Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
Mediante esta vuelta de tuerca el cuento mismo se aparece de pronto como mi última orden al poder, mi última sentencia de muerte.
¿Contra quién? ¡Naturalmente, contra el lector del cuento!
Ingenioso, de veras, admitirá usted de buena gana. Mientras queden en circulación ejemplares de la revista (y esto está asegurado por la muerte misma de las víctimas) el poder continuará aniquilando. El único a quien no irán a molestar será al autor, pues ningún tribunal aceptará testimonio indirecto, ¿y quién vivirá para dar testimonio directo?
Pero dónde, pregunta usted, fue publicado el relato, temiendo comprar inadvertidamente la revista, y leerla.
Yo le respondo: ¡Aquí! Es el relato que tiene usted delante de los ojos. Saboréelo bien, cuando termine de leerlo usted también terminará. Mientras lee estas últimas líneas se sentirá abrumado de horror y revulsión, luego de miedo y pánico. El corazón se le encoge... le tiembla el pulso... se le nubla la mente... la vida se le escapa... se está hundiendo, poco a poco... unos segundos más y entrará usted en la eternidad... tres... dos... uno...
¡Ahora!
Cero.
Theodore L. Thomas
Y el nombre "Oficina del Tiempo" continuó siendo utilizado, aunque la organización en sí cambió de forma.
El Congreso del Tiempo se componía de tres secciones. En primer lugar había la sección política, el Consejo del Tiempo. En segundo lugar, la sección científica, los Asesores del Tiempo. Y finalmente la sección ejecutiva, la Oficina del Tiempo. Las tres secciones eran relativamente independientes, y cada una de ellas...
ENCICLOPEDIA COLUMBIA, trigésimo segunda edición. Publicaciones de la Universidad de Columbia.
Jonathan H. Wilburn abrió los ojos e inmediatamente notó la tensión en el día. Permaneció tendido en la cama, intrigado, buscando la fuente de aquella sensación. No era más que el comienzo de otro día en Palermo. Los ruidos de la calle eran normales, su apartamento estaba tranquilo y él se encontraba perfectamente Era eso. Se encontraba bien, muy bien, lleno de vigor y pletórico de ideas, y con la impresión de estar preparado para todo lo que pudiera ocurrir.
Con un solo movimiento apartó la manta a un lado y se levantó de un salto. No estaba mal para un hombre que había cumplido los cincuenta la semana anterior. Entró en el cuarto de baño, se duchó y, después de vestirse, permaneció inmóvil en el centro de la habitación. La tensión no había desaparecido. Se peinó y, mientras se estaba poniendo la americana, supo lo que le ocurría.
En un momento determinado de su sueño, aquella noche, había decidido que tenía que hacer algo. Acababa de cumplir los cincuenta años, se había labrado cuidadosamente una buena reputación, y había llegado todo lo lejos que podía llegarse en el curso normal de los acontecimientos. Había llegado el momento de empujar, de aventurarse. Para alcanzar la cumbre en política hay que aventurarse.
Wilburn terminó de ponerse la americana. Se sonrió a sí mismo en el espejo. Ahora sabía por qué el día era distinto. Pero conocer el motivo no disminuía la tensión. A partir de aquel momento, viviría sumergido en ella. A partir de entonces, su existencia sería una perpetua vigilia, al acecho de una oportunidad favorable.
Durante un cuarto de siglo se había movido cautelosamente, planeando cada uno de sus movimientos, asegurándose del éxito antes de dar un paso. Había trepado lentamente los empinados caminos de la política: la Cámara, el Senado, las Naciones Unidas, una embajada, varias presidencias provisionales, y, finalmente, el más escogido de los organismos, el Congreso del Tiempo. Su reputación estaba labrada, era conocido como un brillante y hábil diplomático, poseedor de una habilidad especial para hacer coincidir los más encontrados pareceres. Había creado una atmósfera amistosa entre los doscientos miembros del Consejo del Tiempo. Pero en política, como en todo, cuanto más alto se trepa, más difícil resulta la ascensión. Wilburn acababa de darse cuenta de que durante los últimos cuatro años no había hecho el menor progreso. Y había cumplido los cincuenta.
Jonathan Wilburn desayunó con su esposa. Harriet era una mujer sensata, poseída de su papel de esposa de un miembro del Consejo del Congreso del Tiempo. Inmediatamente se dio cuenta de que su marido estaba tenso como un alambre, y se apresuró a servirle una taza de café. Mientras Wilburn sorbía el café, su esposa le aderezó unos huevos fritos con su salsa preferida, al tiempo que comentaba las noticias que publicaba el periódico de la mañana. Wilburn desayunó en silencio, gruñendo un monosílabo de cuando en cuando. Luego besó a Harriet y salió a dar un paseo.
Bajo el suave aire siciliano, se sintió muy complacido de la fortaleza de sus piernas. Allá a lo lejos podía ver la cúpula del edificio principal del Consejo, y el verla le recordó el problema que le preocupaba. Pero, al pensar en él, sabía que no había nada que pudiera prever por anticipado. Sería algo que tendría que aprovechar en el momento en que se produjera. Y tendría que permanecer alerta para reconocerlo cuando llegara.
Wilburn dio por terminado su paseo y se dirigió al Consejo.
Entró en el Gran Vestíbulo por la escalinata norte, y caminó a lo largo de la pared oriental hacia su propio despacho. Un grupo de visitantes eran conducidos a través del Gran Vestíbulo por un guía uniformado, que les describía las maravillas que encerraba. Cuando el guía vio llegar a Wilburn, interrumpió su conferencia para decir:
—Y avanzando hacia nosotros, a la izquierda, vemos al Consejero Wilburn, de un Distrito occidental de los Estados Unidos, del cual habrán oído hablar todos ustedes y cuya intervención en el debate que va a celebrarse hoy para decidir si se corta el envío de agua sobre la zona septentrional de Australia, será decisiva.
Los visitantes se detuvieron, empujándose unos a otros ante la inesperada presencia de un personaje de tanta categoría. Wilburn sonrió y agitó una mano en amistoso saludo, y esto les emocionó todavía más, pero no se detuvo a hablar con ellos. Por las observaciones del gula sabía que en el grupo no figuraba ninguno de sus electores; se lo hubiera advertido, a fin de que pudiera obrar en consecuencia. Wilburn sonrió para sí: un representante tiene muchas ventajas sobre un simple candidato de representante.
Un poco más adelante se encontró con el Consejero Georges DuBois, de la Europa Central. DuBois dijo:
—¿Ha decidido ya cómo va a votar en el problema australiano, Jonathan?
—Me inclino por el sí, pero todavía no lo he decidido. ¿Y usted?
—Me encuentro en el mismo caso —dijo DuBois, sacudiendo la cabeza—. Es un asunto muy peliagudo. Me preocupa la posibilidad de hacer sufrir a unos hombres. Y mucho más la posibilidad de que los que sufran sean mujeres y niños.
Caminaron unos pasos en silencio, y en el preciso instante de separarse, Wilburn dijo:
—Mi esposa siempre está de acuerdo con lo que yo hago, George.
DuBois le miró, pensativo, unos instantes y luego dijo:
—Sí, comprendo lo que quiere decir. Las mujeres cometen los mismos errores que los hombres, y merecen el mismo castigo. Sí, esta idea me ayudará, en caso de que vote afirmativamente. Le veré a usted en el Consejo.
Se despidieron con un silencioso gesto de mutuo respeto y comprensión. DuBois era uno de los Consejeros que calibraba en todo su alcance la terrible responsabilidad que pesaba sobre los hombros de la sección política del Congreso del Tiempo.
Wilburn saludó con un gesto a su personal cuando cruzaba la oficina exterior. Una vez en su despacho, se ocupó de los asuntos pendientes. El pequeño montón de documentos apilados en el centro de su escritorio disminuyó rápidamente a medida que los iba cogiendo, dictaba las palabras que debían resolverse acerca de su contenido y los dejaba caer en otro montón.
Estaba terminando, cuando una amable voz masculina dijo a través del altavoz:
—¿Dispone usted de unos minutos para dedicarlos a un amigo?
Wilburn sonrió y se puso en pie para ir a abrir la puerta de su oficina, donde esperaba ya el Consejero Gardner Tongareva. Los dos hombres se estrecharon la mano, y Tongareva se instaló cómodamente en una de las butacas de Wilburn. Era un hombre de piel amarillenta, un polinesio, viejo, arrugado y sensato. Llevaba unos pantalones anchos y usados. Su pelo era blanco, y su rostro tenía una expresión afectuosa. Tongareva era uno de aquellos raros hombres cuya sola presencia pone sonrisas en los rostros de sus compañeros y paz en sus corazones. Era un hombre que ejercía una gran influencia en el Consejo únicamente en méritos de su personalidad.
Su distrito se hallaba a 15-30 grados de latitud norte y 150-165 grados de longitud este, es decir, la extensión de quince grados de longitud y quince de latitud que correspondía a los distritos de cada uno de los otros Consejeros. Pero, en el caso de Tongareva, la zona habitada era muy pequeña. La única porción de tierra que había en toda la región era la isla Marcus, de una milla cuadrada de superficie y habitada por cuatro personas. Una población irrisoria, comparada con los 100 millones de personas que vivían en el distrito de Wilburn, situado a 30-45 grados de latitud norte y 75-90 grados de longitud oeste. Sin embargo, una y otra vez, cuando eran contados los votos obtenidos por los doscientos Consejeros, se hacía evidente que Tongareva había influido sobre un gran porcentaje del mundo entero.
Wilburn se retrepó en su asiento y preguntó:
—¿Ha llegado ya a una decisión acerca del problema australiano, Tongareva?
El anciano asintió.
—Sí. Creo que no nos queda otra alternativa que la de someterles a un año de sequía. Los hijos rebeldes tienen que ser castigados, y durante dos años esa gente ha insistido en mantener una actitud egoísta y petulante. Lo que está en juego ahora, Jonathan, es el prestigio del Congreso del Tiempo y su autoridad sobre los pueblos del mundo. Los habitantes de Queensland y del Territorio Septentrional son una gente muy difícil. No creen que estemos dispuestos o podamos castigarles controlando el agua que reciben. Tienen que ser castigados inmediatamente, a fin de evitar que otros pueblos del mundo imiten su conducta. Tal como están ahora las cosas, un año de sequía bastará. Verán interrumpida su insolente prosperidad. Más adelante, podría ser necesario hacerles sufrir, y ninguno de nosotros desea que las cosas lleguen a ese extremo. Sí, Jonathan, votaré a favor de la sequía australiana.
Wilburn asintió sobriamente. Ahora estaba casi seguro de que el voto del Consejo sería a favor del castigo. La mayoría de los Consejeros parecían considerarlo necesario, aunque se mostraban reacios a causar sufrimientos. Pero cuando Tongareva expusiera sus puntos de vista tal como acababa de hacerlo, terminarían las vacilaciones.
Wilburn dijo:
—Estoy de acuerdo con usted, Gardner. Ha expresado usted de un modo claro lo que la mayoría de nosotros pensamos del asunto. Votaré con usted.
Tongareva no dijo nada, pero continuó mirando fijamente a Wilburn. No era una mirada desconcertante; nada de lo que hacía Tongareva era desconcertante. Finalmente, el anciano dijo:
—Esta mañana parece usted un hombre distinto, amigo mío. Durante las últimas tres semanas he notado un cambio en usted. Creo que ha resuelto lo que le preocupaba, y me alegro. No —levantó una mano, al ver que Wilburn se disponía a hablar—, no diga nada. Cuando me necesite, me tendrá a su disposición. —Se puso en pie—. Y, ahora, tengo que ir a discutir la situación australiana con otros Consejeros.
Sonrió y se marchó antes de que Wilburn pudiera decir nada.
Wilburn le contempló mientras se alejaba, maravillado de la intuición de Tongareva. Sacudió la cabeza, como para sobreponerse a sus propias impresiones, y se dirigió a la sala de visitas para recibir a la docena de personas que esperaban verle.
—Lamento mi retraso —les dijo—, pero esta mañana hay un poco de marea en el Consejo, como creo que ya sabrán ustedes. Les ruego que me perdonen por no recibirles por separado, pero dentro de unos instantes nos avisarán para la reunión. No he querido perder la ocasión de verles, aunque sólo sea por unos instantes. Espero que esta tarde o mañana por la mañana podremos hablar con más extensión.
Y Wilburn estrechó la mano a todos sus visitantes, fijando en su mente el nombre de cada uno de ellos. Había dos que no eran electores: se trataba de cabilderos que representaban los distritos septentrionales australianos, e inmediatamente empezaron a protestar por la posibilidad de que se tomaran medidas punitivas contra aquellos distritos.
Wilburn levantó la mano y dijo:
—Caballeros, este asunto no puede ser discutido aquí. Escucharé los argumentos en pro y en contra en la Sala del Consejo, y en ninguna otra parte. Esto es todo.
Sonrió, disponiéndose a marcharse. Pero el más joven de los dos cabilderos le cogió del brazo y se encaró con él, diciendo:
—Tiene usted la obligación de escucharnos. Aquella pobre gente va a sufrir por los actos de unos cuantos de sus cabecillas. No puede usted...
Wilburn dio un violento tirón para librar su brazo, se acercó rápidamente a la pared y pulsó un botón. El cabildero palideció y dijo:
—¡Oh! No pretendía causarle ningún daño, Consejero. Le ruego que no presente ninguna protesta contra mí. Por favor...
Dos hombres con el uniforme del Congreso del Tiempo aparecieron en la puerta. La voz de Wilburn era tranquila y su rostro se mantenía impasible, pero sus ojos brillaban como cristales de hielo. Se dirigió a los guardias:
—Este hombre me ha agarrado del brazo tratando de obligarme a escuchar sus argumentos sobre asuntos que son de la competencia del Consejo. Presento una protesta contra él.
Todo ocurrió con tanta rapidez, que el resto de los visitantes apenas podían recordar exactamente lo que había sucedido. Pero el fichero electrónico entró en funciones, y Wilburn supo que el cabildero no podría poner nunca más los pies en el edificio del Congreso del Tiempo. El otro cabildero dijo:
—Lo lamento, Consejero. Me siento responsable de la conducta de mi compañero; es un novato.
Wilburn asintió y se disponía a decir algo, pero en aquel momento se oyó una especie de repiqueteo musical y el Consejero cambió de parecer. Dirigiéndose a todos los presentes, dijo:
—Les ruego que me perdonen. Tengo que ir inmediatamente a la Sala del Consejo. Si lo desean, pueden presenciar la sesión desde el Auditorio de los Visitantes. Gracias por su visita, y espero que en otra ocasión podremos charlar más extensamente.