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Authors: Reinaldo Arenas

Tags: #prose_contemporary

Antes que anochezca (4 page)

BOOK: Antes que anochezca
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Yo me bajaba de los árboles cuando en varias mesas, unidas unas a otras, ya se iba a servir la comida. El lechón se presentaba sobre enormes yaguas que se depositaban en las mesas, junto con plátanos hervidos y grandes cantidades de lechuga. Mi abuela oficiaba en aquella ceremonia cortando la carne, ofreciendo las botellas de vino, cuidando de que a nadie le faltase nada. Como la comida se prolongaba por horas, se traían «quinqueses» y candiles; bajo aquellas luces la fiesta adquiría un fulgor de leyenda. Todos estaban contentos y aun cuando discutiesen, cosa que ocurría con frecuencia, todo terminaba de una manera amistosa.
En medio de aquello yo tomaba la bicicleta de Orlando, subía una loma que estaba al frente de la casa y bajaba a toda velocidad, frenando o destarrándome, junto al mismo estruendo.
La cosecha

 

Otra ceremonia, otra plenitud que marcó mi infancia, fue la recogida de la cosecha. Mi abuelo cosechaba, sobre todo, maíz. Para la recolección había que convocar a casi todo el vecindario. Desde luego, mi abuela, mis tías, mi madre y yo, también trabajábamos en la recogida del maíz. Después había que trasladar las mazorcas en carretas hasta la despensa (o prensa, como le decíamos), que era un rancho detrás de la casa. Una noche se invitaba al vecindario para el deshoje y desgrane del maíz; era otra fiesta. Enormes telones cubrían el piso; yo me revolcaba en ellos como si estuviera en la playa, que por entonces aún no había visitado. Mi abuela, esas noches, hacía un turrón de coco, hecho con azúcar prieta y coco rayado, que olía como jamás he vuelto a oler un dulce. Se repartía el dulce a media noche, mientras las lonas seguían siendo llenadas de granos y yo me revolcaba en ellas.
El aguacero

 

Tal vez el acontecimiento más extraordinario que yo haya disfrutado durante mi infancia fue el que venía del cielo. No era un aguacero común; era un aguacero de primavera tropical que se anunciaba con gran estruendo, con golpes orquestales cósmicos, truenos que repercuten por todo el campo, relámpagos que trazan rayas enloquecidas, palmas que de pronto eran fulminadas por el rayo y se encendían y achicharraban como fósforos. Y, al momento, llegaba la lluvia como un inmenso ejército que caminara sobre los árboles. En el corredor cubierto de zinc, el agua retumbaba como una balacera; sobre el techo de guano de la sala eran como pisadas de mucha gente que marchasen sobre mi cabeza; en las canales el agua corría con rumor de arroyos desbordados y caía sobre los barriles con un estruendo de cascada; en los árboles del patio, desde las hojas más altas hasta el suelo, el agua se convertía en un concierto de tambores de diferentes tonos e insólitos repiqueteos; era una sonoridad fragante. Yo corría de uno a otro extremo del corredor, entraba en la sala, me asomaba hasta la ventana, iba hasta la cocina y veía los pinos del patio que silbaban enloquecidos y empapados y, finalmente, desprovisto de toda ropa, me lanzaba hacia afuera y dejaba que la lluvia me fuese calando. Me abrazaba a los árboles, me revolcaba en la hierba, construía pequeñas presas de fango, donde se estancaba el agua y, en aquellos pequeños estanques, nadaba, me zambullía, chapaleaba; llegaba hasta el pozo y veía el agua cayendo sobre el agua; miraba hacia el cielo y veía bandadas de querequeteses verdes que también celebraban la llegada del aguacero. Yo quería no sólo revolearme por la hierba, sino alzarme, elevarme como aquellos pájaros, solo con el aguacero. Llegaba hasta el río que bramaba poseído del hechizo incontrolable de la violencia. La fuerza de aquella corriente desbordándose lo arrastraba casi todo, llevándose árboles, piedras, animales, casas, era el misterio de la ley de la destrucción y también de la vida. Yo no sabía bien entonces hasta dónde iba aquel río, hasta dónde llegaría aquella carrera frenética, pero algo me decía que yo tenía que irme también con aquel estruendo, que yo tenia que lanzarme también a aquellas aguas y perderme; que solamente en medio de aquel torrente, partiendo siempre, iba a encontrar un poco de paz. Pero no me atrevía a lanzarme; siempre he sido cobarde. Llegaba hasta la orilla donde las aguas bramaban llamándome; un paso más y el torbellino me engullía. ¡Cuántas cosas pudieron haberse evitado si lo hubiera hecho! Eran unas aguas amarillentas y revueltas; unas aguas poderosas y solitarias. Yo no tenía nada más que aquellas aguas, aquel río, aquella naturaleza que me había acogido y que ahora me llamaba en el preciso momento de su mayor apoteosis. ¿Por qué no lanzarme a esas aguas? ¿Por qué no perderme, difuminarme en ellas y hallar la paz en medio de aquel estruendo que amaba? ¡Qué felicidad hubiera sido haberlo hecho entonces! Pero regresaba a la casa empapado; ya era de noche. Mi abuela preparaba la comida. Había escampado. Yo tiritaba mientras mis tías y mi madre ponían los platos sin preocuparse demasiado por mí. Siempre he creído que mi familia, incluyendo a mi madre, me consideraba un ser extraño, inútil, atolondrado, chiflado o enloquecido; fuera del contexto de sus vidas. Seguramente, tenían razón.
El espectáculo

 

Tal vez por ser solitario y atolondrado, y querer a la vez jugar un papel estelar para satisfacerme a mí mismo, comencé yo solo a ofrecerme espectáculos completamente distintos a los que todos los días presenciaba. Consistieron, entre otros, en una serie de infinitas canciones que yo mismo inventaba y escenificaba por todo el campo. Tenían una letra cursi y siempre delirante; además, yo mismo las interpretaba como piezas teatrales en medio de escenografías solitarias. Esas actuaciones consistían en saltos, clamores, golpes de pecho, patadas a las piedras, chillidos, carreras entre los árboles, maldiciones, palos y hojas secas al aire. Y todo eso mientras cantaba aquellas canciones que, prácticamente, no terminaban nunca y que ahuyentaban a todos los que las escuchaban. Una vez, el escándalo que armé fue tal, que mi propia madre y mi abuela, que deshierbaban un maizal, salieron huyendo sin poder explicarse el origen de aquellos alaridos.
Desde luego, yo no escribía los textos de aquellos cantos; entonces apenas sabía escribir. Más bien, concebía espontáneamente aquellas canciones operáticas (o quién sabe qué) que yo para entonces interpretaba en pleno monte. Seguramente, letra, música y voz eran horrorosas; pero, después de haber realizado aquella descomunal «cantata», sentía una sensación de paz y podía regresar a la casa; estaba más tranquilo con mi mundo y me acostaba temprano junto a mi madre, en el cuarto más pequeño de aquella casa destartalada. La casa tenía cinco cuartos.
Mis abuelos ocupaban un cuarto donde había dos enormes camas de hierro y un inmenso escaparate que llegaba al techo. En otro cuarto dormían las tías abandonadas por sus maridos y varios primos; en otra habitación, un tío que había tenido varias mujeres y, finalmente, se había quedado solo y compartía el espacio con mi bisabuela; en otro cuarto dormía mi tío abuelo, un solterón que terminó ahorcándose con un bejuco. Mi madre y yo dormíamos en aquel pequeño cuarto que daba a un corredor. Al otro lado del corredor, junto a la pared de yagua, dormían los cerdos que gruñían toda la noche. Cuando me llene de niguas, como no podía dormir, me pasé la noche rascándome los pies contra el bastidor de la cama.
El erotismo

 

Creo que siempre tuve una gran voracidad sexual. No solamente las yeguas, las puercas, las gallinas o las guanajas, sino casi todos los animales fueron objeto de mi pasión sexual, incluyendo los perros. Había un perro que me proporcionaba un gran placer; yo me escondía con él detrás del jardín que cuidaban mis tías y allí lo obligaba a que me mamara la pinga; el perro se acostumbró y con el tiempo lo hacía voluntariamente.
Aquella etapa entre los siete y los diez años fue para mí de gran erotismo, de una voracidad sexual que, como ya dije, casi lo abarcaba todo. Abarcaba la naturaleza en general, pues también abarcaba a los árboles. Por ejemplo, a los árboles de tallo blando, como la fruta bomba, yo les abría un hueco y en él introducía el pene. Era un gran placer templarse a un árbol; mis primos también lo hacían; se lo hacían a los melones, a las calabazas, a las guanábanas. Uno de mis primos, Javier, me confesaba que el mayor placer lo experimentaba cuando se templaba un gallo. Un día el gallo amaneció muerto; no creo que haya sido por el tamaño del sexo de mi primo que era, por cierto, bastante pequeño; creo que el pobre gallo se murió de vergüenza por haber sido él el templado cuando era él el que se templaba todas las gallinas del patio.
De todos modos, hay que tener en cuenta que, cuando se vive en el campo, se está en contacto directo con el mundo de la naturaleza y, por lo tanto, con el mundo erótico. El mundo de los animales es un mundo incesantemente dominado por el erotismo y por los deseos sexuales. Las gallinas se pasan el día entero cubiertas por el gallo, las yeguas por el caballo, la puerca por el verraco; los pájaros tiemplan en el aire; las palomas, después de un gran estruendo y grandes murumacas, terminan ensartándose con cierta violencia; las lagartijas se traban durante horas unas con otras; las moscas fornican sobre la mesa en que comemos; los curieles paren todos los meses; las perras, al ser ensartadas, arman tal algarabía que son capaces de excitar a las monjas más pías; las gatas en celo aúllan por las noches con tal vehemencia que despiertan los deseos eróticos más recónditos... Es falsa esa teoría sostenida por algunos acerca de la inocencia sexual de los campesinos; en los medios campesinos hay una fuerza erótica que, generalmente, supera todos los prejuicios, represiones y castigos. Esa fuerza, la fuerza de la naturaleza, se impone. Creo que en el campo son pocos los hombres que no han tenido relaciones con otros hombres; en ellos los deseos del cuerpo están por encima de todos los sentimientos machistas que nuestros padres se encargaron de inculcarnos.
Un ejemplo de esto es el caso de mi tío Rigoberto, el mayor de mis tíos; hombre casado y muy serio. Yo iba a veces al pueblo con mi tío Rigoberto. Yo tendría entonces unos ocho años e iba sentado con él en la misma montura; inmediatamente que montábamos a caballo, el sexo de mi tío empezaba a crecer. A lo mejor una parte de mi tío no quería que fuese así, pero no podía evitarlo; me acomodaba de la mejor manera, me levantaba y ponía mis nalgas encima de su sexo y, al trote del caballo, durante un viaje que duraba una hora o más, yo iba saltando sobre aquel enorme sexo que yo cabalgaba, viajando así como si fuese transportado por dos animales a la vez. Creo que, finalmente, Rigoberto eyaculaba. Cuando regresábamos por la tarde, volvía a repetirse la misma ceremonia. Desde luego todo esto sucedía como si ninguno de los dos nos enteráramos; él silbaba o resoplaba mientras el caballo seguía trotando. Al llegar a la casa, Coralina, su esposa, lo recibía con los brazos abiertos y le daba un beso. En aquel momento, todos éramos muy felices.
La violencia

 

El medio campesino en el cual pasé mi infancia no era solamente el mundo de las relaciones sexuales, era también un mundo conminado por una incesante violencia. Las ovejas se colgaban vivas por las patas y se degollaban; luego, se les desangraba y, medio vivas todavía, se descuartizaban. Los cerdos eran apuñalados con un largo cuchillo que les atravesaba el corazón; antes aún de que expiraran se les echaba alcohol y se les prendía fuego para eliminarles todos los pelos antes de ser asados. A las vacas jóvenes, a las novillas, se les clavaba una enorme puntilla en la cabeza para que la muerte fuera instantánea, y luego se las descuartizaba. Su carne era colgada en bandas debajo de algún árbol o en el rancho de la casa, donde las moscas también participaban del festín. Los toros destinados al trabajo eran castrados, igual que los caballos. Castrar a un toro fue uno de los actos más violentos y crueles que yo presencié; al toro se le amarraban los testículos con un grueso alambre; esos testículos se depositaban sobre una especie de yunque de hierro encima de una piedra y, con un martillo o una mandarria comenzaban a golpearle los testículos hasta desprenderlos de los tendones y de las conexiones con el resto del cuerpo; así le quedaban las bolsas separadas, colgando, y se consumían. El dolor que padecían aquellos animales era tan intenso que se sabía cuándo los testículos habían sido extirpados porque se les aflojaban las muelas a los toros. Muchos se morían, pero otros sobrevivían y ya no eran toros sino bueyes, es decir, bestias mansas y castradas que se dedicaban a tirar de un arado, mientras mi abuelo, detrás, les propinaba maldiciones y garrochazos.
Pero la violencia se extendía por todo aquel mundo en que yo me crié; los toros que no habían sido castrados se rompían la crisma a cornadas para imponer su primacía sexual dentro de la manada; los caballos se reventaban a patadas ante la vista o el olor de una yegua.
Una vez que mi madre y yo íbamos para el templo de Arca— dio Reyes sobre una yegua que pertenecía a mi tía Olga (las mujeres en el campo viajaban en yegua y los hombres a caballo), apareció de pronto un caballo en medio del campo; nos cayó detrás dando muestras de un erotismo inaplazable. Todavía estábamos nosotros montados en la yegua cuando el caballo ya intentaba poseerla. Mi madre espoleaba a la yegua, pero ésta no dio un paso más; evidentemente, prefería que la desgarraran las espuelas antes de perder la posibilidad de ser poseída por aquella bestia formidable; ya abría las patas y levantaba la cola. Nosotros tuvimos que tirarnos al suelo y dejar que allí, en nuestra presencia, se realizara el acto sexual; acto sexual poderoso, violento y realmente tan bello que erotizaba a cualquiera.
Después de aquel combate, mi madre y yo cabalgamos en silencio hacia el templo. Seguramente, tanto ella como yo, hubiéramos querido ser aquella yegua que marchaba ahora a trote ligero por los predios de Arcadio Reyes.
La violencia también se manifestaba en la lucha por la vida. De noche se oían los gritos de las ranas que eran tragadas lentamente por el jubo; se oía el chillido de un ratón que era despedazado por un sijú; el desesperado cacarear de una gallina que era asfixiada y tragada por un majá; el patalear y los quejidos ahogados de un conejo que era descuartizado en el aire por una lechuza; y los berridos de una oveja que era destrozada por los perros jíbaros. Esos ruidos, esos estruendos desesperados, esos sordos pataleos, eran normales en el campo donde yo vivía.
La neblina

 

Pero también había una serenidad, una quietud, que no he encontrado en ningún otro sitio. De entre esos estados de plenitud uno de las más inefables e intensos se daba cuando llegaba la neblina; esas mañanas en que todo parecía envuelto en una gran nube blanca que difuminaba todos los contornos. No había figuras, no había cuerpos que pudieran distinguirse; los árboles eran inmensas siluetas blancas; la misma figura de mi abuelo, que caminaba delante de mí rumbo al corral donde tenía que ir a ordeñar las vacas, era un fantasma blanco. La neblina cubría de prestigio toda aquella zona, más bien raquítica y desolada, porque la envolvía y camuflaba. Los cerros y las lomas se volvían enormes montañas de nieve y toda la tierra era una extensión humeante y fresca donde uno parecía flotar.
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