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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (133 page)

BOOK: Azteca
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Ya antes les he hablado con desprecio de la mugre y la miseria de los chichimeca, los moradores del desierto, pero también les expliqué que su suciedad era el resultado de las circunstancias en que vivían, pero ellos se bañaban, peinaban y arreglaban cuando tenían las facilidades para hacerlo. Así que los chichimeca olían a flores de jardín en comparación con los hombres blancos, quienes parecían
preferir
su repulsión y
temían
la limpieza como un signo de debilidad o afeminamiento. Por supuesto, que sólo hablo de los soldados blancos. Su Ilustrísima, quienes todos ellos, desde el de rango más bajo hasta su comandante Cortés, compartían esa vergonzosa excentridad. No estoy muy bien familiarizado con los hábitos de limpieza de las clases más altas, como Su Ilustrísima, pero muy pronto me di cuenta de que esos caballeros, utilizan con liberalidad perfumes y pomadas para disimular el olor del sudor, queriendo dar la
impresión
de que se bañan frecuentemente.

Los dos extranjeros no eran gigantes, como Ah Tutal los había descrito y como yo había esperado. Sólo uno de ellos era un poco más alto que yo y el otro era más o menos de mi estatura, lo que significaba que en realidad ellos eran más altos que el promedio de hombres de estas tierras. Sin embargo, estaban parados allí, encorvados y temblorosos, como niños que esperaran una tunda de azotes y protegían sus genitales con las dos manos, como si fueran un par de doncellas temerosas de ser violadas, así es que la altura de sus cuerpos quedaba muy menguada. Y lo que es más, se veían miserablemente debiluchos, pues la piel de sus cuerpos era todavía más blanca que la de sus caras.

Le dije a Ah Tutal: «Nunca podré acercarme lo suficiente para interrogarles, Señor Madre, hasta que ellos no se hayan bañado. Si no lo hacen por sí mismos, entonces nosotros debemos hacerlo por ellos».

El me dijo: «Francamente le diré, Campeón Ek Muyal, que en la forma en que huelen, así desvestidos, tengo que declinar el honor de permitir que utilicen las tinas de baño y las casas de vapor. Créame usted que tendría que destruirlas y volverlas a construir».

«Estoy completamente de acuerdo con usted —le dije—. Simplemente dé la orden a sus esclavos de que traigan agua y jabón y los bañen aquí mismo».

A pesar de que el jefe de los esclavos usó agua tibia, jabón de cenizas y suaves esponjas de baño, los objetos de su atención se defendían lanzando alaridos como si los hubiesen estado engrasando para asarlos o como si les escaldaran el pellejo como se le hace al verracoespín para poder quitarle más fácilmente sus púas. Mientras todo ese estrépito se llevaba a efecto, yo hablé con cierto número de mujeres y muchachas tiho, quienes habían pasado una noche o más con los forasteros. Éstas habían aprendido algunas palabras del lenguaje de ellos y me las dijeron, pero sólo eran nuevas palabras para
tepili y tepuli
, el acto sexual y demás, palabras que no me eran muy útiles en un interrogatorio formal. Las mujeres también me confiaron que los miembros de los forasteros estaban proporcionados a su estatura y así es que cuando estaban en erección eran admirablemente inmensos, comparados con los miembros usuales de los xiu, pero ninguna mujer se deleitó al tener ese gran
tepuli
a su servicio, según ellas mismas me dijeron, pues estaban tan rancios por la suciedad acumulada durante toda su vida, que daban ganas de vomitar ante su vista o su olor. Como una muchacha hizo notar: «Sólo una hembra buitre podría disfrutar realmente el copular con una de esas criaturas».

Sin embargo, aunque las mujeres sintieron repugnancia, hicieron sumisamente todo lo mejor que sabían para ofrecerles la mejor hospitalidad femenina, pero quedaron muy perplejos ante los aspavientos y los rechazos que los forasteros hacían, desaprobando algunos de esos ofrecimientos íntimos. Por lo visto, dijeron las mujeres, los extranjeros sólo sabían una manera y una posición para tomar y dar placer, y, tan vergonzosos y tercos como muchachitos, rehusaron ensayar alguna otra variación.

Aunque hubiera muchas evidencias que proclamaran que los extranjeros eran dioses, ese testimonio de las mujeres me hubiera hecho dudarlo, puesto que por lo que yo sabía de los dioses, no eran en lo más mínimo gazmoños en la manera de satisfacer sus lujurias. Así es que muy pronto sospeché que los extranjeros eran alguna otra cosa, pero no dioses, y no fue sino hasta mucho más tarde que supe que solamente eran buenos Cristianos. Su ignorancia y su inexperiencia en las diversas maneras de hacer el acto sexual, sólo reflejaba su adherencia a la moralidad Cristiana y a lo que en ella se consideraba normal, y no he conocido jamás a ningún español que se desvíe de esa estricta norma aun cuando esté cometiendo, en una forma ruda y tumultuosa, un acto de violación. Con toda verdad puedo decir que nunca vi violar a nuestras mujeres, aun por el soldado más bajo, más que por un único orificio y en la única posición permitida a los Cristianos.

Aunque se les dio a los dos forasteros tanta limpieza como fue posible, algunas de sus partes siguieron hediendo por uno o dos días más, y no eran todavía lo que se dice una agradable compañía. Los esclavos no pudieron hacer mucho, con sólo jabón y agua, para quitarles la capa verde que cubría sus dientes y mal aliento, por ejemplo, pero se les dieron mantos limpios, y la miasma de sus ropas, que casi se sostenían por sí solas de la mugre, fueron quemadas. Mis guardias guiaron a los dos hombres al rincón en donde estábamos, sentados en nuestras sillas bajas, Ah Tutal y yo, y los empujaron para que se sentaran en el suelo enfrente de nosotros.

Ah Tutal, muy inteligentemente había preparado una de esas jarras perforadas para fumar, llenas con rico
pocíetl
y otras hierbas varías olorosas. Cuando él hubo encendido esa mezcla, los dos metimos nuestras cañas por los agujeros y aspiramos, dejando salir nubes de humo aromático, con el fin de formar una cortina de olor para resguardarnos del mal olor de los sujetos a quienes íbamos a entrevistar. Cuando los vi temblando, supuse que sería por el frío causado por sus cuerpos al secarse o quizás ante el choque estremecedor al haber recibido un baño. Después supe que estaban aterrorizados al ver, por primera vez, «a hombres respirando fuego».

Bien, si a ellos no les gustaba nuestro aspecto, a mí no me gustaba en absoluto el suyo. Sus rostros estaban todavía más pálidos desde que habían perdido varias capas de mugre incrustada, y la piel que se veía a través de sus barbas, no era de una complexión lisa como la de nosotros. Uno de los hombres tenía la cara toda picada, como si hubiera sido un pedazo de roca volcánica, y la del otro estaba llena de granitos, bolas y pústulas abiertas. Cuando yo supe lo suficiente de su idioma como para hacer una pregunta discreta sobre eso, se encogieron de hombros indiferentemente y dijeron que casi toda la gente de su raza, hombres y mujeres por igual, sufrían alguna vez en su vida las «pequeñas viruelas». Algunos morían de esa enfermedad, nos dijeron, pero la mayoría no sufría más que esa desfiguración facial, y puesto que la mayoría estaba igualmente afectada por eso, no sentían que fuera denigrante para su belleza. Quizás ellos no, pero yo sí pienso que es una de las cosas más desagradables a la vista, o por lo menos lo pensé en aquellos momentos. Hasta nuestros días, cuando ahora tanta gente de mi propia raza se ve desfigurada por esos granos, como piedras volcánicas, trato de no retroceder ante su vista.

Usualmente empezaba a aprender algún lenguaje extranjero apuntando los objetos que se hallaban cerca de mí, y animando a las personas que hablaban esos lenguajes a decirme los nombres con que ellos los conocían. Había una muchacha esclava que en esos momentos acababa de servirnos nuestro
chocólatl
a Ah Tutal y a mí, así que la detuve y la atraje y levantándole la falda, apunté a sus partes femeninas y dije… dije lo que ahora sé que es la palabra menos apropiada en español. Los dos forasteros parecieron sorprenderse mucho y apenarse un poco. Luego apunté a mi propio corchete, que ahora sé que es la mejor palabra para decirla en público, aunque yo dije otra.

Entonces yo fui el que me sorprendí mucho. Los dos se enconcharon hasta sus pies, mirándome con ojos muy abiertos y aterrados. Entonces comprendí su pánico y no pude evitar el soltar la carcajada. Obviamente pensaron que si podía mandar restregarlos con tanto facilidad, también podía dar la orden de que los castraran por haberse aprovechado de las mujeres de la localidad. Todavía riéndome, negué con mi cabeza y les hice gestos para que se sosegaran. Apunté a la horquilla de la muchacha y a mi corchete y dije «
tepili
» y «
tepuli
». Después, apuntándome a la nariz, dije «
yacatl
». Los dos dieron signos de haber descansado y asintieron el uno al otro comprendiendo; uno de ellos apuntando también dijo «nariz». Ellos dieron muestras de quitarse un gran peso de encima y empezaron a enseñarme el último y nuevo lenguaje, que jamás hubiera tenido necesidad de conocer.

Esa primera sesión no terminó hasta que ya había oscurecido y cuando ellos empezaron a quedarse dormidos entre las palabras. Sin duda su vigor se había visto menguado por el baño, quizás el primero en toda su vida, así es que dejé que volvieran a sus cuartos, dando traspiés, para poder dormir. Sin embargo, los desperté muy temprano a la mañana siguiente y después de recibir su olor, les di a escoger entre bañarse ellos mismos o ser restregados a la fuerza otra vez. Aunque me miraron perplejos y disgustados, como dando a entender que nadie debería pasar por una cosa tan horrible
dos
veces en su vida, prefirieron bañarse ellos mismos. Desde entonces, lo hicieron diariamente, cada mañana, y aprendieron a hacerlo tan bien que para entonces yo ya me pude sentar con ellos, durante todo el día, sin sentirme muy incómodo. Así es que nuestras sesiones duraban desde la mañana hasta la noche, e incluso intercambiábamos palabras mientras comíamos los alimentos traídos por los sirvientes de palacio. Debo también mencionar que los huéspedes finalmente empezaron a comer carne, una vez les pude explicar a qué animales pertenecían.

Algunas veces para premiar su colaboración como maestros, otras para reanimarlos cuando se quejaban continuamente por lo cansados que estaban, les daba una taza o dos del refrescante
octli
. Entre los «varios regalos para los dioses» que mandó Motecuzoma, yo había llevado varias jarras del mejor
octli
y fue el único de sus muchos regalos que yo les ofrecí. La primera vez que lo probaron, hicieron gestos y dijeron que era «cerveza fermentada», sea lo que eso signifique. Pero muy pronto les gustó y una noche, deliberadamente, hice el experimento de dejarles tomar lo que quisieran. Fue muy interesante para mí comprobar que ellos se pusieron tan desagradablemente borrachos como cualquiera de nuestra gente. Conforme pasaban los días y yo extendía mi vocabulario, supe muchas cosas y la más importante fue ésta: los forasteros no eran dioses sino hombres, hombres ordinarios aunque sin embargo con una apariencia extraordinaria. No pretendieron ser dioses, ni siquiera algún tipo de espíritus preparando el camino para la llegada de sus dioses-maestros. Parecieron honestamente sorprendidos cuando con cautela les mencioné que nuestros pueblos esperaban que algún día los dioses regresaran a El Único Mundo. Me aseguraron ansiosamente que ningún dios había caminado por ese mundo desde más de mil cinco años, y ellos me hablaron de ese dios, como si fuera el
único
dios. Ellos mismos, me dijeron, eran sólo hombres mortales quienes, en este mundo y en el otro, habían jurado ser devotos a ese dios; mientras vivieran en este mundo, me dijeron, serían igualmente obedientes a su rey, quien era como cualquier otro hombre, pero más eminente, y que claramente venía a ser el equivalente del Venerado Orador.

Como más tarde le contaré a Su Ilustrísima, no toda nuestra gente estaba dispuesta a aceptar lo que afirmaban los mismos forasteros, o lo que yo afirmaba, de que eran simplemente hombres. Sin embargo, yo, desde mi primer contacto con ellos nunca dudé de eso y con el tiempo demostré que tenía razón. Así es que desde ahora en adelante, Su Ilustrísima, hablaré de ellos no como seres misteriosos, forasteros, extraños o extranjeros, sino como seres humanos.

El hombre que tenía los granitos y llagas era Gonzalo Guerrero, comerciante en madera y carpintería. El hombre con la cara picada era Jerónimo de Aguilar, un escribano profesional como los reverendos frailes que están aquí. Puede ser que hasta alguno de ustedes lo haya conocido en algún tiempo, porque me contó que su primera ambición había sido ser sacerdote de su dios y que había estudiado por un tiempo en una
calmécac
o como ustedes les llamen a sus escuelas para sacerdotes.

Los dos habían llegado, según me dijeron, de una tierra que está hacia el este y más allá del océano. Yo ya lo había supuesto, pero no pude comprender más aunque ellos me dijeron que esa tierra se llamaba Cuba y que ésta era sólo una colonia de la nación mucho más grande, y que estaba todavía más distante hacia el este, llamada España o Castilla, en donde con mucho poder su Rey gobierna todos los dominios españoles que se extienden hasta muy lejos. Esa España o Castilla, dijeron ellos, era una tierra en donde todos, hombres y mujeres, eran de piel blanca excepto unas cuantas personas inferiores que ellos llamaban moros, cuyas pieles eran totalmente negras. Quizás yo hubiera podido encontrar esa última declaración tan increíble, que hubiera recelado de todo lo que me contaron, pero reflexioné que si en estas tierras han nacido, ocasionalmente, los monstruos blancos
tíacaztali
, en esas tierras de hombres blancos, ¿por qué no podrían haber monstruos negros?

Aguilar y Guerrero me explicaron que habían llegado a nuestras playas sólo por mala suerte. Ellos habían estado entre unos cientos de personas, hombres y mujeres, que habían dejado Cuba en doce de esas grandes casas flotantes —ellos les llamaban barcos— bajo el mando del Capitán Diego de Nicuesa, que los llevaba consigo para formar otra colonia en la que él iba a ser el gobernador; un lugar llamado Castilla de Oro, hacia algún lugar más lejos de aquí, hacia el sur. Sin embargo, la expedición había tenido mala suerte y ellos se inclinaban a culpar de ello al «cometa con cola».

Una fiera tormenta había dispersado los barcos, y el que los llevaba a ellos acabó finalmente encallado entre unas rocas puntiagudas que rompieron su fondo, lo giraron y lo hicieron hundirse. Sólo Aguilar, Guerrero y otros hombres pudieron arreglarse para poner a flote otra embarcación, una especie de larga canoa que el barco llevaba para esas emergencias. Para su sorpresa, la canoa no estuvo mucho tiempo en el mar, antes de que éste la arrojara a las playas de esta tierra. Los otros dos ocupantes de la canoa se ahogaron entre la turbulencia de las rompientes y Aguilar y Guerrero quizás también hubieran muerto, si «los hombres rojos» no hubieran llegado corriendo a ayudarles a ponerse a salvo. Aguilar y Guerrero expresaron su gratitud por haber sido rescatados, recibidos hospitalariamente, por haber sido alimentados muy bien y por los entretenimientos que les proporcionaron, pero estarían todavía más agradecidos, según dijeron, si nosotros los hombres rojos los podíamos guiar otra vez de regreso a la playa y a su canoa. Guerrero, que era carpintero, estaba seguro de que podría reparar cualquier daño que tuviera la canoa y hacer los remos para impulsarla adecuadamente. Él y Aguilar estaban seguros de que si su dios les daba tiempo favorable, podrían remar hacia el este hasta encontrar Cuba otra vez.

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