Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (13 page)

BOOK: Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral
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Mientras tanto, el centinela iba y venía en busca de los órices que se habían desperdigado en el viaje, tratando de unirlos a los veinte disciplinados compañeros que habían obedecido al punto sus indicaciones.

Pero los animales, felices y retozantes en los pastos, no tenían intención, al parecer, de abandonar tan lozana pradera, y se resistían a seguir las órdenes de su jefe.

Sus movimientos sorprendieron extraordinariamente a Mokoum, que no podía explicarse la causa de que los órices fueran de un lado a otro de los pastos sin hallar un sitio fijo. El bushman tampoco comprendía la obstinación del viejo macho, que se obstinaba en lograr que la manada entera penetrase en el bosquecillo.

Sir John manoseaba impaciente su rifle, y Mokoum lograba contenerle en sus ansias por disparar con alguna evidente dificultad.

Transcurrió una hora en estas condiciones, cuando uno de los perros lanzó un formidable ladrido y corrió hacia la llanura. Mokoum lanzó un juramento, pero ya era demasiado tarde. Los ladridos del animal habían alertado a los órices que pastaban tranquilamente, y la manada se dio a la fuga a gran velocidad. En pocos instantes, los antílopes eran puntos negros en el horizonte.

Pero un hecho insólito llamó la atención del bushman. El viejo macho, que no había dado a los órices señal alguna para marchar, permanecía en su puesto. Al ver la desbandada de sus compañeros, se internó en el bosquecillo completamente solo.

—¡Qué extraño! —exclamó Mokoum.

—¿Qué es lo extraño? —preguntó el aristócrata.

—Que ese viejo órix no ha huido. ¿Estará herido?

—Pronto lo sabremos.

Sir John salió de su escondrijo y disparó contra el animal, incapaz de dominar su impaciencia. El órix, al acercarse el cazador, se agachó mucho más entre las hierbas. Sólo asomaban sus cuernos, de un metro veinte de altura, cuyas aceradas puntas dominaban la verde superficie de la llanura.

Sir Murray y Mokoum le observaron silenciosos. El bushman tenía ya preparado su cuchillo, por si hubiera sido preciso rematarle en el caso de que estuviera agonizando.

Pero esta precaución era inútil. El órix estaba completamente muerto, tanto que, cuando Sir Murray lo tomó de las astas, no arrastró más que un pellejo vacío y flojo, dentro del cual faltaba toda la osamenta.

El estupor se reflejó en el rostro de los cazadores. ¿Cómo era posible que le faltara la osamenta?

—¡Por San Patricio! —gritó el inglés—. ¡Estas cosas sólo me pasan a mí!

Mokoum permanecía en silencio. Tenía los labios fruncidos, las cejas contraídas y los ojos inquietos, denunciando una seria contrariedad. De improviso, algo despertó su interés.

Era un saquito de cuero adornado con arabescos rojos. El saquito yacía en el suelo; el bushman lo recogió y lo examinó atentamente.

—¿Qué es eso? —preguntó Sir John.

—Es el saquito de un makololo.

—¿Y qué hace aquí?

—Creo que su dueño acaba de perderlo.

—¿Que acaba de perderlo...?

—Así parece.

—¿Quién? ¿El makololo?

—Así es.

—¿Y no podemos ir tras él?

—No se moleste en buscarle. Se hallaba metido en la piel del órix sobre el que usted acaba de disparar.

Inmediatamente, algo se movió entre las hierbas, a unos quinientos pisos, y Mokoum hizo fuego en aquella dirección.

Después, Sir John y él corrieron velozmente hacia el lugar que había levantado sus sospechas, pero lo encontraron vacío.

Sin embargo, entre las hierbas se veía que un ser vivo había estado refugiado allí, pero el makololo había desaparecido.

Este incidente avivó la inquietud de los dos cazadores. La presencia de un makololo en las proximidades del dolmen y la de este otro indígena camuflado tras la piel del órix, revelaban una perseverancia en seguir a la caravana que despertaba los temores del bushman y aumentaba sus ya de por sí naturales recelos hacia todo lo que escapara a su control.

Además, cuanto más avanzaban hacia el Norte, más crecía el peligro de ser atacados por estos bandidos del desierto.

Sir John y Mokoum regresaron al campamento, manteniendo el bushman una larga conversación con el coronel Everest.

—¿Qué opina usted? —le dijo el coronel.

—Creo que la expedición está siendo perseguida y espiada por los makololos, señor, y a las pruebas me remito.

—¿Estamos seriamente amenazados por ellos?

—Si todavía no hemos sido atacados, es porque esperan que vayamos más hacia el Norte, hacia sus regiones.

CAPITULO XVII

Aquella situación cambiaba de pronto las cosas. Parecía como si los peligrosos indígenas fueran a conseguir lo que no había logrado la Naturaleza: interrumpir la marcha de la investigación. El coronel Everest no sabía si era más conveniente retroceder.

—Le ruego que me cuente todo lo que sepa usted sobre los makololos —pidió el coronel a Mokoum, pues deseaba estar bien informado para poder tomar una determinación.

—Los makololos pertenecen a la gran tribu de los bechuanas, esos guerreros que su amigo, el doctor Livingstone, conoce tan bien.

—En efecto.

—Cuando Livingstone vino al Zambeze por primera vez...

—En 1850...

—Fue recibido por Sebituane, que era entonces el gran jefe de los makololos y vivía en Sesheke. Sebituane era un gran guerrero que pronto obtuvo influencias sobre las diversas tribus de África, llegando a formar con muchas de ellas un grupo compacto y dominador. El año pasado, Sebituane murió en brazos del doctor Livingstone.

—¿Y no dejó un sucesor? —preguntó interesado el coronel, que conocía parte de estos hechos a través del relato directo de su amigo Livingstone.

—Le sucedió su hijo Sekeletu, quien al principio mostró un gran afecto hacia los europeos que frecuentaban las orillas del Zambeze. Pero, tras la marcha del señor Livingstone, sus métodos cambiaron. Sekeletu persiguió a los extranjeros, lanzándose después a un ataque indiscriminado contra las tribus vecinas.

—¿Por qué razón?

—En parte por ansia de sangre y en parte, sobre todo, por pillaje. Los makololos, desde entonces, recorren el país robando y asesinando sin freno. Su zona preferida para llevar a cabo sus intentonas es la comprendida entre el lago Ngami y el Alto Zambeze.

—Justamente nuestro punto de destino.

—Así es, señor coronel. Nada ofrece menos seguridad que aventurarse con una caravana por esas tierras, sobre todo una caravana tan reducida como la nuestra. Además, no hay que olvidar que nos esperan, pues los espías les habrán alertado sobre nuestra presencia.

—¿Y cuál es su opinión?

—Creo, señor, que estamos condenados a una muerte segura si seguimos avanzando, pero yo acataré lo que usted disponga. Si decide seguir adelante, respetaré sus órdenes.

—Gracias, amigo.

El coronel Everest se sintió profundamente inquieto tras haber mantenido esta conversación. Reunió a sus compañeros en consejo urgente y les transmitió las opiniones y las informaciones de Mokoum.

Emery, Sir Murray y el mismo Everest, tras muchas deliberaciones, se mostraron dispuestos a proseguir con las triangulaciones. No podrían parar en ese punto, pues estaban en juego su honor y el de su patria. Los ingleses no podían abandonar las operaciones geodésicas a sólo unos pasos de su resolución final.

Tomada esta decisión, se continuó la serie trigonométrica.

El 27 de octubre, la comisión científica británica cortaba perpendicularmente el trópico de Capricornio, y el 3 de noviembre lograron adelantar un nuevo grado en la medición del gran arco.

La triangulación continuó con ardor el mes siguiente. No había obstáculos naturales que dificultaran las operaciones, pues se hallaban en un bello país cortado únicamente por riachuelos vadeables.

Mokoum había establecido turnos de vigilancia entre sus hombres, y estos turnos eran cumplidos escrupulosamente mientras los astrónomos llevaban a cabo su labor.

Ningún peligro inmediato parecía amenazar al pequeño grupo. Durante el mes de noviembre no se vio ninguna partida de negros ni se encontró el menor rastro de los makololos.

Los más inquietos en la caravana eran los bochjesmen. Conocedores del peligro que les amenazaba, se mostraban nerviosos y preocupados, aunque nadie desobedeció las órdenes de Mokoum. Los makololos y los bochjesmen eran dos tribus enemigas, enfrentadas entre sí por una antigua rivalidad. Los vencidos no podían esperar piedad de los vencedores, y esto no se borraba de las mentes de los indígenas que acompañaban a los astrónomos, pues se sabían menos numerosos, aunque mejor armados que sus enemigos.

Los hombres al mando de Mokoum habían sido elegidos cuidadosamente por su capacidad de obediencia y su valentía. Eran capaces de soportar cualquier fatiga sin emitir una palabra de protesta, pero sus disposiciones cambiaron ligeramente al conocer la presencia acechan— , te de los makololos.

Se produjeron algunos incidentes de escasa importancia; pero Mokoum no se sintió verdaderamente alertado hasta ocurrir un hecho que se produjo el 2 de diciembre.

El tiempo, que hasta entonces había sido excelente, cambió repentinamente. Bajó la influencia del calor tropical y la atmósfera saturada de vapores indicaba una gran tensión eléctrica. El cielo se oscureció y parecía poder predecirse una tormenta inmediata. Y las tormentas, en aquellos climas, se ven revestidas de una enorme violencia.

Así pues, la mañana del 2 de diciembre apareció con el cielo cubierto de nubes que tenían un siniestro aspecto.

Emery observó el firmamento. Por doquier vio nubes acumuladas en bloques próximos. Parecían de algodón, y su masa, de un gris oscuro, presentaba colores muy distintos en algunos de sus bordes.

El sol tenía un tinte pálido, no soplaba una bocanada de aire y el calor era bochornoso. El descenso del barómetro se había detenido. Los árboles de los bosquecillos cercanos permanecían inmóviles, sin que una sola hoja temblara en sus ramas, Los astrónomos proseguían la triangulación. En aquellos momentos, William Emery, acompañado por cuatro indígenas y un carromato, se había trasladado a tres kilómetros al Este del meridiano, con el propósito de establecer un poste indicador, destinado a formar el vértice de un triángulo

Se hallaba ocupado observando la cima de un montículo, cuando una rapidísima condensación de vapor, originada por una corriente de aire frío, produjo un considerable desarrollo de electricidad.

A continuación, en cuestión de segundos, comenzó a caer una espesa granizada de aspecto luminoso, y se hubiera dicho que llovían gotas de metal incandescente. Del suelo brotaban chispas y de las partes metálicas del carromato se desprendían haces luminosos.

El granizo adquirió pronto un volumen considerable. Emery no perdió un segundo y gritó a los indígenas que buscaran refugio lejos del carromato y de los árboles. Mas, apenas había tenido tiempo de abandonar el vehículo, cuando un relámpago deslumbrador, seguido de un espantoso trueno, abrasó la atmósfera.

Emery cayó al suelo como muerto. Transcurrieron unos instantes y el joven volvió a recobrar el conocimiento, pues afortunadamente no había sido herido por el rayo. El fluido se había deslizado en torno del astrónomo y le había envuelto en una capa de electricidad, k pero no había herido al joven sabio.

Al incorporarse de nuevo, Emery comprobó que dos de los indígenas estaban muertos. Los dos restantes quisieron huir despavoridos, y ni siquiera los gritos de Emery lograron persuadirles para que se quedaran.

El joven buscó un refugio más seguro y esperó allí durante cerca de una hora a que pasara la tormenta. Al fin, el granizo dejó de caer y Emery enfiló el carromato de vuelta hacia el campamento.

La noticia de la muerte de los indígenas había causado un gran alboroto entre sus compañeros. Se miraban los unos a los otros con espanto y después miraban con temor a los astrónomos. Dominados por la superstición, empezaron a desconfiar de las operaciones trigonométricas de los sabios, operaciones que nunca habían comprendido, pero que hasta entonces habían respetado.

Los bochjesmen formaron conciliábulo y algunos de ellos declararon que no seguirían adelante.

Hubo un conato de rebelión y fue necesaria toda la influencia de Mokoum para impedir que el asunto tomara proporciones desagradables.

El coronel se vio obligado a intervenir y prometer a aquellos asustados hombres un aumento de salario para que continuaran a su servicio. Aunque hubo resistencias por parte de los más temerosos, el acuerdo fue alcanzado sin dificultades.

Everest comprendía que nada podrían hacer si los bochjesmen les abandonaban a su suerte.

Se dio sepultura a los muertos, se levantó el campamento y los carromatos se dirigieron hacia el cerro que había sido explorado por Emery cuando le sorprendió la tormenta de granizo.

En los días que siguieron hasta el 20 de diciembre, no se produjo ningún incidente digno de relatarse. Los makololos no se presentaban y Mokoum comenzó a recobrar la tranquilidad. Les faltaban unos ochenta kilómetros para llegar al desierto y la vegetación parecía abundante, lo que hizo pensar al bushman que esa primera zona desértica que él tanto había temido no se presentaría ante sus ojos. Pero no contaba con los ortópteros, cuya aparición es una constante amenaza para las zonas agrícolas en el África austral.

En la tarde del 20 de diciembre, los hombres instalaron el campamento. Los tres astrónomos y el bushman descansaban al pie de un árbol, mientras los indígenas y los marineros ingleses se repartían los trabajos y la vigilancia.

En medio del viento Norte, que comenzaba a soplar, los científicos conversaron animadamente y determinaron que esa misma noche tomarían la altura de las estrellas, con el fin de calcular exactamente la latitud del lugar en que se encontraban.

No se veía la más ligera nube, la luna era casi nueva y, por tanto, todos se las prometían muy felices.

Pero el coronel y Sir Murray se mostraron desconcertados cuando, a eso de las ocho, Emery se puso en pie, señaló el horizonte y exclamó:

—Me temo que la noche no va a ser tan propicia a nuestros planes como imaginábamos. Se está nublando el cielo.

Sir John observó atentamente el firmamento y dijo:

—En efecto. Ese nubarrón se acerca rápidamente y no tardará en cubrirnos por completo.

—¿Tendremos otra tempestad? —preguntó el coronel.

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