—Ya ven ustedes —dijo— que mi negocio es floreciente. Soy un hombre moderno. ¡No hay secretos para mí en cuestión de ventas!
—¿Lleva usted entonces en los Estados Unidos algo más de diez años?
—Sí, señor. ¡Ah, cómo recuerdo el día en que me embarqué para América, que me parecía tan lejos! Mi madre, mi hermanita…
Poirot le cortó la oleada de recuerdos, para preguntarle:
—Durante su estancia en los Estados Unidos, ¿tropezó alguna vez con el difunto?
—Nunca. Pero conozco el tipo. ¡Oh, sí! —añadió chasqueando expresivamente los dedos—. Muy respetable, muy bien trajeado, pero por dentro todo está podrido. O mucho me engaño o éste era un gran pillo. Le doy a usted mi opinión por lo que valga.
—Su opinión es muy acertada —dijo Poirot lacónicamente—. Ratchett era Cassetti, el secuestrador.
—¿Qué le dije a usted? He aprendido a ser muy perspicaz…, a leer las caras. Es necesario. Solamente en Estados Unidos le enseñan a uno la manera cómo hay que vender.
—¿Recuerda usted el caso Armstrong?
—No del todo. Me parece que secuestraron a una chiquilla, una criaturita…, ¿no es eso?
—Sí, un caso muy trágico.
—Esas cosas sólo suceden en las grandes civilizaciones como Estados Unidos…
Poirot le atajó:
—¿Conoció usted a algún miembro de la familia Armstrong?
—No, no lo creo. Aunque es posible, porque trata uno con tanta gente… Le daré a usted algunas cifras. Solamente el último año vendí…
—Señor, tenga la bondad de ceñirse al asunto.
Las manos del italiano se agitaron en gesto de disculpa.
—Mil perdones.
—Dígame usted qué hizo la noche pasada, a partir de la hora de la cena.
—Con mucho gusto. Permanecí en el comedor todo el tiempo que pude. Es muy divertido. Hablé con el señor norteamericano, compañero de mesa. Vende cintas para máquinas de escribir. Después volví a mi compartimento. Estaba vacío. El desgraciado «John Bull» que lo comparte conmigo había ido a atender a su amo. Al fin regresó… con la cara muy larga, como de costumbre. Casi nunca me habla; sólo dice que sí y no. Raza extravagante la de los ingleses… y poco simpático. Se sentó en un rincón, muy tieso, leyendo un libro. Luego entró el encargado y nos hizo las camas.
—Números cuatro y cinco —murmuró Poirot.
—Exactamente…, el último compartimento. La mía es la litera de arriba. Me acosté, fumé y leí. El inglesito tenía, según creo, dolor de muelas. Sacó un frasco de un líquido que olía muy fuerte. Luego se echó en la cama y gimió. Yo me quedé completamente dormido. Cuando me desperté, aún seguía gimiendo.
—¿Sabe usted si abandonó la cabina durante la noche?
—No lo creo. Lo tendría que haber oído. En cuanto entra la luz del pasillo, se despierta uno automáticamente, pensando que es el registro de aduanas de alguna frontera.
—¿Habla alguna vez de su amo? ¿Se expresa a veces ominosamente contra él?
—Le digo a usted que no habla. No es simpático. Un verdadero hueso.
—Dice usted que estuvo fumando. ¿Pipa, cigarrillo o cigarros?
—Solamente cigarrillos.
Poirot le ofreció uno, que aceptó.
—¿Ha estado alguna vez en Chicago? —inquirió monsieur Bouc.
—¡Oh, sí…! Una hermosa ciudad…, pero conozco mejor Nueva York, Washington, Detroit. ¿Ha estado usted en los Estados Unidos? ¿No? Debe usted ir…
Poirot empujó hacia él una hoja de papel.
—Tenga la bondad de firmar esto y poner su dirección permanente.
El italiano lo hizo así. Luego se puso en pie, sonriendo como siempre.
—¿Esto es todo? ¿No me necesitan para nada? Buenos días, señores. A ver si salimos pronto de la nieve. Tengo una cita en Milán… Perderé el negocio.
Se alejó.
Poirot miró a su amigo.
—Lleva mucho tiempo en Estados Unidos —dijo monsieur Bouc— y es italiano, ¡y los italianos manejan el cuchillo! ¡Y son muy embusteros! No me gustan los italianos.
—Ya se ve —dijo Poirot, con una sonrisa—. Bien, quizá tenga usted razón, pero debo hacerle observar, amigo mío, que no hay absolutamente ningún indicio contra ese hombre.
—¿Y qué hay de la psicología? ¿No acuchillan los italianos?
—Sin duda —dijo Poirot—. Especialmente en el calor de una disputa. Pero éste… éste es un crimen muy diferente. Tengo, amigo mío, una pequeña idea de que es un crimen cuidadosamente planeado y ejecutado. No es…, ¿cómo diría yo?, un crimen latino. Es un crimen que indica un cerebro frío, resuelto, lleno de recursos…, un cerebro anglosajón.
Recogió los dos últimos pasaportes.
—Veamos ahora —añadió— a miss Mary Debenham.
C
UANDO Mary Debenham entró en el comedor, confirmó el juicio que Poirot se había formado de ella.
Iba correctamente vestida con una falda negra y una blusa gris de gusto francés; las ondas de sus oscuros cabellos parecían hechas a molde, sin un solo pelo rebelde, y sus modales, tranquilos e imperturbables, estaban a tono con sus cabellos.
Se sentó frente a Poirot y monsieur Bouc y los miró interrogativamente.
—¿Se llama usted Mary Hermione Debenham, de veintiséis años de edad? —empezó preguntando Poirot.
—Sí.
—¿Inglesa?
—Sí.
—¿Tiene la bondad de escribir su dirección permanente en este pedazo de papel?
Miss Debenham lo hizo así. Su letra era clara y legible.
—Y ahora, señorita, ¿qué tiene usted que decirnos de lo ocurrido anoche?
—Lamento no poder decirles nada. Me fui a dormir.
—¿Le disgusta que se haya cometido un crimen en este tren?
La pregunta era claramente inesperada. Los grises ojos de la joven mostraron su extrañeza.
—No acabo de comprenderle a usted.
—Sin embargo, mi pregunta ha sido sencillísima, señorita. La repetiré. ¿Está usted muy disgustada porque se haya cometido un crimen en este tren?
—Realmente, no había pensado en él desde ese punto de vista. La verdad es que no puedo decir que estoy afligida ni disgustada.
—¿Considera usted un crimen como una cosa corriente?
—Es, naturalmente, algo desagradable que ocurre de vez en cuando —dijo Mary Debenham, con toda tranquilidad.
—Es usted muy anglosajona, señorita. Desconoce usted lo que es emoción.
La joven sonrió ligeramente.
—Lo que pasa es que carezco de histerismo para demostrar mi sensibilidad. Por otra parte, la gente muere todos los días.
—Muere, sí. Pero el asesinato es un poco más raro.
—¡Oh, claro!
—¿Conocía usted al hombre muerto?
—Le vi por primera vez cuando comimos ayer aquí.
—¿Y qué le pareció a usted?
—Apenas me fijé en él.
—¿No le impresionó a usted como un personaje siniestro y repulsivo?
La joven se encogió ligeramente de hombros.
—Realmente, no me impresionó de ninguna manera.
Poirot le lanzó una penetrante mirada.
—Me parece que siente usted cierto desprecio por el modo que tengo de llevar mis investigaciones —dijo sonriendo—. No es así, piensa usted, como las llevaría un inglés. Un inglés se atendría únicamente a los hechos, y procedería ordenada y metódicamente como si se tratase de un negocio. Pero yo tengo mis pequeñas originalidades, señorita. Primero miro a mi sujeto, procuro formarme una idea de su carácter y formulo mis preguntas de acuerdo con él. Hace apenas un minuto interrogué a un caballero que quería exponerme sus ideas sobre todos los asuntos. Bien, pues le hice ceñirse estrictamente a un solo punto. Le obligué a contestar sí o no, esto o aquello. Luego se ha presentado usted y enseguida me he dado cuenta de que es ordenada y metódica, de que sus respuestas serían breves y precisas. Pero como la naturaleza humana es perversa, señorita, le he hecho a usted preguntas completamente inesperadas. Necesito saber lo que siente y lo que piensa con certeza. ¿No le agrada a usted este método?
—Si me lo perdona usted, le diré que me parece una pérdida de tiempo. Que a mí me agradase o no el rostro de míster Ratchett no parece que pueda contribuir a descubrir quién lo mató.
—¿Sabe usted quién era realmente míster Ratchett, señorita?
La joven hizo un gesto afirmativo.
—Mistress Hubbard lo anda diciendo a todo el mundo.
—¿Y qué opina usted del asunto Armstrong?
—Fue completamente abominable —dijo enérgicamente la joven.
Poirot la miró pensativo.
—¿Viene usted de Bagdad, miss Debenham?
—Sí.
—¿Va usted a Londres?
—Sí.
—¿En qué se ocupó usted en Bagdad?
—He sido institutriz de dos niños.
—¿Regresará usted a su puesto después de estas vacaciones?
—No estoy segura.
—¿Por qué?
—Bagdad no acaba de agradarme. Preferiría una ocupación en Londres, si encontrase algo que me conviniera.
—Comprendo. Creí que quizá fuese usted a casarse.
Miss Debenham no contestó. Levantó los ojos y miró a Poirot en pleno rostro. Aquella mirada decía con toda claridad: «Es usted un impertinente».
—¿Qué opinión tiene usted sobre la señorita con quien comparte su compartimento… Miss Olhsson?
—Parece una criatura simpática y sencilla.
—¿De qué color es su bata?
Mary Debenham pareció asombrarse.
—Una especie de color café… de lana natural.
—¡Ah! Espero que podré mencionar sin indiscreción que me fijé en el color de su bata de usted en el trayecto de Alepo a Estambul. Un malva pálido, según creo.
—Sí, así es.
—¿Tiene usted alguna otra bata, señorita? ¿Una bata escarlata, por ejemplo?
—No, ésa no es mía —contestó resuelta miss Mary.
Poirot se inclinó como un gato que va a echar la zarpa a un ratón.
—¿De quién, entonces?
La joven se echó un poco hacia atrás, desconcertada.
—No sé lo que quiere usted decir.
—Usted no dice: «no tengo tal cosa». Usted dice: «no es mío», con lo que da a entender que tal cosa pertenece a otra persona. ¿A cuál?
—No lo sé. Esta mañana me desperté a eso de las cinco con la sensación de que el tren llevaba parado largo tiempo. Abrí la puerta y me asomé al pasillo, pensando que quizás estuviéramos en una estación. Entonces vi a alguien con quimono escarlata al otro extremo del pasillo.
—¿Y no sabe quién era? ¿Era una mujer rubia, morena o con los cabellos grises?
—No lo puedo decir. Llevaba puesto un gorrito y sólo vi la parte posterior de su cabeza.
—¿Y la figura?
—Alta y delgada, me pareció, pero no estoy muy segura. El quimono estaba bordado con dragones.
—Sí, sí, eso es, dragones.
Guardó silencio un momento. Luego murmuró para sí:
—No lo comprendo. Nada de esto tiene sentido. No necesito detenerla más, señorita —dijo en voz alta.
La joven se puso en pie pero, ya en la puerta, titubeó un momento y volvió sobre sus pasos.
—La señora sueca… Miss Olhsson, ¿sabe?, parece algo preocupada. Dice que usted le dijo que ella fue la última persona que vio vivo a ese hombre. Y cree que usted sospecha de ella por ese motivo. ¿Puedo decirle que está equivocada? Realmente, es una criatura incapaz de hacer daño a una simple mosca.
La joven sonreía débilmente mientras hablaba.
—¿A qué hora fue a buscar la aspirina a la cabina de mistress Hubbard?
—Poco después de las diez y media.
—¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
—Unos cinco minutos.
—¿Volvió a abandonar la cabina durante la noche?
—No.
Poirot se volvió al doctor.
—¿Pudo Ratchett ser muerto a esa hora?
El doctor hizo un gesto negativo.
—Entonces creo que puede usted tranquilizar a su amiga, señorita.
—Gracias —sonrió ella de pronto, con sonrisa que invitaba a la simpatía—. Es como una ovejita. Se intranquiliza y bala.
Dicho esto, se volvió y salió.
M
ONSIEUR Bouc miró a su amigo, con curiosidad.
—No le comprendo del todo,
mon vieux
. ¿Cuál ha sido el objeto de su extraño interrogatorio a miss Debenham?
—He tratado de encontrar una falla.
—¿Una falla?
—Sí…, en la armadura de seriedad de esa joven. Necesitaba quebrantar su sangre fría. ¿Lo logré? No lo sé. Pero de lo que sí estoy convencido es de que ella no esperaba que yo abordase el asunto de aquel modo.
—Sospecha usted de ella —dijo lentamente monsieur Bouc—. Pero, ¿por qué? Parece una joven encantadora… y la última persona del mundo en quien yo pensaría que estuviese complicada en un crimen de esa clase.
—De acuerdo —dijo Constantine—. Es una mujer fría, sin emociones. No apuñalaría a un hombre, pudiéndole demandar ante los tribunales.
Poirot suspiró.
—Deben ustedes deshacerse de su obsesión de que éste es un crimen no premeditado e imprevisto. En cuanto a las razones que me hacen sospechar de miss Debenham, existen dos. Una es algo que tuve ocasión de escuchar y que ustedes no conocen todavía.
Poirot contó a sus amigos el curioso intercambio de frases que había sorprendido en su viaje desde Alepo.
—Es curioso, ciertamente —dijo monsieur Bouc, cuando hubo terminado—. Pero necesita explicación. Si significa lo que usted supone, tanto ella como el estirado inglés están complicados en el asunto.
Poirot hizo un gesto de conformidad.
—Pero eso es precisamente lo que los hechos no demuestran de modo alguno —dijo—. Si ambos estuviesen complicados, lo que cabría esperar es que cada uno de ellos proporcionase una coartada al otro. ¿No es así? Pues nada de eso ha sucedido. La coartada de miss Debenham está atestiguada por una mujer sueca a quien ella no ha visto nunca, y la del coronel Arbuthnot lo está por la declaración de MacQueen, el secretario del hombre muerto. No, esa solución que ustedes imaginan es demasiado sencilla.
—Dijo usted que había otra razón para sus sospechas —le recordó monsieur Bouc.
Poirot sonrió.
—¡Ah! Pero es solamente psicología. Yo me pregunto: ¿es posible que miss Debenham haya planeado este crimen? Estoy convencido de que detrás de este asunto se oculta un cerebro frío, inteligente y fértil en recursos. Miss Debenham responde a esta descripción.
—Creo que está usted equivocado, amigo mío —replicó monsieur Bouc—. No veo motivos para tomar a esa joven inglesa por una criminal.