Azabache (24 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Azabache
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Pasó el resto de la jornada inquieto y desasosegado fatigado en exceso, abatido, y atacado de una incomprensible apatía impropia de su carácter, lo que motivó que vagara por la espesura sin rumbo fijo, siguiendo mecánicamente la sinuosa línea de las infinitas quebradas, ajeno la mayor parte del tiempo a cuanto le rodeaba, e inmerso en una especie de invencible sopor que le sumía en la impotencia.

A media tarde, una desmesurada tormenta estalló justo sobre su cabeza, los rayos parecieron buscarle abatiendo a su alrededor los más altivos «paraguatanes» y una lluvia torrencial y furiosa provocó tal estruendo al golpear contra las hojas de los árboles, que hubo un momento en que tuvo que llevarse las manos a los oídos para no quedar sordo.

Fue entonces cuando se descubrió una pequeña costra de sangre en el lóbulo de la oreja, preguntándose si sería posible que tan minúscula herida hubiese provocado una hemorragia capaz de empapar de tal forma la mochila.

Los rayos se alejaron lentamente hacia el norte, pero el violento chaparrón continuó cayendo como si más que a cielo abierto se encontrara bajo una gigantesca catarata, sin amainar ni un solo instante hasta muy entrada la mañana del día siguiente, debido a lo cual
Cienfuegos
recordaría aquella noche como una de las más inclementes de cuantas había sufrido a lo largo de su difícil existencia, sin que nunca llegara a saber hasta qué punto aquel agua le había salvado la vida.

Y es que sin tener la más mínima noción del riesgo que corría, el gomero se había ido internando durante aquellos días en una de las regiones del continente más abundante en los temibles murciélagos-vampiros
[1]
, que eran los que por la noche le atacaban mordiéndole el lóbulo de la oreja y extrayéndole de golpe más de un litro de sangre.

El principal peligro de aquella particularísima especie endémica del Nuevo Mundo —dejando a un lado el hecho de que con frecuencia transmitieran la rabia— estribaba en el hecho de que, pese a no ser apenas mayores que un ratón, las especiales características de su estómago les permitía chupar sangre e ir expulsándola por el ano al mismo tiempo, lo que hacía que cada uno de sus festines se transformara en una auténtica sangría capaz de acabar con un animal pequeño en una noche, o con un ser humano en tres o cuatro.

Tal vez un hombre tan vigorosamente constituido como
Cienfuegos
hubiera logrado sobrevivir a nuevos ataques, aunque en tal caso probablemente la debilidad le hubiese impedido dar al día siguiente un solo paso, quedando con ello a merced de continuas sangrías que concluirían por apagar su vida al igual que una lámpara se consume cuando le privan del aceite.

Papepac
nada le había advertido en su día sobre vampiros de selvas de alta montaña, puesto que en la jungla costera no abundaban, y el canario jamás hubiera sido capaz de sospechar por sí mismo una presencia que tan sólo se pone de manifiesto cuando la víctima se encuentra profundamente dormida.

Raramente suele ocurrir —salvo en el caso de encontrarse en un caso de rabia terminal— que un murciélago hematófago intente agredir a un animal despierto, y en el momento de hacerlo acostumbra inyectar a través de sus afiladísimos colmillos un eficaz anestésico que le permite alimentarse luego con absoluta impunidad.

La gran cantidad de sangre perdida durante las dos primeras noches, era la razón por la que el canario se sentía tan anormalmente agotado, y tal vez en aquel punto y lugar hubiesen acabado sus andanzas de no haber llovido de forma torrencial impidiendo a sus atacantes volar libremente, dado que la masa de agua que caía a modo de cortina tenía la virtud de rechazar los ultrasonidos por los que acostumbran a guiarse.

Una especie de sexto sentido hizo comprender no obstante al isleño que corría un serio peligro al continuar por aquellos parajes, atribuyendo su malestar al aire que respiraba o al continuo ataque de que le hacían víctima las nubes de mosquitos, por lo que al amanecer del día siguiente, y pese a que el agua continuaba siendo la única dueña del mundo, optó por bajar a lo largo de uno de aquellos impresionantes farallones consciente de que corría el riesgo de precipitarse al vacío o quedar atrapado para siempre en mitad del abismo.

Tan sólo una cabra montés o un pastor gomero contaban con una mínima posibilidad de salir con bien de semejante empeño, pues el precipicio que se abría bajo sus pies atraía de tal forma, que cualquier hombre o animal menos acostumbrado a las alturas, se hubiera dejado atrapar por el vértigo sin plantear batalla.

Durante el dificilísimo descenso perdió la hamaca, la mochila e incluso la mayor parte de sus armas, que se estrellaron contra las copas de los árboles, logrando salvar a duras penas el afilado cuchillo que constituía desde siempre su más preciada pertenencia, y cuando al oscurecer alcanzó el fondo de la quebrada, miró hacia lo alto y se asombró de no estar muerto.

Lo primero que hizo el Capitán Alonso de Ojeda al desembarcar en Sevilla a finales de 1498, fue visitar a su amigo y protector, el Obispo Juan de Fonseca, «Consejero Real para Asuntos de Indias», solicitando apoyo para su largamente acariciado proyecto de organizar una expedición allende al océano en un intento por demostrar que las teorías tan empecinadamente defendidas por el Almirante eran falsas, y no se encontraban a las puertas de Cipango y el Catay; sino más bien a las puertas de un continente desconocido que la Corona española estaba llamado a bautizar, conquistar y dominar.

Fonseca se mostró en un principio reticente a aceptar semejante hipótesis, no porque confiase ciegamente en Colón, sino porque en cierto modo le asustaba la terrible responsabilidad que significaba para la incipiente nación que acababa de salir de una larguísima guerra de reconquista, enfrentarse a la titánica tarea de fundar un imperio a miles de leguas de la metrópoli.

—Lo que necesitamos —dijo— es una ruta segura que nos permita aproximarnos a Asia, y que el intercambio comercial nos convierta en una potencia económica. Embarcarnos en aventuras bélicas nos retrasaría con respecto al resto de Europa y nos desangraría una vez más. Soñemos con una paz que nos consolide y no con guerras que nos debiliten y arruinen.

—Yo creo por el contrario, Eminencia, que debemos dejar el comercio a genoveses y venecianos, que de eso entienden —replicó con cierta aspereza el de Cuenca—. Lo nuestro, nos guste o no, serán siempre las armas, y además, no soy yo quien hizo grande el mundo, sino el Creador. Si El puso ese continente en nuestro camino, por algo será.

—¿Tan convencido estás de su existencia?

—Tan sólo quien desee permanecer sordo y ciego a lo que se puede ver y oír, continuará negándolo —replicó el pequeño Ojeda con firmeza—. He pasado estos años interrogando a los indígenas de «La Española» y las islas vecinas, y sus respuestas coinciden: al sur se inicia una tierra inmensa y caliente con altísimas montañas y espesas selvas; al oeste no hay salida, y al norte, más allá de Cuba, comienzan las grandes llanuras de las que nadie vuelve. Y jamás oyeron hablar del Gran Kan ni de Cipango.

—A la Reina no va a gustarle la noticia.

—Un vasallo muestra mejor su fidelidad dando una mala noticia que admitiendo una falsa.

—¡Pero el Virrey asegura…!

—¡El Virrey, el Virrey! —se impacientó el conquense—. El Virrey jamás fue un auténtico vasallo, sino tan sólo un mercenario que se vendió al mejor postor. Si en Lisboa le hubiesen concedido lo que pedía, ahora serían los portugueses los que estarían allí, y no nosotros. Lo único que le preocupa es su propio provecho y sus prebendas.

—Eso suena a traición, Alonso.

—¿Traición? —se asombró el otro—. ¿Traición a quién, Eminencia? Jamás juré fidelidad a los Colón; tan sólo a sus Majestades, y a ellos debo rendir cuentas de mis palabras y mis actos. Y sus intereses son los que en este caso defiendo. Continuar ocultando lo que sé, sí sería en justicia auténtica traición.

—¿Quién más te apoya?

—Todo aquel que conoce la región y tiene dos dedos de frente. En especial «Maese» Juan de La Cosa, que como bien sabéis, es un magnífico navegante y excelente cartógrafo.

Se diría que la sola mención del piloto de Santoña que tenía en verdad justa fama de ser uno de los hombres que mejor conocían la «Mar Océana» y las tierras que la circundaban impresionaba al Obispo Fonseca, que como «Consejero Real» tenía la obligación de saber quién era cada quién en aquella compleja y ambiciosa aventura marinera a la que una nación forjada por recios caballeros castellanos y aragoneses poco amigos del agua parecía dispuesta a precipitarse.

—Tú eres de Cuenca —musitó al fin, al tiempo que hurgaba bajo la manga a la búsqueda de una pulga escurridiza—. Y poca confianza me merecen tus juicios sobre islas y mares —carraspeó una y otra vez, pues parecía tener siempre reseca la garganta—. Pero las opiniones de «Maese» Juan de La Cosa me interesan. ¿Por qué no vino él mismo a exponérmelas?

—Porque Colón le hizo firmar, amenazándole con una terrible multa y cortarle la lengua, que las costas de Cuba eran las de Cipango, pero en cuanto se divisó a proa el cabo norte, lo que hubiera dejado claramente establecido que se trataba de una isla y no del continente asiático, mandó virar en redondo. ¿Creéis en verdad que ésa es una forma lógica de comportarse para un Virrey en quien sus monarcas han depositado toda su confianza?

—Puede que tenga sus razones.

—No existe razón alguna que justifique su actitud y sus mentiras, y yo os aseguro que más de la mitad de cuanto dice suele ser falso.

—¡Alonso…!

—¡Monseñor…! —El diminuto capitán clavó la rodilla en tierra y extendió la mano apoderándose del gran crucifijo que su protector hacía descansar en esos momentos sobre su regazo—. Vos me bautizasteis —dijo—. Y me inculcasteis la profunda devoción que siento por la Virgen, lo que me ha dado fuerzas para enfrentarme a mil peligros… ¿Imagináis que podría mentiros en algo de tanta importancia? —Se puso de nuevo en pie casi de un salto y paseó impaciente por la amplia estancia, austera y fría, del palacio arzobispal—. Portugueses, franceses, holandeses, turcos y venecianos parecen buitres al acecho, decididos a lanzarse sobre ese Nuevo Mundo en cuanto nos descuidemos, pero hemos dejado la única llave que abre esa puerta en manos de un extranjero que ha demostrado estar dispuesto a venderse al mejor postor. Los Reyes no quieren comprender lo que ocurre, pero vos sois su mejor consejero: ¡Acónsejadles!

—¿Dónde está «Maese» Juan de La Cosa?

—En el Puerto de Santa María.

El arcediano Fonseca, acostumbrado a juzgar a los hombres desde antes de haber tomado los hábitos, concluyó por hacer un leve gesto de asentimiento y señalar:

—Id por él.

Alonso de Ojeda, no se hizo repetir la orden, por lo que esa misma tarde alquiló el más veloz de los caballos andaluces para emprender casi al galope el sinuoso camino que, Guadalquivir abajo, habría de conducirle en poco menos de una jornada de viaje al tranquilo retiro de su buen amigo el piloto de Santoña en el Puerto de Santa María.

«Maese» Juan de La Cosa le recibió con los brazos abiertos, pues no en vano habían pasado inolvidables momentos juntos allá en «La Española» , pero se mostró especialmente cauto cuando tuvo conocimiento de la auténtica razón de la visita.

—Le juré al Almirante no volver a tratar jamás dicha cuestión —señaló—. El es el Virrey y si se empeña en que Cuba es China allá él.

—Pero jurasteis bajo coacción, ¿no es cierto?

—Aunque así fuera, firmé que lo aceptaba. ¿Cómo podría desdecirme ahora de lo que dejé por escrito?

—Recurriendo a vuestra conciencia de buen castellano, buen navegante y buen vasallo. ¿Os dais cuenta de lo que está en juego debido a la tozudez de un solo hombre?

—Me doy cuenta, y por eso mismo he decidido mantenerme al margen en esta malhadada empresa. —Llenó hasta los bordes dos vasos de un suave vino blanco del que solía ser generoso consumidor cuando se encontraba en tierra firme, y añadió con evidente amargura—: Lo que nació como una hermosa aventura a la que todos queríamos colaborar por el bien de Castilla, ha acabado por convertirse en un turbio negocio del que tan sólo unos cuantos mercachifles obtienen provecho, y eso es algo que ya no me interesa. El mejor barco que jamás tuve, la
Marigalante
, se quedó para siempre en aquellas costas, y tan sólo con la muerte de mi hijo sufrí tanto como cuando vi cómo lo desguazaban para convertirlo en aquel nefasto «Fuerte de La Natividad». —Bebió largamente y tras limpiarse con el dorso de la mano negó una y otra vez mientras su voz aumentaba más aún su tono pesimista—. No me gustaría volver a involucrarme en algo que repugna mi conciencia. Yo soy piloto, no un intrigante cortesano.

—Tampoco yo he sido nunca un intrigante cortesano —le recordó el de Cuenca—. Pero se me antoja que dejar el futuro de aquellas tierras y aquellas gentes en manos de quienes sí lo son, es casi un delito de lesa traición.

—Ya estoy viejo para luchar.

—La verdad no tiene edad, y lo único que se os pide es que la contéis.

—¿Y a quién le interesa?

—A todos. —Ojeda extendió la mano y la colocó con afecto sobre el antebrazo de su amigo impidiéndole que bebiera de nuevo—. No conseguiréis ahogar vuestra conciencia en ese vaso. No es lo bastante grande. Tan sólo os pido que me acompañéis a Sevilla y habléis con el Obispo. Contadle lo que visteis y no visteis durante vuestros viajes. Con eso basta.

—¿Os parece poco? Me jacto de ser el hombre que más tiempo ha pasado junto al Almirante sobre un puente de mando, y creo saber mejor que nadie lo que pasa por su cabeza en cada instante. Soy, también, quien permaneció a su lado cuando se hundió en aquella especie de larguísimo sueño del que creímos que jamás despertaría. Deliró durante horas, y no os miento al aseguraros que a la larga llegué a encontrarle un sentido a sus desvaríos. Conozco su alma y sus secretos, pero no sería honrado por mi parte hacer uso de lo que averigüé de un hombre que se hallaba a las puertas de la muerte.

—¿Ni por el bien de Castilla?

—Castilla puede sobrevivir sin tales secretos, pero yo no creo que pudiera hacerlo sin sentirme en paz con mi conciencia.

—No habléis entonces de los secretos de Colón. Haced referencia únicamente a lo que pudisteis descubrir por vos mismo como el mejor de los marinos norteños.

—¿Sólo norteños? —inquirió el otro cómicamente ofendido—. ¿Acaso consideráis que alguno de estos andaluces parlanchines o un mallorquín del demonio me supera?

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