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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (65 page)

BOOK: Atlántida
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—El móvil tampoco funciona —dijo Enrique.

—Es el campo magnético —susurró Gabriel.

—¿Qué has dicho?

El sueño. La primera vez, siete días antes, el momento de su sueño había coincidido sospechosamente con una anomalía magnética a nivel mundial, la misma que había desorientado y hecho encallar a una manada de ballenas.

Ahora había vuelto a experimentar el mismo sueño. No podía ser casualidad.

—Es el campo magnético terrestre —dijo—. Creo que ha sufrido alguna alteración. Se ha invertido, se ha multiplicado, ha desaparecido. No lo sé.

Enrique asintió.

—Eso debe haber producido un pulso electromagnético que ha inutilizado todos los sistemas de comunicación.

Valbuena carraspeó.

—Discúlpenme, señores. Sus hipótesis sobre el campo magnético de la Tierra me resultan fascinantes, pero ¿soy el único que se ha dado cuenta de que estamos volando sin motores?

Gabriel tragó saliva. Enrique le había dicho que aquel vuelo le iba a salir por sesenta mil euros, pues prácticamente había tenido que sobornar al piloto para convencerlo de que los llevara hasta una isla amenazada por una erupción.

Pero seguro que si volaban sin motores no era porque hubieran decidido dejar el avión en punto muerto para ahorrar combustible.

—Es el maldito viento —dijo el piloto—. Ha cambiado de repente, antes de que pudieran avisarme desde tierra.

—¿Y qué tiene que ver el viento? —preguntó Herman.

—La ceniza. El volcán está al otro lado de la isla. —León señaló con el dedo. Tras la mole difusa de Santorini se veía una zona más oscura en la neblina, punteada por resplandores ocasionales, como una tormenta eléctrica—. Hasta ahora llevábamos el viento de cola, y empujaba la ceniza lejos de nosotros. Pero ha cambiado de repente, y ahora estamos atravesando una nube de ceniza.

—¿Es grave? —preguntó Gabriel. Ahora comprendía el olor a quemado. El humo de la erupción estaba entrando en la cabina a través del sistema de aire acondicionado.

—No he parado los motores por capricho —dijo el piloto—. Se han detenido solos por culpa de la ceniza. —¿No puede ponerlos en marcha otra vez?

—Me temo que no.

Gabriel y Herman se miraron. Fue Valbuena quien expresó en voz alta el pensamiento de todos.

—¿Vamos a morir?

—Si vuelven todos atrás, se ponen los cinturones y me dejan en paz, a lo mejor no. Intentaré aterrizar planeando. Sin instrucciones de la torre de control, sin radiofaros y con los cristales cada vez más sucios de ceniza. ¡Cojonudo! —El piloto se volvió hacia Enrique—. Te dije que era una locura venir aquí.

—Lo siento, de veras. Tenía que haberte hecho caso…

Al ver que su amigo enrojecía, Gabriel se compadeció de él.

—Ahora no tiene sentido lamentarse, León. No podemos dar marcha atrás.

—¡Desde luego que no! Tero ustedes pueden irse atrás de una puta…

El piloto se calló y respiró hondo. Era evidente que intentaba no perder el control. Gabriel podía disculparlo: en su lugar, él se habría puesto a blasfemar y dar patadas al panel de mandos.

—Siéntense —dijo León—. Los aviones no caen a plomo. Podemos planear. Por cada mil pies de altitud que perdamos, avanzaremos unos dos kilómetros. Ahora mismo estamos a dieciséis mil pies.

Gabriel echó cuentas. Aún podían volar treinta y dos kilómetros.

—¿A cuánto estamos de Santorini?

—¡No tengo ni puñetera idea! ¿No ven que volamos sin aparatos? ¡Siéntense de una vez!

Valbuena agarró a Gabriel y a Herman y tiró de ellos.

—Vamos, señores. Dejemos al piloto que haga su trabajo. —Dirigiéndose a León, añadió—: Le deseo suerte. Sepa que confiamos en usted.

Gabriel y Herman cruzaron una mirada. Era evidente que Valbuena no podía haber visto a Leslie Nielsen en
Aterriza como puedas,
así que debía estar hablando en serio. Pero, aunque siempre que Gabriel veía la película se tronchaba de risa, ahora no le hizo ninguna gracia pensar en ella.

Se sentaron y se abrocharon los asientos. Kiru seguía murmurándole cosas a
Frodo,
ajena a todo. Gabriel pensó que era mejor no decirle nada.

En otras maniobras de aterrizaje, Gabriel recordaba la sensación de bajar, estabilizarse un poco, bajar de nuevo y así hasta llegar al aeropuerto. Ahora tenía la impresión de que sus pies se hundían, como si estuviera descendiendo en un ascensor ultrarrápido.

Gabriel pegó la nariz a la ventanilla y miró hacia el frente. El azul del mar era un borrón que se confundía con el cielo entre aquella especie de neblina. Desde ese ángulo no divisaba la isla.

«No hará falta que salves al mundo, Gabriel Espada», pensó. «Vas a morir en cuestión de minutos».

Se dedico a contar mentalmente kilómetros y minutos. Según había calculado, podían volar en el aire unos treinta kilómetros. Pero ¿y si se hallaban más lejos de la isla? El no tenía ojo para estimar distancias desde el avión, y el piloto, que seguramente sí estaba acostumbrado, no había querido decirles nada.

Miró a Herman y a Valbuena, cada uno sentado en una fila distinta, aunque podrían haber ocupado asientos contiguos. Su amigo no hacía más que mirar por la ventanilla, como él, y estaba blanco como una hoja de papel. A Herman nunca le había hecho demasiada gracia volar. Aquel descenso sin motor no iba a contribuir a paliar su fobia.

En cuanto a Valbuena, simplemente miraba al frente, y de vez en cuando consultaba su reloj de pulsera. Gabriel supuso que él también estaba calculando cuánto tiempo podrían mantenerse en el aire, o cuánto les quedaba de vida.

Bajaban en un silencio ominoso. Sólo se oía el silbido del aire en el fuselaje del avión.

De pronto, Gabriel escuchó un zumbido diferente.

Motores. De algún modo, el piloto había logrado ponerlos en marcha.

«Estamos salvados».

El zumbido se hizo más agudo, como si se acercara a ellos. Gabriel tuvo un horrible presentimiento. En ese momento se oyó un grito que provenía de la cabina del piloto. Era la voz de Enrique. Su tono agudo asustó a Gabriel.

Volvió a mirar por la ventanilla. En ese mismo instante, una sombra oscura pasó a su lado a tal velocidad que le hizo dar un salto en el asiento. El zumbido se alejó de nuevo, haciéndose más grave con la distancia, y el pequeño reactor empezó a sacudirse arriba y abajo.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso? —preguntó Herman, alarmado. Kiru abrazó con fuerza a
Frodo
y miró a los lados, perpleja.

—Nos ha pasado un avión casi rozando —contestó Gabriel. Habían estado a punto de morir en menos de un segundo. Ni siquiera se habrían dado cuenta de por dónde les venía el golpe.

—¡Eso es imposible! ¡Hay corredores aéreos, y control de tierra, y todas esas mierdas! ¿Cómo pueden pasar dos aviones tan cerca?

—Porque, señor Gil —contestó Valbuena—, estamos viajando sin instrumentos, sin contacto con el control de tierra y en medio de una nube de ceniza. El aparato que ha estado a punto de colisionar con nosotros debe volar tan a ciegas como nosotros.

Después de las sacudidas sufridas al atravesar la turbulencia creada por el otro avión, el pequeño reactor se estabilizó. Gabriel volvió a pegar la nariz a la ventanilla.

De pronto vio el mar, más gris que azul. Y la mole de la isla destacándose negra sobre él. Habían atravesado un manto de ceniza y gas, o una simple nube, o lo que fuese. Allí estaba Santorini. A Gabriel le pareció ver la línea alargada de la pista. ¿A qué distancia? ¿Cinco kilómetros? Para recorrerlos iban a perder… ¿Cuánto había dicho el piloto? Mil pies de altura de caída por cada dos kilómetros de vuelo. Dos mil quinientos pies. Unos ochocientos metros.

¿Estaban a ochocientos metros de altitud? A Gabriel no se lo parecía. Podía distinguir perfectamente la espuma en las crestas de las olas.

«No vamos a llegar».

—¡Esto es una mierda! —gritó Herman—. ¡Es una puta mierda!

—Señor Gil —dijo Valbuena, sin levantar la voz—. Es posible que antes de un minuto estemos muertos, en cuyo caso sus exabruptos no van a servirle de nada. O es posible que sobrevivamos y, si eso ocurre, seguramente cuando se acuerde lamentará haber perdido la compostura delante de testigos.

—¡Me da igual la puta compostura! ¡¡Esto es una mierda!! —Herman aferró el respaldo del asiento que tenía delante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

—Herman no debe gritar-dijo Kiru, apretándose al cachorro contra el pecho—.
Frodo
se asusta.

Gabriel volvió a mirar. Ahora veía cómo las olas rompían contra la costa pedregosa de la isla. Más allá se hallaba el aeropuerto. Trazó dos líneas mentales, una roja que llevaba al aparato contra las rocas y otra verde que lo unía con la pista. «No sigas la línea roja, sigue la línea verde —ordenó mentalmente al avión—. La roja no, la verde».

—¿Cuándo coño pensáis sacar el tren de aterrizaje, Enrique? —gritó Herman. Gabriel llevaba un rato pensando lo mismo.

—¡Silencio ahí atrás! —contestó el piloto.

—Seguramente el hecho de sacar el tren de aterrizaje aumenta la resistencia al aire y, por ende, provoca un descenso en un ángulo más acusado —dijo Valbuena.

Pasaron por encima de una playa negra, tan cerca que Gabriel pensó que iban a clavarse en la arena. «Nos estrellamos, nos estrellamos». Un golpe bajo sus pies. ¿Ya habían chocado? No, era el tren de aterrizaje.

Volvió a pegar la nariz a la ventanilla. Veía la pista tan horizontal como una carretera desde un coche, pero aún no estaban encima de ella.

Una sacudida fuerte. El silbido del viento se convirtió en un sonoro traqueteo y el aparato empezó a balancearse de un lado a otro. «Vamos campo a través», comprendió Gabriel. Un segundo después, aquel ruido se transformó en otro más suave, el de ruedas sobre asfalto, y al momento se oyó el zumbido del aire chocando contra los spoilers de frenado.

—¡Bienvenidos a Santorini! —gritó el piloto desde la cabina.

Herman contestó con un grito ronco y gutural y palmeando el respaldo del asiento con todas sus fuerzas. Kiru, aunque parecía no haberse enterado de gran cosa de lo que ocurría, aplaudió.

Cuando el avión se detuvo por fin, el suelo tembló durante unos segundos, como si la propia isla quisiera darles la bienvenida. Aunque la maniobra de aterrizaje sin motores le había recordado durante más de un cuarto de hora su mortalidad, Gabriel volvió a pensar que ya no estaba experimentando una vivencia de Kiru. Lo que le pasara, le pasaría a él.

Santorini, isla de Kameni

Iris pasó todo el día escondida en una zona de
aa,
lava que se había desgasificado y fragmentado muy rápidamente, formando un paisaje de rocas quebradas, un laberinto de aristas afiladas en el que resultaba casi imposible caminar. Ella misma, pese a estar acostumbrada a moverse por terrenos similares, se hizo un corte en la pantorrilla y diversos rasguños. Pero lo que pretendía era, precisamente, ocultarse en un lugar donde no pudieran encontrarla.

Se escondió en un peñasco negro bajo el que había quedado un hueco en el que cabía sentada o agachada. La roca era grande y parecía sólida. No obstante, cada vez que el suelo se estremecía, Iris rezaba para que la piedra no se venciera a un lado y la aplastara debajo. Pero no se atrevía a permanecer a cielo abierto. Kosmos seguramente recibía imágenes por satélite en tiempo real que le mostraban hasta la última piedra volcánica de Kameni.

Intentó hablar de nuevo con Eyvindur, pero ella misma sabía que era un esfuerzo destinado al fracaso. Los Campi Flegri y Nápoles se habían convertido en un infierno y la devastación se extendía en ondas concéntricas. Las tinieblas habían cubierto Roma, que había despertado aquel viernes bajo una copiosa lluvia de ceniza. Las autoridades recomendaban abandonar la ciudad, pese a que se encontraba a doscientos kilómetros del centro de la erupción.

Después llamó a Gabriel Espada varias veces. Tenía el móvil apagado. Si había cumplido su palabra, probablemente ahora se encontraría volando de Madrid a Santorini. ¿La caballería? Iris trató de imaginarse a Gabriel como un agente secreto experto en armas marciales irrumpiendo a tiros en la mansión de Kosmos.

Definitivamente, no le cuadraba. Si iba a ayudarla, mucho se temía que no sería por la fuerza bruta.

Iris tenía el don de conciliar el sueño en cualquier parte. Bajo la roca de
aa
quedaba una concavidad más lisa, una especie de burbuja en la que consiguió acomodarse en posición fetal. Casi sin darse cuenta se quedó dormida.

Pero a media tarde despertó al notar un temblor más fuerte que los anteriores. Pese al temor a que la detectaran los satélites, salió de debajo de la piedra. Justo a tiempo, porque con un seco crujido la roca se desplomó sobre la concavidad y se partió en dos grandes fragmentos. Una esquirla salió despedida y arañó a Iris en el cuello.

«Por qué poco», se dijo, imaginándose aplastada bajo aquella masa de varias toneladas.

El viento había cambiado. La columna eruptiva del volcán de Kolumbo flotaba ahora sobre la bahía. Cuando la trepidación del suelo se calmó, Iris buscó otro escondrijo. Aunque había salido a cielo abierto, se hallaba entre unas sombras que tal vez ocultaran su imagen.

Olía a quemado y a huevo podrido. Iris se sacudió las mangas y brotó una pequeña polvareda. Era ceniza que caía del cielo y que provenía de Kolumbo. Pero ese hedor a azufre cada vez más intenso, mucho se temía, provenía de la misma Kameni.

Aunque no tenía sus instrumentos, le bastaba con pegarse al suelo para captar la grave vibración que subía desde las profundidades. Casi podía ver cómo la cámara de magma enterrada bajo la bahía se llenaba cada vez más y la roca fundida ascendía hacia la superficie, expulsando burbujas de gas que enseguida colapsaban bajo la presión y provocaban estallidos constantes, el origen del tremor volcánico.

«Tengo que salir de aquí», pensó. Pero no se atrevía a bajar hasta la ensenada que hacía de puerto, la única vía de escape de Kameni. Todas las embarcaciones que había allí amarradas pertenecían a Kosmos o a patrones que le debían su sueldo. Iris recordaba que, cuando llegó al islote el miércoles para asistir al cumpleaños, también había visto un par de lanchas. Tal vez alguna de ellas tendría las llaves puestas y…

«Y Superman va a venir volando a salvarme. No seas ilusa, Iris».

Tenía que esperar, al menos, hasta que se hiciera de noche. Confiaba en que la erupción no arreciara demasiado, o más bien rezaba para ello.

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