Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (14 page)

BOOK: Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral
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—En la región en que nos encontramos, las tormentas son siempre temibles. Creo que deberíamos abandonar la idea de realizar esta noche las observaciones, pues corremos el riesgo de que no sean muy precisas.

—¿Tú qué opinas, Mokoum? —preguntó Everest.

El cazador miró el Norte con atención. La nube terminaba en una curva alargada y casi perfecta, como si hubiera sido dibujada con un compás. Tenía una extensión de unos seis kilómetros.

Aquella nube, negra como el humo, tenía un aspecto tan extraño que chocó al indígena. Parecía como si se tratara de una masa sólida, en lugar de una acumulación de vapores.

—¡Es verdaderamente singular! —se limitó a comentar Mokoum.

Casi al mismo tiempo, los caballos y otros animales de la caravana comenzaron a dar muestras de una gran agitación. Corrían por la pradera y se negaban a obedecer las órdenes de los conductores de los carromatos, quienes intentaban por todos los medios hacerles regresar al recinto interior del campamento.

Al ver que los esfuerzos de los bochjesmen resultaban en vano, Mokoum les dijo:

—Dejad que pasen la noche fuera.

—Pero, ¿y las fieras? —le increparon.

—Las fieras estarán pronto demasiado ocupadas como para que hagan caso de nuestros animales.

Estas extrañas palabras pillaron por sorpresa a los astrónomos. El coronel Everest se disponía a pedir una explicación al bushman, cuando éste se alejó rápidamente, absorto por completo en la observación del fenómeno singular.

El nubarrón se aproximaba a pasos agigantados. Su altura sobre el nivel del suelo no pasaría de algunos centenares de metros. Al silbido del viento se unía entonces una especie de zumbido que parecía salir de la misma nube.

En aquel momento, y por encima del nubarrón, hizo su aparición un enjambre de puntos negros sobre el fondo pálido del cielo. Los puntos revoloteaban sin cesar.

—¿Qué es eso? —preguntó el coronel.

Los astrónomos se habían aproximado a Mokoum y le miraban ansiosos en espera de una respuesta. El bushman, sin dejar de mirar el cielo, exclamó:

—Esos puntos negros son pájaros.

—¡Pájaros! —Sir Murray no parecía muy convencido de ello.

—Son pájaros, sí —afirmó Mokoum—. Son buitres, águilas, halcones y milanos. Vienen desde muy lejos siguiendo esa nube y no la abandonarán hasta que no esté aniquilada o dispersa.

—¿Aniquilada una nube? —Emery tampoco entendía nada.

—En efecto.

—Pero, ¿qué clase de nube es ésa? —inquirió el coronel.

—Es un nublado viviente. ¡Es una nube de langostas!

Mokoum no se equivocaba. Ante ellos aparecía una nube de langostas, nubarrones vivientes que con excesiva frecuencia convertían aquella parte del país en una región árida y desolada.

—Parecen multitud —dijo Everest.

—Llegan a millares —afirmó Mokoum.

—Supongo que serán enormemente peligrosas —exclamó Sir Murray.

—Desde luego. Son un azote para los campos. Sólo pido a los cielos que no nos causen graves daños.

—Pero si no tenemos aquí campos sembrados ni praderas de nuestra propiedad —dijo el coronel—, ¿qué nos pueden hacer las langostas?

—Si se limitan a pasar por encima de nuestras cabezas, no nos harán nada. Pero si devastan los campos por los que debemos pasar más adelante, nos harán un gran daño.

—Explícate mejor, te lo ruego —dijo Emery.

—Las langostas pueden devastar grandes zonas de terreno sin que tras su paso quede una sola brizna de hierba en las praderas.

—Ya comprendo —afirmó el aristócrata—, pero olvidas que nosotros no comemos hierba.

—Y usted olvida que los animales de la caravana sí la comen. Si las langostas devoran los pastos, ¿qué comerán nuestros bueyes, nuestros caballos...?

Los ingleses permanecieron silenciosos por unos momentos. Observaban la masa animada que crecía a simple vista, avanzando sin cesar y llenando el aire con sus zumbidos.

Mokoum rompió el silencio:

—El viento del Norte las empuja en esta dirección. Además, el sol acaba de ponerse y la brisa del crepúsculo entorpecerá sus alas. Tendrán que dejarse caer sobre los árboles, sobre los matorrales y sobre las praderas, y entonces...

El bushman no terminó la frase. Su predicción se cumplía en aquel instante. En un abrir y cerrar de ojos, la nube de langostas se abatió sobre el suelo y ya no se vio más que una masa hormigueante y sombría alrededor del campamento y en los mismos límites del horizonte.

El campamento quedó literalmente inundado.

Los carromatos, las tiendas, todo desapareció bajo el efecto devastador de aquella nube viviente. La masa de insectos tenía varios metros de altura.

Los hombres, metidos hasta la rodilla en aquella masa densa de langostas, las aplastaban a centenares a cada paso, ayudados por otros enemigos naturales de la temible plaga. Las aves se precipitaban sobre las langostas y las devoraban con avidez. En el suelo, las serpientes las absorbían en cantidades enormes. Los caballos, mulas, bueyes y perros se atracaban de estos insectos con gran ferocidad.

Toda la caza de la llanura también estuvo presente en el banquete. Leones, hienas, elefantes y rinocerontes sepultaban sus vastos estómagos entre la nube enloquecedora.

Los bochjesmen se aprovisionaron de varios centenares de ellas, pues estos camarones del aire eran muy apreciados por los indígenas.

De este modo, se estableció una especie de extraño banquete, en el que los comensales se convirtieron a su vez en el plato principal.

Era imposible dormir en aquellas condiciones, y los astrónomos determinaron aprovechar la circunstancia para seguir con las operaciones.

A la mañana siguiente, el sol asomó por un horizonte límpido. Sus rayos elevaron al poco rato la temperatura y las langostas se trasladaron a lugares más oportunos para continuar con su ceremonial.

A su paso por la pradera, la nube viviente cumplió las predicciones del bushman, arrasando los árboles y la llanura anteriormente plena de vegetación. Todo estaba arrasado.

El suelo aparecía amarillo terroso y los troncos desnudos de los árboles conferían al paisaje un aspecto más invernal que veraniego.

Los viajeros habían pasado, en menos de veinticuatro horas, de ocupar una riquísima vegetación a vivir en medio de un desierto. Y todo ello sin moverse del lugar.

Los astrónomos, dispuestos a no dejarse desanimar, siguieron trabajando hasta llegar a medir un nuevo grado del meridiano.

CAPITULO XVIII

El 25 de diciembre alcanzaron el límite del desierto. Los animales sufrían enormemente a causa de la carencia de pastos. También faltaba el agua, y el suelo, arcilloso en extremo, era impropio para la vegetación.

Aquella porción de terreno comprendida entre el límite del karru, o zona desértica sólo poblada de vegetación durante la estación de las lluvias, y el lago Ngami, se ofreció a la mirada de los ingleses, y no precisamente en todo su esplendor.

Los viajeros pasaron grandes fatigas y tremendos sufrimientos, sobre todo a causa de la falta de agua. Los animales se negaban a seguir avanzando y era preciso tirar de ellos con esfuerzos y amenazas.

No había aves, que habían huido hacia el Zambeze en busca de árboles, y las fieras tampoco se arriesgaban a internarse por aquella llanura de muerte y desolación. Tanto era así, que los cazadores apenas encontraron dos o tres parejas de antílopes, animales que pueden sobrevivir sin agua durante dos o tres semanas.

Mientras tanto, avanzando bajo un sol de fuego y una atmósfera que no contenía ni un átomo de vapor, los astrónomos proseguían con sus trabajos geodésicos, realizándolos de día o de noche. Los sabios se fatigaban a ojos vista, pero nada parecía poder variar sus planes.

Su reserva de agua, contenida en barriles recalentados, disminuía alarmantemente. Se había impuesto el racionamiento, que fue respetado por todos sin problemas.

El 25 de enero, los ingleses lograron medir el noveno grado del meridiano, siendo cincuenta y siete el total de triángulos calculados hasta entonces en la operación.

Mokoum pensaba que antes de finales de mes llegarían al lago Ngami, si es que los indígenas a su mando no se soliviantaban antes, pues la falta de agua les había puesto muy nerviosos.

Algunas bestias de carga habían perecido por el camino, y el bushman presentía que muchas más terminarían cayendo antes de abandonar el desierto.

Mokoum, alarmado por la rebelión incesante que veía nacer en sus hombres, pensó que tal vez sería buena idea retroceder un poco en la marcha y desviarse hacia la derecha del terreno, a fin de ganar las aldeas esparcidas en una región menos árida. Pero este plan, transmitido al coronel Everest, contó con una clara desventaja. En primer lugar suponía retroceder, y en segundo lugar los viajeros corrían el riesgo, al desviarse a la derecha, de tropezar directamente con la expedición rusa.

El 15 de enero, lejos aún del final del desierto, Mokoum dijo al coronel:

—Es imposible luchar contra la adversidad. Los conductores de los carromatos se niegan a obedecerme y cada día he de soportar escenas de insubordinación. Y lo peor de todo es que no puedo culparles, señor, porque su miedo es humano y lógico.

El coronel reflexionó unos instantes. La situación era realmente difícil. Los indígenas no estaban dispuestos a arriesgar su vida por unos trabajos que ni siquiera comprendían, pero los astrónomos tampoco podían ceder en sus necesidades de triangulación.

Al cabo de un rato, exclamó:

—Lo lamento, Mokoum, pero seguiré adelante aunque tenga que hacerlo solo.

Sus compañeros compartieron esta opinión. A la vista de los acontecimientos, el bushman habló con sus hombres y les pidió que aguantaran un poco más, pues estaban a sólo seis días del final del desierto. Pronto llegarían al lago Ngami.

—Es mejor continuar —añadió Mokoum—. Si vamos hacia el Oeste, nos encontraremos con la aventura. Si seguimos en cambio hacia el Norte, ya sabemos que el agua nos espera.

Pasaron varios minutos de acalorada discusión. Mokoum exponía una y otra vez sus razonamientos, pero los bochjesmen se negaban a hacerle caso. Al fin cedieron ante el peso de sus argumentos y decidieron continuar la expedición.

Los trabajos no se vieron interrumpidos en ningún instante. Los astrónomos, como hemos dicho, trabajaban día y noche para ganar tiempo. Así, el 16 de enero, la suerte vino en auxilio de quienes con tanto ahínco laboraban en bien de la humanidad y Mokoum distinguió a lo lejos una laguna inmensa, de unos tres o cuatro kilómetros de extensión.

Todos acogieron el descubrimiento con entusiasmo. La caravana se trasladó inmediatamente a la dirección indicada, alcanzando la laguna a primera hora de la tarde. Pero una gran desilusión transformó la alegría en tristeza.

Los animales, que se habían acercado a la orilla con rapidez, retrocedieron espantados sin apenas beber agua. Los hombres se aproximaron a la laguna para comprobar lo que pasaba, viendo que el líquido elemento era imposible de tragar, debido a la gran cantidad de sal que contenía.

La desesperación fue enorme. Nada hay tan cruel como la esperanza perdida. Los indígenas se derrumbaron de inmediato y fue preciso que Mokoum echara mano, una vez más, de su habilidad para convencerles de que era preciso seguir avanzando. No había tiempo que perder.

Continuaron, pues, su camino hacia el Ngami. A los pocos días el terreno se volvió desigual y accidentado, y el 21 de enero los viajeros divisaron al Noroeste una montaña de unos doscientos metros de altura, que se encontraba a unos veinte kilómetros de distancia de la caravana. Se trataba del monte Scorzef.

Mokoum experimentó una sacudida de alivio y gritó:

—¡El Ngami!

—¿Dónde? —preguntó el coronel Everest buscando en vano el lago indicado por el bushman.

—¡Allí! ¡Hacia el Norte!

—¡Ngami! ¡Ngami! —gritaron los indígenas en mágica y risueña repetición.

Los bochjesmen querían avanzar rápidamente y salvar de un salto los veinte kilómetros que les separaban del agua salvadora, pero Mokoum logró contenerles, indicándoles que cualquier dispersión en aquel país, poblado por los makololos, podía resultar peligrosa.

El coronel Everest también se mostró partidario de terminar cuanto antes los trabajos para poder avanzar sin dilación. Decidió, así, unir directamente la estación que ocupaban con la cuna del Scorzef, a través de un solo triángulo. La cima del monte terminaba en una especie de pico muy agudo, que podía ser visto con exactitud y, por tanto, se prestaba a una buena observación.

Se instalaron los instrumentos y se estableció un campamento provisional. Varios indígenas, montados a caballo, registraron los alrededores por orden del bushman, que no deseaba verse condicionado por ningún acontecimiento imprevisto.

Los jinetes registraron diversos bosquecillos situados a izquierda y derecha del campamento, pero no hallaron a nadie.

Mientras Mokoum se ocupaba de la vigilancia, los astrónomos levantaban un nuevo triángulo. Terminada la operación, tras penosos esfuerzos que el cercano final de los trabajos hizo más soportable, se procedió a medir las distancias angulares. Para obtener el ángulo en que se apoyaba la estación, había que obtener dos visuales, una ' de las cuales estaba formada por la cima del Scorzef.

Para obtener la otra mira se había elegido un cerrillo muy agudo, situado a unos seis kilómetros del campamento.

Los científicos trabajaron con entusiasmo hasta completar las operaciones. Terminadas éstas, el coronel Everest avanzó hacia Mokoum con entusiasmo y le dijo:

—A tus órdenes, amigo. Estamos listos.

—Demasiado tarde —respondió el bushman.

—¿Por qué lo dices?

—Es casi de noche, coronel, y no debemos arriesgarnos a partir en estas circunstancias.

—No creo que una noche, por muy oscura que sea, nos impida recorrer esos veinte kilómetros —replicó Everest.

Mokoum pareció consultar consigo mismo y, al cabo de un rato, dijo:

—Está bien, señor... Yo hubiera preferido partir de día, pero tal vez no haya peligro. —¿Entonces?

—Le haré caso. Ahora mismo dispongo todo para poder avanzar.

Los bueyes se unieron a los carromatos, los instrumentos se cargaron en la caravana y la expedición, ya lista, inició el avance sin dilación.

Mokoum, llevado por su instinto de eterna desconfianza, rogó a los blancos que se proveyesen de sus armas y municiones. Él mismo sujetaba su rifle con profunda inquietud.

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