Read Anoche soñé contigo Online
Authors: Gemma Lienas
Mari Loli suspiró y bebió unos sorbitos de café con leche. Quedaba ya tan lejos la banda blanca con letras azules... ¡Ay!, se dijo Mari Loli, recordando ese viaje a AlmerÃa. Arrullada por el ruido del motor y aprovechando que Manolo iba concentrado en la conducción, lo habÃa contemplado a sus anchas. ¡Caray, qué pinta de chaval seguÃa teniendo! La piel aún tersa. Los ojos negros, fijos ahora en el asfalto, no habÃan perdido ni una pizca de su brillo. ¡Cuánto le habÃan gustado siempre sus ojos! Cuando él la miraba con esos ojazos, a Mari Loli se le fundÃan los plomos. Y el pelo, ensortijado y negro. La primera vez que lo tocó fue en aquella sala de fiestas poco iluminada. Manolo le habÃa puesto una mano sobre el pecho. Ella se la puso en el pelo; no se atrevió a más. ¡Qué suave! Si parecÃa de seda... ¿SeguirÃa todavÃa con aquella finura? CuantÃsimo tiempo sin acariciarlo...
Cuando Manolo habÃa anunciado que iba siendo hora de pensar en la cena, ella habÃa tenido un sobresalto. ¡Anda! Las nueve y cuarto.¡Menuda plusmarca: seis horas conduciendo y sólo se habÃan dicho dos frases! HabÃa sido al pasar por delante de algo parecido a una sala de fiestas, cerca del área de servicio donde a menudo Manolo paraba a dormir. Ella habÃa preguntado: ¿Qué es El León de Oro? Manolo habÃa contestado: Nada de interés.
Después de cenar, Manolo le habÃa soltado un comentario en tono tierno. Un calorcillo agradable se le metió en el pecho. Sintió cosquillas entre las piernas. Se estremeció. ¿SerÃa la falda estampada y la camiseta de licra? ¿O serÃa el vino? ¿O que ya iba tocando? Fuera lo que fuera, Mari Loli no pensaba dejar pasar aquella oportunidad: ¡la ocasión la pintan calva! Y, si además Manolo ponÃa un poquitÃn de ternura, el viaje habrÃa resultado un éxito. Porque las últimas veces, pocas y como de Pascuas a Ramos, habÃa sido más parecido a ir a la guerra que a otra cosa. Como a menudo estaban discutiendo por cualquier bobada, se iban a dormir con un mal humor que les nublaba el afecto. A los cinco minutos de haber apagado la luz, ella notaba a Manolo moverse despacito hasta su lado de la cama y apretar su cuerpo contra el de ella. ¡Ni hablar! AsÃ, cabreados como estamos, de ninguna de las maneras, se decÃa Mari Loli, desplazándose unos centÃmetros para despegarse de Manolo. Ãl volvÃa a la carga, y ella se apartaba de nuevo.
âPero ¿se puede saber qué coño te pasa?
â¿Que qué me pasa? Pero tendrás morro... Qué me va a pasar, que si estamos cabreados estamos cabreados, y entonces no hay polvo.
â¡No me seas borde, Lola! El polvo es para hacer las paces.
â¡No seas tú cabrón! Las paces se hacen antes.
Total, no habÃa forma de aclararse. ¡Qué raras sois las tÃas, no hay quien os entienda!, soltaba Manolo. Hay que ver lo raros que sois los tÃos, que nunca entendéis nada, pensaba ella. Y unas veces echaban un polvo y otras, no, dependiendo de quién ganase la batalla.
¡Jesús!, pensó Mari Loli cuando Manolo se quitó la camisa a cuadros blancos y azules y la colgó de un clavo en la pared del vehÃculo, el tÃo estaba de miedo. ¡Qué bÃceps! Si hasta daban ganas de mordérselos o lamérselos o cualquier cosa. Manolo habÃa encogido el estómago para desabrocharse el botón de los vaqueros, habÃa bajado la cremallera pensativo, como si estuviera en otra cosa. Mejor, asà ella podÃa contemplarlo a sus anchas. Sin los vaqueros, sólo con el calzoncillo naranja, parecÃa un anuncio de parada de autobuses. Los músculos de la barriga bien marcados. Y unos muslos firmes como rocas. Y el culo pequeño, claro, como el de todos los tÃos.
â¿Te vas a desnudar o piensas seguir vestida toda la noche? âpreguntó Manolo, quitándose el calzoncillo.
Ella no contestó, fascinada con su erección. Con tanta guerra, llevaba tiempo sin verle la polla. Y, mira, tú, que estaba bien el tÃo. La tenÃa tiesa, grande, apuntándola con descaro.
Manolo apagó la luz.
â¿No vamos a hacerlo con la luz encendida?
âNo.
¡Valiente tonterÃa!, con lo que a ella le gustaba ver su cuerpo, con lo cachonda que la ponÃa.
â¿Por qué?
â...
âVenga, Manolo, dime por qué âinsistió ella, ya desnuda, tumbándose a su lado.
Manolo no lo dijo, pero se le entendió todo. Sin luz, aún podÃa imaginar un cuerpo de Mari Loli ya inexistente: sin colgajos, sin hoyos, sin bultos, sin pliegues... Mari Loli lo sintió como un puñetazo en pleno pecho. Se quedó sin respiración unos segundos. Luego, todo lo no dicho la dejó con la mitad de la mitad de la mitad del deseo que sentÃa al empezar. Se dejó acariciar poniendo sólo el cuerpo, con la cabeza en otra parte.
â¡Hostia! He olvidado los condones.
Entonces, a ella, un pensamiento le cruzó la mente como un rayo: una criatura. Se le vino de golpe a la memoria la cara de ternura de Manolo cuando nació Manu. Y no sólo estaba tierno con el crÃo sino también con ella. Eso era lo que necesitaban para salvar su matrimonio. Un niño que los uniera otra vez. Ella lo tranquilizó: que lo hacÃan de todos modos. Ãl no preguntó más.
A la mañana siguiente, ella se contempló en el espejo de los servicios y se dijo que quizás estaba algo jamona, pero tampoco tanto. Pero, vaya, a él siempre le habÃan gustado las delgadas. ¡Qué se le iba a hacer! Ãsa era la gran obsesión de Manolo: las tÃas delgadas y monas. ProbarÃa con algún régimen. Ni Angelines ni Estrella la podÃan ayudar en eso. Angelines, que estaba estupenda sin esforzarse nada. Y Estrella, que no estaba estupenda porque era puros huesos, pero por lo menos sin kilos de más. Pues se buscarÃa algún
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que hablara de cómo adelgazar. Y si era sin sufrir mucho, mejor. Se pondrÃa en cuanto regresaran. Pero el cuerpo de Mari Loli habÃa concebido unos planes distintos. Cuando estaba de una falta, se hizo la prueba.
Tuvieron a la criatura, claro. No era que Manolo estuviera hecho de madera de mártir, pero tampoco sabÃa muy bien si estaba por un aborto. Además, Mari Loli la querÃa tener. Y, ya se sabe, en eso mandan las mujeres. Después del embarazo y el parto, el cuerpo de Mari Loli estaba mucho peor que al empezar. Entonces Manolo dejó de invadir su trozo de cama. En fin, que ni siquiera estar enfadados era ya un chollo. Primero, porque lo estaban cada dÃa. Segundo, porque Manolo no intentaba hacer las paces por esa vÃa. Bueno, ni por ésa ni por ninguna. Se dirÃa que habÃan entrado en la época del cabreo continuo. Además, Mari Loli habÃa pasado de estar jamona a parecer un escarabajo pelotero. Asà se veÃa ella algunas veces al contemplarse en el espejo de luna de su armario. Con Anabelén, su cintura habÃa desaparecido y su cuerpo se habÃa redondeado como si llevara un caparazón. Mirarse se miraba a menudo, cuando bailaba. Pero verse como un escarabajo pelotero sólo le pasaba de tanto en tanto, sobre todo las veces que se ponÃa cachonda, ¡que claro que se ponÃa! Si hacÃa calor, Manolo se tumbaba en el sofá delante del televisor sólo con el calzoncillo naranja o amarillo o blanco. ¡Cómo estaba! Otras veces se ponÃa con las marranadas que le contaba Florita. Y aun otras, con nada; como si su cuerpo tuviera un mecanismo y, lo quisiera ella o no, se disparase. Pues, cuando se ponÃa cachonda, se lo montaba sola. Y al acabar siempre se preguntaba cómo se lo hacÃa Manolo. ¿Solo? ¿Se iba de putas? ¿TenÃa algunas amiguitas un poco por aquÃ, otro poco por allá? ¿O todo a la vez? Bueno, nada serio, de eso estaba segura.
Mari Loli salió de sus recuerdos bruscamente, con dos timbrazos simultáneos: el del teléfono y el de la puerta. ¡Jope!, para un dÃa que se quedaba una en casa, se ponÃan todos de acuerdo, mira, tú. Descolgó el aparato. Era Angelines.
âOye, te llamo en cinco minutos, que tengo a alguien en la puerta.
Desde el rellano, Pili, la vecina del quinto, la miró boqueando.
âPerdona. CreÃa que no estabas en casa... âse justificó.
Mona era la chica, pero, desde luego, estaba un poco pa'llá. Porque, si creÃa que no la encontrarÃa en casa, ¿a qué habÃa ido? Siempre decÃa cosas tan raras... Eso, suponiendo que hablara, porque la mayorÃa de veces no abrÃa la boca. Claro que con lo que le habÃa pasado, a la pobre, tampoco era tan extraño que se hubiera zumbado. Aunque, bien era verdad, antes del disgusto ya era muy rarita. Tan tÃmida, tan poquita cosa... TenÃa unos veintiséis años, eso Mari Loli lo sabÃa porque cuando ocurrió la desgracia se enteraron de un montón de cosas. Anda, que si no llega a ser por eso... ¡Menuda era la vecina para las amistades y las confidencias! No se hacÃa con nadie. Nunca, lo que se dice nunca, se la veÃa abajo charlando con las otras de la escalera. Tampoco Mari Loli tenÃa mucho tiempo para andar de palique, pero a veces sà se quedaba en la calle para pegar un poco la hebra con las vecinas, por enterarse de lo que ocurrÃa en el barrio. Bueno pues, veintiséis tenÃa Pili y como si no. Una pinta de crÃa conservaba aún... Con esa melena larga, rizada y dorada parecÃa una princesa de cuento. Y una piel suave y blanca como si fuera un juego de porcelana. Y los ojos... Vaya, los ojos no eran de princesa sino de cervatillo. En forma de almendra, con el extremo exterior inclinado hacia arriba, de color oscuro y mirada húmeda, como llena de miedo. Además, un cuerpecito menudo, flexible, ágil. ¿SerÃa un cervatillo convertido en princesa? Quita ya, se dijo Mari Loli, qué cervatillo ni qué niño muerto. Sólo era una chavala más asustadiza que un gorrión y con una mala estrella de campeonato.
âQue Mari, la del segundo tercera, está en el hospital... âempezó Pili.
â¡Vayapordiós! Nada grave, me supongo.
âNo sé.
¡JolÃn! Si no se enteraba, la pobre. Tonta no era, eso seguro, que hasta habÃa estudiado para asistenta social y trabajaba en el Ayuntamiento por las tardes. Pero mucho interés no ponÃa. O eso parecÃa.
âBueno, pues, que esta semana le tocaba limpiar la escalera, pero que el turno salta y te toca a ti.
¡Arreglada estoy!, pensó Mari Loli, como no tenÃa nada más que hacer que andar fregando rellanos y escaleras...
âEn fin, Pili, se hará lo que se pueda. Hala, gracias por avisarme.
âDe nada. Hasta otra.
Era educada, eso no se podÃa negar. Más que la mayorÃa de la escalera: hablaba bajito, no soltaba palabrotas y siempre agradecÃa lo que fuera. Con tanta finura no parecÃa del barrio.
Cerró la puerta, se dirigió al teléfono y marcó el número de Angelines.
âHotel El Arte, buenos dÃas. Le atiende Angelines. ¿En qué puedo servirle?
âAngelines, soy yo, que qué querÃas antes.
âLo primero, saber si te habÃas quedado en casa y cómo está la nena.
âLa nena...
âEspera, que me ha entrado otra llamada âdijo Angelines, y la dejó instalada sobre un fondo de alegres violines.
Al poco, Angelines recuperó la llamada:
âHija, la centralita está hoy imposible. El teléfono no para. Y no te lo pierdas: en la veintidós tenemos lÃo. Estoy segura de que los dos son casados. Entre cuarenta y cincuenta años. Ella bastante mona todavÃa. Ãl, con muchas canas...
Ya empezaba. ¡Caray!, lo que le gustaba a Angelines inventarse pelÃculas.
âPero, bueno ¿te cuento cómo está Anabelén o no? âla cortó.
âPues sÃ, claro.
Tuvieron que interrumpirse dos veces aún. Realmente el teléfono no daba una tregua.
â... y también te he llamado para invitaros a cenar el sábado próximo. Como este fin de semana Manolo y José Antonio están libres de servicio...
¿Manolo estarÃa libre? Anda, lo que era ella ya no controlaba nada de nada. Bueno pues, si Angelines lo decÃa, serÃa verdad. Aunque tenÃa gracia que supiera mejor que ella cuándo libraba Manolo.
âPuedes dejar a Anabelén con los mayores ¿no?
â¿Con los mayores? Querrás decir con MarÃa, porque el otro está hecho un mala sombra y una no puede fiarse de él.
Después de ser interrumpidas una última vez, fijaron la hora y se despidieron.
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Siempre que entraba allÃ, Mari Loli pensaba lo mismo: pordiós, cómo lo tenÃa todo, qué bonito, si parecÃa una foto de decoración sacada de
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. Angelines y José Antonio llevaban unos pocos años viviendo en aquella casa adosada, a las afueras del barrio. Claro, como los dos ganaban un buen salario, lo dedicaban a estar bien instalados; aunque, habÃa que admitirlo, Angelines hubiera prescindido del adosado, con muebles incluidos, a cambio de haber podido tener hijos. Con lo del curro, Angelines habÃa demostrado carácter. De entrada, ni caso le habÃa hecho a José Antonio cuando se puso pestiño para que dejase la piserÃa al tiempo que la dejaba Mari Loli. Que no y que no, le contestó ella. Ãsa fue quizás la primera vez que Mari Loli se dio cuenta de la verdadera fuerza de su amiga. ParecÃa medio boba, como que no tenÃa ni media bofetada y, sin embargo, si realmente querÃa algo, de pronto se crecÃa y conseguÃa imponer su voluntad. Porque eso fue lo que ocurrió: José Antonio tragó. Y fue raro, porque con lo celoso que era... No la dejaba ni a sol ni a sombra. Bien era verdad que âcomo siempre decÃa Manoloâ Angelines estaba como Dios. Por si fuera poca su victoria sobre el marido, Angelines se lo montó bien. Dos años más tarde que Mari Loli, dejó la piserÃa para ponerse de telefonista en El Arte. Aquél sà era un buen trabajo: fino, descansado, bien pagado.
A lo que iba: Angelines tenÃa una casa de cine. En ningún otro piso del barrio habÃa visto Mari Loli unos muebles tan lujosos, de madera oscura, con barniz brillante, que parecÃan untados con una última capa de azúcar a punto de caramelo. Era tan bonito... En el mueble grande de la salita, ocupaba un lugar preferente el vÃdeo, porque a Angelines las pelÃculas le chiflaban. Ella tenÃa una manera muy peculiar de vivir, que era a través de la vida de los demás: lo que imaginaba de los clientes del hotel âtodos con mil y un enredosâ, lo que leÃa en las revistas del corazón âlas princesas y las folclóricas le resultaban tan familiares como sus primasâ, y lo que veÃa en las pelÃculas âcomo si los actores vivieran en el salón de su casaâ. Una lo podÃa entender si pensaba que era su válvula de escape, su única forma de coger un poco de oxÃgeno. Como su José Antonio la tenÃa medio asfixiada... ¡Qué hombre! ¡Quién lo hubiera dicho viéndolo con aquella cara redondita, de buen chico! Aunque buen chico era, no se podÃa negar. Sólo que andaba siempre con la manÃa de los cuernos. Cada dos por tres le soltaba: