Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (32 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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En ese año Max escribe su autobiografía, pero no encuentra su espacio político en las nuevas situaciones, y le falta vigor para iniciar desde la base, escindirse del KPD y comenzar a preparar la próxima revolución, tan necesaria como siempre. Ha sido un revolucionario profesional, luego ha estado siete años desconectado de la vida diaria de su clase viendo el mundo o dejando de verlo desde una celda en la prisión, y luego un año de festejos y gloria barata. Las bases del Frente Rojo lo consideran su héroe, pero la dirección no le permite unirse a la organización paramilitar en el trabajo diario. Para el KPD, Hölz es una buena leyenda cuya mayor virtud es que no se inmiscuya en el funcional aparato partidario, que no estorbe. En el fondo no se le tiene aprecio, su historial de 1918-1921 hace desconfiar a los jerarcas de la disciplinada organización. Hölz es cada vez más un héroe de juguete, «un héroe corrompido» (como lo llamará su biógrafo Phillip). Max busca salidas en los espacios personales, se vuelve un mujeriego que utiliza su gloria para hacer conquistas fáciles al final de los mítines y acostarse con sus admiradoras. Se divorcia de Clara y se une a Ada, ex esposa de un periodista de un diario de derecha. Se torna irascible, todo lo enfada y no encuentra con quién pelear.

Si Max Hölz se viera con los ojos de 1921, diría que este hombre «ya no es de los nuestros».

El KPD resuelve el problema del héroe incómodo y lo envía a Moscú. Ahí Hölz se entierra vivo en las labores de un burócrata partidario, vive en el hotel Lux, donde se encuentran los funcionarios de la Internacional Comunista, y acepta la asignación de rutinarias tareas menores. Se hunde en el autodesprecio. Ya no es más, aunque así hablen de él, un «revolucionario proletario».

En 1932 sale de la crisis depresiva en la que se encuentra y parece recobrar el gusto por la vida. Juega a fútbol con un equipo de obreros en una liga industrial en Moscú (¿en qué posición?, ¿portero?, ¿delantero? Es difícil imaginar a Max como defensa). Lleva una doble vida sentimental. Durante el día, la fiesta y las múltiples relaciones con mujeres; en los atardeceres, un esposo amante que hace vida hogareña con Ada.

En el verano del 33 Max es convocado a una reunión por un alto funcionario del KPD en Moscú. Max se preocupa. Tiene razón. Lo critican por el modo de vida que ha llevado, su «falta de disciplina partidaria». Hölz les pide que lo envíen a Alemania para hacer trabajo clandestino; no le hacen caso. Hölz apela a las más altas autoridades de la Internacional Comunista. Se entrevista con Manuilski, que le comunica que la IC le ha autorizado el regreso a Alemania para hacer trabajo militar clandestino contra el ascenso del nazismo. Max llora de emoción. Volverá a la lucha. Manuilski le pide que entregue su pasaporte. Max lo hace. El tiempo pasa, el trabajo prometido no llega.

En Alemania los nazis están en el poder. Arde el Reichstag; es el pretexto para la cacería de los militantes del KPD, los socialistas y los sindicalistas. El Frente Rojo se derrumba. Ya es tarde.

Hölz se avergüenza ante sus compañeros de la inactividad en la que se encuentra. Para los emigrados alemanes, para los resistentes en la clandestinidad, Hölz es el futuro general revolucionario de Alemania, ¿por qué no está en la línea de fuego? Hölz se siente obligado a actuar. Su pasado lo arrastra, ¿hacia dónde? Vuelve a solicitar oficialmente a la Komintern que lo envíe a Alemania para realizar trabajo clandestino contra los nazis. El KPD contesta que Hölz no es el indicado, es demasiado conocido y muy popular, lo descubrirían rápidamente. Hölz tiene una entrevista muy violenta con Heckert, dirigente del KPD en Moscú:

«—¿Soy entonces prisionero en la Unión Soviética?

»—Sin permiso oficial, tú puedes hacer lo que quieras.

»—Pero no tengo pasaporte.

»—Eso es cosa tuya».

¿Por qué no le permiten ir a Alemania? La dirección del KPD tiene miedo de que Max logre reorganizar la resistencia comunista en el interior de Alemania y ésta escape al control de la burocracia emigrada. Lo prefieren inútil y cerca de ellos.

Max, absolutamente desquiciado, se dirige a la embajada alemana en Moscú. Pide una entrevista con el embajador nazi Pfeiffer, quien lo conoce vagamente y está al tanto de su fama, y pide que lo envíen a Alemania, quiere repatriarse. Los nazis piensan que se trata de una provocación. Pfeiffer le pregunta: «¿Es usted judío?», Hölz responde: «Cuando me preguntan con ese tono si soy judío, me siento judío; por lo demás soy ario». El embajador responde formalmente a la petición diciéndole que tiene que cursarla por los canales burocráticos. Hölz abandona la embajada.

Durante los siguientes días se siente vigilado, perseguido. Llega a un estado cercano a la paranoia. Sus amigos le dicen que no haga más tonterías. El clima político en la URSS no es bueno. La policía política es ama y señora de las vidas diarias de rusos y emigrados. La oposición ha sido encarcelada y desterrada. Max decide sincerarse con Manuilski, pide una nueva entrevista, le cuenta al dirigente de la IC lo que hizo en la embajada alemana. Asegura que lo hizo para poder volver a Alemania y combatir a los nazis, insiste en que es la pasividad la que lo ha desquiciado, vuelve a insistir en que reclama un destino en el trabajo clandestino. Manuilski le responde pidiéndole tiempo. Días después le comunica que el KPD y la Internacional han decidido que se quede en la Unión Soviética. Le ofrecen un empleo como director de una empresa constructora estatal, tiempo completo, buen salario; pero no el regreso a Alemania.

Max quiere congraciarse con la Internacional Comunista, y aunque no acepta el empleo, se acerca a la dirección del KPD para denunciar a amigos suyos que han hecho críticas a la política del partido. Algunos de sus camaradas son desterrados o encarcelados a causa de sus denuncias, pero la GPU no se contenta con eso. Comienza a cercarlo. Detienen al yugoslavo Olrom, uno de los pocos amigos que le quedan y que ya había ido a dar con sus huesos a la Lubianka por defender a Hölz. Max trata de salvarlo, escribe una carta a Stalin exigiendo su liberación y que a él lo envíen a Alemania para combatir a los nazis; termina la carta advirtiendo que si las cosas siguen igual se encerrará en su cuarto de hotel con un revólver, resistirá a la policía política mientras quede una bala y la última la utilizará para «poner fin a su despreciable vida».

Mientras espera respuesta a su carta, tiene un enfrentamiento terrible en el bar de un hotel con un grupo de periodistas extranjeros que hacen críticas a la Unión Soviética. A gritos les advierte que los matara, muestra el revólver. La GPU lo obliga a entregar su pistola. Hölz lo hace. Ya no tiene pasaporte, ya no tiene partido, ya no tiene revólver.

Para el KPD ha llegado el momento de liquidarlo. Heckert lo cita y le muestra un dossier secreto sobre él. En ese expediente hay copias de cartas de Max al gobierno alemán pidiendo la amnistía, críticas al partido en cartas a sus amigos, correspondencia donde chantajea al KPD exigiendo que actúe para sacarlo de la cárcel o hará públicas historias sobre las acciones de marzo del 21, que el partido preferiría que no se conocieran; denuncias hechas a la GPU por contrabando; denuncias contra él por cohecho de empleados, denuncias policíacas sobre abusos cometidos por Max utilizando su inmunidad revolucionaria.

Max Hölz, el hombre que dirigió la revolución en Alemania central en 1921, se desploma. Le ponen enfrente una carta en la que avala la política del KPD en los últimos años. Hölz, sin mirarla, la firma. En los próximos meses centenares de militantes y funcionarios partidarios se verán obligados a firmar la misma carta.

Max pide que le permitan lavar sus culpas en la lucha clandestina en Alemania. Los burócratas del KPD le informan que ha sido destinado a un pueblo cerca de Gorki para realizar un trabajo administrativo en una industria soviética. Max baja la cabeza. Ha sido derrotado. Por primera vez, ha sido totalmente derrotado.

XIII

En los primeros días de septiembre de 1933, unos niños descubren asombrados un cadáver flotando en las aguas del río Oka. Se trata de un hombre fornido, de entre cuarenta y cincuenta años; su rostro esta desfigurado por los golpes. Los niños avisan a los milicianos de la cercana ciudad de Gorki y éstos rescatan al muerto.

El cuerpo es identificado como el de Max Hölz.

La prensa soviética informa de que «el gran revolucionario alemán Max Hölz se ha ahogado en las cercanías de Gorki de manera accidental». En la versión oficial se decía que Max había estado con unos amigos hasta las diez de la noche y que de su cuaderno de notas se desprendía que tenía una cita con una trabajadora en la estación eléctrica de Gorki. Para cortar camino había tratado de cruzar el Oka, un pequeño afluente del Volga, en un bote, y que al ser sorprendido por una tormenta, la barca se había volcado y él se había ahogado.

Pero en medio de la versión oficial, el rumor se abrió paso.

Días antes de su muerte, Max Hölz había confesado a un grupo de amigos que tenía miedo, que sabía que pronto iban a intentar matarlo. En ese momento sus amigos lo atribuyeron al terrible estado nervioso en que Hölz se encontraba. Ahora lo recordaban. Pero este era un dato menor. Pronto se supo que, horas antes de que el cuerpo apareciera en el Oka, un par de agentes de la GPU, ayudantes personales de Yagoda, habían entrado en el hotel Metropol, registrado el cuarto de Max, recogido sus papeles personales y sellado su maleta. A las preguntas del encargado, respondieron con un: «Hölz sale de viaje por un tiempo, guárdele la maleta».

En los círculos de la militancia comunista europea en Moscú comenzaron a circular nuevas informaciones que ponían en ridículo la información oficial: Hölz nunca había tenido cuaderno de notas. Esa noche no había habido tormenta alguna en el Oka. Nadie dejaba su bote en la ribera del río para que el primero que pasase lo cogiera y, por último, Max era un excelente nadador.

El KPD y la IC hicieron circular una nueva versión: Hölz se había ahogado con otras cuatro personas en un naufragio accidental. Ésta fue peor que la anterior. Trabajadores alemanes que vivían en Gorki reafirmaron que la noche de la muerte de Max, el Oka era un riachuelo apacible; este rumor corrió como reguero de pólvora.

Una explicación médica oficial trató de acallar los rumores sobre las heridas en el rostro de Hölz diciendo que las piedras del fondo del río lo habían golpeado después de muerto. Dos médicos del KPD hicieron circular una contraversión subterráneamente: Hölz tenía el cuero cabelludo muy grueso, no había fractura y cuando un cadáver recibe golpes en la piel, las laceraciones no aparecen hasta que se inicia el proceso de descomposición. Por lo tanto: Hölz había recibido los golpes antes de ahogarse.

Para nadie quedaron dudas. El triste presentimiento de Max se había cumplido: la GPU lo había asesinado.

La forma en que Max Hölz encontró la muerte no impidió que la Internacional Comunista organizara un aparatoso entierro el 9 de septiembre de 1933 para despedir al «gran revolucionario alemán».

Buena parte de los asistentes desfilaron en silencio ante el féretro. Negras nubes sobre sus cabezas. Varios de ellos serían «purgados» en los próximos cuatro años.

XIV

En el futuro inmediato, Max Hölz fue considerado por los socialdemócratas un aventurero peligroso, por los comunistas oficiales un irresponsable y un traidor, por la izquierda comunista un anarquista y por los anarquistas un leninista. Los que combatieron a su lado fueron masacrados por el nazismo y los campos de concentración estalinistas. Su nombre y sus historias se perdieron en el olvido.

XV

En la década de los ochenta, la burocracia postestalinista de Alemania oriental decidió realizar un rescate descafeinado de Max Hölz y en la ciudad de Hettstedt, territorio de sus correrías, colocó una estatua del personaje en una de las plazas. En marzo del 90 triunfaron los conservadores de la CDU, tras las primeras elecciones después de la caída del Muro de Berlín, y una de sus primeras acciones fue la retirada de la estatua para depositarla en el sótano del museo. Una pequeña nota apareció en la prensa nacional. Un grupo, aún hoy anónimo, viajó hasta Hettstedt y en una operación relámpago nocturna «liberó» la estatua. Las leyendas dicen que fue encontrada más tarde en una casa ocupada de Halle, pero el hecho es que la estatua fantasmal hasta hoy está desaparecida.

Miriam Lang me cuenta que en ese mismo año, 1990, en la Mainzerstrasse, en Berlín, en una zona de casas ocupadas por el movimiento, se creó una librería de viejos, la Max Hölz, y que durante una intervención policíaca que desalojó a los ocupantes, tras un saldo de tres días de combates callejeros y que produjo trescientos detenidos, terminaron tomando la librería.

Los policías entraron en la Max Hölz y comenzaron a tirar al suelo las estanterías, patearon novelas de aventuras y ensayos sobre la anarquía, destruyeron folletos de poesía y manuales de contraconcepción y biografías, pisotearon ensayos y revistas y finalmente organizaron concurso de tiro y comenzaron a disparar sobre los libros.

Max hubiera sonreído ante tal hazaña.

Es más, desde las páginas de un folleto donde se cuentan sus hazañas, perforado ahora por las balas, Max Hölz nos sonríe.

El hombre que inventó el Maoísmo. Peng Pai y la revolución proletaria que venía del campo (Una autobiografía apócrifa).

I

Mi historia personal es la de un eterno combate contra los dragones que devoraban las cosechas, esclavizaban a niños de cinco años, consumían a los hombres hasta llevarlos a un estado próximo a la total imbecilidad y destruían la chispa de la vida en sus ojos; para derrotarlos crecí y me cubrí con su sangre, que en cierta medida era la mía.

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