Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (15 page)

BOOK: Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral
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La caravana anduvo durante tres horas en dirección al Norte, pero la fatiga acumulada en hombres y animales les impedía ir muy aprisa.

Con frecuencia era necesario detenerse para animar a los rezagados.

Así, a las diez de la noche aún faltaban cinco kilómetros para llegar a Ngami. A pesar de las recomendaciones del bushman, la expedición dejó de ofrecer un grupo compacto, extendiéndose hombres y animales en una fila larguísima.

Una hora después, la cabeza de la caravana sólo había avanzado un kilómetro.

Mokoum se puso delante de los carromatos, acompañado por los tres astrónomos, y se preparó para indicar que torcieran a la izquierda. Mas, en ese momento, unas detonaciones lejanas aunque perceptibles alarmaron a los viajeros.

Todos escucharon con una ansiedad fácil de comprender.

En un país donde los indígenas sólo se sirven de las lanzas y las flechas, las detonaciones de armas de fuego les producían una sorpresa a la que se sumaba la ansiedad.

—¿Qué es eso? —preguntó el coronel.

—Detonaciones —respondió Sir Murray.

—¡Detonaciones! —exclamó Everest como si escuchara por primera vez el sonido de las armas.

—¿En qué dirección? —quiso saber Emery. El bushman prestó atención un instante y dijo:

—Los tiros han sido hechos en la cima del Scorzef. Todos dirigieron hacia allí sus miradas y observaron la cima con interés. De ella parecían partir pequeños fuegos artificiales que iluminaban la oscuridad de la noche. Mokoum añadió:

—Los makololos están atacando a una partida de europeos.

—¿De europeos? —el coronel estaba alarmado.

—Sí, coronel —respondió el bushman—. Esas detonaciones sólo pueden ser producidas por armas europeas, y yo añadiría que son armas de gran precisión.

—Entonces... —pero el coronel no terminó la frase.

—Esos europeos deben de ser nuestros antiguos compañeros —Emery sí la completó, pues se sentía intranquilo por la suerte que podía estar corriendo su buen amigo Zorn.

—Sean nuestros colegas o sean otras personas —dijo Sir John—, si son europeos debemos prestarles nuestra ayuda.

—Desde luego —afirmó Everest.

—¡Sí, sí, vayamos! —gritó Emery.

Mokoum volvió la vista atrás, hacia la caravana, con el objeto de ordenar a su gente que les siguieran, pero entonces experimentó un nuevo sobresalto. La expedición estaba dispersa, los caballos habían sido desenganchados, los carromatos se veían abandonados y algunas sombras corrían por la llanura en dirección hacia el Sur.

—¡Cobardes! —gritó el bushman.

Después, volviéndose hacia los ingleses, exclamó:

—¡Vayamos nosotros!

Los ingleses y el cazador tomaron en seguida la dirección Norte. Arrancaron a sus caballos la poca fuerza que aún les quedaba y llegaron en media hora cerca de la base del Scorzef. Oían claramente el grito de guerra de los makololos, pero aún no podían calcular su número.

La cima de la montaña aparecía coronada por el fuego. Varios grupos de hombres se elevaban por sus laderas.

El coronel y sus acompañantes se encontraron pronto detrás de los sitiadores. Abandonaron sus monturas y lanzaron gritos de alerta, con destino a que les escucharan los hombres que estaban siendo atacados por los indígenas.

La expedición efectuó varios disparos. Al oírlos, los makololos creyeron que eran asaltados por una tropa numerosa y retrocedieron asustados, antes de haber hecho uso de sus mortales flechas y de sus azagayas.

Sin perder un segundo, el coronel Everest, Sir Murray, Emery, Mokoum y los marinos del
Queen and Tzar
cargaron sus ramas y las dispararon sin descanso, dando a sus enemigos la impresión de formar un grupo nutrido. Unos quince cadáveres cayeron pronto al suelo.

Los makololos se separaron y los europeos se precipitaron por la ladera de la montaña, alcanzando la cima en pocos minutos. Cuando llegaron arriba, la alegría les embargó. En efecto, ¡aquellos sitiados eran los rusos!

Todos estaban allí: Strux, Palander, Zorn y sus cinco marineros. De los indígenas que formaban su caravana, tan sólo les quedaba uno, el fiel timonel de la chalupa que había actuado como conductor de la misma cuando los sabios cruzaron el rápido, acusando entonces como Foreloper Matthew Strux se adelantó a los ingleses y exclamó:

—¡Ustedes!

—Nosotros —respondió Everest con alegría mal disimulada—. Desde ahora ya no hay más rusos e ingleses. Somos todos europeos y hemos de defendernos.

CAPITULO XIX

Un grito entusiasta acogió las palabras del coronel.

Emery y Zorn se abrazaron emocionados, felices por volverse a ver sanos y salvos.

Los rusos ofrecieron a sus colegas agua abundante que habían recogido del lago y guardaban en toneles. Después de saciar su sed, los astrónomos se contaron sus aventuras.

Ambos, rusos e ingleses, se habían desviado un tanto de la dirección prevista. Unos lo habían hecho hacia la izquierda y otros hacia la derecha del meridiano, obligados los dos grupos por la misma causa.

El Scorzef estaba situado más o menos a mitad de la distancia que separaba los dos arcos, siendo la única altura de aquella región que podía servir para el establecimiento de una estación a orillas del Ngami. Era, por consiguiente, normal que ambos grupos se hubiesen encontrado en la montaña.

Strux comentó que la triangulación llevada a cabo desde su separación en la aldea de Kolobeng, se había realizado sin incidentes. También ellos habían padecido las excesivas temperaturas, pero en ningún momento les había faltado el agua. Al llegar al término de su resumen, Strux añadió:

—Llevábamos aquí tres días, cuando los makololos se presentaron de improviso en número de trescientos o cuatrocientos. Los indígenas abandonaron sus puestos y nos dejaron solos. El resto ya lo conocen ustedes, caballeros.

El coronel Everest hizo también un resumen de los incidentes que había padecido su grupo. Aquella noche la terminaron los europeos todos juntos, yéndose a descansar a una hora muy avanzada. Mokoum y algunos marineros hicieron turnos de vigilancia, pero no pasó nada.

Los makololos no repitieron su ataque. Al día siguiente, los astrónomos observaron el horizonte que se abría a sus pies. Por el lado Sur aparecía el desierto y al pie de la montaña se veía el campamento de los viajeros, por el que hormigueaban unos cuatrocientos indígenas en pie de guerra.

Era evidente que los makololos no querían abandonar aquel lugar sin haber antes asesinado a los blancos, pues deseaban apoderarse además de sus extrañas armas de fuego.

Los sabios celebraron largas conferencias con Mokoum. Debían tomar una determinación, pues de esta decisión dependían sus vidas, pero ante todo era necesario conocer la situación del Scorzef.

Al Sur, como ya hemos dicho, se extendía el desierto, que se prolongaba en gran parte hacia el Este y el Oeste. Al nordeste de Ngami se encontraba el contorno de colinas que circundaban el fértil país de los makololos. Hacia el Norte se veía una región completamente diferente, en vivo contraste con las áridas zonas del Sur.

Agua, árboles, pastos y vegetación se abrían paso en una extensión de varios kilómetros. La longitud del lago se desarrollaba en el sentido de los paralelos terrestres, pero de Norte a Sur apenas tendría unos sesenta kilómetros de ancho.

Tal era el panorama que se extendía a los ojos de los europeos. En cuanto al Scorzef, se levantaba sobre las orillas mismas del lago, y sus flancos caían verticalmente sobre las aguas. Los hombres tenían, pues, segura la provisión de agua, y la pequeña guarnición podría mantenerse mientras les durasen los víveres, que se encontraban refugiados en un fortín abandonado.

Aquel fortín había llamado la atención de los ingleses, y Mokoum sacó de dudas a sus amigos, relatándoles una historia que había tenido ocasión de oír en una de sus expediciones con el doctor Livingstone.

Aquellos alrededores habían sido visitados con frecuencia por los traficantes de marfil y ébano, pues tal era el nombre que los traficantes de esclavos daban a los negros. Aquella orilla del Ngami era uno de los puntos elegidos para repostar fuerzas, pues los traficantes recorrían la región buscando indígenas y los trasladaban luego a los puntos de venta, parando en la montaña para resguardarse de los ataques de las tribus más belicosas.

Los traficantes habían fortificado aquella cima para protegerse, por tanto, de estos ataques. Tal era el origen del fortín, si bien estaba por entonces casi en ruinas.

Ahora bien, por destrozado que estuviese el fortín, aún ofrecía un seguro refugio a los europeos. Detrás de sus murallas, hechas de grueso asperón, y armados con sus rápidos y precisos fusiles, los expedicionarios podían enfrentarse con un ejército de makololos, en tanto que no les faltasen el agua, los víveres y las municiones.

Las municiones estaban perfectamente aseguradas en uno de los carromatos que los marineros, antes de producirse el ataque de los indígenas, colocaron al pie de uno de los flancos de la montaña. Allí se encontraba también la chalupa y allí descendían a buscar el agua cada vez que les hacía falta.

En cuanto a los víveres, el asunto se presentaba peor. Los carromatos con las provisiones se encontraban en la zona ocupada por los makololos, los cuales habían procedido a su pillaje. Y en el fortín no había víveres suficientes para alimentar a todos los viajeros, que hacían un número de dieciocho: los astrónomos, los marineros, el bushman y el foreloper.

Mientras los marineros vigilaban el fortín, los sabios se reunieron en consejo urgente. Mokoum se les unió al punto y, al comprobar su preocupación por la escasez de víveres, les dijo:

—No veo por qué se inquietan.

—¿Te burlas acaso? —le preguntó Sir Murray.

—¡Por nada del mundo, señor!

—¿No comprendes que sólo tenemos provisiones para dos días? —le dijo el coronel con amabilidad.

—¿Para dos días?

—Así es.

—¿Y quién nos obliga a permanecer dos días aquí?

—¿Cómo que quién nos lo impide? —protestó el aristócrata—. ¡Los makololos!

—Pero ellos no saben navegar.

—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió Everest.

—Que podemos alejarnos navegando por el lago.

—¿Y en qué navegaremos por el lago? —se burló Sir Murray.

—No se ría usted, amigo mío —dijo Mokoum—. Podemos usar la chalupa.

—¡Es cierto! —exclamó Emery.

Habían olvidado que la chalupa estaba a buen recaudo, y la noticia les devolvió un poco de la esperanza perdida. El coronel Everest movió la cabeza con gesto preocupado y dijo:

—No podemos irnos todavía. —¿Por qué? —preguntó Mokoum.

—Aún no hemos terminado las operaciones.

—¿Qué operaciones?

—¡La medición del meridiano!

—¿Y van a quedarse aquí a medir el dichoso meridiano mientras los makololos nos acechan? —el bushman empezaba a no entender a aquellos hombres.

—No tenemos otro remedio —afirmó el coronel—. Debemos terminar el trabajo que hemos comenzado.

—Desde luego —respondieron a una los astrónomos.

Había tal determinación en los rostros de aquellos hombres, era tal su firmeza y tal su valentía al afrontar las más duras pruebas en nombre de la Ciencia, que el bushman, acostumbrado a ver aquella misma expresión de resolución en el rostro del doctor Livingstone, y sabiendo que nada ni nadie les detendría, decidió aceptar su decisión.

Quedó, pues, convenido que la operación geodésica se continuaría a pesar de todo. Sin embargo, cabía la posibilidad de que la operación ofreciera excesivas dificultades.

Matthew Strux, que había permanecido más tiempo en aquella cima, exclamó:

—Creo que podremos conseguirlo. Se trata de enlazar el Scorzef con una estación situada al Norte del lago, y esa estación existe. Yo había elegido antes de su llegada un pico que puede servir a nuestros propósitos. Se levanta al noroeste del lago, de modo que este lado del triángulo cortará el lago Ngami siguiendo una línea oblicua... Pero existe una dificultad.

—¿Cuál es? —quiso saber el coronel.

—La distancia. Ese pico se halla situado a unos dos cientos kilómetros de distancia.

—La franquearemos con nuestros anteojos —dijo Emery.

—Pero es preciso colocar un farol en su cima —dijo Strux.

—Se encenderá el reverbero.

—Habrá que llevarlo.

—Se llevará.

—Y mientras tanto —añadió Mokoum—, tendremos que defendernos de los makololos.

—Nos defenderemos —dijo Sir Murray.

A continuación, Strux indicó a sus compañeros el pico que había elegido. Se trataba del pico de Volquiria, el cual, pese a encontrarse a tan gran distancia, podía resultar visible con un farol en su cima gracias a los instrumentos de los sabios.

Pero era preciso trasladar hasta allí el reverbero.

El ángulo que formaba el Scorzef con el Volquiria, por una parte, y con la estación precedente, por la otra, señalaría probablemente el final de las mediciones del meridiano. Era fácil suponer la importancia de esta operación.

Michael Zorn y William Emerz se ofrecieron voluntarios para trasladar el reverbero. El foreloper accedió a acompañarles, y pronto estuvieron todos listos para partir.

Decidieron no emplear para su cometido la embarcación, pues ambos jóvenes pensaban que podía ser necesitada en otro momento de mayor urgencia. Para atravesar el Ngami les bastaría construir una de esas canoas de corteza de abedul que los indígenas fabrican en pocas horas.

Mokoum y el foreloper no tardaron mucho en tenerla lista. A las ocho de la noche, la canoa estaba preparada para salir.

Los instrumentos, el aparato eléctrico, algunos víveres, agua, armas y municiones, fueron los elementos que se dispusieron en la canoa con destino a los valientes expedicionarios.

Se convino que los astrónomos se reunirían en la orilla meridional del Ngami, una vez realizados los trabajos en uno y otro lado.

Después de ponerse de acuerdo sobre la operación a realizar, los tres hombres abandonaron el fortín y descendieron por la ladera hasta encontrar la canoa. Les acompañaban un marinero ruso y otro inglés.

CAPITULO XX

Los que se quedaban en la montaña vieron alejarse a sus amigos con angustia. El bushman procuró tranquilizarles, elogiando la habilidad y el valor del foreloper. También era de esperar que los makololos, ocupados como estaban en torno del Scorzef, no recorrerían la llanura por el norte del Ngami.

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