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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (45 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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Sólo veía la curva de sus brazos, fuerte y bien dibujada, y esa espalda tan ancha de hombro a hombro, que luego se iba estrechando hasta llegar a la cintura. ¡Lo que eran las cosas! El cuerpo de Manolo no le daba ni frío ni calor. No lo podía creer. Era la primera vez en tantos años que podía mirarlo sin estremecerse ni un poquito, como si, de pronto, no sólo él se hubiese apartado de su lado, sino también ella hubiese empezado a alejarse.

Entonces una idea, como si fuera el tapón de una botella de champán que saliese disparado, le pasó por la cabeza. Así: ¡pam! No lo pensó dos veces, se lo dijo a Manolo tal cual, porque lo mejor era no pararse a darle muchas vueltas. Si no, igual, luego, no tenía valor para preguntar.

—Oye, ¿tú te entiendes con otra?

Tal vez se le había ocurrido por tener una excusa para echarse atrás con el Delirio. ¡Que estaba muertecita de miedo...! Sólo que Manolo hubiera hecho un gesto, Mari Loli habría encontrado la forma de zafarse del representante de pastas.

Manolo, sin ponerse en pie, volvió el torso, el cuello y la cabeza. La miró brevemente, con los ojos cargados de sueño.

—¿Así estás a las cuatro de la mañana? —Su voz sonaba con un aburrimiento que le helaba el corazón a una, si no fuera porque, sintiéndose alejada de Manolo, también se sentía a salvo de su frialdad. Como si le hubieran envuelto el alma en papel de aluminio, y el tono glacial de él no pudiera traspasar la protección.

Lo había soltado sin mirarla porque había recuperado la posición del principio y andaba contemplando de nuevo la pared.

—Vale... sí, a las cuatro de la mañana. Cuando se me ha ocurrido decírtelo.

Manolo se levantó. Sólo llevaba puestos los calzoncillos nuevos que, tan sólo tres meses antes, tanto le habían gustado a ella. Ahora ya no le parecían nada del otro mundo. De espaldas a Mari Loli, Manolo bostezó sonoramente y se desperezó.

¿Qué pasaba? Porque una cosa era su voz de pesadasonlastías, y otra era quedarse mudo. ¿Ni siquiera iba a contestar?

Mari Loli decidió volver a la carga. Por lo menos que no la tratase como a un mueble, que le dijera algo, ¿o no?

—Bueno, ¿qué? ¿Tienes una novia?

Manolo se dio la vuelta. Llevaba los rizos de la frente aún enmarañados de aplastarse sobre la almohada. Se pegó un manotazo para echarlos atrás. Entonces ella vio con claridad sus ojos, estrechos, finos, prietos, como si fueran sólo una rayita, señal de una rabia tremenda.

—¡Vale, ya, vale, ya! Que no me toques los huevos tan temprano. ¡Cómo podéis ser tan pejigueras las tías...! Esto no hay quien lo aguante. ¿Te das cuenta del día que me espera? ¿Te das cuenta de los kilómetros que voy a hacer al volante de un camión de gran tonelaje? Te habrás creído que mi trabajo es tan cómodo como el tuyo, ¿no? Sentadita en la caja, sin cansarte, tan ricamente... Pues entérate, ¡joder!, el mío es muy duro. Sólo me faltas tú y tus monsergas... Ya te dije que eran imaginaciones tuyas. Y no lo quiero tener que repetir. ¿Estamos?

Había ido subiendo el tono de voz. Al final casi gritaba, y el «estamos» fue un berrido que atrajo a Escáner
de inmediato.

La perra metió la cabeza por el hueco de la puerta a medio cerrar. De sopetón, Manolo la abrió por completo para salir hacia el baño y casi se lleva al chucho por delante.

Mari Loli suspiró. Aclarar no había aclarado nada y, en cambio, se había ganado un rapapolvo a horas tan tempranas. Pues, nada, saldría con el Delirio aquella noche... Faltaría más. Si una tenía un marido borde, ¿por qué no iba a buscarse una compensación por ahí? Eso haría.

—Lárgate —le dijo a la perra, que pretendía subirse a la cama y meterse en el hueco caliente dejado por el cuerpo de Manolo.

Escáner salió de la habitación lanzando gruñidos poco convencidos.

Manolo regresó con una toalla anudada a la cintura.

—¿Sabes?

—Mmmm. —Manolo andaba sacando unas cuantas mudas del cajón.

—Hace mucho que no te limpio el camión. Cuando vuelvas, lo haré.

Manolo la miró con aire ausente.

—Bueno, si quieres...

Claro que quería. Se le había ocurrido sobre la marcha. Estaba visto que a aquellas horas de la mañana su cerebro funcionaba a todo gas. ¡Venga a que le pasaran ideas por la cabeza!

—... pero tendrás que esperar unos días. Hasta que esté de vuelta.

Esperaría. No importaba. A ver si en la cabina del camión iba a encontrar algo que le diera una pista.

Pasó el día como una zombi. Se sentía tan extraña... Como habitada por dos marilolis distintas, cada una echando a correr en sentido contrario. Así se sentía ella. Excitada y helada, todo a un tiempo. Por un lado, contenta y burbujeante de pensar que iba a salir por la noche agarrada al brazo del Delirio, y bien empleado iba a estarle al broncas de su marido. Por otro lado, algo triste y muy ansiosa de saber que por primera vez iría por ahí con alguien distinto a Manolo.

Además, alguna de las veces que Florita la observó con cara de desconcierto, se sintió incómoda también por lo que su compañera pudiera pensar si llegaba enterarse. Fijo que la ponía a escurrir. Con la manía que Florita le profesaba al Delirio... Luego, cuando ya se iba para casa, al pasar por delante de la carnicería, se sintió avergonzada. Tampoco Luis aprobaría aquella cita con un tipo tan grosero, lleno de aspavientos y con unas manos de pulpo. Bueno, ¿y a ella qué le importaba la opinión de Manolo o la de Florita o la de Luis?

Mari Loli apretó el paso, como huyendo de la congoja, para quedarse en las risas y el olor del Delirio, pero no llegó muy lejos. Antes de entrar en la estación del metro, la inquietud la había alcanzado de nuevo.

Por la noche, después de meter a Anabelén en la cama, el malestar había crecido por encima de sus ganas de divertirse, como esas olas gigantescas, capaces de barrer una playa entera. Lo notaba desde el vientre, en forma de retortijones, hasta la garganta, donde la atenazaba con fuerza.

—¿Te encuentras mal, mama? —preguntó María con ojos sorprendidos viéndola sujetarse el vientre.

—No, hija, no. No es nada. Voy a arreglarme —le dijo a María, y la dejó sola cenando de pie en la cocina.

Manu ni siquiera había aparecido. Como sabía que su padre no iba a estar, hacía lo que le daba la realísima gana, aún más de lo habitual.

Después de ducharse y de lavarse el pelo, fue a su habitación y abrió la puerta del armario. ¿Qué se ponía? Llevaba todo el día dándole vueltas y no se había decidido. ¿Falda o pantalón? Mujer, la falda era más fina y le sentaba mejor a una. Aunque el pantalón era más moderno, ¿o no? Todo dependía del lugar al que la llevara el Delirio. ¿A cenar? ¿A bailar? ¿A un espectáculo? ¿Sería un sitio empingorotado? Bueno, fuera lo que fuera, esperaba que les dieran algo de comer porque, pese a los retortijones, ella empezaba a notar el hambre.

De las dos faldas que tenía, la negra le pareció que no estaba mal: le sentaba bien, era bastante nueva y el color era fino. Se la puso. Encima, una blusa rosa, finita y muy muy brillante. Unos pantis negros que había comprado en el súper esa misma tarde. Zapatos no tenía más que dos pares: los mocasines pelados que usaba casi cada día cuando no se calzaba las zapatillas deportivas y los de tacón de aguja para cuando quería arreglarse. Cogió los de tacón.

Entró en el baño, de nuevo, para secarse el pelo, a ver si conseguía dejarlo un poco airoso, como cuando se lo peinaba Estrella, aunque, desde luego, ella no se daba la misma maña. Mientras estaba con el ruido del secador, apareció María.

—Al teléfono, mama.

—¿Quién es?

—Angelines.

¡Así se muriera, joder!

—Dile que no me puedo poner, que la llamaré mañana.

María cerró la puerta tras ella.

Iba a maquillarse un poco, tal como la enseñó la dependienta de La Perfumería del centro comercial. Luego, para rematar el recauchutado, se roció con un poco de Broduai. ¡Oh! Aquel olor a nardos resucitaba a una muerta. Se sentía pimpante y dispuesta, capaz de hacerle frente a la vida y al Delirio. Suerte de Luis. ¡Qué majo y atento era!

Fue a contemplarse en la luna de su armario. Por delante. Por detrás, torciendo el cuello para alcanzar a verse. Se acercó algo más a la luna, se atusó el flequillo, se sonrió y se guiñó un ojo.

Al salir de la habitación, María la interceptó en el pasillo:

—Dice Angelines que no se te olvide llamarla. Que todavía está esperando que le devuelvas la llamada de la semana pasada, la del día de tu cumpleaños.

—Vale, reina.

¡Pues, que fuera esperando...!

Cogió la chaqueta de angorina del recibidor, se colgó el bolso al hombro, le dio un beso a María y fue recitándole recomendaciones:

—... y, ya sabes, si llama el papa, le dices que no me puedo poner, que me dolía muchísimo la cabeza y que me he ido a dormir. Aunque, no creo que llame.

—No te preocupes, mama. Que lo pases bien.

Pobre cría, qué majísima era. Y cuánto sentía involucrarla en aquella mentira. Vaya, esperaba que Manolo no tuviera la ocurrencia de llamar.

Anduvo unos cinco minutos hasta llegar a la avenida principal. Le había dicho a Toni que la recogiera allí porque no quería que lo hiciera en su portal, donde todos los vecinos podían verla. O Manu, si estaba dando vueltas por el barrio. A ver si luego le iría con la historia a su padre...

Buscó la furgoneta de pastas El Conejo y no la vio. ¡Ay! ¿Y si todo había sido una broma del Delirio? Tal vez no tenía la menor intención de llevarla a cenar, y ella, que se había arreglado con tantas ganas, acabaría bailando a solas con una farola. Iba a esperar, ¿no? Pasaban sólo cinco minutos de la hora. Tampoco eran tantos... Cualquiera podía tener un retraso. No la iba a dejar tirada como una colilla... ¿O sí? ¿Quién le decía a ella que el Delirio era un tipo fiable, un hombre que cumplía sus promesas? Desde luego, Florita no lo hubiera dicho nunca jamás. Al revés. A ver la hora... Siete minutos. Pasaban siete minutos. Aún podía esperar un poquitín más, ¿verdad? ¡Oh! Se sentía absurda. ¿Por qué habría aceptado una cita con él? ¿Y si había hecho la propuesta sólo por bromear? No. Ella estaba casi segura de que fue dicho con toda seriedad. Y diez. Iba a esperar un minuto más. Y basta.

Esperó todavía cinco más y, entonces, un coche blanco frenó delante de ella. Mari Loli, asustada, retrocedió. El conductor del coche blanco se apoyó en el asiento del acompañante y abrió la portezuela:

—Mari Loli, soy yo.

¡Huy!, nunca lo hubiera reconocido sin la furgoneta de todos los días. Podía haberla avisado...

Mari Loli se subió al coche con el corazón latiéndole desesperadamente. Ahora que él había aparecido, ella ya no estaba tan segura de que fuera lo mejor.

—Hola, nena —dijo el Delirio, acercándose para darle un beso.

Mari Loli olió el aftercheif de resina. ¡Qué bien!

—En marcha —dijo el Delirio.

—¿Adónde me llevas?

—Ya lo verás, nena. Tú déjame a mí, que no te arrepentirás.

Pues claro que se ponía en sus manos. A esas alturas... Sólo pedía, a quien se entretuviera en escuchar los ruegos de las personas, que fueran a comer algo antes de ir a bailar, porque, ahora sí, Mari Loli se caía de hambre.

Pronto salieron de la ciudad y enfilaron la autopista.

—¿Vamos a algún restaurante fuera de Barcelona?

—¿A un restaurante? —dijo el Delirio con voz perpleja—. ¿Y qué haríamos en un restaurante?

Las tripas de Mari Loli se quejaron suavemente. ¡Jesús!, y por lo visto aún les quedaba un buen trecho para saciarse. ¿Adónde se dirigían, pues? ¿Adónde la llevaba? Sintió que la mano de él, ¡chas!, como una ventosa se pegaba a su rodilla. Se movió, inquieta, en su asiento. Trató de ignorar la ventosa de su rodilla, trató de ignorar la rodilla, trató de ignorar al Delirio...

—No, nena, te llevo a un sitio que yo me sé, muy chachi.

¿Qué significaba muy chachi para el Delirio? ¿Y la mano del Delirio subiendo por su muslo? Bueno, estaba claro que el sitio chachi y la mano subiendo por su muslo querían decir lo mismo. Desde luego, una era tonta y tonta rematada. Todavía le alcanzó la voz para protestar débilmente:

—Yo no he cenado.

—¡Mecachis! ¿Cómo se te ha ocurrido salir de casa sin cenar? —El Delirio se detuvo; pareció entender—. ¡Ah, ya! Habías pensado que primero tomaríamos algo, ¿no?

¿Primero? Antes del revolcón. Era eso, ¿verdad?

El Delirio abrió la guantera y metió en ella la mano.

—Toma —le dijo.

Le dio un paquete de chocolatinas. Menos era nada. Mari Loli fue desenvolviendo y tragando, una tras otra, las piezas de chocolate, mientras se preguntaba qué era lo que sentía y si quería o no quería echar un polvo con el Delirio. ¿Y por qué no? Estrella y Florita siempre insistiendo en que se lo montase con alguien, que un kiki lo arregla todo, que dejase de empeñarse en Manolo puesto que el mundo estaba podrido de tíos... Y ella, tantísimo tiempo sin un revolcón... Además, el Delirio era amable y olía a aftercheif de resina. Se metió una chocolatina en la boca. ¿Cómo sería con él? ¿Qué le diría? ¿De qué forma la acariciaría? Porque mirarla, la miraba con ganas, eso seguro... Aunque ella no estaba segura de ser capaz de hacerlo. Con lo mucho que siempre le había gustado Manolo... ¡Y desnudarse ante un extraño...! ¡Uf!, con el cuerpo que a una se le había puesto. Porque, claro, no era lo mismo ahora que a los veinte años. Bueno, bien mirado, tampoco el Delirio era un chaval. ¿Y dónde sería? ¿En un hotel, en una casa de citas, en casa de un amigo...? Tal vez era propietario de una de esas caravanas para ir de camping con la familia. Ése podría ser un buen sitio, ¿o no?

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