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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (52 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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—Hola, Cloe. Vamos a empezar en seguida. Dentro de una hora tengo reunión de departamento.

—De acuerdo —dijo la becaria arrastrando una silla y sentándose junto a ella y frente a la pantalla del ordenador.

Olga mandó el mensaje al galés y luego entró en los archivos de Word. Pinchó la carpeta inflig.feb98.

Estaban redactando el informe final de la campaña en el mar de Ligur. Olga quería que Cloe se familiarizara con esos papeles, cuyo interés no era sólo administrativo —justificar ante la Unión Europea la subvención del proyecto—, sino también científico, ya que les permitían ordenarse las ideas y racionalizar todos los pasos efectuados y, además, constituían un material previo excelente para preparar la presentación de sus conclusiones en el
workshop
de julio.

—Bien, bien, bien, vas a ver qué alumna tan aventajada tienes —dijo Cloe con su jovialidad habitual. Y, luego, engolando la voz, continuó, como si recitase una lección magistral—: La estructura del informe se basaba en cinco puntos. A saber: introducción, metodología, resultados, conclusiones y propuesta de nuevos proyectos a partir de los resultados obtenidos en éste.

—Exacto —respondió Olga, sonriendo afectuosamente—. Continuemos, pues, con los resultados, que era en lo que trabajábamos ayer.

Durante más de una hora estuvieron enfrascadas en la redacción del documento y en el transporte de figuras dentro del mismo, hasta que el timbre del teléfono interior las interrumpió.

—Olga, te estamos esperando —dijo Marina.

—¡Ah! Lo siento. Se me ha pasado la hora por completo.

Colgó el teléfono y, mientras cogía la libreta de las reuniones, preguntó a Cloe:

—¿Tienes trabajo todavía en el laboratorio?

Cloe unió las puntas de los dedos de su mano derecha y las abrió y cerró varias veces en un gesto muy expresivo.

—¡Montones! —exclamó.

—Bueno, pues anda, vete para allí y esta tarde o mañana seguimos.

—¿Te importa si continuamos mañana? Lo digo porque voy a meterme en un trabajo que debo terminar por narices.

—De acuerdo. Mañana, pues. A primera hora.

Olga entró en el despacho de Marina.

—Perdonad. Me he despistado.

—No importa —respondió Silvia—. Así nos ha dado tiempo a tomarnos con calma el café, ¿verdad?

Marina le entregó un papel a Olga, quien, después de leerlo, frunció el ceño. ¡Uf! Le encantaría saber qué estaba haciendo ella en esa reunión. Ninguno de los puntos a tratar eran de su interés. Hubiesen podido prescindir de su presencia sin dificultad. Olga pensó que, una vez más, Marina había ido más allá de lo estrictamente necesario. ¡Ay, ese celo profesional superlativo...! En fin, pese a no considerar ninguno de los tres puntos de su incumbencia, aguantaría estoicamente hasta el fin para no irritar a Marina, que tenía de nuevo la susceptibilidad a flor de piel, tal vez porque la respuesta del
Journal of Science
a sus modificaciones se hacía esperar.

Marina había empezado ya a introducir el primer punto, y Silvia y Miguel seguían sus explicaciones. Olga fingió hacerlo; sin embargo, detuvo su atención en los cabellos negros, rizados y algo alborotados de la jefa de departamento. Marina resultaba una mezcla curiosa, empezando por su aspecto y acabando por su forma de ser. Vestía, calzaba y se peinaba como si en lugar de tener cincuenta y pocos años tuviera setenta. Largas faldas plisadas, blusas que se cerraban con un lazo en el cuello, anticuados vestidos de punto, zapatos salón de tacón bajo... Hubiera podido pasar por una monja vestida de seglar. Y, sin embargo, su aire mojigato no era devoción o gazmoñería sino espartano sentido de la sobriedad y la naturalidad. Precisamente, nada tenía de pánfila o beatorra. Era una mujer de cuerpo fibroso, largas piernas, finos dedos, mandíbula marcada y pómulos salidos. Una mujer que se movía con gestos rápidos y un poco bruscos. Esa forma de moverse, algo hombruna hasta cierto punto, no guardaba relación con su forma de ser, bastante tierna, incluso maternal y, desde luego, anacrónica y absurdamente romántica. De modo que resultaba una extraña combinación de Dustin Hoffman en
Tootsie
, Michelle Pfeiffer enloqueciendo de amor en
Las amistades peligrosas
y Vivien Leigh, con voz de ordeno y mando, en
Lo que el viento se llevó
.

Al terminar, Marina cedió la palabra a Silvia. Olga seguía con curiosidad fascinada la maleza que el rotulador de Marina iba trazando sobre el folio. Como siempre: cruces, flechas, estrellas, lunas... Olga se preguntó si también en esta ocasión las iniciales J.L.M. acabarían emborronando el papel y si las dibujaba de modo consciente o no. John L. Mooney. Ése era el significado de las tres iniciales o, por lo menos, de dos de ellas, ya que la L., incluso para su jefa, carecía de sentido.

Marina conoció a John en Estados Unidos. Cuando al terminar la tesis se fue a la Universidad de Seattle, ese biólogo, casi diez años mayor que ella y especializado en cetáceos, fue, a su llegada, el principal apoyo de Marina. La ayudó a conseguir una habitación en el campus universitario y propició su entrada en uno de los equipos de trabajo. Aunque a lo largo de ese primer año no se vieron más de diez veces, Marina se enamoró de él. Bien es verdad que se enamoró de forma platónica, puesto que ésa era su forma de pasión ideal. Poder quintaesenciar el objeto de su amor, sentirlo puro, carente de apetitos carnales, mantenerse en una relación inocente para evitar la tentación de suponerle miserias reflejo de las propias... Vamos, que a Marina, y en palabras suyas, le parecía perfecto ese amor virtual en el que permanecía sumida desde hacía ya veinticinco años o más. Aunque le confesó, en la ya lejana tarde de confidencias, que sí hubo una breve noche en que la realidad sustituyó a la fantasía. Marina estaba invitada a una cena en casa del profesor; no recordaba que John le hubiese contado el motivo. Había otros profesores y colaboradores de la universidad. Marina, que llevaba más de un año viviendo en Seattle y estaba muy bien integrada en su comunidad, había aceptado ir a la fiesta. La cena, una barbacoa en el jardín de John, resultó una excusa para que él presentase a su prometida, una joven canadiense con la que se iba a casar al cabo de quince días. Marina, a pesar de sentirse rota en varios pedazos después de la noticia, brindó con calor por los novios. Pero ¡qué expresión debió de reflejarse en sus ojos, en su boca, en su gesto!, que John percibió su turbación. Y, fuera por piedad y por hacerle más llevadera la noticia o por sacar partido de las circunstancias o quizás sin ninguna premeditación ni alevosía —aunque sí con nocturnidad—, John se ofreció a llevarla en su coche a la residencia del campus, al término de la cena. Y, allí mismo, en el asiento trasero de su Ford, la abrazó, la besó, la acarició y la amó. Ésa fue la primera y única experiencia sexual de Marina. Con John, porque dos semanas más tarde se casaba con la canadiense y, si bien es verdad que haber pasado por el registro civil no es impedimento para la infidelidad, lo cierto fue que él nunca más volvió a mencionar el ¿incidente? en el asiento trasero del Ford. También con respecto a otros posibles amantes, porque Marina permaneció ya para siempre vinculada emocionalmente —colgada hubieran dicho Édgar o María— a ese gran amor. Porque, pese a que Olga desconociera la magnitud de la pasión de Marina en aquella época, sí sabía hasta qué punto se había convertido actualmente en un sentimiento desbordante, núcleo de su vida afectiva. Tampoco era extraño, ya que Marina —según le había contado— había organizado el recuerdo de John de manera concienzuda. Le había construido un altar, como hubiera podido decir Susana de haber conocido la historia. Un altar en el que las pocas «prendas de amor» que él le había entregado —aunque hubiese sido sin ninguna pretensión amorosa—, o que ella había podido conseguir, eran regularmente veneradas por Marina. La carta que le había mandado a España cuando, al finalizar la tesis, él la invitó a Seattle, la foto de J.L.M. —o mejor, de lo que fue J.L.M, porque Olga estaba segura de que, pasados veinticinco años, John ya no era John—, un botón de la camisa que a él se le descosió en el asiento trasero del Ford y que Marina guardó, los tíquets de una excursión en hidroavión, hecha a la semana de haberse instalado en la ciudad norteamericana para sobrevolar la costa y ver a las orcas... En fin, todo un monumento a la perpetuación del recuerdo.

El caso era que Marina no se sentía nada frustrada por ese amor imaginario, sino todo lo contrario: era feliz con él. Además, tenía una ventaja incalculable sobre otros amores posibles —al margen, claro está, de su eterna pureza—: le dejaba todo el tiempo libre para dedicarse con intensidad salvaje a su trabajo de científica. ¡Qué desperdicio de vida!, hubiera exclamado Susana de haberse enterado. Cómo podía seguir pensando Marina en términos de inocencia después de haber pasado por el asiento trasero del Ford, era algo que a Olga le resultaba difícil de entender, aunque lo cierto era que Marina había convertido aquella relación sexual, sin más —por lo menos en lo que a él se refería—, en su muy particular revelación.

—¡Olga!

—¡Perdona! ¿Decías...?

—Te estaba preguntando tu opinión sobre lo que discutíamos.

¿Y cuál era la discusión?

—Lo siento. Estaba distraída.

—Eso parece. Bueno, vamos a dejarlo, porque ya es la una y Miguel tiene que irse, ¿o no?

Se pusieron de pie. Cuando estaban ya en la puerta, Marina retuvo a Olga, la invitó a sentarse de nuevo y esperó a que los dos compañeros hubieran salido para abordarla.

—Olga, ¿qué te pasa?

—¿Qué me pasa...? Nada. Qué me va a pasar.

—No sé qué es, por eso te lo pregunto. Pero que algo te ocurre es evidente.

—¿Lo dices por los despistes de hoy?

—No. Aunque eres una profesional muy responsable, no es la primera vez que te evades de una reunión y te pierdes en tus propios problemas. No. Lo digo por lo que ocurre desde hace... No sabría decir cuándo empezó. El caso es que, en mi opinión, estás algo baja de pilas. ¿Deprimida, tal vez?

¿Deprimida? Ni hablar, ella no estaba deprimida...

—¡Qué cosas tienes, Marina! No lo estoy, en absoluto.

—Oye, que una depresión no es un descrédito. Por lo menos no mayor que una cardiopatía o una apendicitis. Verás... —Marina se levantó y sacó del armario su bolso. Lo abrió para coger un espejito de mano, que entregó a su compañera—. Mírate.

Olga lo hizo.

—¿Y?

—¿Qué ves?

—Mi pelo, relativamente corto, ondulado, unos labios algo grandes, algunas patas de gallo...

—Ya basta, Olga. Conozco tu cara. No hace falta que me la describas. Háblame de tu expresión.

—¿Mi expresión?

—Sí, tu expresión. O no. Mejor, tu falta de expresión.

—No te entiendo.

—Olga, llevas mucho tiempo sin sonreír, sin reírte. Tu cara parece una máscara de tragedia griega. Siempre fijada en el mismo rictus...

—¿Amargo?

—No. Inexpresivo. Estás como si te hubieran borrado cualquier gesto que denotase algún estado de ánimo. Pareces, pareces... hipnotizada.

Olga se contempló en el espejo nuevamente. Marina tenía razón. Llevaba tiempo como si hubiese olvidado para que servían algunos músculos de su rostro. Su cara no traslucía ni la más pequeña emoción. Tampoco serenidad. Era una cara vacía, inmóvil.

—Además —insistió Marina—, estás siempre cansada. Bostezas continuamente y, en ocasiones, hasta dormitas. Sin ir más lejos, en la reunión del martes pasado, cuando Miguel nos expuso los resultados de sus gestiones con los de Statoil. Cierto que acabábamos de comer y que el plato de paella invitaba al amodorramiento, pero no sería precisamente a ti, que casi no lo probaste. Y ahí está la siguiente evidencia. Nunca has sido una mujer gruesa. Ni tan siquiera de complexión media, pero ahora mismo estás más delgada, mucho más de lo que sueles estar.

—Sí, lo sé. Perdí kilos durante la campaña.

—No. No se trata de que adelgazaras en el
Hespérides
. Conozco bien tu facilidad para perder peso y estoy acostumbrada a que regreses más delgada de las campañas. Sólo que, normalmente, en unas semanas o unos meses te sitúas otra vez en el punto de partida. Esta vez, no sólo no has regresado a él, sino que te has seguido alejando.

Monegal, hija, si Marina lleva razón, ¿por qué no se la concedes? Bueno, de acuerdo, bien que había dado en el clavo en una serie de cosas, pero de ahí a estar deprimida...

—Es cierto, Marina, estoy más delgada, más cansada, más inexpresiva...

—Más desinteresada... Porque, no sé si te habrás dado cuenta de que andas desvinculada de la vida del departamento, del instituto...

—Sí, es verdad, pero no creo que sean indicadores de una depresión...

—No, tienes razón. No lo son necesariamente, pero, en tu caso, cuando vas bostezando desde la mañana hasta el atardecer, cuando empiezas a tener más despistes de lo normal en ti, cuando adelgazas... Cuando todo eso ocurre, significa que estás en una época de problemas. —Marina vio que Olga estaba a punto de protestar e hizo un gesto rápido con las manos para poder terminar la explicación—. Hace muchos años que nos conocemos, muchos años que trabajamos juntas y que somos amigas. Sé muy bien de qué modo te afecta el estrés.

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