Read Antártida: Estación Polar Online

Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Antártida: Estación Polar (42 page)

BOOK: Antártida: Estación Polar
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Desde el agua, Schofield vio como una gran cantidad de burbujas azules comenzaron a salir de una brecha en la proa del submarino, cual tentáculos que intentaran atraparlo. Y, de repente, las burbujas recorrieron otra vez su estela cuando, con una fuerza terrible, regresaron de nuevo hacia el submarino y Schofield sintió cómo era arrastrado hacia este.

Implosión.

En ese momento, el enorme submarino francés se desmoronó como una lata enorme de aluminio y la succión de la implosión cesó. Schofield sintió como el agarre del agua amainaba y lo dejaba flotar de nuevo en la superficie. Ni rastro del submarino.

Algunos minutos después, Renshaw sacó a Schofield del agua y tiró de él hasta subirlo al iceberg.

Schofield cayó al suelo. Respiraba con dificultad, estaba empapado y tiritaba de frío. Daba boqueadas y una extenuación aplastante se había apoderado de su cuerpo. En ese momento (con el submarino destrozado y Renshaw y él completamente aislados en un iceberg) lo único que Shane Schofield deseaba hacer era dormir.

En el Capitolio (Washington D. C.), se retomó de nuevo la reunión de la
OTAN
.

George Holmes, el representante de los Estados Unidos, se recostó en su asiento mientras observaba cómo Pierre Dufresne, quien estaba al frente de la delegación francesa, se ponía en pie para hablar.

—Estimados delegados, damas y caballeros —comenzó Dufresne—. A la República de Francia le gustaría expresar su apoyo total e incondicional a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, esa excelente organización de naciones que tan fielmente ha servido a Occidente durante casi cincuenta años…

El discurso se alargó de manera interminable, exaltando las virtudes de la
OTAN
y la lealtad imperecedera de Francia a la misma. George Holmes negó con la cabeza. Durante toda la mañana, la delegación francesa había estado solicitando recesos, paralizando la reunión y ahora, de repente, ahí estaban, prometiendo inquebrantable lealtad a la Organización. No tenía sentido.

Dufresne terminó de hablar y se sentó. Holmes estaba a punto de volverse y decirle algo a Phil Munro cuando, de repente, el delegado británico de la reunión (Richard Royce, un estadista muy preparado) echó su asiento hacia atrás y se puso de pie.

—Damas y caballeros —dijo en un marcado acento londinense—, les ruego su indulgencia. La delegación británica solicita un receso.

En ese mismo instante, al otro lado de la calle del edificio del Capitolio y de la reunión de la
OTAN
, Alison Cameron estaba entrando en el atrio de la Biblioteca del Congreso.

Compuesta por tres edificios, era la mayor biblioteca del mundo. Fue creada con el objetivo de que se convirtiera en el mayor depósito de sabiduría de todo el mundo. Y eso es lo que era.

Razón por la que a Alison no le sorprendió descubrir que el objeto de su búsqueda (el misterioso
Estudio preliminar
de 1978 de C. M. Waitzkin) se encontraba allí. Si alguna biblioteca lo tenía, esa sería sin duda la Biblioteca del Congreso.

Alison esperó en Información mientras uno de los encargados de la biblioteca iba a buscárselo. La Biblioteca del Congreso era de acceso restringido, lo que significaba que era el personal de la biblioteca quien buscaba los libros. Tampoco estaba permitido sacar los volúmenes fuera del edificio.

La encargada estaba tardando bastante, así que Alison comenzó a echar un vistazo a otro libro que había comprado de camino a la biblioteca.

Observó la portada, que rezaba:

CRUZADA EN EL HIELO

REFLEXIONES SOBRE UN AÑO EN LA ANTÁRTIDA

 

DR. BRIAN HENSLEIGH

Profesor emérito en Geofísica, Universidad de Harvard

Alison leyó rápidamente la introducción.

Al parecer, Brian Hensleigh estaba al frente de la facultad de Geofísica en la Universidad de Harvard. Se dedicaba a la investigación de núcleos de hielo, una investigación que consistía en la extracción de muestras de hielo cilíndricas de las plataformas de hielo continentales en la Antártida para a continuación estudiar el aire que había quedado atrapado en el interior de esos núcleos de hielo miles de años atrás.

Según decía el libro, la investigación con núcleos de hielo podía emplearse para explicar el calentamiento global, el efecto invernadero o el agotamiento de la capa de ozono.

En cualquier caso, todo apuntaba a que, durante 1994, ese tal Hensleigh había estado trabajando en una estación de investigación en la Antártida recogiendo muestras de núcleos de hielo.

El nombre de esa estación de investigación era Wilkes. Estación polar Wilkes.

Y su emplazamiento: latitud menos 66,5 grados, longitud 115 grados, 20 minutos y 12 segundos este.

En ese momento, la encargada regresó y Alison alzó la vista del libro.

—No está aquí —dijo la encargada negando con la cabeza.

—¿Cómo?

—Lo he comprobado tres veces —dijo la encargada—. No está en su estantería.
Estudio preliminar
, por C. M. Waitzkin. 1978. No está.

Alison frunció el ceño. No se esperaba que algo así fuera a ocurrir.

La encargada, cuya plaquita de identificación decía que se llamaba Cindy, se encogió de hombros.

—No lo entiendo. Ha… desaparecido.

Alison sintió un repentino entusiasmo cuando algo se le pasó por la cabeza.

—Si no está aquí, ¿significa eso que hay alguien que lo está leyendo en este momento? —preguntó.

Cindy negó con la cabeza.

—No, el ordenador dice que el último préstamo tuvo lugar en noviembre de 1979.

—Noviembre de 1979 —dijo Alison.

—Extraño, ¿verdad? —Cindy parecía tener unos veinte años. Sin duda era una estudiante universitaria—. Le he escrito el nombre de la persona que lo pidió prestado por si le interesa. Aquí lo tiene.

Le pasó a Alison un papel.

Era una fotocopia de la solicitud del préstamo, similar a la que Alison había rellenado para pedir el estudio preliminar. La Biblioteca del Congreso guardaba todas las solicitudes en un archivo, probablemente para situaciones como aquella.

En la solicitud de préstamo, en la casilla que ponía «Nombre de la persona que solicita el préstamo» estaba escrito un nombre: «O. Niemeyer».

—Resulta que —dijo Cindy— al tipo este debió de gustarle tanto que se fue con él. En aquella época los libros no tenían etiquetas magnéticas, por lo que probablemente saliera con él sin que los de seguridad se percataran.

Alison la ignoró.

Siguió allí, embelesada por la solicitud de préstamo que tenía en la mano, por la prueba que durante veinte años había estado en un archivador en las entrañas de la Biblioteca del Congreso, esperando a que ese día llegara.

Los ojos de Alison brillaron al contemplar las palabras: «O. Niemeyer».

El general de brigada Trevor Barnaby recorrió la cubierta del nivel E de la estación polar Wilkes. Llevaban poco más de una hora con el control de la estación polar Wilkes y se sentía seguro de sí mismo.

Solo hacía veinte minutos había enviado a un equipo de buzos perfectamente armados a que descendieran en la campana de inmersión. Pero tardarían al menos noventa minutos en llegar a la caverna subterránea. El cable de la campana de inmersión seguía sumergiéndose en el tanque de la base de la estación polar Wilkes.

Barnaby también se había puesto un traje de buceo térmico de color negro. Tenía planeado bajar a la caverna subterránea con el segundo equipo para ver con sus propios ojos lo que realmente había allí abajo.

—Bueno, bueno —dijo Barnaby cuando vio a Serpiente y a los dos científicos franceses esposados al poste—. ¿Qué tenemos aquí? Vaya, ¿no es el sargento Kaplan?

Por la expresión de su rostro, Serpiente pareció sorprenderse de que Barnaby supiera quién era.

—Sargento de artillería Scott Michael Kaplan —dijo Barnaby—. Nacido en Dallas, en 1953. Alistado en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos a la edad de dieciocho años, en 1971; experto en armas pequeñas; experto en combates cuerpo a cuerpo; francotirador. Y, desde 1992, la Inteligencia británica sospecha de su pertenencia a una agencia espía estadounidense conocida como el Grupo Convergente de Inteligencia.

»Perdone, ¿cómo lo llaman? Serpiente, ¿verdad? Dígame, Serpiente, ¿esto le ocurre a menudo? ¿Su oficial al mando suele esposarle a los postes, dejándolo a merced del enemigo?

Serpiente no respondió.

Barnaby dijo:

—Me cuesta creer que Shane Schofield sea el tipo de jefe que esposa a los leales miembros de su pelotón. Lo que significa que tiene que haber otra razón por la que lo ha dejado aquí esposado,
n'est-ce pas
?—Barnaby sonrió—. ¿Qué razón podría ser esa?

Serpiente siguió sin responder. De vez en cuando sus ojos se posaban en el cable de la campana de inmersión sumergido en el tanque, detrás de Barnaby.

Barnaby, a continuación, centró su atención en los dos científicos franceses.

—¿Y ustedes son…? —preguntó.

Luc Champion le espetó indignado:

—Somos científicos franceses de la estación de investigación Dumont d'Urville. Las fuerzas estadounidenses nos han retenido aquí en contra de nuestra voluntad. Exigimos que se nos libere de acuerdo con la legislación inter…

—Señor Nero —dijo Barnaby con rotundidad.

Un hombre gigantesco dio un paso adelante y se colocó junto a Barnaby. Medía al menos un metro noventa y ocho, tenía las espaldas anchas y unos ojos impasibles. Una cicatriz le recorría la comisura del labio hasta la barbilla.

Barnaby dijo:

—Señor Nero, si es tan amable.

En ese momento, el gigante llamado Nero levantó con una tranquilidad pasmosa su pistola y disparó a quemarropa a Champion.

La cabeza de Champion estalló en mil pedazos. Su sangre y sesos salpicaron un lado del rostro de Serpiente.

Henri Rae, el otro científico, comenzó a gimotear.

Barnaby se volvió hacia él.

—¿Usted también es francés?

Rae comenzó a sollozar.

Barnaby dijo:

—Señor Nero.

Rae lo vio acercarse y gritó justo cuando Nero lo apuntó con su arma y, un instante después, el otro lado del rostro de Serpiente se vio también salpicado de sangre.

En la completa oscuridad del hueco en la base del foso del montacargas, Madre se despertó de un brinco por el sonido de los disparos.

Maldición
, pensó. Debía de haber perdido de nuevo el conocimiento.

Tengo que permanecer despierta,
pensó
.

Tengo que permanecer despierta…

Madre miró la bolsa de plástico de fluidos que había llevado consigo. Estaba conectada por un tubo a una vía intravenosa que tenía puesta en el brazo.

La bolsa de fluidos estaba vacía.

Se había vaciado hacía veinte minutos.

Madre comenzó a tiritar. Tenía frío. Estaba débil. Los párpados comenzaron a cerrársele.

Se mordió la lengua, intentando obligarse a que sus ojos permanecieran abiertos por el dolor.

Las primeras veces funcionó. Luego dejó de hacer efecto.

Sola, en la base del foso del montacargas, Madre cayó en la inconsciencia.

En el nivel E, Trevor Barnaby dio un paso al frente y entrecerró los ojos.

—Sargento Kaplan. Serpiente. Ha sido un chico malo, ¿no es cierto?

Serpiente no dijo nada.

—¿Es del
GCI
, Serpiente? ¿Un chaquetero? ¿Un traidor a su propia unidad? ¿Qué es lo que hizo, se descubrió demasiado pronto? ¿Comenzó a matar a sus propios hombres antes de saber que la estación estaba asegurada? Supongo que a Espantapájaros no le gustó demasiado cuando lo descubrió. ¿Es por ello que lo esposó a un poste y lo dejó aquí para mí?

Serpiente tragó saliva.

Barnaby lo miró con frialdad.

—Yo habría hecho lo mismo.

En ese momento, un joven cabo de las
SAS
apareció tras Barnaby.

—Señor.

—Sí, cabo.

—Señor, las cargas están siendo colocadas alrededor del perímetro.

—¿Alcance?

—Cuatrocientos cincuenta metros, señor. En un arco, tal como ordenó.

—Bien —dijo Barnaby. Tan pronto como llegaron a Wilkes, Barnaby había ordenado colocar dieciocho cargas de tritonal dispuestas en un semicírculo en la parte de la estación que daba a la extensión continental. Tenían un propósito especial. Muy especial.

Barnaby dijo:

—Cabo, ¿cuánto tiempo cree que llevará colocar las cargas?

—Teniendo en cuenta las perforaciones, señor, yo diría que otra hora.

—Bien —dijo Barnaby—. Cuando estén colocadas, tráigame el dispositivo de detonación.

—Sí, señor —dijo el cabo—. Oh, señor, otra cosa.

—Sí.

—Señor, los prisioneros que cayeron del aerodeslizador estadounidense acaban de llegar. ¿Qué hacemos con ellos?

Barnaby ya había sido informado por radio del soldado y la niña que habían caído de uno de los aerodeslizadores que intentaban escapar y que habían sido recogidos por sus hombres.

—Lleven a la niña a su habitación. Manténganla ahí —dijo Barnaby—. Tráiganme al marine.

Libby Gant se encontraba en un rincón oscuro de la caverna subterránea, sola. El haz de luz de su linterna iluminaba una fisura pequeña, horizontal, en la pared de hielo.

La fisura se encontraba al nivel del suelo, en el punto en el que la pared se unía con este. Medía algo más de medio metro de alto y se extendía ciento ochenta centímetros en horizontal.

Gant se puso a gatas y escudriñó la fisura horizontal. No vio nada salvo oscuridad. Sin embargo, parecía haber un espacio vacío allí…

—¡Eh!

Gant se volvió.

Vio a Sarah Hensleigh bajo la nave espacial, al otro lado de la caverna, tras la charca, moviendo los brazos.

—¡Eh! —gritó Hensleigh entusiasmada—. Venga a echar un vistazo a esto.

Gant se dirigió hacia la enorme y negra nave espacial. Montana ya estaba allí cuando llegó.
Santa
Cruz estaba vigilando la charca.

—¿Qué le parece? —Hensleigh señaló a algo situado en el vientre de la nave.

Gant lo vio y frunció el ceño. Parecía una especie de teclado numérico.

Doce teclas, dispuestas en tres columnas, cuatro teclas por columna, y algo parecido a una pantalla situado justo encima.

Pero había algo muy extraño en ese «teclado numérico».

Ninguna de las teclas tenía símbolos o números.

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