Una vida, una razón para vivir mucho tiempo sería vivir sin fama o, siendo objeto de amistosas burlas, de un modo lo bastante oscuro como para no suscitar envidias ni enemistades, provisto de un cerebro sin fiebre, de un puñado de conocimientos y de un bolsillo lleno de experiencias; ser, en cierto modo, un médico de los pobres de espíritu; ayudar a éste o a aquél, cuando su cabeza está
turbada por opiniones
, sin que el individuo en cuestión se dé cuenta de que se le ayuda; no tratar de tener la razón ante ellos ni celebrar una victoria, sino hablarles de forma que, a la más mínima e imperceptible indicación u objeción, ellos mismos descubran la verdad y se enorgullezcan de haberla descubierto; ser como un modesto albergue que acoge a todo el que lo necesita, pero el que luego se olvida y hasta inspira burlas; no tener ventaja alguna, ni en una alimentación mejor, ni en un aire más puro, ni en un espíritu más alegre, sino dar siempre, devolver, comunicar, empobrecerse, saber hacerse pequeño para ser accesible a muchos, sin humillar a nadie; tomar sobre sí muchas injusticias y arrastrarse como gusanos sobre toda clase de errores a fin de poder entrar por caminos secretos en lo más íntimo de muchas almas; estar en posesión de un poder y, sin embargo, mantenerse oculto, renunciando a él; estar constantemente expuesto al sol de la dulzura y de la gracia, sabiendo, no obstante, que el acceso a lo sublime está al alcance de nuestra mano.
450. La seducción del conocimiento.
Una simple mirada al dintel de la ciencia ejerce en los espíritus exaltados la mayor de las seducciones. Tales espíritus terminan volviéndose imaginativos y, en el mejor de los casos, poéticos, tan grande es su avidez por la alegría de conocer. ¿No cautiva todos vuestros sentidos ese tono de dulce seducción con el que la ciencia anuncia su buena nueva con cien palabras, y con la más maravillosa de todas, la ciento una, que dice: «Haz desaparecer la ilusión, y así dejarás también de quejarte y de compadecerte de ti mismo; y cuando dejes de quejarte y de compadecerte de ti mismo, desaparecerá también el dolor» (Marco Aurelio).?
451. Los que necesitan un bufón.
Los que son muy hermosos, muy buenos, muy poderosos, no captan casi nunca la verdad entera y vulgar, cualquiera que sea el tema de que se trate, pues, en su presencia, se miente involuntariamente un poco, ya que se está influido por la seducción de tales individuos, y, por efecto de dicha impresión, se presenta la verdad atenuada o adaptada a las circunstancias (falseando el color y el grado de los hechos, omitiendo o añadiendo detalles y prescindiendo de lo que no se puede asimilar). Cuando, a pesar de ello, los hombres de esta especie quieren saber la verdad a cualquier precio, necesitan un bufón, un ser que tenga esa prerrogativa de los locos consistente en no poder asimilar las cosas.
452. Impaciencia.
En los hombres de pensamiento y de acción, hay un grado de impaciencia que, al más mínimo fracaso, les hace pasarse al campo contrario y les lleva a apasionarse y a entregarse a nuevas empresas, que terminan abandonando también cuando dudan del éxito. De este modo, andan errantes, aventureros y violentos, de un lado para otro, conociendo numerosos reinos y numerosas situaciones, y puede suceder que el conocimiento universal de los hombres y de las cosas, conseguido por la maravillosa experiencia de sus aventuras, termine haciendo de ellos individuos sumamente prácticos. Así, un defecto de carácter puede llegar a ser una escuela del genio.
453. Interregno moral.
¿Quién sería capaz de intuir hoy lo que reemplazará algún día a los sentimientos y a los juicios morales, aunque sea fácil entender que éstos están contaminados de errores fundamentales, que su edificio amenaza inevitablemente ruina, que su sanción disminuye necesariamente de día en día, en la medida en que no disminuye la sanción de la razón? Para realizar la tarea de formular nuevamente las leyes de la vida y de la acción, nuestras ciencias de la fisiología, de la medicina, de la sociedad y de la soledad, no están aún lo bastante seguras de sí mismas, aunque sólo estas ciencias pueden suministrarnos las bases de un nuevo ideal o incluso el propio ideal. Vivimos, pues, una existencia provisional o arrastramos una existencia de perezosos, según nuestros gustos y nuestro talento, y lo mejor que podemos hacer en este interregno es ser, en la medida de lo posible, nuestros propios reyes y no fundar pequeños campos de experimentación. Somos experimentos. ¡Tengamos el valor de serlo!
454. Interrupción.
Un libro como éste no se ha escrito para ser leído deprisa, de un tirón, ni en alta voz. Hay que abrirlo muchas veces, sobre todo mientras paseamos o viajamos. Es necesario poder sumergirse en él, mirar luego a otra parte y no encontrar a nuestro alrededor nada de lo que nos es habitual.
455. La primera naturaleza.
De la forma en que hoy se nos educa, adquirimos una segunda naturaleza, y la poseemos cuando la gente dice que hemos alcanzado la madurez, que nos hemos emancipado, que somos unos individuos útiles. Sólo un pequeño número de individuos tienen lo bastante de
serpientes
para saber cambiar algún día esa piel, cuando la
primera naturaleza
que hay debajo de ella, ha alcanzado la madurez. Pero en la mayoría de los hombres se ahoga esta primera naturaleza cuando aún se encuentra en germen.
456. Una virtud que está en devenir.
Afirmaciones y promesas, como las que hacía la filosofía antigua respecto a la armonía entre la virtud y la felicidad o la que hace el cristianismo cuando dice que busquemos el reino de Dios y lo demás se nos dará por añadidura, nunca fueron formuladas con absoluta sinceridad, aunque se hicieran de buena fe. La cosa consistía en presentar con audacia las proposiciones que se pretendía que fueran tenidas por verdaderas como si fueran la verdad misma, aunque estuvieran en contra de la evidencia; y esto sin remordimientos de conciencia religiosos o morales, pues «a la mayor gloria de Dios» se rebasaba el límite de la realidad sin ninguna intención egoísta.
Hoy sigue habiendo muchas personas honradas que se encuentran aún en ese
grado de veracidad
; con tal de actuar de una forma desinteresada,
se sienten
autorizadas a tomar la verdad
muy a la ligera
. Observemos que ni entre las virtudes cristianas ni entre las socráticas, figura la
lealtad
; ésta es una de las virtudes más jóvenes; aún no está formada y es frecuente confundirla o no conocerla. Apenas tiene conciencia de sí misma: es algo que se desarrolla, y ese desarrollo podemos acelerarlo u obstaculizarlo, según las tendencias de nuestro espíritu.
457. Discreción suma.
Hay hombres que viven una aventura similar a la de los buscadores de tesoros, y descubren, por casualidad, en un alma ajena las cosas que se escondían en ella, adquiriendo así una experiencia difícil de obtener. En determinadas circunstancias se puede conocer a los vivos y a los muertos, lograr que su alma se nos revele hasta el punto de que vacilemos a la hora de hablar de ello, por miedo a que a cada palabra nuestra cometamos una indiscreción. Yo me imagino fácilmente1 al historiador más sabio quedándose mudo de repente.
458. El primer premio.
Hay algo extraordinariamente raro y que nos embriaga: el hombre de gran talento, que posee a su vez el carácter y las inclinaciones propias de un espíritu así, y que encuentra en la vida
aventuras
que responden a su condición.
459. La generosidad del pensador.
Rousseau y Schopenhauer tuvieron el suficiente orgullo de grabar en su vida el lema: «consagrar la vida a la verdad». ¡Cuánto debió de resentirse su orgullo al no lograr «consagrar la verdad a la vida» —entendiendo la verdad como ellos lo hacían—, al ver que su vida discurría al lado de su conocimiento como un fagot que desafina al tratar de tocar una melodía! Pero el conocimiento se encontraría en una posición incómoda si se midiera su grado de adaptación al pensador en función de su adaptación a su cuerpo. Y el pensador se encontraría también en una posición incómoda si su vanidad fuera tan grande que no pudiera soportar otra medida que ésta. Aquí es donde brilla la virtud más hermosa de los pensadores: la generosidad que muestran al ofrecerse ellos mismos, al ofrecer su vida en sacrificio, cuando buscan el conocimiento, unas veces con humildad, y muchas veces con una ironía suprema y una sonrisa.
460. Utilizar los momentos peligrosos.
Aprendemos a conocer mucho mejor a un hombre o a comprender una situación, cuando cada gesto supone un peligro para los bienes, la honra o la vida, ya sea para nosotros o para nuestros allegados. Tiberio, por ejemplo, debió de reflexionar más profundamente sobre el alma del emperador Augusto y sobre su reinado, y debió de conocerlos mejor que el más sabio historiador. Pero, comparativamente hablando, todos nosotros vivimos en un estado de seguridad demasiado grande para poder convertirnos en expertos conocedores del alma humana. Uno conoce por
diletantismo
; otro, porque no tiene nada que hacer; otro, por hábito. Nadie se dice: «¡Conoce o perecerás!». Mientras las verdades no se graben en nuestra carne a golpes de cincel, mantendremos hacia ellas una especie de reserva, que se parece al desprecio; nos parecerán muy semejantes a ensueños, como si nos fuera posible alcanzarlas o no alcanzarlas, como si pudiéramos
despertarnos
de estas verdades, al igual que nos despertamos de un sueño.
461. Hic Rhodus, hic salta.
Nuestra música, que puede revestir cualquier forma y que puede y debe transformarse, porque, como el demonio del mar, no tiene en sí un carácter propio, esta música, digo, tentó en otros tiempos el espíritu del sabio cristiano, traduciendo en armonías su ideal. ¿Por qué no ha de acabar encontrando esas armonías más claras, más alegres, más universales, que corresponden al
pensador ideal
? ¿Por qué no ha de haber una música que sea capaz de mecerse
familiarmente
bajo las vastas bóvedas flotantes de su alma? Nuestra música ha sido hasta hoy tan grande y tan buena, que para ella no ha habido nada imposible. Que nos demuestre, pues, que es capaz de sentir a un tiempo estas tres cosas: la grandeza, la luz intensa y cálida y el placer de la lógica más elevada.
462. Curaciones lentas.
Las enfermedades crónicas, tanto del alma como del cuerpo, raras veces se deben a un burdo atentado contra el alma o contra el cuerpo, sino que, por lo general, tienen su origen en incontables descuidos pequeños, casi imperceptibles. Por ejemplo, quien día a día, en grado insignificante, respira demasiado débilmente y aspira en sus pulmones una cantidad de aire demasiado pequeña, de forma que, en conjunto, no les exige un esfuerzo suficiente ni los ejercita, acaba contrayendo una neumonía crónica. En tales casos, no se puede conseguir la curación más que corrigiendo insensiblemente los hábitos nocivos, a base de adquirir los hábitos contrarios, por ejemplo, aspirando fuerte y profundamente cada cuarto de hora (a ser posible, tumbándose en el suelo boca abajo y utilizando un reloj que dé los cuartos de hora).
Todas estas
curaciones
son lentas y minuciosas, y el que quiere curarse el alma debe pensar también en cambiar hasta sus hábitos más pequeños. Hay quien se dirige diez veces al día de forma fría y maliciosa a los que le rodean, y no le da a ello importancia alguna, sin darse cuenta de que, al cabo de los años, ha contraído un hábito que desde ese momento le obliga a indisponerse diez veces al día con los que le rodean. Claro que también puede habituarse a hacerles un bien en diez ocasiones al día.
463. El séptimo día.
¿Alabas esto como
obra
mía? ¡Pero si yo no he hecho más que quitarme de encima un peso que me molestaba! Mi alma se ha elevado por encima de la vanidad de los creadores. ¿Alabas en esto mi
resignación
? ¡Pero si yo no he hecho más que quitarme de encima lo que me molestaba! Mi alma se ha elevado por encima de la vanidad de los resignados.
464. La vergüenza del que da.
¡Qué falta de generosidad se aprecia en el que está representando constantemente el papel de dar y de dispensar beneficios públicamente! Lo que hay que hacer es dar y repartir beneficios, ocultando el nombre y el don en sí. O bien no tener nombre alguno, como la naturaleza ciega, que es lo que más nos conforta, porque, en tal caso, no descubrimos a nadie que da y que distribuye beneficios, alguien
de semblante benévolo
.
Bien es cierto que nos habéis privado de esta forma de confortarnos, al introducir a un Dios en la naturaleza, con lo que todo queda exento de libertad y cae en el sometimiento. ¡Cómo! ¿No tenemos nunca derecho a estar solos con nosotros mismos? ¿Hemos de estar siempre vigilados, protegidos, espiados y gratificados? Si siempre hemos de tener alguien al lado, será imposible que se dé en el mundo la mayor parte del valor y de la bondad. ¿No sería mejor mandarlo todo al diablo, a causa de esa indiscreción del cielo, de ese vecino ineludible y sobrenatural? Pero no hace falta, porque todo ha sido un sueño. ¡Despertémonos, pues!
465. Al volver a encontrarse.
A: «¿Qué miras? Observo que llevas mucho tiempo parado». B: «Miro siempre lo mismo, y lo que miro me parece siempre algo nuevo. El interés que me despierta una cosa me hace que la persiga hasta tan lejos, que termino por llegar al fondo de ella, y entonces me doy cuenta de que no valía la pena que me haya tomado tanto trabajo. Todas estas experiencias acaban dejándome una especie de tristeza y de estupor. Y esto me pasa unas tres veces al día».
466. La gloria supone una pérdida.
¡Qué ventaja tan grande supone el poder hablar a los hombres como un desconocido! Los dioses nos despojan de
la mitad de nuestras virtudes
, cuando nos sacan del anonimato y nos hacen célebres.
467. Doble paciencia.
«De este modo, estás haciendo sufrir a mucha gente». Ya lo sé, y también sé que he de sufrir doblemente: primero, por la compasión que me inspira el dolor ajeno; y segundo, porque se vengarán de mí. Sin embargo, es preciso que me comporte así.
468. El imperio de la belleza es mayor.
De la misma forma que nos paseamos por la naturaleza con curiosidad y satisfacción, tratando de sorprender en cada cosa su belleza peculiar, como en flagrante delito; de la misma forma que, unas veces con sol y otras veces bajo un cielo de tormenta, nos esforzamos en ver un lugar concreto de la costa, con sus rocas, sus ensenadas, sus pinos y olivares, con su aspecto de perfección y de maestría: así también, digo, deberíamos pasearnos entre los hombres, explorando e interrogando, haciéndoles bien y mal para que se manifieste la belleza que les caracteriza, belleza que en uno está llena de sol, en otro es tormentosa, y en un tercero se muestra a media luz y bajo un cielo lluvioso. ¿Es que no se puede
gozar
ante un hombre
malo
, como se goza ante un paisaje salvaje que tiene sus propias líneas atrevidas y sus efectos de luz, cuando ese mismo hombre, en cuanto se le toma por bueno y conforme a la ley, aparece a nuestra vista como un dibujo equivocado, como una caricatura, y nos hace sufrir como una mancha de la naturaleza? Bien es cierto que esto está prohibido, pues hasta hoy se ha pensado que lo único lícito es buscar la belleza en lo
moralmente bueno
, lo que explica suficientemente que se hayan descubierto tan pocas cosas y que haya habido que perseguir bellezas imaginarias, que no eran de carne y hueso. Del mismo modo que en los malos se dan cien tipos distintos de felicidad, que los buenos no pueden sospechar, hay en ellos cien clases de belleza, muchas de las cuales todavía están por descubrir.