Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (13 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
6.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

No sirvió de consuelo que uno de los primeros actos de Calles fuera perdonarle por decreto presidencial a Siqueiros los 101 pesos con 29 centavos que este había recibido como adelanto por los murales en la preparatoria.

La política inicial del nuevo ministro de Educación quedó bien reflejada en el contenido de la entrevista que tuvo con Máximo Pacheco, el más joven de los muralistas, a quien pidió que pintara un fresco en el que se viera a un niño rico y otro pobre tomados de la mano camino de la escuela.

Rivera se fue a pintar a Chapingo y pidió durante el III Congreso del PCM que se le permitiera renunciar al partido y ser considerado como simpatizante, lo que un mes después se acordó; Siqueiros terminó en Jalisco pintando y organizando sindicatos mineros; Guerrero permaneció en la dirección del PCM y realizó decenas de grabados para
El Machete
; Orozco subsistió dibujando viñetas para libros; Revueltas se fue también a la provincia.

En abril de 1925, cuando el PCM se reunió en su III Congreso, las actas dejaron constancia de la desaparición del sindicato de pintores y escultores.

La experiencia había durado treinta y dos meses. Cientos de metros de pared que habían de maravillar al mundo quedaban como huella, eco, propuesta, magia, talento y descripción de lo mejor de México.

Poco después, Orozco volvió a la preparatoria y sustituyó los murales dañados por otros más radicales en la temática y en la expresión gráfica (
La trinchera
, pintado en 1926, es quizá el mural más brutal y potente de su trabajo: sobre unas masas que vagamente semejan restos industriales se produce una singular crucifixión, tres indios sin rostro de torsos desnudos y descalzos han sido inmolados); y Rivera regresó a los patios de la SEP para culminar su obra. Pero esto es parte de otra historia.

También es parte de otra historia que el autor tenía dieciséis años en 1965 cuando llegó a la Escuela Nacional Preparatoria para estudiar su bachillerato, enamorarse, organizar su primer grupo político clandestino, jugar al ajedrez, leer un libro diario, estudiar historia y matemáticas y pasear en medio de aquellos murales. Los estudiantes de mi generación apreciábamos profundamente el orgullo de que se nos permitiera estudiar en medio de aquella visión del país, aquellos ecos de palabras que estaban pasadas de moda como: «patria», «pasión», «orgullo». Todavía les agradezco, desde el más profundo reducto de mi alma de ateo, a Diego, Orozco, Revueltas, Siqueiros, Charlot, Guerrero, Pacheco, Leal, la experiencia de crecer entre sus muros.

He retornado frecuentemente.

Larisa, las historias que cuentas, las historias que me gustaría contar

Mira alrededor, ¿cuál de nosotros no estaba hecho de escamas y reservas nebulosas?

Boris Pasternak (en un poema dedicado a Larisa)

No es nuestro propósito, ni mucho menos, negar la importancia que lo personal tiene en la mecánica del proceso histórico ni la influencia del factor fortuito en lo personal.

León Trotski

I

La versión que me gustaría escribir diría que siendo hija de un profesor, un académico socialdemócrata, la niña nació un primero de mayo impidiendo a sus padres asistir a las demostraciones callejeras que acababan en cargas de caballería de los cosacos contra los obreros. Fue en Lublin, en la Polonia rusa, en 1892. Pero el profesor Mijaíl Reisner, maestro en la Academia de Agricultura de Pulawy, abogado de origen germano-báltico, en esa época no era socialdemócrata, sino civilizadamente conservador, y monárquico por ende.

Me hubiera gustado decir que fue niña de exilios, maletas y baúles, cambios de geografía, interminables reuniones nocturnas con café, té y humo, educada en colegios cambiantes, entre apasionadas discusiones que se comían el fin de siglo donde todo habría de cambiar; pero la versión que más se ajusta a la realidad fue que los viajes, que sí existieron, y muchos, y que la llevaron de niña por Alemania y Francia, obedecían a movimientos de su padre en negocios.

¿En qué momento el profesor Reisner recibió el impacto de la luz? ¿Cuándo dejó su adhesión monárquica y se tornó republicano? ¿Cuándo su conservadurismo se convirtió en socialismo?

El caso es que en la vida de la niña entraron los abuelitos rojos de toda aquella generación de socialistas que pensaban que el siglo XX sería el siglo de la iluminación y el progreso, y conoció al abuelito Bebel, que había sido amigo de Marx, y a Karl Liebknecht, y por lo tanto contempló el fin de siglo con cantos proletarios, luces de bengala, fogosos llamados a poner el mundo bocarriba y de los que ahora es nada, todo será y también con villancicos y pasteles entre el zoológico de Berlín y la Universidad de Heidelberg, estudiando entre hijos de obreros en Zehlendorf.

Esta nueva vida llena de reuniones nocturnas, viajes, susurros, apasionadas conspiraciones, la llevó con sus padres a París y Larisa descubrió los 320 maravillosos metros de ese portentoso juego para adultos, ese homenaje al acero y a los que lo observamos, que es la torre Eiffel.

Y luego de nuevo Rusia era una realidad más amplia que los sueños del exiliado, se hablaba de gobierno constitucional, estallaba el movimiento, soplaban buenos vientos, y nacía la huelga general y la palabra soviet; era el inicio del breve intervalo revolucionario de 1905.

Me hubiera gustado contar que Larisa transportó propaganda en su cochecito infantil entre las sábanas y las mantas antes de aprender a leer, abrió correspondencia dirigida a su padre por error y se trataba de cartas contando el ascenso revolucionario de un tal N. Lenin y escuchó hablar de Marx como «el viejo Karl» antes de enamorarse por primera vez. Las últimas aseveraciones son ciertas, las cartas de Lenin existieron y fueron mostradas orgullosamente por la familia años más tarde; la primera, la de la propaganda en el cochecito infantil, es difícilmente comprobable; la revolución de 1905 encuentra a Larisa con trece años cuando sus padres abandonan el exilio y regresan a San Petersburgo.

Y el profesor Reisner se integra a la universidad, abogado y marxista en territorio, en el mejor de los casos, de liberales complacientes. Y comienza a circular el rumor de que ha trabajado para los servicios zaristas. Algunos intelectuales de izquierda como Plejánov y Burtsev se hacen eco del rumor. Repentinamente las tertulias se disuelven, los amigos desaparecen, el profesor Reisner camina por el pasillo con la mirada perdida. ¿Tiene algún sustento la calumnia? ¿Cómo se pelea con un enemigo que surge de los amigos y que no tiene rostro? ¿Quién puede demostrar que es falso lo que nunca ha sido verdadero? ¿Negar con énfasis no equivale a despertar nuevas sospechas?

El mundo de la conspiración política tiene una clave paranoica. En la Rusia zarista sólo se sobrevive dudando, y aun así, los provocadores y los soplones se infiltran, ascienden en la organización, de repente venden células enteras, ponen en la cárcel y la tortura a su mejor amigo, ¿es por tanto la paranoia necesaria? La fuerza del veneno es terrible. Un socialista sólo tiene como instrumentos su honra, su prestigio, sus ideas. Karl Rádek dirá años más tarde: «La amargura y la desesperación se apoderan del hogar». El profesor se aleja de la política. Larisa entiende la gravedad de lo que sucede aunque no puede explicarlo; resiente la falta de calor en la casa, los silencios que la dominan, el alejamiento de los amigos, la profunda tristeza de su padre.

El compañero de los últimos días de su vida contaría que su paso por la secundaria fue «una verdadera agonía». ¿Qué cruza la cabeza de esta muchacha particularmente sensible e irritable? ¿Dónde está el diario de aquella adolescente que parecía ya haber aprendido que escribir era la vida? Que se escribía no sólo para contar sino para entender; que contar era de alguna manera reordenar la injusticia exterior, ajustarle cuentas, purificar.

A los diecisiete años, en 1909, Larisa escribe una obra teatral cargada de ensayo, o un ensayo que intentaba disfrazarse de teatro llamado
Atlántida
y que los que lo leyeron llamaron «una metáfora social», en la que, según Rádek, un hombre ofrenda su vida para salvar a la humanidad.

Me gustaría contar que, en una vida así, los papeles suelen perderse con tan absoluta frecuencia y falta de respeto y que eso sucedió con el manuscrito de
Atlántida
y que la muchacha no lloró su primera obra, porque no se lloran los experimentos y porque la vida es larga y se escribirá tanto de ella y existirán tantas cuartillas escritas con una plumilla fina y letra nerviosa, porque la tensión debe pasar al papel y la Atlántida, ese continente perdido que inventó Platón jugando, no existe, pero los arqueólogos y los bibliotecarios podrían desmentirme. La obra fue publicada en 1913 por Shipovik y aquel que tenga la paciencia y los amigos rusos puede encontrarla.

II

En 1914 estalla la guerra y todo se puede consumir en el holocausto, incluida la buena voluntad de la socialdemocracia, voluntad de cambio evolutivo. La guerra es, en más de un sentido, la muerte, el retorno, o el dominio de la barbarie, ya incluida en el zarismo.

Su padre sale del ostracismo de la calumnia, es demasiado grande el compromiso moral para dedicarse a la abstención. Y se alinea con la izquierda socialdemócrata, los que no han sucumbido al patriotismo bélico, los que creen que la guerra imperial no tiene más dios que el poder, los mercados, el control del mundo.

Y Larisa Mijailova emprende la tarea con furor. Junto con su padre funda y edita una revista llamada
Rudin
que expresa las posiciones del socialismo antibelicista. Para poder hacerla, la familia se mete en un sinfín de compromisos económicos que pronto se vuelven deudas. Larisa actúa como la más fiel de las secretarias de redacción, escribe poemas, artículos, contesta la correspondencia, entra en debates con socialdemócratas que han sucumbido al patrioterismo guerrero, lleva la contabilidad, pone los paquetes en el correo, anima, agita. La revista es inicialmente aceptada con reservas por la policía, a la que, dado el aislamiento político de los Reisner, no le preocupa demasiado; luego será censurada. Tras haber pasado varias veces por la casa de empeño, los Reisner se ven obligados a culminar la aventura editorial.

Pero cuidado, la imagen es incompleta, no basta reseñar las horas en la revista, los crecientes artículos denunciando el retorno a la barbarie, también hay que observar cuidadosamente a la mujer de veintidós años, muy blanca, de nariz afilada, peinada con rodetes para que no le estorbe la cabellera de pelo muy fino, vestida con la holgada blusa de los campesinos sobre faldas de vuelo muy ancho y colores pastel, fumando ya, que de vez en cuando se escapa de las jornadas interminables de la redacción y desaparece.

Sklovski la encuentra patinando, haciendo figuras en la pista de hielo, dejándose mirar y querer por los soldados heridos que la observan.

Mientras dibuja figuras que sólo existen en su cabeza, crea la ilusión de la inocencia, pero la ilusión de la inocencia es absurda, ya no queda inocencia, ya no quedan inocentes. Es peligrosa la ilusión de la inocencia. La joven comienza a trabajar en los círculos obreros de las organizaciones de la izquierda socialdemócrata; a bordo de un tranvía cruza San Petersburgo, «Peter» para los republicanos y los ateos, rumbo a los barrios negros y sucios.

Esa jovencita rodeada de papeles y de cartas, de personajes que estaban en la cresta de la sociedad porque eran poetas y su palabra calentaba en brasero los corazones, es también una organizadora animosa, que impone respeto cuando mira fijamente. El mundo de la socialdemocracia es el mundo de la palabra escrita, de la obsesión del periódico clandestino, de los pequeños círculos de estudio del marxismo, de la
agit-prop
, y Larisa se mueve en ese ambiente como en una gran casa, pasa del experimento fracasado de
Rudin
a colaborar en
Novaya Zhin
, que dirige Máximo Gorki.

Y de repente, en las celebraciones del Día Internacional de la Mujer promovido por la socialdemocracia, comienzan las huelgas. ¿Es esto la revolución? No, tan sólo un pequeño movimiento que el 23 de febrero de 1917 nace en la barriada de Viborg en San Petersburgo. Me gustaría decir que la joven Larisa intuye que más allá de las huelgas está el inicio de la sacudida social más potente del inicio del siglo XX, pero no conozco ninguno de sus artículos, y lo más probable es que haya visto en las primeras huelgas lo mismo que el resto de la socialdemocracia radical: una expresión del creciente hartazgo de la sociedad hacia las penurias de la guerra, pero ahí están esas banderas rojas en las marchas obreras y las reiteradas demandas de «pan, paz, libertad».

El 24 creció el movimiento, cuando todos esperaban que decreciera, los cosacos no lo reprimieron. Para el 25 ya hay doscientos cincuenta mil obreros en huelga y a lo largo del día se suman los estudiantes, se producen choques con la policía, desarme de gendarmes. El gobierno reacciona y ordena una redada de militantes de los partidos obreros. Se producen detenciones en la noche; corren rumores de que se ha sublevado un regimiento negándose a disparar contra los obreros. El día 26, domingo, con el ejército en la calle la huelga duda. El 27 las asambleas la ratifican ante el desconcierto de los partidos de izquierda. Los obreros marchan hacia los cuarteles, comienzan las insurrecciones militares, son liberados los presos.

¿Dónde estaba Larisa en las jornadas de febrero? Rastreo decenas de narraciones sobre la revolución de febrero sin encontrar su nombre; finalmente, hallo una breve frase de Viktor Sklovski que dice: «Larisa estaba entre los que tomaron la fortaleza de San Pedro y San Pablo. No fue un asalto difícil pero había que estar allí, acercarse a la fortaleza, confiar en que las puertas se abrirían». ¿Se refiere a las jornadas de febrero o habla de la misma acción meses más tarde, en octubre?

Other books

Filthy Rich-Part 2 by Kendall Banks
Perilous Seas by Dave Duncan
Frankenstorm: Deranged by Garton, Ray
Crash Into You by Katie McGarry
Crossing by Benefiel, Stacey Wallace
Murder Inside the Beltway by Margaret Truman
I Kissed a Dog by Carol Van Atta