Asesinato en el Comité Central (3 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Asesinato en el Comité Central
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—¿Desayuna aquí, jefe? Tengo unas butifarras de perol de puta madre y unos fesols cocidos que sobraron de ayer.

—O pienso o desayuno. He de elegir.

—¿Le molesta la radio para pensar?

—Me lo pensaré.

Cogió Carvalho el teléfono, marcó un número arrugando la nariz como si el número oliera mal.

—¿El señor Dotras? Espero.

—Yo no soy comunista —confesaba otro encuestado por la radio—, pero he venido a despedir a Garrido porque soy un demócrata y esto que han hecho no tiene nombre. Es una agresión a la democracia. ¿Que quién lo ha hecho? La CÍA. Los rusos. Vaya usted a saber, con la cantidad de mierda, con perdón, que hay en la política.

—¿Señor Dotras? Soy Carvalho, el detective. Su chica está en una comuna de actores teatrales que representa
El círculo de tiza caucasiano
en Riudellots de la Selva. Está bien. Sólo hacen una función diaria. Ni hablar. Yo no voy a buscarla, eso es cosa suya. De nada. Le mandaré la factura. ¿La obra? Decente. Algo subversiva pero no hay desnudos. No se preocupe. Bueno. Podía haber sido mucho peor. En el último caso que tuve parecido al suyo la chica estaba en Goa con una diarrea de no te menees. Tuvieron que repatriarla en un avión de Caritas. A su disposición.

—¡Oiga qué dice este facha, jefe! ¡Escuche!

—…hay que acabar con esta pesadilla política. Yo no estoy contra los políticos como personas, pero sí estoy contra los políticos como políticos. Desde que murió Franco nos ha caído encima la plaga.

—Quiero desayunar, Biscuter. Pero no ese adoquinado que me has ofrecido. Pan con tomate, catalana de esa bien trufada, unas aceitunas partidas, un clarete frío en porrón. Cosas suaves. Estoy lleno de toxinas.

Biscuter se metió en la cocinilla situada en el pasillo que conducía al retrete. Silbaba contento o se repetía a sí mismo el pedido con la música de
Tres monedas en la fuente
. Carvalho cerró la radio y se puso a ordenar los papeles sobre su mesa de despacho años cuarenta, barnices que trataban de resaltar el color de la madera hasta constituir una brillantina para muebles a medio camino entre el neoclásico y el funcionalismo de entreguerras. Seleccionó un papel donde Biscuter había escrito: «Visita importante a las once.»

—¿Por qué es importante esta visita?

—Porque me lo han dicho.

—¿Te han dicho que eran importantes?

—Me han dicho que era un asunto muy confidencial y muy importante. Hasta me han preguntado si estaría usted completamente solo.

Subían alborotos desde las Ramblas. Carvalho se asomó a la ventana. Doscientas o trescientas personas avanzaban en hileras, con los brazos entrelazados: «¡Vosotros, fascistas, sois los terroristas!» «¡Garrido, hermano! ¡No te olvidamos!»

—Toma, Biscuter.

—¡Veinte mil pesetas! ¿Qué hago con esto?

—Compra comida para dos semanas. Por si acaso.

—Va a liarse. Ya me lo decía yo.

—Tal vez no pase nada, pero mira las colas que empiezan a formarse en los colmados.

Una colita de mujeres encestadas salía del colmado de la esquina.

—Aplica el mismo plan de compras de cuando se murió Franco. El único plato hecho: fabada. Es lo único que soporta la lata.

Biscuter se pasó las manos por lo pelillos rubios que resistían en sus parietales, se frotó las manos, arqueó las piernas, predispuso el cuerpo al dinamismo que exigía la situación con el canijo pecho hundido para acentuar la resolución de unos hombros de niño con ganglios. Sobre la mesa había dejado el desayuno de Carvalho y antes de marcharse dejó la botella de orujo helado junto al porrón:

—Me parece que lo va a necesitar, jefe.

Guiñó un ojo mediante un temerario esfuerzo muscular, que estuvo a punto de paralizarle medio lado de la cara, y se lanzó sobre la jungla urbana con su paracaídas mental y la ambición de hazaña que debía tener todo colaborador de un hombre como Carvalho. El detective desayunó sin pensar en lo que comía. Había elegido un desayuno que no necesitaba reflexión, ni casi la menor predisposición de la conciencia. Un desayuno acompañante discreto de cualquier meditación trascendente. Ni siquiera el jamón hubiera sido el acompañante adecuado. El jamón exige paladeo crítico, veredicto. En cambio la catalana es un embutido cocido que se ajusta a la mecánica del paladar y la masticación sin grandes ambiciones. El hecho de exigirla trufada era el mínimo rigor indispensable para que el sabor le sorprendiera de vez en cuando, cuando los lunares de trufa aromatizaban bruscamente la cavidad bucal y le asomaban picores por la punta de la nariz. Comiese lo que se comiese siempre había que dejar un tiempo para la dialéctica, fuera a partir del sabor o de la textura de lo que se comía. Con mucho menos rato de reflexión, Brillat-Savarin escribió
Fisiología del gusto
, Brillat-Savarin, aquel hombre que era a la vez célebre y tonto en opinión de Baudelaire «…cosas que van muy bien unidas…», apostillaba el canijo y comedrogas Baudelaire, hombrecillo que sólo bebía vino o fumaba drogas para preocupar a su madre y castigarla por haberse casado con otro.

«Escribe una tesis doctoral sobre algo tan arbitrario que imposibilite la tesis y la antítesis y cambia de oficio», se dijo Carvalho mientras retenía en la boca un pedacito de trufa hasta absorberle todo el sabor y convertirlo en un simple obstáculo que la lengua dejó caer en las profundidades, sin duda horribles, del estómago. Tragueó del porroncillo hasta sentir bien lubrificada la maquinaria del estómago y se llenó un vaso de orujo que quedó ante él como un animal dentado, atractivo y amenazante.

—Me vas a hacer daño, cabrón.

Pero se lo bebió de un trago y le subió desde el estómago hasta la nariz un fuego fresco, una contradicción en suma equivalente a la materializada en cualquier
soufflé
de helado de vainilla.

4

—Si quiere volvemos más tarde.Señaló con la cabeza uno de los hombres los restos de comida sobre la mesa.

—Ya había terminado.

—Es la mejor hora para el desayuno.

Nunca le había oído decir algo tan banal. Carvalho le recordaba veintidós años atrás frente al Tribunal Militar que le juzgaba por el delito de Rebelión Militar por Equiparación. Salvatella declaró que no reconocía el tribunal que le juzgaba. Que sólo reconocía tribunales de la República. Sin duda molestos por su desaire, los jueces militares aumentaron por su cuenta y riesgo la condena solicitada por el fiscal. Salvatella salió del Gobierno Militar tratando de hacer el saludo con los puños unidos por las esposas, mientras Carvalho y otros asistentes al acto eran empujados por policías de paisano. Salvatella se volvió hacia su acompañante y se lo mostró a Carvalho:

—José Santos Pacheco, miembro del Comité Ejecutivo del Partido Comunista de España. Yo me llamo Floreal Salvatella, pertenezco al Comité Ejecutivo del PSUC y al Comité Central del PCE.

—Mi nombre está en la placa de la portería.

—No era necesario que estuviera. Nos envía Marcos Núñez, un camarada que le conoce mucho a usted.

—Nos conocimos de paso tratando de solucionar el misterioso asesinato de un manager.

—¿Un caso difícil?

—Tan difícil que entre todos le mataron y el solo se murió.

Santos Pacheco parecía arrancado de alguna fotografía de prensa o de cualquier fugaz fotograma de televisión. En segundo plano tras Garrido, ahora en segundo plano detrás de Salvatella. Alto, esculpido por la vida según el modelo de viejo marino canoso, atezado, algo inclinado de espaldas para escuchar, escuchar siempre lo que le decían los españoles condenados al metro sesenta o metro sesenta y cinco de estatura media. Salvatella en cambio sólo recordaba a aquel hombre casi joven al que Carvalho había visto juzgar y condenar a ciento doce años de cárcel. Has engordado, Floreal, y no pareces gordo de cárcel, sino gordo de tiempo y de legalidad. Sólo se sentaron cuando Carvalho lo sugirió y aun entonces lo hicieron con la recatada prudencia con que todo comunista va por la vida, tratando de demostrar que no tiene nada que ver con la imagen de incivilizados salvajes desalmados que les ha prefabricado el capitalismo. Salvatella se quedó mirando a Santos dándole la entrada de solista y Santos la asumió con el mismo tono de voz con que podía iniciar una reunión de partido. Firme, a ras de oreja, como tratando de que su voz fuera cualquier otra posible voz de los allí reunidos:

—No creo que le sea muy difícil adivinar el motivo de nuestra visita. Ante todo le rogaría que cualquiera que sea el resultado de esta entrevista guarde sobre la misma el máximo de discreción. Si es preciso recurriré a reclamarle el secreto profesional.

—Es un secreto casi forzoso. Nunca hablo con nadie.

—¿Es una medida preventiva?

—No. Parto de la evidencia de que si a mí no me interesa lo que van a decirme los demás, tampoco les interesa a ellos lo que pueda decirles yo.

—Usted llegaría lejos en política. Las carreras más firmes suelen hacerlas los más silenciosos.

—En política, en la cama, en todo, no le quepa ninguna duda.

—Vengo con una misión casi oficial. Quisiéramos que usted nos ayudara en la investigación del asesinato de nuestro secretario general. El gobierno ha designado un investigador oficial poco satisfactorio, a pesar de nuestras propuestas, y hemos conseguido que nosotros tengamos nuestro propio investigador, con toda la libertad de movimientos posible garantizada tanto por nuestro partido como por el gobierno. De no haber sido el comisario Fonseca el encargado del caso, tal vez no habríamos dado este paso, pero la simple designación de Fonseca ya demuestra que el gobierno quiere utilizar la investigación para darnos un golpe. No sé si usted está al tanto del curriculum de Fonseca.

—Lo estoy y usted sabe que lo estoy.

—En efecto. Yo sé que lo está. Usted fue en el pasado una de las miles de víctimas de Fonseca.

—Una minucia. Yo fui apenas un chinche en el zoológico de Fonseca.

—Cualquier esfuerzo para derribar la dictadura fue meritorio. En cualquier caso, usted ya sabe quién es Fonseca y sabe que su carrera la inició como infiltrado del franquismo en nuestro partido, infiltración que costó una caída gravísima en los años cuarenta, una caída con cuatro fusilamientos. No voy a dar más rodeos. Nuestro encargo es profesional y nos atendremos a sus tarifas sin discutirlas.

Salvatella parecía entregado a la digestión mental de lo que había dicho Santos, y éste miraba a Carvalho con una sonrisa alentadora en los labios, como si ya le estuviera propiciando la respuesta afirmativa.

—¿Qué quieren? ¿Que descubra al asesino o que les ayude a tapar el asesinato?

—Tal vez estemos mal informados. Pero se nos ha dicho que usted desvela asesinatos, no los tapa.

—Este caso excede a mis fuerzas. Yo suelo protagonizar películas en blanco y negro. Ustedes me ofrecen una superproducción en Technirama, con gobiernos y aparatos policiales por medio. Además en Madrid. Estoy cansado de viajar. Conozco Barcelona palmo a palmo y a pesar de eso a veces me resulta insoportable. Imagínense moviéndome por Madrid, una ciudad llena de rascacielos, funcionarios del ex régimen, ex funcionarios del régimen. Yo soy apolítico, que quede claro. Pero no soporto los bigotillos que llevan los funcionarios del ex régimen y los ex funcionarios del régimen.

La mirada de Santos Pacheco consultaba con la de Salvatella. La sonrisa de Salvatella demostró a Carvalho que Santos no tenía sentido del humor y que Salvatella lo sabía. Reconfortado y advertido por su camarada, Santos devolvió la mirada a Carvalho disfrazada de sonrisa cómplice.

—Madrid no es una abstracción, ni se puede generalizar a propósito de los funcionarios. Veo que comulga usted con todos los tópicos periféricos.

—Ni comulgo ni dejo de comulgar, pero Madrid no es lo que era.

—¿En 1936?

—No. En 1959, cuando viví allí. Las gambas de la Casa del Abuelo, por ejemplo. Excelentes y a precios de risa. Búsquelas usted ahora.

—Ah, se trata de las gambas.

La mirada de Santos divagaba a derecha e izquierda como tratando de buscar el lugar exacto que merecían las desaparecidas gambas de la Casa del Abuelo en una conversación a propósito del asesinato del secretario general del Partido Comunista.

—Hay excelentes marisquerías —se le ocurrió decir con un cierto alivio.

—Pero ¿a qué precios?

—Evidentemente el marisco es caro.

—Hay de todo —terció Salvatella, y añadió—: Cuando voy a las reuniones del Comité Central duermo en casa de Togores, ya sabes, el de la Perkins. Vive cerca del palacio de los Deportes, en Duque de Sesto. Pues por allí hay una marisquería excelente y no muy cara. Siempre está llena. Y si te mueves un poco encuentras tascas geniales. Cerca también de casa de Togores hay una tasca impresionante, de la María de Cebreros se llama. ¿Ha probado usted los riñones de cordero que hace esa mujer? Deliciosos. La cosa más sencilla de este mundo. Sal, pimienta, a la parrilla y un chorrito de aceite y limón. Claro que los riñones han de ser de cordero y estar bien frescos.

O haces apostolado o eres de mi mafia. Carvalho advirtió una evidente desorientación lógica en Santos, que trataba de asumir, sonriente, la complicidad gastronómica que se había establecido entre Salvatella y Carvalho.

—No le discuto lo que me dice, porque hace ya tiempo que no voy a Madrid, pero la última vez me metí por el barrio de los Austrias. Donde antes había una tasca ahora hay una cafetería y te sirven unos callos a la madrileña hechos con cubitos de caldo concentrado y chorizo de burro.

—Lo de los callos es un capítulo aparte. En eso sí hay que reconocer, y no es un tópico periférico…

Santos Pacheco se encogió de hombros ante la alusión de Salvatella.

—… que han perdido mucho. A los callos a la madrileña les pasa lo mismo que a la fabada asturiana. Son de lata. De lata.

Salvatella ofrecía, duramente, a Santos Pacheco aquella verdad objetiva, como si le estuviera enseñando la mismísima herida causada por el piolet de Mercader en el cráneo de Trotski.

—No me gustan los callos —se defendió Santos Pacheco.

«Me lo imaginaba», pensó Carvalho.

Santos se removía incómodo, pero no se atrevía a devolver la conversación a su motivo original para no desagradar a Carvalho. Su progresiva irritación se dirigía a Salvatella, al traidor Salvatella, que, aún caliente el cadáver de Garrido, se lanzaba a una banal conversación sobre gambas, callos y riñones de cordero a la parrilla. Y en busca de Salvatella fue. Le esperó con una mirada fría y alertadora con la que tropezó Salvatella cuando iba diciendo:

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