Antología de novelas de anticipación III (40 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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¿Qué es la vida?

¿Qué es la muerte?

Tras un muy largo período de recoger púrpura, Lek y sus amigos se reunieron a conversar. La púrpura escaseaba siempre en las proximidades de las estrellas múltiples (el por qué, nadie lo sabía), y estaba bien hablar.

—¿Sabéis? —dijo Lek—. Creo que iré a buscar ese Contestador.

Al decirlo, utilizó el idioma Ollgrat, el de las decisiones inminentes.

—¿Por qué? —preguntó Ilm, en la lengua Hvest de la chanza ligera —¿Por qué quieres saber? ¿No te alcanza con el trabajo de juntar púrpura?

—No —respondió Lek, aún en el idioma de las decisiones inminentes—, no lo es.

La gran tarea de Lek y los suyos consistía en recoger púrpura. La encontraron incrustada en muchos lugares de la inmensa fábrica del espacio, en cantidades minúsculas. Lentamente, iban levantando una inmensa montaña. Para qué serviría esa montaña, nadie lo sabía.

—¿Le preguntarás qué es la púrpura? —preguntó Ilm, apartando una estrella del camino para acostarse.

—Lo haré —dijo Lek—. Hemos permanecido en la ignorancia por demasiado tiempo. Debemos averiguar la verdadera naturaleza de la púrpura y su importancia dentro del diagrama total. Debemos saber por qué rige nuestra vida.

Para decir todo esto, Lek había utilizado el Ilgret, o sea el idioma del conocimiento incipiente.

Ilm y los otros no trataron de discutir ni siquiera en la lengua de las discusiones. Sabían que el conocimiento era importante. Desde el alba misma de los tiempos, Lek, Ilm y los otros habían recogido púrpura. Ya era tiempo de conocer las respuestas últimas a todo el Universo: qué era la púrpura y para qué serviría el montículo.

Y allí estaba el Contestador para decírselo. Todos habían oído hablar del Contestador, construido por una raza no muy diferente a ellos, ausente desde hacía mucho tiempo.

—¿Le preguntarás alguna otra cosa? —inquirió Ilm.

—No sé —dijo Lek—. Quizá le pregunte sobre las estrellas. En realidad, no hay ninguna otra cosa de importancia.

Puesto que Lek y sus hermanos vivían desde el alba de los tiempos, no pensaban en la muerte. Por otra parte, siendo su número invariable, no tenían en cuenta la incógnita de la vida.

Pero, ¿y la púrpura? ¿Y el montículo?

—¡Allá voy! —gritó Lek, en el idioma de las decisiones puestas en marcha.

—¡Buena suerte! —respondieron sus hermanos, en la jerga de la mayor amistad.

Y Lek se marchó a grandes pasos, saltando de estrella en estrella.

El Contestador seguía esperando, solitario en su pequeño planeta, la llegada de los Interrogadores. De tanto en tanto murmuraba las respuestas para sí. Era su privilegio. El Sabía.

Pero aguardaba (y el tiempo no era ni demasiado largo ni demasiado breve) a que cualquier criatura del espacio viniera a preguntar.

Eran dieciocho en un mismo lugar.

—Invoco la regla de los dieciocho —gritó uno. Y apareció uno más, que no existía hasta ese momento, nacido por la regla de los dieciocho.

—Debemos acudir al Contestador —exclamó uno—. Nuestra vida está gobernada por la regla de los dieciocho. Donde haya dieciocho, habrá diecinueve. ¿Por qué es así?

Nadie fue capaz de contestar.

—¿Dónde estoy? —preguntó el decimonoveno, el recién nacido.

Uno de ellos lo llevó aparte para proporcionarle instrucción.

Quedaron diecisiete, un número estable. Otro gritó:

—Y debemos descubrir por qué todos los sitios son diferentes, aunque no existan las distancias.

Ese era el dilema. Uno está aquí. De pronto, uno está allá. Así, sin movimiento, sin razón. Y, sin embargo, sin moverse, uno aparece en otro lugar.

—Las estrellas son frías —gritó uno.

—¿Por qué?

—Debemos acudir al Contestador.

Porque habían sabido de la leyenda, conocían la historia. «Había una vez una raza, muy parecida a nosotros, y ellos Sabían..., y enseñaron al Contestador. Más tarde, partieron hacia donde no hay sitios, sino mucha distancia.»

—¿Cómo llegaremos allí? —preguntó el recién nacido, ya ahíto de conocimiento.

—Yendo.

Y los dieciocho desaparecieron. Quedó uno solo, contemplando melancólico la tremenda expansión de una estrella de hielo. Después, él también desapareció.

Las antiguas leyendas tenían razón —exclamó Morran—. Allí está.

Habían surgido del subespacio en el sitio indicado por las leyendas; ante ellos se extendía una estrella diferente a todas las demás. Morran inventó una clasificación que se ajustara a sus características, pero eso no importaba. No había trabajo igual.

A su alrededor giraba un planeta, distinto también a todos los planetas. Morran inventó causas, pero no importaron. El planeta era único.

—Abróchese las correas, señor —dijo Morían—. Descenderé con tanta suavidad como sea posible.

Lek llegó junto al Contestador, avanzando con rapidez de estrella a estrella. Alzó el Contestador en la mano y lo contempló.

—Tú eres el Contestador —dijo.

—Sí —respondió el Contestador.

—En ese caso, responde —pidió Lek, poniéndose cómodo en un vacío abierto entre dos estrellas—. Dime quién soy yo.

—Una parcialidad —dijo el Contestador—. Un indicio.

—Caramba —musitó Lek, herido en su amor propio—, puedes responder mejor. A ver: el propósito de mi especie es recolectar púrpura y levantar con ella una montaña. ¿Puedes decirme cuál es el significado de todo eso?

—Tu pregunta no tiene sentido —respondió el Contestador.

Sabía qué era la púrpura y para qué serviría el montículo. Pero la explicación estaba incluida en una explicación mayor. Sin ella, la pregunta de Lek era inexplicable y Lek no había formulado la pregunta real.

Lek formuló otras preguntas y el Contestador fue incapaz de responderle. Lek veía las cosas según un punto de vista particular, extraía una parte de verdad y se negaba a ver el resto. ¿Cómo explicarle a un ciego la sensación del verde?

El Contestador no lo intentó. No era su deber.

Al fin, Lek dejó escapar una risa burlona y despectiva. Una de las piedrecitas en las cuales se apoyaba fulguró ante el sonido de su carcajada y se apagó en seguida hasta volver a su intensidad habitual.

Lek se marchó a paso rápido, de estrella en estrella.

El Contestador Sabía. Pero previamente debía recibir la pregunta correcta. Estudió sus limitaciones, mientras contemplaba las estrellas, que no eran ni demasiado grandes ni demasiado pequeñas, sino del tamaño exacto.

Las preguntas correctas. La raza que lo construyera debió haber tenido eso en cuenta. Debieron haber incluido cierta tolerancia para con las tonterías semánticas, permitiéndole encarar aquella maraña.

El Contestador se contentó con murmurar las respuestas para sí.

Dieciocho criaturas llegaron hasta el Contestador, sin caminar ni volar, sino apareciendo, simplemente. Estremecidas bajo el resplandor frío de las estrellas, contemplaron la enorme masa del Contestador.

—Si no hay distancias —preguntó una—, ¿cómo es que las cosas pueden estar en otro lugar?

El Contestador sabía qué significaba distancia y qué significaba lugar. Pero no podía responder a esa pregunta. Había distancia, pero no tal como esas criaturas la entendían. Y había lugares, pero en un sentido diferente al que ellos pensaban.

—Formula tu pregunta en otros términos —sugirió el Contestador, con alguna esperanza.

—¿Por qué somos pequeños aquí —preguntó uno— y altos allá? ¿Por qué somos gruesos allá y delgados aquí? ¿Por qué son frías las estrellas?

El Contestador lo sabía todo. Sabía porqué eran frías las estrellas, pero no podía explicarlo en términos de estrellas o de frío.

—¿Por qué —preguntó otro— existe la regla de los dieciocho? ¿Por qué, cuando se reúnen dieciocho, aparece uno nuevo?

Pero la respuesta, naturalmente, era parte de una pregunta mayor, que no había sido formulada.

Apareció una nueva criatura merced a la regla de los dieciocho y las diecinueve se esfumaron.

El Contestador murmuró para sí las preguntas correctas y las respondió.

—Lo conseguimos —dijo Morran—. Bien, bien.

Palmeó a Lingman en el hombro..., con mucha suavidad, porque el anciano podía romperse.

Lingman estaba cansado. Tenía el rostro sumido, amarillento y arrugado. La forma de la calavera asomaba ya en sus dientes oscuros y grandes, en la pequeña nariz achatada, en los pómulos salientes. La matriz comenzaba a revelarse.

—Sigamos —dijo.

No quería perder más tiempo. No tenía tiempo que perder.

Se colocaron los cascos y recorrieron el pequeño sendero.

—Más despacio —murmuró Lingman.

—Está bien —dijo Morran.

Caminaron juntos por el sendero oscuro de aquel planeta diferente a todos los planetas, único satélite de un sol diferente a todos los soles.

—Por aquí —dijo Morran.

Las leyendas eran explícitas. El sendero llevaba a unos escalones de piedra. Los escalones de piedra a una explanada. Y allí... ¡el Contestador!

Para el criterio humano, el Contestador parecía una pantalla blanca ubicada en una pared y era muy simple.

Lingman apretó las manos entrelazadas. Aquélla era la culminación de una vida entera de trabajo, inversiones, discusiones, de hurgar entre fragmentos de leyendas. Y todo terminaba allí, en ese momento.

—Recuerde —advirtió a Morran—. Nos sorprenderá. La verdad no será como la hemos imaginado.

—Estoy preparado —dijo Morran, con los ojos extáticos.

—Muy bien —replicó entonces Lingman, con su vocecita débil —contestador, ¿qué es la vida?

Una voz respondió en el cerebro de cada uno:

—La pregunta no tiene significado alguno. Al decir «vida», el interrogador se refiere a un fenómeno parcial, que resulta inexplicable, excepto en términos de su total.

—¿De qué total forma parte la vida? —preguntó Lingman.

—La pregunta, en su formulación presente, no admite respuesta. El interrogador sigue considerando la «vida» desde un punto de vista personal y limitado.

—Responde en tus propios términos, en ese caso —dijo Morran.

—El Contestador sólo puede responder a preguntas formuladas.

El Contestador volvió a pensar en las tristes limitaciones que le impusieran sus creadores. Silencio.

—¿Está el Universo en expansión? —preguntó Morran, con mayor confianza.

—«Expansión» es un término inaplicable a la situación. El Universo, tal como el interrogado lo considera, es un concepto ilusorio.

—¿Hay algo que puedas decirnos?

—Puedo responder a cualquier pregunta válida con respecto a la naturaleza de las cosas.

Los dos hombres intercambiaron una mirada.

—Creo que sé lo que quiere decir —observó Lingman, tristemente—. Nuestras preguntas básicas son erróneas. Todas ellas.

—No puede ser —dijo Morran—. La física, la biología...

—Verdades parciales —dijo Lingman, con un gran cansancio en la voz—. Al menos, hemos averiguado eso. Hemos descubierto que nuestras suposiciones con respecto a los fenómenos observados son erróneas.

—Pero la regla de la hipótesis más simple...

—Es sólo una teoría —dijo Lingman.

—Considérelo de este modo —dijo Lingman—. Suponga que usted desea preguntar: «¿Por qué nací bajo la constelación de Escorpio, en conjunción con Saturno?». Yo no podría responder a su pregunta hablándole del zodíaco, pues el zodíaco no tiene nada que ver con eso.

—Comprendo —dijo Morran, con lentitud—. No puede responder a las preguntas que formulamos basándonos en nuestras premisas.

—Así parece. Y no puede alterar nuestras premisas. Está limitado a responder preguntas válidas... lo que implica, según parece, un conocimiento que no poseemos.

Y se volvió al Contestador, preguntando:

—¿Qué es la muerte?

—No puedo explicar un antropomorfismo.

—¡La muerte es un antropomorfismo! —dijo Morran, mientras Lingman se volvía rápidamente —¡Ahora estamos avanzando un poco!

Y preguntó:

—¿Son irreales los antropomorfismos?

—Los antropomorfismos pueden clasificarse, a modo de prueba, en: a) verdades falsas, o b) verdades parciales referidas a una situación parcial.

—¿A qué clasificación corresponde este caso?

—A ambas.

Eso fue lo más que pudieron conseguir. Morran no logró extraer más datos del Contestador. Ambos lo intentaron durante varías horas, pero la verdad se les escurría a distancia cada vez mayor.

—Es enloquecedor —dijo Morran, después de un rato—. Este objeto contiene la respuesta al Universo entero y no puede dárnosla a menos que formulemos las preguntas correctas. Pero ¿cómo saber la pregunta correcta?

Lingman se sentó en el suelo y se recostó contra un muro de piedra, con los ojos cerrados.

—Salvajes, eso es lo que somos —dijo Morran, recorriendo la explanada a grandes pasos, frente al Contestador—. Imagínese que un bosquimano fuera a preguntarle a un físico por qué no puede clavar su flecha en el sol. El científico sólo podría explicarlo en sus propios términos. ¿Qué ocurriría entonces?

—El científico no lo intentaría siquiera —respondió Lingman, con voz apagada—, conociendo las limitaciones del interrogador.

—Qué bonito —exclamó Morran, irritado —¿Cómo explicar la rotación de la Tierra a un bosquimano? O mejor aún, ¿cómo explicarle la relatividad, siempre sin dejar a un lado el rigor científico, por supuesto?

Lingman no contestó. Seguía con los ojos cerrados.

—Somos bosquimanos. Pero tal vez el abismo es mucho mayor en este caso. Un gusano y un superhombre. El gusano desea saber la naturaleza del polvo y por qué existe en tan grandes cantidades. ¡Oh!, vaya.

Y, volviéndose hacia Lingman, sugirió:

—¿Nos marchamos, señor?

El anciano siguió con los ojos cerrados y sin responder. Sus dedos estaban crispados y las mejillas se habían hundido más aún. La calavera iba emergiendo.

—¡Señor, señor!

Y el Contestador supo que ésa no era la respuesta.

Solo en su planeta, que no es grande ni pequeño, sino del tamaño preciso el Contestador aguarda. No puede ayudar a quienes llegan hasta él, pues aun el Contestador encuentra restricciones.

Sólo puede responder a las preguntas válidas.

¿Universo? ¿Vida? ¿Muerte? ¿Púrpura? ¿Dieciocho? Verdades parciales, verdades a medias, pequeños fragmentos de la gran pregunta.

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