Armand el vampiro (14 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Armand el vampiro
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¿Por qué revelaba nuestro secreto, demostrando que ni él era un hombre ni aquellas criaturas aladas unos ángeles? ¿Qué había logrado hacerle perder la paciencia hasta ese extremo?

En éstas arrojó furioso un pote de pintura al otro extremo de la habitación. Una mancha verde se extendió sobre el muro, desfigurándolo. El maestro se puso a gritar y a renegar en una lengua que ni mis compañeros ni yo comprendíamos.

Luego tiró todos los potes que estaban sobre el andamio, derramando la pintura por el suelo en unos grandes y relucientes charcos. Por último, arrojó los pinceles, que volaron por los aires como flechas.

—¡Largaos de aquí! ¡Idos a la cama! ¡No quiero ver vuestros estúpidos e inocentes rostros! ¡Fuera!

Los aprendices huyeron asustados. Riccardo rodeó a los más pequeños con los brazos para protegerlos de las iras del maestro y todos salieron apresuradamente.

El maestro se sentó, con las piernas colgando por el borde del andamio, y me miró como si no me reconociera.

—Baja, maestro —le rogué.

Tenía el pelo alborotado y manchado de pintura. No parecía sorprendido de verme allí; ni se sobresaltó al oír mi voz. Él sabía desde el primer momento que yo estaba allí. Lo sabía todo. Oía palabras pronunciadas en otras habitaciones. Conocía los pensamientos de quienes le rodeaban. Estaba repleto de magia, y cuando yo bebía de esa magia, sus potentes efectos me nublaban los sentidos.

—Deja que te peine y alise el pelo —dije con tono insolente.

El maestro tenía la túnica sucia y manchada de pintura por haber limpiado el pincel en ella.

Una de sus sandalias cayó del andamio y se estrelló en el suelo con un ruido seco.

—Baja, maestro —insistí—. Si he dicho algo que te ha disgustado, prometo no volver a decirlo.

Él no respondió.

De pronto estalló en mí toda la rabia contenida; la sensación de soledad que había experimentado por haber permanecido alejado de él durante unos días, siguiendo sus instrucciones, y al regresar a casa, encontrármelo furioso y mirándome como si no me reconociera. No estaba dispuesto a tolerar que me tratara de ese modo, prescindiendo olímpicamente de mí. Quería obligarle a reconocer que yo era la causa de su ira. Obligarle a hablar.

Sentí deseos de romper a llorar.

En su rostro se dibujó una expresión de angustia. Me horrorizaba verlo, pensar que sentía un dolor tan intenso como yo, como los otros chicos.

—¡Eres un egoísta que se divierte atemorizándonos a todos! —grité en un gesto de rebeldía.

El maestro desapareció en un gran remolino, sin decir palabra, y oí sus pasos atravesando apresuradamente las estancias desiertas del palacio.

Yo sabía que se había movido con una velocidad desconocida para el resto de los hombres. Eché a correr tras él, pero el maestro me cerró la puerta de la alcoba en las nances y corrió el cerrojo antes de que yo pudiera alcanzarla y tirar del pomo.

—¡Déjame entrar, maestro! —le supliqué—. Me fui porque tú me lo ordenaste. —Desesperado, me puse a dar vueltas. Era imposible derribar esa puerta. La aporreé con los puños y le propiné patadas, pero fue en vano—. Tú me enviaste a los burdeles. Tú me ordenaste que fuera a esos malditos lupanares.

Al cabo de un rato, me senté junto a la puerta, apoyando la espalda en ella, y prorrumpí en sonoros sollozos. Di un escándalo imponente. Él esperó a que yo me hubiera desahogado. —¡Vete a dormir, Amadeo! —ordenó—. Mis iras no tienen nada que ver contigo.

Eso era imposible. ¡Mentira! Yo me sentía furioso, herido y ofendido de que me tomara por idiota, y estaba aterido de frío.

—¡Entonces hagamos las paces, señor! —exclamé. La casa estaba helada como un témpano.

—Ve a acostarte junto con tus compañeros —respondió él suavemente—. Tu sitio está con ellos, Amadeo. Tú los quieres. Pertenecen a tu misma especie. No busques la compañía de monstruos.

—¿Eso es lo que tú eres, maestro? —pregunté con tono agresivo y enojado—. ¿Tú, que pintas como Bellini y Mantegna, que sabes leer todas las palabras y hablar todas las lenguas, que tienes una capacidad infinita de amar y una paciencia no menos infinita, un monstruo? ¿Eso eres? ¡Un monstruo que nos proporciona un techo y nos alimenta con unas exquisiteces preparadas en las cocinas de los dioses! ¡Menudo monstruo!

Él no respondió.

Eso me enfureció aún más. Bajé a la planta inferior. Tomé una enorme hacha de guerra que colgaba en la pared. Era una de las numerosas armas expuestas en la casa, en la que yo apenas había reparado. «Ha llegado el momento de utilizarla —pensé—. Estoy harto de su frialdad. No lo soporto. No lo soporto.»

Subí de nuevo y descargué un hachazo contra la puerta. Como era de prever, el hacha traspasó la puerta, haciendo añicos el panel pintado y la laca antigua y las bonitas rosas amarillas y rojas. Retrocedí unos pasos y volví a descargar otro hachazo contra la puerta.

Esta vez, el cerrojo cedió y derribé la puerta de una patada.

El maestro estaba sentado en su amplia poltrona de roble oscuro, con las manos crispadas sobre las dos cabezas de león, mirándome estupefacto. A sus espaldas se erguía el gigantesco lecho con su suntuoso dosel ribeteado de oro.

—¡Cómo te atreves! —exclamó.

El maestro se levantó en el acto, me arrebató el hacha y la arrojó con tal violencia que fue a dar contra el muro de piedra situado al otro lado de la habitación. Luego me tomó en brazos y me arrojó hacia el lecho. Todo él se estremeció bajo el impacto, inclusive el dosel y los cortinajes. Ningún hombre habría sido capaz de arrojarme a esa distancia. Excepto él. Volé por los aires agitando los brazos y las piernas y aterricé sobre el lecho.

—¡Eres un monstruo despreciable! —protesté. Me volví, me incorporé sobre un costado, doblando una rodilla, y le miré con descaro.

Él se hallaba de espaldas a mí. Se disponía a cerrar la puerta interior del apartamento, que había estado abierta y, por tanto, yo no había tenido que derribar. No obstante, se detuvo. Acto seguido se volvió y me observó con expresión divertida.

—Sorprende ese mal genio en un joven de rostro tan angelical —comentó suavemente.

—Si soy un ángel —repliqué, apartándome del borde del lecho—, píntame con unas alas negras. —Has tenido el valor de derribar la puerta de mis aposentos —dijo él cruzando los brazos—. ¿Debo decirte por qué no estoy dispuesto a tolerar semejante osadía ni en ti ni en nadie?

El maestro me miró con las cejas arqueadas.

—Me atormentas —respondí.

—¿De veras?¿Desde cuándo? Explícate.

Sentí deseos de ponerme a chillar, a sollozar. Deseaba decirle: «Te amo.»

Pero en lugar de ello dije:

—Te detesto.

El no pudo reprimir una carcajada. Agachó la cabeza, con los dedos apoyados en el mentón, y me observó detenidamente. Luego extendió la mano y chasqueó los dedos.

Oí un murmullo procedente de la habitación contigua. Alargado, me levanté del lecho precipitadamente.

Vi el látigo del maestro deslizarse a través del suelo de la habitación, como si el viento lo hubiera arrastrado hasta aquí; se enroscó, se alzó y cayó en su mano.

La puerta interior de la alcoba situada detrás del maestro se cerró de un portazo y el cerrojo se corrió emitiendo un sonido metálico.

Yo retrocedí espantado.

—Será un placer azotarte —afirmó él, sonriendo dulcemente; sus ojos traslucían una expresión casi inocente—. Considéralo otra experiencia humana, como retozar con tu lord inglés.

—¡Adelante, hazlo! Te odio —contesté—. Soy un hombre, por más que te empeñes en negarlo.

Él presentaba un aspecto a la vez prepotente y afable, pero era evidente que aquello no le divertía.

Avanzó hacia mí, me agarró por la cabeza y me arrojó boca abajo sobre el lecho.

—¡Demonio! —exclamé.

—Maestro —respondió con calma.

Acto seguido apoyó la rodilla en mi rabadilla y me propinó un latigazo sobre los muslos. Por supuesto yo no llevaba nada puesto salvo las finas medias que exigía la moda de la época, de forma que era como si estuviera desnudo.

Yo lancé un grito de dolor y luego apreté los labios. Durante la siguiente tanda de latigazos me tragué las ganas de gritar pero no logré reprimir un gemido, lo cual me enfureció.

El maestro descargó el látigo una y otra vez sobre mis muslos y mis pantorrillas. Rabioso, traté en vano de incorporarme, apoyando los talones sobre la colcha, pero no pude moverme. Él me tenía inmovilizado con su rodilla mientras seguía azotándome con saña. De pronto me rebelé como jamás lo había hecho y decidí poner en práctica un jueguecito. Tenía los ojos llenos de lágrimas pero no estaba dispuesto a quedarme ahí tendido y llorar desconsoladamente. Cerré los ojos, apreté los dientes e imaginé que cada latigazo era de aquel color rojo divino que tanto me gustaba, y que el lacerante dolor que experimentaba también era rojo, y que el calor que abrasaba mis piernas después de cada azote era dorado y dulce.

—¡Qué hermoso eres! —exclamé.

—¡Eso no te servirá de nada, niño! —replicó él.

El maestro siguió azotándome con renovada rapidez y violencia. Me dolía tanto que no pude retener mis bonitas visiones.

—¡No soy un niño! —protesté.

En éstas sentí algo húmedo sobre mis piernas y supuse que era sangre.

—¿Es que vas a desfigurarme, maestro?

—¡No hay nada peor que un santo caído se convierta en un grotesco diablo!

Los latigazos no cesaban. Supuse que sangraba por varias heridas. Debía de tener las piernas llenas de hematomas. No podría andar durante varios días.

—¡No sé a qué te refieres! ¡Detente!

Por increíble que parezca, el maestro me obedeció. Yo apoyé el rostro sobre el brazo y rompí a llorar. Lloré durante largo rato. Las piernas me escocían como si él siguiera azotándome una y otra vez sobre el mismo lugar, pero no era así. Confié en que aquel dolor desapareciera y en su lugar experimentara una sensación cálida y agradable, como había experimentado durante el primer par de azotes. Eso no me importaba, pero esto es terrible. ¡Lo odio!

De pronto se arrojó sobre mí. Sentí el delicioso cosquilleo de su pelo sobre mis piernas. Sentí que sus dedos agarraban la malla rota de mis medias y me las arrancaba rápidamente de ambas piernas, dejándolas desnudas. Luego introdujo la mano debajo de mi túnica y me arrancó el resto de las medias.

El dolor se intensificó, pero luego remitió un poco. El aire aliviaba mis heridas. Cuando sus dedos las acariciaron, sentí un placer tan terrible que no pude por menos que gemir.

—¿Volverás a derribar mi puerta? —preguntó él.

—Jamás —murmuré.

—¿Volverás a desafiar mi autoridad?

—Nunca, te lo prometo.

—¿Qué más?

—Te amo.

—Ya.

—Te lo juro —dije, sorbiéndome los mocos.

Las caricias de sus dedos sobre mis heridas me deleitaban sin medida, tanto que ni siquiera me atreví a levantar la cabeza. Apreté mi mejilla contra la colcha bordada, contra la gran imagen del león cosida a ella, aguanté la respiración y dejé que las lágrimas brotaran de mis ojos. Sentí una profunda calma, un placer que me robaba el control de mis extremidades.

Cerré los ojos y sentí sus labios sobre mi pierna. Cuando me besó uno de los hematomas, me sentí morir. Creí que iría al cielo, a un paraíso más excelso y delicioso que este paraíso veneciano. En mis partes íntimas sentí un cosquilleo de vitalidad, una grata y pujante fuerza aislada del resto de mi cuerpo.

Sobre el hematoma fluían unas ardientes gotas de sangre. Sentí el tacto un tanto áspero de su lengua al lamerla, chuparla, y un inevitable estremecimiento que prendió fuego a mi imaginación, un fuego voraz que se extendió a través del mítico horizonte en tinieblas de mi mente.

El maestro aplicó su lengua sobre otro hematoma, para lamer las gotas de sangre que brotaban. El lacerante dolor desapareció y sólo experimenté una pulsante dulzura. Cuando oprimió sus labios sobre el siguiente hematoma, pensé: «No lo resisto, voy a morir.»

El maestro se desplazó rápidamente de una lesión a otra, depositando su beso mágico y la caricia de su lengua, mientras yo me estremecía y gemía de placer.

—¡Menudo castigo! —exclamé de pronto.

Enseguida me arrepentí de haber soltado aquella impertinencia. Él reaccionó, propinándome un feroz cachete en el trasero.

—No quise decir eso —me disculpé—. Me refiero a que no pretendí ofenderte. Lamento haberlo dicho.

Pero él respondió con otro cachete tan violento como el anterior.

—¡Piedad, maestro! ¡Me siento confuso! —protesté.

El maestro apoyó la mano sobre la ardiente superficie que acababa de golpear. Yo pensé: «Ahora me dará una paliza hasta dejarme sin sentido.»

Pero sus dedos sólo me rozaron la piel, que no estaba lesionada, sólo caliente, al igual que los primeros hematomas producidos por los primeros latigazos.

—Maestro, maestro, maestro, te amo.

—Bueno, eso no es de extrañar —murmuró sin cesar de besar y lamer la sangre. Yo me estremecí bajo el peso de su mano sobre mi trasero—. Pero la cuestión, Amadeo, es por qué te amo yo. ¿Por qué? ¿Por qué tuve que ir a buscarte a aquel asqueroso burdel? Soy fuerte por naturaleza... sea cual fuere mi naturaleza...

Me besó con avidez en un gran hematoma que tenía en el muslo. Sentí sus labios succionándolo y luego su sangre mezclándose con la mía. El placer me produjo una sucesión de descargas eléctricas. No vi nada, aunque creo que había abierto los ojos. Traté de comprobar si tenía los ojos abiertos, pero sólo vislumbré un resplandor dorado.

—Te amo, sí, te amo —respondió—. ¿Y por qué? Eres inteligente, sí, y hermoso, sin duda, y en tu interior arden las reliquias de un santo.

—No sé a qué te refieres, maestro. Jamás fui un santo. No pretendo ser un santo. Soy un ser irrespetuoso e ingrato. Pero te adoro. Me siento deliciosamente impotente a tu merced. —Deja de burlarte de mí.

—No me burlo —protesté—. Digo la verdad, aunque quede en ridículo por decir la verdad, aunque haga el ridículo por... ti.

—Sí, supongo que no pretendes burlarte de mí. Eres sincero. Aunque no comprendes que lo que dices es absurdo.

El maestro cesó de recorrer mis hematomas con sus labios. Mis piernas habían perdido toda forma que hubieran poseído en mi obnubilada mente.

Tendido en el lecho, sentí cómo mi cuerpo vibraba bajo sus besos y caricias. Él apoyó la cabeza en mis caderas, en el lugar donde me había propinado un cachete y que estaba caliente, y empezó a acariciar mis partes íntimas.

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