vuelo se retrase o se suspenda. ¿Está conforme?», me preguntó la encargada de reservas. Le contesté que no me importaba. Decidido a regresar, quería hacerlo cuanto antes.
Acto seguido hice las maletas y bajé a pagar la cuenta. Luego fui al mostrador de recepción y llamé a la chica de gafas para que viniera a la zona de alquiler de coches.
—Me ha surgido un asunto urgente y debo regresar a Tokio —le expliqué.
—Muchas gracias por alojarse en este hotel. Estaremos encantados de que vuelva —dijo ella con su sonrisa profesional. Quizá le dolía que le hubiera anunciado tan súbitamente mi marcha.
—Sí —le dije—, volveré pronto. Me gustaría que entonces los dos fuéramos a cenar y a charlar con calma. Tengo muchas cosas de que hablar contigo. Pero ahora tengo que regresar a Tokio y arreglar algunos asuntos. Ya sabes, organizar y luego recapitular. Una actitud positiva. Una perspectiva global. A eso aspiro. Cuando termine, volveré. No sé cuántos meses tardaré. Pero te juro que voy a volver. Este lugar es para mí…, no sé cómo decirlo…, un lugar especial. Así que tarde o temprano volveré.
—Mmm —dijo ella, escéptica.
—Mmm —dije yo, en un tono más optimista—. Seguro que piensas que estoy diciendo tonterías.
—No, en absoluto —dijo, inexpresiva—. Sólo que no se puede prever lo que va a ocurrir dentro de unos meses.
—No creo que pase tanto tiempo. Volveremos a vernos. Porque tenemos algo en común —dije, tratando de parecer convincente. Pero no daba la impresión de que lo lograra—. ¿No te lo parece? —le pregunté.
En vez de contestar, se puso a tamborilear sobre la mesa con la punta del bolígrafo.
—Entonces, ¿te marchas en el próximo vuelo?
—Eso pretendo. Siempre que pueda despegar, claro, porque con este tiempo quizá lo cancelen.
—Entonces tengo que pedirte un favor.
—Muy bien, dime.
—Resulta que hay una niña de trece años que tiene que volver sola a Tokio. Su madre ha tenido que marcharse y la niña se ha quedado en el hotel. ¿No podrías hacerle compañía hasta Tokio? Lleva bastante equipaje y me preocupa que viaje sola.
—¡Qué locura! —dije—. ¿Cómo puede una madre largarse dejando sola a su hija? ¿No te parece una irresponsabilidad?
Ella se encogió de hombros.
—Sí, lo es. La madre es una fotógrafa famosa, una mujer un poco excéntrica. Se le ocurrió algo y se marchó de repente. Y se olvidó por completo de su hija. Ya sabes cómo son los artistas: a menudo pierden el mundo de vista. Luego se acordó de la niña y nos llamó por teléfono para decirnos que su hija seguía en el hotel y que por favor la enviáramos a Tokio en avión.
—¿Y por qué no viene ella a recogerla?
—Yo no puedo decirle eso. Parece ser que, por motivos de trabajo, tiene que quedarse en Katmandú una semana. Es muy famosa y, además, buena clienta del hotel. Ella dijo, despreocupada, que si lleváramos a la niña al aeropuerto, ésta ya se las apañaría sola para regresar a casa, pero no puedo hacer eso, ¿no crees? Es una niña, y si le pasara algo, nos veríamos en un buen aprieto.
—¡Estupendo, sólo me falta esto! —dije. De pronto recordé algo—: Oye, esa niña, ¿no será una cría de pelo largo, que siempre va vestida con una sudadera de un grupo de rock y se pasa el día escuchando música por el walkman?
—Exacto. ¿Acaso la conoces?
—Dios mío… —dije.
La chica llamó a la compañía aérea y reservó un asiento en el mismo vuelo que el mío. Luego llamó a la habitación de la niña y le pidió que preparase rápidamente las maletas, porque había encontrado a alguien que viajaría con ella. «No te preocupes, es un conocido mío», le dijo. Luego avisó al botones para que subiera a recogerle las maletas. También llamó al autobús del hotel. Lo hizo todo con gran soltura y agilidad. Era una chica competente.
—Eres muy apañada —le dije.
—Te dije que me gusta este trabajo. Está hecho para mí.
—Pero cuando te gastan una broma, te cabreas —repuse.
Ella volvió a tamborilear con el bolígrafo sobre la mesa.
—Ésa es otra historia. No me gusta que me gasten bromas ni que me tomen el pelo. Me pongo muy nerviosa.
—De verdad, no pretendía ponerte nerviosa —le dije—. Al contrario. Si bromeé fue para que te relajaras. Quizá fuese una broma estúpida, y muchas veces, cuando bromeo, a los demás no les hace ninguna gracia. Pero no lo hago con malicia. Y tampoco me río de nadie. Si bromeo es porque yo mismo lo necesito.
Ella se quedó mirándome con los labios ligeramente fruncidos. Me miraba como si contemplase desde lo alto de una colina los restos dejados por una riada. Luego emitió un ruido extraño por la nariz, como un suspiro o un resoplido.
—Por cierto, ¿no podrías darme tu tarjeta de visita? Pura formalidad. Ya que vas a ocuparte de la niña…
—Pura formalidad —murmuré, mientras sacaba una tarjeta de la cartera. Siempre llevo tarjetas de visita preparadas. Al menos una docena de personas me habían aconsejado que siempre las llevara conmigo. Ella la miró como si fuera una bayeta o algo parecido.
—Por cierto, ¿cómo te llamas? —le pregunté.
—La próxima vez que nos veamos te lo diré —contestó ella. Y se tocó el puente de las gafas con el dedo corazón—. Si nos vemos.
—Nos veremos, claro que sí —dije.
Ella esbozó una sonrisa tenue y silenciosa como una luna nueva.
Diez minutos más tarde apareció la niña en recepción acompañada por el botones. El chico llevaba una Samsonite enorme. Me dije que dentro cabría un pastor alemán de pie, sobre sus cuatro patas. Efectivamente, no podían abandonar sola a la niña en el aeropuerto con aquella cosa. Esta vez llevaba una sudadera con el logo
TALKING HEADS
, vaqueros ajustados y botas. Por encima, un abrigo de piel que parecía de buena calidad. Igual que la última vez, desprendía esa extraña sensación cristalina. Era una belleza muy delicada y vulnerable, como si al día siguiente fuese a desaparecer. Pero esa belleza, tan sutil y frágil, provocaba cierta clase de desazón en quien la contemplaba.
Talking Heads, en cambio, no se me antojó mal nombre para un grupo. Parecía sacado de una novela de Kerouac. «Las cabezas parlantes bebían cerveza a mi lado. Yo me moría de ganas de mear. ¡Voy a mear y vuelvo!, les dije a las cabezas parlantes.» El viejo Kerouac. ¿Qué sería ahora de él?
La niña me miró. Pero esta vez no me sonrió. Frunció el ceño y luego miró a la chica de gafas.
—Tranquila, es un buen tipo —le dijo.
—Soy mejor de lo que aparento —añadí yo.
La niña volvió a mirarme. Y asintió varias veces, resignada. Entonces me sentí como si fuera un ogro para ella. Una especie de señor Scrooge.
—Todo irá bien —la tranquilizó la chica—. Este señor es muy gracioso, atento y amable con las chicas. Además, es amigo mío. Así que tranquila, ¿vale?
—¿Señor? —dije, atónito—. Pero si sólo tengo treinta y cuatro años…
Pero nadie me prestó atención. La chica tomó a la niña de la mano y la llevó de inmediato hacia al autobús, que esperaba bajo el soportal. El botones ya había metido la Samsonite en el vehículo. Cogí mi equipaje y los seguí. ¿Señor, yo?, no paraba de repetirme. ¡Lo que hay que oír!
En el autobús sólo montamos la niña y yo. Hacía un día pésimo. De camino al aeropuerto, se mirara hacia donde se mirase, sólo se veía nieve y hielo. Parecía una región polar.
—Dime, ¿cómo te llamas? —le pregunté.
Ella clavó los ojos en mí. Hizo un pequeño gesto negativo con la cabeza y puso los ojos en blanco, hastiada. Luego observó a su alrededor, como buscando algo. Mirara a donde mirase, sólo había nieve.